Mientras Mustafá compraba suministros para el largo viaje de vuelta al monasterio, desenvolví el astrario. Nada había cambiado: el mecanismo seguía con su zumbido y la pequeña aguja con la cabeza de Set estaba a un grado solo de la fecha de mi muerte.
Con mucho cuidado, envolví de nuevo el instrumento. La reunión con el Sr. Imenand me había intranquilizado. ¿Le interesaba solo la exploración o tenía otras intenciones? Debía salir lo antes posible de Alejandría, pero, antes de partir, tenía que ver necesariamente a una persona.
Esperé hasta que regresó Mustafá. Después de pedirle que vigilara la mochila que contenía el astrario, volví a salir a las calles disfrazado de clérigo copto.
El guardia de la cárcel se metió en el bolsillo trasero de su uniforme el billete de cincuenta libras egipcias y me llevó por un estrecho pasillo que apestaba a orina y a desinfectante.
—El Sr. Hermes, ¿un amigo especial, quizá?
Ignorando la sonrisa burlona del guardia, le seguí, luchando contra la desorientación y el miedo al reconocer los desconchados del yeso y las viejas puertas metálicas del interrogatorio al que me sometieron solo una semana antes. Pasamos celda tras celda: algunas estaban vacías y sin camastro; otras, con hombres acurrucados en las esquinas, ovillos abandonados de desesperada humanidad. Algunos pedían ayuda; otros rezaban con cantos, balanceándose adelante y atrás.
Al final del pasillo había una celda ligeramente más grande, con un banco de madera y un cubo de letrina en el rincón.
Hermes Hemiedes estaba tumbado en el banco, envuelto en una manta gris, con la que se había cubierto la cara, como si estuviese avergonzado. Sus piernas de anciano, pálidas, con venas zigzagueantes alrededor de los tobillos, sobresalían por abajo y sus pies, nudosos y con juanetes, estaban embutidos en un par de maltratadas sandalias, excesivamente grandes.
—Treinta minutos —me informó el guardia de la cárcel, abriendo la puerta de barras con una enorme llave de hierro—. Normalmente son quince, pero para usted —dijo, toqueteando el dinero en el bolsillo trasero—, treinta.
Se marchó, dejándome encerrado tras él.
—¿Oliver? —preguntó Hermes, retirándose la manta de la cabeza e incorporándose. Me alivió observar que no tenía heridas en la cara—. Gracias a Dios que has venido. Yo no puedo estar aquí… ¡No saldré vivo!
—Hermes, por favor, no te asustes. Cuéntame primero: ¿de qué te acusan?
—Me acusan de conspiración para debilitar el estado. Es una mentira inventada. Y me han atacado.
—¿Los guardias de la prisión?
—¡No seas ridículo… los presos! Me tendieron una emboscada en el patio y… me humillaron.
—¿De verdad? Parece que no tienes señales…
—No lo entiendes. Para un individuo como yo, con diferencias…
—¿Tu orientación sexual?
—¿Mi orientación sexual? —dijo, riéndose con amargura—. Si todo fuese así de sencillo…
Al observar mi expresión, Hermes se levantó despacio la sucia camiseta carcelaria, revelando unos pechos flácidos y marchitos… pechos femeninos.
—¿Eres hermafrodita? —le pregunté, procurando que mi voz no manifestara mi asombro.
De repente, todas las rarezas que había visto en el egiptólogo tenían sentido: la ausencia de vello en la piel, los hombros estrechos, las anchas caderas, el tono de su voz, curiosamente temblón, que ahora me recordaba la voz atiplada de una mujer mayor. Se cubrió.
—En esta vida, opté por vivir como un hombre.
—No entiendo…
—Yo nací hace más de setenta años en una pequeña aldea del Sudán. No teníamos la tecnología ni el personal médico que pudiera corregir esta «anormalidad». Mis padres estaban horrorizados. Me entregaron al derviche, que me tomó como su aprendiz —dijo y me miró con atención—. Tú quizá lo conocieses… Amos Jafre. Es el místico al que envié a Isabella para que lo visitara en Goa hace tantos años.
Miré a Hermes; me invadió una sensación de vértigo mientras me preguntaba hasta qué punto exactamente habían sido manipuladas a distancia tanto la vida de Isabella como la mía propia, como si fuésemos marionetas que saltaran en el extremo de unas cuerdas. Como si oyera mis pensamientos, Hermes dijo en voz baja:
—Así que, ya ves, el círculo es aun más cerrado de lo que podrías haber imaginado, Oliver.
—¿Cómo sobreviviste? —pregunté, en cambio.
—Comencé a investigar la historia de las personas como yo, a quienes consideraban sagradas en el Antiguo Egipto: la combinación perfecta de lo masculino y lo femenino; a menudo nos escogían para que fuésemos sumos sacerdotes. Yo participo en las ceremonias más sagradas.
Los ojos de Hermes brillaban como si estuviese loco y, cuando hablaba, su voz parecía ir elevándose, como si su ambigüedad natural le estuviera ayudando a relajarse. Mi memoria me llevó de vuelta a las catacumbas, a las facciones pintadas de la diosa Isis resplandeciendo de un modo en absoluto natural y a la voz que salía de la máscara de madera. Me apoyé en la pared, asqueado por el descubrimiento. Había ido todo el tiempo tras la pista equivocada: Amelia Lynhurst no era quien dirigía a los adoradores. Le miré, pero antes de que pudiera decir nada, él extendió la mano y me agarró la muñeca.
—Oliver, nos necesitamos mutuamente. Nadie más puede salvarte. Nadie más sabe cómo detener el astrario.
—¿Qué quieres a cambio, Hermes? No es para salvarme; sé que…
Hermes sonrió cínicamente y, por segunda vez desde que me reuní con él, vi un rasgo maníaco tras aquellos ojos cautelosos.
—La inmortalidad, Oliver, lo que todo el mundo querría.
Horrorizado, aparté su mano.
—¡Me mentiste! ¡Robaste su corazón, la violaste!
Golpeé los barrotes para llamar la atención del guardia.
—Espera, ¡te lo diré todo! —gritó Hermes, tirando de mí hacia atrás.
Dejé de golpear los barrotes. Hermes se sentó en el banco y toqueteó el espacio que quedaba libre a su lado. Lo ignoré, prefiriendo quedarme de pie.
—Giovanni Brambilla creó un pequeño círculo que atrajo a individuos interesados por el misticismo y el ocultismo. Estoy hablando de hace cuarenta años, en 1936, cuando el mundo que conocíamos estaba empezando a fragmentarse. Ninguno de nosotros quería perder poder. Éramos un grupo heterogéneo —universitarios, hombres de negocios, arqueólogos—, pero a todos nos apasionaba la Egiptología. Y aquellos eran unos tiempos desesperados en una ciudad desesperada.
Así que la policía estaba en lo cierto, pensé para mis adentros: una secta secreta de locos bajo la tutela de Giovanni. No era nada raro que desconfiaran de Isabella.
—Al principio, las recreaciones eran intentos inocentes, ingenuos, para experimentar una especie de autenticidad. Pero, con el paso de los años, yo quise ir más allá. Estaba convencido de que, si los ritos se desarrollaban correctamente, podríamos hacer algo más poderoso. Podría ser real —dijo y se detuvo; después susurró—: Brujería. Un día, sin que lo supiesen los demás, reemplacé el corazón de oveja que habíamos estado utilizando en el rito de la pesada del corazón por un corazón humano.
—¿De quién? —pregunté, incrédulo, aunque creía que ya sabía la respuesta. Asraf había oído chillar.
—De un criminal… lo robé en el depósito —respondió y me miró fríamente.
—¡Estás mintiendo de nuevo! Tenías un hombre asesinado, ¿no? ¿Y aquella joven egiptóloga a la que le faltaban los órganos, como a Isabella? —dije, recordando de repente la descripción de Demetriu.
—¡Eran sacrificios nobles! Lo importante es que ese pequeño detalle lo cambió todo. Aquella noche conjuramos a Set, su mismo ser. Fue fenomenal… de repente, teníamos el poder de los dioses —manifestó Hermes, que ahora parecía histérico, con su voz teñida de exaltación maníaca. Di un paso atrás, hasta los barrotes.
—Eso no es posible.
—¿No? Oliver, tú lo viste con tus propios ojos.
Me estremecí, recordando la larga sombra que atravesó las paredes de las catacumbas. Hermes observó mi rostro con una especie de curiosidad objetiva; bajo su apariencia de servilismo, parecía estar materializándose una personalidad completamente diferente.
—Después de aquello, los desacuerdos estallaron en el grupo —continuó—. Pero esto no era el debate de un grupito de arqueólogos académicos. Esta discusión tenía unas implicaciones mucho más amplias.
—¿Giovanni quería utilizar los ritos para destruir a sus enemigos políticos?
Hermes asintió.
—Durante algún tiempo, funcionó. No podría decirte si fue el poder conjunto de todas aquellas personas creyentes o si fue auténtica brujería. Después Amelia rompió el círculo y lo arruinó por completo. Se llevó con ella a algunos de los otros para dedicarse a lo que a ella le interesaba.
—¿E Isabella?
—Ella hacía lo que quería su abuelo, todo. Fue Giovanni quien dio por primera vez con el astrario en sus investigaciones, unas investigaciones que había sido lo bastante insensato como para compartirlas con Amelia Lynhurst.
—¿Y la excavación de Bebeit el-Hagar?
—La organizó Giovanni. Estábamos convencidos de que allí encontraríamos el astrario. Giovanni tenía entonces la idea de utilizarlo políticamente, como una forma de defender el Antiguo Egipto y para proteger sus activos, previniendo el inevitable ascenso al poder de Nasser. Yo pensaba entonces que estaba loco. Ahora sé que no. No encontramos nada. En cambio, Amelia encontró el uas y huyó con él, traicionándonos. Giovanni persuadió a Isabella para que dedicase sus estudios al mecanismo. Cuando, por consejo mío, buscó a Amos Jafre, sin quererlo, la impulsó aun más al darle la fecha de su muerte. Su urgencia avivó su investigación y llegó muy cerca.
—¿Qué pasó con la fecha de la muerte de Isabella? —pregunté, rechinando los dientes.
—Amos Jafre fue el mayor astrólogo que el mundo ha conocido. La fecha de la muerte era real.
—Era solo una niña, Hermes —dije, sintiendo que me ponía cada vez más furioso ante la insensibilidad de su actitud, ante la culpabilidad de implicar a niños, ante la infancia robada a Isabella.
—La «infancia» es un concepto moderno.
Ante eso, ya no pude contenerme. Levanté el puño; solo la expresión aterrorizada de Hermes y mi necesidad de saber más evitaron que le golpeara. Aliviado, se secó el sudoroso rostro con la manga mugrienta.
—Mosry me engañó. Se infiltró en nuestro grupo y yo supuse que él y yo queríamos lo mismo. Fui yo quien dispuso que su hombre estuviese en el barco cuando Isabella se ahogó.
No sabía que trabajaba para el príncipe Majeed hasta que asesinó a tu amigo australiano… el interrogatorio fue mal.
—Podría matarte ahora mismo —dije con voz sorda.
—En todo caso, estoy preparado para morir.
Hermes descubrió su flaco cuello, como si esperara que lo estrangulase. Yo mantuve los brazos colgando rígidos a ambos lados. Él echó el cuello hacia atrás.
—El astrario tiene fama entre la élite militar, tanto en Arabia Saudí como en Egipto. Creen en sus poderes. Después de todo, se sabe que Alejandro de Macedonia lo quería, y Napoleón envió tropas a buscarlo. Si el príncipe Majeed consigue apoderarse del instrumento, se armará la marimorena en esta región, la anarquía tribal. Lo utilizará para contribuir a crear el tipo de caos político en el que puede medrar. Después, se hará con el poder. Mis necesidades son mucho más sencillas. Solo quiero la inmortalidad —afirmó y sonrió cínicamente—. Ahora no tiene ninguna utilidad para mí. Aquí me matarán. Salvo que pueda persuadirte de que te desprendas del astrario —añadió y me sonrió, esperanzado, pero lo ignoré.
—¿Qué puedes decirme de Hugh Wollington? ¿Por qué quiere el astrario?
La cara de Hermes se puso lívida; nunca lo había visto tan asustado.
—¿Qué sabes de Hugh Wollington? —preguntó.
—Era la voz de Horus, ¿no? —dije y, sin poder contenerme más, le agarré por su mugriento caftán y lo zarandeé con fuerza—. ¡Él estaba detrás de todo esto desde el principio!
—Él es el sumo sacerdote. Nos gobierna a todos.
Petrificado, Hermes apenas podía hablar.
—¡Tonterías! No es más que un hombre como los demás. ¡Limítate a darme los datos!
Me abalancé sobre Hermes, que, de repente, parecía aun más patético, casi sollozando de miedo.
—Si se hace con el astrario, liberará a Set, el dios de la confusión —murmuró Hermes—. Después, ¡que los dioses nos ayuden a todos!
Se produjo una pausa y, a mi pesar, sentí un escalofrío de terror.
Me volví para llamar de nuevo al guardia. Hermes aferró mi brazo.
—Por favor, tienes que entenderlo. Te atrajimos al rito deliberadamente para que interpretaras a Osiris. Oliver, te guste o no, eres del inframundo. Eres el salvador. Hay que permitirte que lleves a cabo tu tarea.
—El salvador… ¿de qué hablas?
—En Bebeit el-Hagar, descubrimos una profecía escrita por Banafrit que decía que, si el astrario se perdiera, la única persona capaz de hacer realidad el auténtico destino de la caja celeste y de devolverla a la momia de Nectanebo sería un sacerdote del inframundo, un seguidor de Osiris, alguien que hiciera surgir los tesoros subterráneos de la Tierra. No fue accidental que Isabella te escogiese para casarse contigo —concluyó Hermes, casi con placer, mirándome de reojo.
Tuve que contenerme para no arremeter contra Hermes.
¡Cómo se atrevía a sugerir que Isabella se había casado conmigo porque la habían instruido para ello! Sin embargo, a pesar de mi furia, no pude contener el maremoto de duda que ahora bramaba en mi interior, debilitando todo aquello en lo que yo había creído siempre. ¿El astrario había sentenciado mi vida?
—¿Tú querías que me responsabilizara del astrario a causa de una profecía arcaica? —dije, incrédulo.
—No tienes elección. Pero no podemos hacer nada al respecto si yo no estoy allí. Me necesitas, Oliver. Y yo te necesito. Por favor, por favor, ayúdame —me pidió y alargó la mano—. Traté de conseguir que entregaras el astrario en el rito. Si lo hubiese conseguido, el poder de controlarlo se habría transferido a mí.
—¿Quieres decir que yo solo puedo controlarlo?
—Hasta que pusiste tu fecha de nacimiento en él… después, sometiste tu destino a su juicio.
Sentí que la sangre rugía en mis oídos y vi un caleidoscopio de imágenes, cada una más terrible que la anterior, que danzaban ante mis ojos: el corazón de Isabella flotando en el agua, sus ojos sin vida suplicándome, una pequeña manecilla puntiaguda avanzando de forma inevitable, condenándome a morir en dos días; la larga sombra bailando a través de las catacumbas y avanzando hacia mí. Sabía que tenía que quedarme, que debía llegar a una especie de trato faustiano con Hermes, pero, en ese momento, comprobé de repente que era incapaz de hablar. Tragué saliva frenéticamente y procuré bloquear una oleada ascendente de pánico. Aparté a Hermes. Necesitaba escapar.
Grité, llamando al guardia, con voz ronca. Mis llamadas desencadenaron un coro de aullidos de los otros presos hasta que todo el pasillo se transformó en una cacofonía de sufrimiento. Cuando, por fin, salí al patio, las súplicas de Hermes seguían resonando en mis oídos.