Me tumbé mirando al techo. Rachel estaba hecha un ovillo, dormida encima de la cama, roncando ligeramente. Envidiaba la facilidad con la que se durmió. Supuse que sería de puro agotamiento. Mi mente trabajaba frenéticamente, tratando de averiguar cuál sería mi siguiente paso, ahora que el astrario había encontrado el modo de volver a mí. Evidentemente, no podía destruirlo y, sin embargo, tenía la responsabilidad moral de no permitir que cayese en manos de mis enemigos. Una vez más, ansiaba disponer de la sabiduría y de la guía de Isabella. Inquieto, me levanté.
El chillido de un ave irrumpió en mis pensamientos. Sonó de nuevo: ke-ke-ke-ke… Era el canto lastimero de un gavilán. Cuidando de no despertar a Rachel, me puse los vaqueros y salí a la noche.
Una nube de insectos y mariposas de luz pululaba alrededor de las luces. Al este, el pálido brillo del alba había empezado a ascender por el horizonte. El gavilán volvió a emitir su canto desde algún lugar por encima de mí. Escudriñé el cielo, pero no vi nada. Me senté en el escalón de madera de la caseta y me puse a mirar las estrellas, tan brillantes que me hicieron imaginar un cosmos brillante, colgado tras un telón nocturno.
—Isabella… —mi voz sonó desnuda y patéticamente humana. ¿Cómo hablarle a un fantasma? Me aclaré la garganta—. Muéstrame cómo detener el mecanismo, para salvarme… —añadí, con una expresión que sentí incómodamente parecida a una oración.
Fue entonces cuando tuve conciencia de la sensación de ser observado, ese picor característico en la parte posterior del cuero cabelludo. Procurando no hacer ningún movimiento brusco, miré hacia el haz de luz que arrojaba el foco más próximo. Inmediatamente después del borde del haz, dos ojos amarillos me miraban. Me quedé paralizado. Tenía que ser un chacal o una hiena. Era difícil ver el cuerpo del animal. Nos miramos mutuamente solo durante unos segundos, pero el miedo alargaba el tiempo.
La bestia se puso en movimiento, sus ancas descendieron como si se preparara para saltar sobre mí. Aterrorizado, cogí unas cuantas piedras y se las tiré. La criatura se dio la vuelta y dio un salto hacia atrás, hacia la noche que se retiraba, un remolino de pelaje pardo rojizo y patas esbeltas, y vi cómo la punta de su cola hendida barría la arena.
A la mañana siguiente, Rachel se marchó a regañadientes.
—No me gusta dejarte con esto —dijo, señalando inútilmente con un gesto el astrario—, pero tengo que hacerlo.
Mustafá le había organizado el viaje con un ingeniero que iba a Port Taufiq, donde iba a unirse a la caravana anónima del presidente Sadat para su misión secreta. Me abrazó brevemente y yo resistí el impulso a retenerla, a rogarle que se quedara y me ayudara. Aquí y ahora, me parecía mi última esperanza, mi único vínculo con la seguridad. Al verla subir al coche y partir, tuve que luchar contra la sensación de abandono.
Más tarde, volví al lugar en el que había enterrado el astrario. Era media mañana cuando llegué a la duna y el sol irradiaba oleadas de calor que me herían los ojos y me secaban la garganta y la nariz. Cuando empecé a subir por la ladera, procuré distraerme del miedo a encontrar algo extraordinario visualizando la estructura sedimentaria sobre la que me desplazaba, el pensamiento consolador de todo el oro negro que yacía bajo mis pies. No me sirvió de nada y, cuando pude ver el enorme agujero en el que había enterrado la mochila, todo mi cuerpo se estremeció al unísono con mi corazón.
El hoyo estaba rodeado de escombros, como si quien o lo que hubiera sacado el astrario lo hubiese hecho de un modo frenético. Unas huellas de ave formaban un dibujo de movimiento intenso en torno a los bordes de la tumba vacía, las inconfundibles huellas de las garras del gavilán. Levanté la vista al cielo. Era un puro vacío azul.
Cuando regresé al campamento, la caseta estaba vacía y, según el astrario, solo me quedaban dos días de vida.
Más tarde, ese mismo día, me disfracé una vez más de monje copto y Mustafá y yo salimos hacia la casa segura que él había preparado en Alejandría. Sabía que me estaba metiendo directamente en la boca del lobo y que existía la posibilidad muy real de que Mosry me estuviera esperando. Pero, con la situación política a punto de alcanzar un clímax y solo con unas potenciales veinticuatro horas antes de mi muerte, tenía que forzar algún tipo de confrontación, y eso no iba a ocurrir si me escondía en el desierto.
El viaje duró doce horas y llegamos no mucho antes del amanecer. Nuestra reunión con el Sr. Imenand estaba prevista para esa mañana. A juzgar por el cacareo de los gallos y los rebuznos de los asnos que oía a medida que nos acercábamos a la casa segura, sospechaba que estaba situada cerca o sobre un mercado de ganado.
Se trataba de un apartamento neoclásico que había visto días mejores. Decorado en una ostentosa imitación del estilo Luis XVI, parecía el tipo de lugar que un funcionario del gobierno le procuraría a su querida. Mustafá me aseguró que disponíamos del apartamento durante todo el día; después, él me llevaría de vuelta a Wadi el-Natrun. No le había dicho que quizá no tuviese que hacer el viaje de regreso.
A las nueve de la mañana, cuatro personas nos reuníamos alrededor de una larga mesa de comedor con tapa de cristal, bajo una gran araña de cristal de colores negro y plata. El Sr. Waalif, el funcionario que representaba a la Egyptian Government Oil Agency, estaba sentado frente a Mustafá y a mí, mirando las hojas de cálculo y los mapas topográficos que le había facilitado Mustafá. Waalif era un hombre cadavérico, de cincuenta y muchos años, cuyas facciones planas estaban cubiertas de un número enorme de grandes manchas en la piel. No había dicho nada acerca del carácter clandestino de la reunión, pero, en realidad, eso no me sorprendía en absoluto. Waalif era famoso por dos cosas: discreción y sus propios tratos clandestinos. Su aprobación era esencial para conseguir el contrato de licencia.
Al otro lado de la mesa, estaba sentado el Sr. Eminites, el representante del Sr. Imenand, un jordano de baja estatura, vestido con una chilaba de color azul pálido y una corbata y una camisa caras. Llevaba unas gafas grandes de montura negra que le envolvían su ancho rostro. Inicialmente, parecía amable, pero se enfrió glacialmente cuando le pedí una explicación de por qué no había venido el mismo Sr. Imenand en persona. Mi insistencia sorprendió a mis educados compañeros, pero después de que Mustafá murmurara algo al oído del Sr. Eminites, el representante me aseguró que el Sr. Imenand acudiría a la reunión, pero en su momento, y que debíamos empezar sin él. Nada de eso me pareció muy tranquilizador. Waalif se aclaró la garganta.
—Entonces, Sr. Warnock, entiendo que usted y Mustafá Sajir, en asociación con el Sr. Imenand, quieren arrendar la tierra por un período inicial de exploración de tres años, seguido de un período de producción de veinticinco años en nuestras condiciones habituales. Eso supone una cuota anual que aparece fijada en la tarifa cuatro, primas de producción establecidas en la tarifa cinco, la regalía estatal establecida en la tarifa seis y una participación de producción fijada en la tarifa siete. Deduzco que el programa inicial de trabajo ya está acordado.
El Sr. Eminites echó un vistazo al borrador de contrato que tenía delante. Me resultó imposible interpretar su expresión y, sin la presencia de nuestro enigmático benefactor, me parecía todo muy arriesgado.
—Evidentemente, no podemos predecir la producción que se alcance —dije—, pero confiamos en que el yacimiento esté allí y que podamos aprovecharlo al máximo.
—¿Y cuál será la otra compañía petrolera que se asocie con nosotros? —continuó Waalif.
Mustafá y yo intercambiamos miradas. El Sr. Eminites se ajustó el nudo de la corbata antes de hablar en un correcto inglés, aunque con acento muy marcado.
—No habrá otros socios. Esta es una de las condiciones del compromiso del Sr. Imenand que, como pueden ver, es considerable. El insiste también en que el programa de exploración comience dentro de este mes.
—¿Tan rápido? —intervine yo, preguntándome para mis adentros si viviría siquiera lo bastante para ver comenzar los trabajos.
—El Sr. Imenand no es un hombre joven y está deseando ver los frutos de su inversión.
—Esto no es habitual —dijo Waalif—. Pero el gobierno egipcio respeta la eminencia del Sr. Imenand y el importante capital que ofrece en este proyecto, y confiamos en nuestro amigo, el Sr. Warnock. Por tanto, estamos de acuerdo en proceder sobre estas bases.
Waalif, un pedante negociador, famoso por agotar a sus interlocutores con incontables minucias, estaba sonriendo; solo podría describir como reverencia la actitud que había reemplazado la habitual arrogancia de Waalif. Me arrellané, procurando ocultar mi asombro. ¿Quién era exactamente el tal Sr. Imenand? La única información que había obtenido de Mustafá era que tenía grandes inversiones por todo el Mediterráneo, desde España hasta Turquía, así como en el norte de África, y que, durante la mayor parte de su vida activa, había tenido su base de operaciones en Grecia. Sus propiedades estaban libres de cargas y, más interesante aun, no tenía herederos. No era mucho para seguir adelante, pero, sin el respaldo de GeoConsultancy, sabía que sería difícil conseguir la financiación por nuestra cuenta, incluso para la exploración más básica, y nunca en los términos en los que él nos la ofrecía. No tenía más remedio que confiar en él.
De repente, me percaté de un cambio en la atmósfera de la sala. El Sr. Eminites se había puesto en pie, inclinando la cabeza reverentemente. Los demás le siguieron. Me di la vuelta.
Detrás de mí, silueteado en la puerta de entrada, había una figura delgada.
—Oliver Warnock. Estoy encantado de conocer en persona a una persona tan legendaria.
La voz de Imenand era resonante; las notas bajas parecían reverberar directamente en mis pies. Él se apartó de la luz del sol y pude verlo adecuadamente. Delgado y de metro setenta de estatura, aproximadamente, era de piel oscura, de aspecto casi libio, con un rostro elegantemente afilado de pómulos elevados y una larga nariz curvada. Su edad era difícil de adivinar: calculé que estaría entre los cincuenta y los setenta; su piel mostraba el brillo bien conservado de la riqueza. Su porte era derecho y regio, y exudaba un carisma que solo había visto antes una vez: cuando tuve ocasión de conocer al príncipe Faisal. Iba inmaculadamente vestido con lo que parecía un traje negro de Savile Row, con una corbata magníficamente estampada y pañuelo a juego. La corbata se mantenía en su sitio gracias a un alfiler de oro con forma de pluma de avestruz; era un detalle excéntrico que indicaba que se trataba de un hombre capaz de un comportamiento poco convencional.
El Sr. Eminites acercó una silla para el recién llegado.
—Sr. Warnock, tengo el honor de presentarle al Sr. Imenand —dijo.
El empresario me tendió la mano y se la estreché. Para mi asombro, aunque la piel de su mano parecía joven, la sensación que me produjo era la de un hombre de mucha más edad.
—Encantado de ponerle un rostro al enigma, Sr. Imenand —dije.
—Y yo de conocer al Adivino. Su fama le precede… llevo siguiendo su carrera desde hace tiempo. Tiene usted una trayectoria de exploración muy exitosa, una de las más impresionantes del mundo.
—Usted exagera —repliqué modestamente. Para mi sorpresa, Imenand pareció ofenderse.
—Yo nunca exagero. Quizá no sea usted consciente de la medida completa de sus poderes. A su edad, eso no es solo imprudente, también es culpable.
—Yo soy científico, Sr. Imenand, ni más ni menos. En mis investigaciones, soy exhaustivo.
—Ya lo veremos. Pero debo darle mi más sentido pésame por la pérdida de su esposa. Era una gran arqueóloga.
—¿También la conocía usted? —pregunté, incómodo. Sabía muy poco acerca de este hombre y, sin embargo, su familiaridad parecía crear una extraña intimidad entre nosotros.
—He leído varios artículos suyos. Soy coleccionista de antigüedades y, podría decirse, un poco arqueólogo… aficionado, claro —se echó a reír y los otros le siguieron, corteses—. Pero ahora, hablemos de negocios. ¿Está usted satisfecho con los términos del contrato?
Acorralado, me puse nervioso.
—Sí, están muy bien.
—No quedará defraudado, Sr. Warnock… ¿o puedo llamarle Oliver?
Asentí.
—Oliver, tengo un gran interés personal por la exploración. He decidido convertirlo en mi pasatiempo.
De nuevo, se echó a reír y, una vez más, como un coro, los otros le siguieron. Yo no; algo dentro de mí quería resistirse al encanto de ese carisma que se extendía como un perfume por la habitación.
—¿Trato hecho, entonces? —dije abruptamente, negándome a seguirle la corriente. Inmediatamente, se cortaron las risas.
Mustafá me fulminó con la mirada; su expresión era pensativa, como si yo hubiese traspasado una marca invisible. El Sr. Eminites tosió, mientras Waalif se ajustaba el nudo de su corbata de seda. La tensión era patente, hasta que, finalmente, el Sr. Imenand sonrió, con visible alivio para los demás.
—Trato hecho, y ahora tengo que tomar un avión. Pero nos veremos mucho en el futuro, Oliver… eso, seguro.
Nos estrechamos de nuevo las manos.
El Sr. Eminites recogió nuestro material de presentación y lo guardó en su cartera. Cuando se levantó para abrir la puerta, observé que se movió de un modo especial, para no dar nunca la espalda a su empresario. El Sr. Imenand se detuvo en la puerta y, para asombro mío, me guiñó el ojo antes de salir.