Dediqué los dos días siguientes a tratar de leer con dificultad la traducción de la libreta de Sonnini que había hecho el padre Mina. Buscaba algo, la más pequeña pista incluso, que pudiera iluminarme algo acerca del astrario. El trabajo me ayudaba a distraerme de una creciente sensación de pánico a medida que cada día me acercaba un poco más a la fecha predicha de mi muerte. Decidí que, si no encontraba nada acerca de cómo detener el astrario, no tendría otra opción que regresar a Alejandría y vérmelas con Hermes y con Amelia, quizá incluso con Hugh Wollington. No era una idea muy atractiva, desde luego.
En las libretas había poca información nueva, aparte de las suposiciones de Sonnini en torno a la mecánica del instrumento, pero me llamó la atención una nota a pie de página. Al lado de los cinco elementos que los antiguos egipcios creían que constituían el alma humana, estaban escritas dos palabras: «âme» y «ombre»: los términos franceses que significan «alma» y «sombra», respectivamente. Sonnini había dibujado una caja, parecida en cierto modo a una prisión, alrededor de las dos palabras francesas, como si estuvieran atrapadas juntas: el alma y la sombra moviéndose frenéticamente por una jaula. Parecía como un garabato caprichoso y resultaba extraño imaginar al naturalista francés inclinado sobre la página, pluma en mano, dibujando lo que medio pensaba, medio imaginaba. Pero el pequeño garabato me inquietó; el dibujo de la caja tenía una marcada y mordaz mala intención que resultaba inquietante. Aparte de eso, el padre Mina no me había abierto, en realidad, ninguna vía nueva.
De repente, mi cadena de pensamiento se vio interrumpida por un joven y tímido sacerdote, que me informó de que mi invitado, Mustafá Sajir, había llegado al monasterio.
Acudí a recibir a Mustafá a las puertas del monasterio y juntos trasladamos a mi celda el magnetómetro que le había pedido que trajese.
Una vez en la intimidad de la pequeña habitación, Mustafá se secó la frente con el bajo de su chilaba y después sonrió ampliamente.
—Sabía que eras un inglés loco, pero no creía que lo fueses tanto. Tienes una pinta de copto muy convincente. No te habría reconocido nunca.
—Y tú pasas de forma muy convincente por felah.
Solo había visto a Mustafá con atuendo occidental o en mono. Resultaba divertido que, a pesar de su carácter étnico, el graduado en Cambridge pareciese muy incómodo con su chilaba.
—Al menos, este es mi atuendo tradicional, pero tú… —titubeó—. Dios mío, las excusas que he tenido que dar a la compañía. Creen que se te ha ido un poco la olla por la pena. Felizmente, tu reputación es excelente.
—No me hagas preguntas —le advertí—. Solo necesito el magnetómetro por un día. Puedes llevártelo mañana. ¿Estás seguro de que no te han seguido?
—¿Seguido? No seas ridículo… ¿quién va a seguir a un hombre que va caminando por el desierto al funeral de su tía? Además, yo no soy importante en el magno plan de las cosas. Me gusta ser así; a diferencia de ti, amigo mío, que siempre tienes que estar en el ojo del huracán. Pero ya te lo prometí: sin preguntas. De todos modos, tenía que verte… Tengo unas noticias maravillosas —dijo y cerró la puerta de la celda; ahora solo la tenue luz solar que se filtraba por la estrecha ventana iluminaba la habitación—. Ha llegado la geofísica.
—¿Y?
—Confirma que la estructura es enorme… al menos, mil millones de barriles, casi todo en el bloque adjunto.
Me quedé sin aliento y miré a Mustafá mudo. Solo podía pensar en el astrario. Era como si estuviese gastándome una broma pesada, mostrándome dónde hallar un gran tesoro y dejándome, teóricamente, solo unos días de vida: buena suerte y muerte. ¿O quizá me estaba dirigiendo a algún sitio llevándome de vuelta al campo petrolífero? Si me dejara llevar simplemente por el astrario, ¿me conduciría a las respuestas? En el fondo de mi mente, comenzó a gestarse una vaga idea.
Mustafá, malinterpretando mi reacción muda, me puso la mano en el hombro.
—Hermano, comprendo tu ambivalencia. La noticia de la quiebra de GeoConsultancy aparecía en los periódicos económicos esta mañana. Pero nosotros hemos sido bendecidos: la buena fortuna nos ha sonreído por partida doble.
Le miré con dureza. ¿Era posible que supiese algo sobre el astrario?
—¿Qué quieres decir? —pregunté, sin poder evitar que mi voz delatara la paranoia que sentía.
Herido, Mustafá retrocedió.
—Oliver, por favor, soy tu compañero, ¿no?
Retiré la mano para tranquilizarlo.
—Lo siento. Últimamente, me resulta difícil confiar en nadie. Háblame del campo. De verdad que estoy entusiasmado.
—En primer lugar, tengo que hablar con los amigos del ministerio. El gobierno nos dejará a nosotros el bloque por un porcentaje razonable y podemos trabajar con la compañía que prefiramos, en la medida en que podamos constituir una fianza. En segundo lugar, he encontrado a un inversor, una persona física que no quiere implicarse directamente, pero que prestará todo el apoyo financiero necesario para el proyecto.
—¿Todo? —pregunté, sorprendido era prácticamente inaudito que una persona física financiara una exploración. Simplemente, no había muchas personas que dispusieran de esa cantidad de dinero—. ¿Incluso sin el respaldo de la infraestructura de GeoConsultancy?
—Conoce tu fama, Oliver, y te tiene un gran respeto.
—¿Cómo me conoce? ¿Quién es? ¿Está ya en el negocio del petróleo?
—No. Es un hombre de negocios, un egipcio, pero ha vivido la mayor parte del tiempo fuera de aquí. Aparentemente, este hombre, el Sr. Imenand, es inmensamente rico. En determinados círculos de negocios del mundo árabe, es muy conocido. Pero… quiere el sesenta por ciento de la licencia.
Me acerqué a la ventana. Las campanas de la iglesia habían empezado a repicar y vi a los monjes que cruzaban el patio con calma, pasos medidos, concentrados pero tranquilos. Aquí, nos hallábamos en un entorno completamente diferente.
¿Qué clase de hombre aportaría varios millones de dólares de su propio dinero a la exploración inicial? Era inaudito; la única explicación en la que podía pensar era que creyera absolutamente en mi fama como el Adivino.
Me volví hacia Mustafá.
—Cuando no comprendo las motivaciones de las personas, me resultan sospechosas.
Se echó a reír.
—El Sr. Imenand es un individuo excéntrico que quiere ver desarrollado este país. Pero también es un perspicaz hombre de negocios. Sospecho que te estará poniendo a prueba para futuros trabajos. Es enigmático, pero también goza de una reputación excelente. Es una suerte que quiera respaldarnos. Confía en mí. Este es un trato asombroso.
Desenrolló varios mapas topográficos y los extendió sobre el colchón.
—Ejecutamos las pruebas que querías siguiendo los puntos que marcaste. Tu intuición era correcta, salvo por una cosa…
—¿Cuál?
—Aquí se ve la gran estructura que ya habíamos identificado, pero también hallamos anomalías en estos dos puntos, que sugieren…
—Otro yacimiento debajo —terminé por él la frase.
—Exactamente. Un vez más, amigo mío, has demostrado que tienes el toque de Midas.
Examiné los nuevos mapas: dos secciones transversales, extraídas de los datos sísmicos, y una imagen del Landsat. El cambio geológico era evidente: la anticlinal que indicaba el petróleo y el gas atrapados entre los estratos rocosos era claramente visible. Era extraordinario que el campo petrolífero potencial no hubiese sido descubierto hasta ahora. Pero más extraordinario aún era que hubiese dos yacimientos. Era un riesgo, pero, intuitivamente, algo me decía que lo asumiese. Ahora, estaba casi convencido de la existencia de una conexión entre el campo petrolífero y el astrario. ¿Era posible que descubriera algo más relacionado con el instrumento si me lo llevara al campo? ¿Podría dejar de funcionar en tal caso? Me decidí.
—Quiero conocer al hombre antes de aceptar confiar en él —le dije a Mustafá.
—Puedo concertar una entrevista en Alejandría; dame unos pocos días.
—Tiene que ser en los próximos tres días, en un lugar seguro, y tendré que viajar hasta allí disfrazado.
El rostro moreno de Mustafá se iluminó de entusiasmo.
—Reduciremos al mínimo el número de asistentes: el Sr. Waalif, de la Egyptian Government Oil Agency, nosotros y el Sr. Imenand. Waalif es la discreción en persona y necesitamos que se implique la EGOA… después de todo, nos estarán alquilando su territorio.
—De acuerdo. Pero no le digas nada acerca de dónde estoy a Waalif. No seas muy preciso y escoge una casa segura para la reunión en el último minuto.
—Comprendo —dijo; era obvio que no lo comprendía, pero probablemente tampoco lo quisiera.
—Entretanto, quiero que averigües discretamente de qué plataformas podemos disponer y busca a unos cuantos capataces decentes. Si nos asociamos con Imenand, quiero tener todo en su sitio para comenzar la exploración inmediatamente. Dejo en tus manos la contratación de los trabajadores de perforación.
—De acuerdo.
—Excelente. Mañana iremos al sitio.
—¿Mañana?
—Mustafá, voy contrarreloj —terminé diciendo, en un tono más bien lúgubre.
Enseñé a Mustafá los aposentos de los invitados del monasterio, asegurándome de que supiera adónde ir a cenar e informé al abad que me iría con la persona que había ido a visitarme a la mañana siguiente. Cuando volví a mi celda, ya estaba anocheciendo y agradecí el descanso que brindaba la pequeña y silenciosa habitación. Cerré la puerta, desenvolví el astrario y lo deposité en el suelo.
Parecía estar allí agachado malevolentemente, mirándome. De nuevo, sentí el impulso de destruirlo, de mandarlo al infierno. Pero, ¿de qué serviría? Por lo que sabía, la fecha de mi muerte seguiría en pie aun después de la destrucción del mecanismo.
Encendí el magnetómetro, intrigado por descubrir la fuerza del campo magnético del astrario; después, titubeé con la mano en la palanca. El científico que llevaba dentro buscaba desesperadamente una explicación científica… quizá el instrumento funcionara a un nivel cuántico para conseguir efectos no locales… Al mismo tiempo, la posibilidad de demostrar que el aparato tuviera propiedades físicas extraordinarias me inquietaba, sobre todo porque todavía no tenía ni idea de los materiales concretos utilizados en su construcción. E incluso si demostrara que la máquina afectaba su entorno, ¿cómo me ayudaría eso a detenerla?
Apunté el magnetómetro hacia el astrario. El detector empezó a pitar como un loco y la aguja se salió del dial. Nunca había visto una lectura tan fuerte. Cualesquiera fuesen las aleaciones del mecanismo, no cabía duda de que eran diferentes de todo lo que yo había visto hasta entonces. Es más, parecía que el campo magnético había aumentado enormemente desde Londres e incluso desde mi llegada aquí. ¿Qué le habría afectado? ¿Era algo de las rocas circundantes? Por la razón que fuera, la máquina estaba aumentando su poder… parecía más viva que antes. No era una observación consoladora. Desenvolví el uas; sentí el metal fresco en mi mano sudorosa. Vacilé; después, tomé una decisión. Probaría otra vez. Inserté la llave en el mecanismo y empujé los diales, tratando de cambiar las fechas. La aguja no cambiaba y sabía que, si empujaba más, la llave se rompería. Lo dejé, mientras un miedo irracional me machacaba el intestino. La aguja indicaba que me quedaban ahora tres días de vida. Me senté, luchando contra una sensación casi sofocante de pánico. No tenía más opciones. Lo que deseaba ahora, más que nada, era deshacerme de la cosa, simplemente, volver a los vestigios de mi antigua vida.
Alguien llamó a la puerta, indeciso. Lo ignoré. Un monje joven gritó fuera:
—Sr. Warnock, tiene otra visita: una mujer. No podemos dejarla entrar en los dormitorios; debe usted salir a verla.
Rachel estaba sentada al borde del Pozo de los Mártires; llevaba un sencillo vestido blanco. Parecía una chica joven a pesar de su aire de aprensión. La llevé a un patio cerrado más pequeño, secretamente sorprendido de la euforia que me provocaba verla.
—Sr. Warnock, no podemos permitir que las mujeres estén dentro del complejo —me dijo el monje que me había anunciado que Rachel estaba aquí.
Rachel me apretó la mano.
—Está bien. Tengo alojamiento en la aldea.
—Solo le pido media hora de intimidad —respondí, y el clérigo nos dejó.
—Ibrahim me encontró en el Cecil Hotel —me dijo Rachel, entregándome una carta—. Tiene algunas malas noticias. Todavía hay hombres que te buscan. Han vuelto a allanar tu villa, a pesar de la seguridad extra. Incluso han cavado en el jardín.
Examiné rápidamente la carta, tratando de encontrar algo tranquilizador.
—No cree que fueran egipcios —observé, sin levantar la vista—. Los llama «matones», soldados profesionales —comenté y levanté la cabeza para mirarla. Su expresión confirmaba mis peores temores. Volví a la carta—. También fue a buscarme el ayudante de Hermes Hemiedes… Han detenido a Hermes y quiere que interceda para que lo suelten. Al parecer, Hermes tiene doble nacionalidad y quiere que acuda al cónsul británico en su nombre.
—Por lo que me has dicho de Hermes, tengo la sensación de que está jugando con tus miedos, manipulándote —intervino Rachel.
—Pero, ¿por qué tiene que darme la lata a mí? Él es quien está en prisión, no yo.
—Quizá todavía esté tratando de conseguir el astrario.
Levanté la vista hacia la luna. El cuarto creciente plagado de cráteres se estaba elevando ahora sobre el muro.
—Rachel, la fecha de mi muerte sigue como estaba. Desde el alba de mañana, me quedan tres días, y lo terrible es que he empezado a creérmelo.
—¡Oliver! Tienes que aferrarte a lo racional, los datos concretos…
—¿Los datos concretos? El dato es que esta… cosa ha secuestrado mi vida.
—No vas a morir. Al menos, no en tres días.
La oí, pero yo no estaba convencido. De repente, volví a pensar en el campo petrolífero. Sentía como si el astrario me estuviese llevando allí, pero quizá hubiese más. Había aparecido con el mismo terremoto que cambió las arenas del desierto.
¿Estaba yo destinado a llevarlo a Abu Rudeis, a enterrarlo en las profundidades del tiempo de las que procedía, como cerrando, quizá, el último eslabón de una cadena y enlazando el principio y el fin? El pensamiento de enterrarlo bajo las arenas resultaba, de repente, lógico, atractivo incluso. ¿Qué se sentiría al dejar atrás el astrario sin más?
—Escucha, he venido aquí por otra razón. Mi fuente estaba en lo cierto: voy de camino a la cumbre secreta de la que te hablé —dijo Rachel; daba la sensación de que su voz quedaba en suspenso en el aire en calma—. Es una noticia de primera, la primicia del siglo… Tengo que ir.
—¿Qué es?
Rachel examinó con la mirada todo el patio y bajó la voz.
—Me han pedido que asista a una reunión secreta entre Sadat y Begin, con la idea de registrarla para la posteridad —dijo y se volvió hacia mí—. Tendrá lugar en Port Taufiq, dentro de un par de días. Pensé en hacerte una visita de camino hacia allá. Corre el rumor de que Sadat visitará personalmente la Knéset si la reunión inicial va bien —añadió. Su entusiasmo era patente incluso en el susurro.
—¡Paz, Oliver, paz! Quizá Egipto haya encontrado, por fin, su camino.
De nuevo, tuve la sensación de que los acontecimientos circundantes estaban empezando a organizarse y a convergir hacia un único punto. Los frenéticos esfuerzos de Majeed para hacerse con el astrario y su cada vez más violenta concentración en los puntos débiles de Egipto empezaban a cobrar aún más sentido. Un Egipto fuerte constituiría un obstáculo para su ascenso al poder. La visita de Sadat al parlamento israelí, un acontecimiento histórico sin precedentes, sería devastador para él.
—¿Hablas en serio? ¿Sadat en la Knéset? ¿Te das cuenta de la revolución que supondría? Ni Siria ni Arabia Saudí tolerarían esa visita.
—Te estoy diciendo que va a ocurrir y yo voy a estar allí. He esperado quince años una oportunidad como esta. Quince años, Oliver.
—Has trabajado duro para conseguirlo. Te lo mereces.
—Me lo merezco, ¿no?…
Rachel sonrió abiertamente, con el rostro impregnado de una intensidad emocional que, aunque desconocida, no era extraña. No pude dejar de sonreírme. El entusiasmo y el valor de Rachel eran contagiosos y estaba encantado de tenerla a mi lado. Egoístamente, me daba cuenta de que necesitaba su compañía, así como su pericia, para llevar a cabo mi plan.
—¿Cómo vas a llegar a Port Taufiq? Mañana tengo que regresar a Abu Rudeis con Mustafá para comprobar un futuro campo nuevo. Desde Port, es un paseo —dije—. Podemos acercarte.
—¿Será seguro?
—Mustafá es un experto en carreteras secundarias y en controles militares de carreteras. Cuando lleguemos al campo, será de noche y nadie me espera.
—Voy.
Le di un abrazo fraternal y, de repente, la tarea no me pareció tan sobrecogedora. Desde algún lugar de la sombra llegó una educada tos y apareció el felah que había llevado mi carta a Mustafá. Nos separamos sonriendo.
—Nos vamos pronto, alrededor de las cinco —le dije a ella.
—Aquí estaré.
Me quedé mirando a Rachel y al chico, que se alejaban hacia la aldea que estaba al otro lado de los muros del monasterio.