37

Rachel colgó la bolsa de fruta y otros alimentos en la percha de la puerta; después se volvió. Parecía agotada; los acontecimientos de los dos últimos días le estaban pasando factura.

—Es muy grave lo que está ocurriendo, Oliver. La bomba del Sheraton ha aumentado la tensión política y los norteamericanos hablan de cancelar la visita del presidente Carter. Al menos, gracias al presidente de Argelia, hay ahora un alto el fuego entre Libia y Egipto. Solo con andar por la calle como occidental, y no digamos como estadounidense, sientes la inseguridad. Traté de conseguir que un amigo que tengo en la embajada me diese alguna información, pero han tendido un manto de silencio sobre todo. Algo gordo está al caer. Lo noto —dijo, y suspiró profundamente—. Estuve muy preocupada por ti la noche pasada. ¿Por qué no enviaste un mensaje? —preguntó, frunciendo el ceño.

Cogí una silla para ella y le serví una taza de café espeso que había hecho en el hornillo.

—Fui a las catacumbas de Kom el-Sugafa —le dije—. Me atrajo allí alguien que creí que era Isabella. Una locura total, por no decir suicida, ya lo sé. Pero me sedujeron; tenía que investigarlo.

—¡Oh, Oliver…!

—Peor aún. Me topé con una especie de recreación loca y los lunáticos que llevaban a cabo esa pequeña representación me drogaron —dije, y me bajé la camisa por el hombro; la señal del pinchazo se había convertido en un pequeño moratón púrpura—. Era un rito funerario del Antiguo Egipto, denominado «pesada del corazón». No podría decirte si se trataba de egiptólogos, de un acto de culto o de algunos actores en paro contratados para la ocasión, pero actuaban de forma terriblemente seria y completamente disfrazados.

Me callé el truculento detalle del corazón.

—¿Y crees que eso está relacionado de alguna manera con la muerte de tu mujer y con el astrario? —preguntó Rachel, mientras tocaba suavemente con los dedos la señal del pinchazo.

—Trataban de presionarme para que les diera el astrario. Sospecho que era el mismo grupo en el que estaba implicado el abuelo de Isabella… aparentemente, él introdujo en el grupo a Isabella, de niña.

Rachel se acercó y me miró las pupilas.

—Me parece que todavía estás bajo los efectos de la droga. Creía que aquí, en Egipto, era difícil conseguir alucinógenos fuertes… a menos que se tengan conexiones militares. El Departamento de Defensa de los EE. UU. experimentó con alucinógenos de máxima potencia en Corea… Escribí un artículo sobre eso. Terrorífico.

—¿Tiene efectos a largo plazo?

—Vueltas atrás, paranoia, ideas delirantes.

—¡Fenómeno!… Ya las estaba teniendo —dije, tratando de mostrar una sonrisa irónica.

—Hay algo más que debes saber —dijo Rachel, suspirando, cansada—. He pasado la mayor parte del día entrevistando a diversos miembros de la familia de Sadat para la revista Time.

—¿Y?

—Bueno, justo cuando ya me marchaba, una tía suya me dijo que otro periodista los había visitado el día anterior, haciendo toda clase de preguntas extrañas sobre la fecha de nacimiento de Sadat: si la fecha oficial es correcta, la hora exacta hasta los minutos, esa clase de cosas. Al principio, dijo que creyó que el periodista podía estar pensando en escribir una biografía; después, empezó a resultarle sospechoso: aunque hablaba en inglés y decía escribir para una revista estadounidense, parecía árabe… saudí o algo parecido, dijo —comentó Rachel, asintiendo significativamente con la cabeza, por si acaso no comprendía las implicaciones—. Me dio la tarjeta de él y quería saber si había oído hablar de él o de la revista.

—¿Y sí?

—No, no existe. Además, conozco a todos los periodistas que cubren esta parte del mundo… el tipo es un farsante. Lo que quiero saber es por qué podría insistir alguien en conseguir la fecha y el momento exactos del nacimiento de Sadat. Es rarísimo, ¿no?

—Solo puedo pensar en una razón.

La imagen del momento en el que yo fijé en el astrario la fecha de mi propio nacimiento me vino de inmediato a la mente, así como la voz chillona de Amelia afirmando que el astrario podía utilizarse tanto para el bien como para el mal. Interpretando mi expresión, Rachel inspiró profundamente mientras llegaba a la misma conclusión.

—¡No puede ser…!

—Rachel, el astrario es legendario por su fama como arma poderosa del destino. También puede utilizarse como símbolo político o para abusar de su poder…

—Si es cierto que la utilizó Moisés para dividir el mar Rojo —dijo ella, escéptica.

—Ni siquiera importa si eso es cierto o no, siempre que la gente lo crea, y el príncipe Majeed sin duda lo cree.

—Tienen que creer realmente que es capaz de matar.

—¿Quieres decir que, efectivamente, puede matar? ¿Cómo lo sabes?

—Yo lo he utilizado. Solo en mi caso, aparentemente me juzgó a mí y mi estúpido intento de desafiarlo, y me dio espontáneamente la fecha de mi propia muerte.

Ella se quedó mirándome.

—Oliver, tú eres un científico… sabes que eso no es posible.

Era más una pregunta que una afirmación. No le respondí. La aguja con la cabeza de Set que indicaba mi deceso se hizo presente en mi mente. Rachel sacudió la cabeza y después sacó un periódico de su bolsa.

—Hay algo más que quiero enseñarte —dijo, entregándome un ejemplar del New York Times—. Es de ayer. ¿No es GeoConsultancy la compañía para la que trabajas?

Examiné la portada.

—Pasa a la página cinco —me dijo, abriéndome el periódico por aquella página.

El titular del artículo decía:

EJECUTIVO DEL PETRÓLEO MUERE EN PLENO VUELO.

Leí la página:

La noche pasada, Johannes Du Voor, de sesenta años, consejero delegado de GeoConsultancy, la mayor consultora geofísica independiente de la industria del petróleo, murió de un presunto ataque al corazón durante un vuelo en helicóptero al norte de Ciudad del Cabo. Las acciones de la compañía han caído de la noche a la mañana debido a la incertidumbre acerca de los futuros propietarios y directivos de la compañía. Du Voor no deja herederos…

Me quedé conmocionado.

—¿Esto ocurrió la noche de la explosión?

En condiciones normales, yo habría achacado la muerte de Johannes a sus hábitos alimenticios y a sus niveles de estrés, pero había algo en la coincidencia que me intranquilizaba. Rachel me miró, con mirada firme.

—Pura coincidencia, Oliver, nada más. ¿Vale?

Me senté, con una mezcla de miedo e incomprensión.

Johannes era una personalidad tan enorme que resultaba difícil creer que hubiese muerto.

Empecé a vestirme.

—Tengo que buscar un teléfono.

—¡No puedes salir! —me urgió Rachel, agarrándome el brazo—. ¡No es seguro!

Levanté mi sotana.

—Hasta ahora, he tenido suerte.

—Van a atraparte más tarde o más temprano. Tienes que irte de la ciudad.

De repente, abajo, el sonido de unos hombres que gritaban llenó la peluquería. Una voz, áspera, profunda y agresiva, predominaba sobre las demás. Era inconfundible.

Rachel me miró, con los ojos como platos de puro terror. Le indiqué que permaneciera tranquila y yo cogí la mochila con el astrario, acercándome rápida y silenciosamente a la ventana. Rachel estaba a mi lado. Fuera, se extendía un panorama de tejados y azoteas, con rectángulos intercalados de ropa tendida de todos los colores.

Abajo, las voces eran cada vez más fuertes… un hombre que hablaba en inglés se hacía oír por encima de los demás. Sobresaltado, reconocí la elaborada enunciación de Hugh Wollington. Así que estaba en Egipto. Decidido a reprimir el miedo que me estaba atenazando, abrí la ventana de par en par. Podía oír ahora a Abdul discutiendo. No podía hacer por él más que desaparecer y esperaba que pudiese convencerlos sin problema. Trepamos y salimos afuera rápidamente, cerrando los postigos al marcharnos. Agachados, nos escabullimos por el tejado de la peluquería hasta el tejado siguiente, haciendo el menor ruido posible; de ahí, saltamos al siguiente, sin mirar nunca atrás. Sentía que la sangre bramaba en mis oídos y oía la laboriosa respiración de Rachel detrás de mí. Esperaba sentir en cualquier momento el cañón de un arma pegado a mi espalda. De repente, sentí un tirón de mi camisa y me di la vuelta. Pasándose por la frente una mano sudorosa, Rachel me indicó a nuestra izquierda. Una escalera de incendios estaba precariamente unida a una antigua pared de ladrillo, cuyos escalones conducían a la bulliciosa calle del mercado que estaba abajo.

Medio nos deslizamos, medio nos caímos por ella hasta el suelo y, al instante, nos confundimos con la procesión de una boda que acababa de girar hacia nuestro estrecho callejón. Una ensordecedora cacofonía de tambores y trompas llenaba el aire; los invitados bailaban como locos en torno a la novia cubierta y al novio, a quienes llevaban por encima de ellos en tronos pintados de oro.

Yo llevaba unos vaqueros y una camiseta, y Rachel, un caftán, con su pelo rubio, alborotado alrededor de la cabeza, suscitando miradas curiosas de la apiñada muchedumbre.

—¡Tenemos que salir de aquí! —dije, echando rápidamente un vistazo alrededor para orientarme—. ¡Por aquí! —añadí, agarrándola del brazo.

Nos abrimos paso a través de la multitud para salir, por fin, al otro extremo del callejón, con los hombros y la cabeza cubiertos de pétalos de flores y confeti. Desde allí, sabía ir al único lugar de refugio que me quedaba.

El padre Carlotto nos condujo al sótano de la catedral y a una estancia oculta al fondo de la cripta. Se oía el coro de los niños que practicaba arriba; sus finas voces nos llegaban como sopranos apagadas. La sala estaba situada bajo unos arcos de piedra que, evidentemente, constituían estructuras de sostén del edificio y yo tuve que agachar la cabeza para bajar los tres escalones de piedra que conducían a la pequeña cámara. Apestaba a tabaco de pipa y a cera de cirios, y la pintura blanca había empezado a caerse de las paredes de piedra. A la luz de una bombilla encendida, vi que había allí un escritorio de madera con archivadores de la iglesia apilados detrás, del suelo al techo.

El padre Carlotto encendió otra lámpara, cuyos suaves rasgos se transformaron en planos esculturales cuando se inclinó sobre ella.

—¿Están seguros de que no los han seguido? —preguntó.

—Los dejamos atrás en la peluquería —respondí—. Creo que sé quiénes son. Solo espero que mi amigo Abdul sea capaz de persuadirlos de que no esconde a nadie.

El sacerdote levantó la mano.

—Les he prometido asilo; no quiero saber nada más.

Personalmente, siempre he valorado más la supervivencia que el martirio, pero no tengo ningún deseo inmediato de tener que decidirme por una u otro.

Me di cuenta de que sobre el escritorio había un gran teléfono antiguo de baquelita y me pregunté si funcionaría. El padre Carlotto abrió un cajón del escritorio y, para mi sorpresa, sacó una botella de Benedictine y tres vasitos.

—Un regalo de Navidad de san Benito —bromeó. Rachel y yo sonreímos por compromiso. Era difícil detener el pánico que me recorría el cuerpo, aun ahora, en un ambiente tranquilo. Extendí el brazo y tomé su mano; el calor de sus dedos penetraba en los míos. Ella todavía estaba temblando y lamenté haberla implicado a la primera de cambio.

El padre Carlotto llenó los tres vasos.

—¡Por la fortaleza! Sospecho que la vamos a necesitar.

El licor me abrió un paso desde la parte de atrás de la garganta hasta detrás de los ojos, reviviéndome al instante.

—Así que ahora, al lío. Conozco vuestra situación. Sin quebrantar el secreto de confesión, he hablado con el padre Mina. Acepta hablar con vosotros —dijo—. ¿Durante cuánto tiempo necesitáis desaparecer?

Rachel y yo intercambiamos las miradas.

—No tengo mucho tiempo… pensaba en una semana, como máximo. Eso me daría suficiente tiempo con el padre Mina y perder de vista a Mosry y su gente hasta planear mi siguiente paso.

El sacerdote levantó inmediatamente la mano.

—Por favor, no quiero saber quién va detrás de vosotros. Me basta saber que os persiguen. Además, la Iglesia puede protegeros durante una semana… en la medida en que estéis de acuerdo en no hacer preguntas y en no recibir respuestas. Mis hermanos coptos están sometidos a estrecha vigilancia; no quiero exponerlos a peligros innecesarios. Y, si alguien viene preguntando, Sr. Warnock, yo no le conozco.

—¿Cómo podré agradecérselo?

Me parecía extraordinario que este hombre que apenas conocía pusiera en peligro su vida para ayudarme. En aquel momento hubiese hecho cualquier cosa para devolverle el favor.

—Lo hago por Isabella, por la confesión que no pude terminar, eso es todo. Aunque rezo para que un día recupere la fe. Hice una mueca.

—Me temo que le decepcionaré, padre.

Él se rió entre dientes y se sirvió otro vaso de Benedictine.

—Nos veremos.

Miré de nuevo el teléfono.

—Una última petición: necesito hacer dos llamadas telefónicas. Puedo hacerlas a cobro revertido.

Me acercó el teléfono.

—Es mi invitado. Le aseguro que este no está pinchado. El operador es de mi comunidad.

Mientras el padre Carlotto llevaba a Rachel a dar una vuelta por la cripta, llamé al operador y conseguí, por fin, una conexión con Nueva York, con Rubén Katz, el director financiero de GeoConsultancy.

—Rubén, soy Oliver. Te llamo desde Egipto. Acabo de oír la noticia. Lo siento mucho.

Lo decía de verdad. Por mucho que me desagradara Johannes Du Voor, no se merecía morir.

—Sí, sí, esto es un caos. Los clientes no paran de llamar —dijo. Rubén era un individuo pragmático, completamente leal a Du Voor—. Me temo que las noticias sean mucho peores de lo que se ha informado.

Me armé de valor.

—Dime.

—Por fin pude acceder a algunas cuentas subsidiarias que Johannes me había estado ocultando durante meses. El caso es que había algunos préstamos enormes, todos ellos garantizados por la compañía matriz y firmados por Johannes. La compañía tiene unas deudas del orden de veinte millones y la mayor parte vencen en los próximos meses. Estamos considerando seriamente ir a concurso de acreedores…

—¿Qué pasa con el proyecto de Abu Rudeis?

—Por ahora puedes seguir, pero no hagas planes a largo plazo. Mientras tanto, te sugiero que empieces a pensar en tu futuro. Pero bueno, eres el mejor en el oficio, así que no creo que tengas que preocuparte demasiado.

—¿Qué pasa con los clientes, con la cartera de clientes?

—Los clientes se encargan de la gente del campo, Oliver, ya lo sabes. Si quieres independizarte, anúncialo a los cuatro vientos. Hay mucha gente aquí que está buscando un clavo ardiendo al que agarrarse. Mientras tanto, tengo que pensarme lo que les voy a decir a los accionistas mañana por la mañana. Te digo todo esto porque no va a ser fácil. Lo siento mucho, Oliver. Tenía que haberme dado cuenta antes… los dos últimos meses, Johannes había estado actuando de forma muy extraña. Algunas de sus decisiones de negocios más recientes eran… bueno, en pocas palabras… suicidas —me confesó.

Oí otro teléfono que sonaba al fondo.

—Tengo que dejarte —dijo—, me acaban de llamar del Wall Street Journal

La línea se cortó. Estaba aturdido. Yo había supuesto que la creciente paranoia de Johannes se debía a su estilo de vida, a su salud que se iba deteriorando; no tenía ni idea de la deuda, de las dificultades de la empresa. Rápidamente, llamé a Mustafá, al teléfono satelital del campo. Cuando iba a colgar, contestó.

—¿Mustafá?

Se produjo un silencio; supuse que estaba comprobando que la oficina estuviese vacía.

—Oliver —susurró entonces—, ¿estás bien, amigo mío? La oficina principal dice que has desaparecido. El Sr. Fartime está muy preocupado.

—Bueno, estoy vivo, que supongo que es algo bueno. Parece que hay un montón de gente que va a por mí.

—No hay nada que merezca tanto la pena para que te maten, amigo.

—¿Te parece que estoy muerto?

Mustafá se echó a reír.

—Está bien que todavía conserves tu humor negro. Pero te necesito aquí. Los descubrimientos relativos al nuevo campo parecen muy prometedores. ¿Cuándo puedes venir y confirmarlos?

—Dame una semana, más o menos. Pero, mientras tanto, ¿podrás hacerme una visita en un par de días?

—¿Dónde estás?

—Yo me pondré en contacto contigo. Ya encontraré el modo de mandarte un mensaje.

—Lo espero con ganas.

Me hacía bien oír su voz; tras ella, percibía las realidades familiares del campo petrolífero. Colgué el teléfono a regañadientes. En cuanto lo hice, me invadió la ya habitual sensación de pánico: estaba dividido entre la excitación de un posible nuevo campo petrolífero y el terror de ser perseguido. Además, estaba el tictac del reloj que marcaba la fecha de mi muerte. Reprimí mis miedos, llevándolos al fondo de mi mente y traté de concentrarme, inquieto, en las tareas que me aguardaban.

¿Al fijar la fecha de mi nacimiento, había echado mi suerte de más de una manera? El maremoto que se produjo cuando Isabella descubrió el astrario se extendió como terremoto hasta el desierto: las subestructuras cambiantes. El nuevo campo petrolífero prometía una riqueza inimaginable. En el otro platillo de la balanza, mi vida pendía ahora de un hilo. Mi fortuna había ido ligada a la de Johannes, pero también él me habría hecho la vida inmensamente difícil si hubiese decidido seguir adelante por mi cuenta con el nuevo campo petrolífero, lo que le habría confirmado en su paranoia profundamente asentada. ¿Acaso el astrario había alimentado de algún modo mis ambiciones y provocado la muerte de Johannes, sacrificándolo para dejarme vía libre? De nuevo, me sentí como si estuviera en caída libre, otra implosión.

El padre Carlotto regresó a la estancia e interrumpió mi loca cadena de pensamientos. Rachel le seguía.

—He hablado con el abad de Deir Al Anba Bishoi —dijo—. Puede partir con un grupo de peregrinos que salen esta tarde hacia Wadi el-Natrun. Siempre que esté dispuesto a representar el papel de monje, claro —bromeó.

Le di las gracias y después me volví hacia Rachel. Era extraordinario lo próximo que me sentía a ella, a pesar de la larga interrupción de nuestra amistad y del reciente episodio de intimidad sexual. Cuando estudié su rostro, sus ojos oscuros rezumaban preocupación.

—Solo son un par de horas de coche —dije, con más tranquilidad de la que yo sentía—. No debe de ser muy difícil enviarme un mensaje, si lo necesitas, ¿no es verdad, padre?

—Claro.

—Ponte a salvo —dijo ella—. Tengo que regresar a mi hotel; tengo una pista sobre una cumbre secreta… algo relacionado con todos estos ataques… y tengo que seguirla —añadió, captando mi expresión—. No te preocupes, puedo cuidar de mí misma. En un par de días, me pondré en contacto contigo, ¿vale?

Me dio un abrazo enorme y, por un momento, el suelo que pisaba me pareció sólido.