Me desperté, sudando, en la pequeña cama de hierro. Me habían puesto encima una manta bordada. Un dolor punzante estallaba rítmicamente sobre cada ojo y me resultaba difícil tragar. La bombilla eléctrica parecía balancearse con el techo manchado de humo como telón de fondo. Tenía la mente adormecida en un revoltijo sensorial que me dificultaba hacerme una idea de dónde estaba e incluso de quién era yo. Estaba allí tumbado, esperando, mientras mis frenéticos pensamientos se iban ordenando lentamente. Me miré las muñecas y las ardientes franjas rojas que las rodeaban, las señales de mi encierro. En mi memoria, empezaban a parpadear los destellos de la noche anterior: las catacumbas, la ceremonia, Faajir ayudándome a llegar hasta la puerta de la peluquería de Abdul, diciéndome que no lo buscara, que él me seguiría la pista.
Miré hacia la ventana de atrás. Al otro lado estaban los tejados de Alejandría. El sol estaba en todo lo alto; debía de ser mediodía. Al lado del pequeño hornillo había un cuenco con fruta fresca y una botella de agua. Evidentemente, Abdul había dejado algunas provisiones. Extendí el brazo y mis dedos dieron con una pequeña caja que estaba en el suelo, al lado de la cama. Me senté, la agarré y metí la mano por la parte de arriba, que estaba abierta. Mis dedos dieron con algo de textura pegajosa y orgánica. Saqué un bulto de tejido muscular, de color púrpura; la carne oscura y mustia sobresalía entre mis dedos.
Con un grito ahogado, arrojé el corazón al interior de la caja y me incliné al otro lado de la cama, con arcadas. Unos minutos después, terminaron por fin los escalofríos. Volví a tumbarme pesadamente y repasé los acontecimientos de la noche anterior. ¿Por qué la ceremonia de la pesada del corazón?
¿Y por qué me designaron como Osiris? ¿Quién era la mujer que me había atraído hasta allí? ¿Había sido realmente Hugh Wollington quién representaba a Horus o se había tratado de una mala pasada de mi imaginación, un intento desesperado de relacionar acontecimientos y darles un sentido? ¿Pero quién más se iba a tomar la molestia de crear una farsa tan elaborada y macabra con el fin de conseguir el astrario? Y, si fuera Wollington, ¿cómo sabía la conexión entre el rito y la pesadilla recurrente de Isabella? ¿Era una farsa o era real? Resultaba imposible dilucidarlo; los ángulos de la habitación todavía se inclinaban y mi pensamiento se desdibujaba. La sotana copta que me había dado el padre Carlotto estaba perfectamente doblada a los pies de la cama. Debía de haberla cogido Faajir de donde yo la había escondido en las catacumbas. ¿Me había estado siguiendo todo el tiempo? ¿Qué papel desempeñaba Faajir en todo esto? ¿Y dónde estaba Mosry?
Me levanté con esfuerzo y me acerqué al maniquí. Lo desmonté y, tras tantear en su interior, me tranquilizó saber que el astrario estaba a buen recaudo. Entre la explosión del Sheraton y la terrorífica escena de la tumba, me parecía más importante que nunca que no cayera en manos inadecuadas.
Eché un vistazo a la caja que contenía el corazón. Ni siquiera estaba seguro de que el corazón fuese humano. Después, recordé que conocía a alguien que podría decírmelo.
Demetriu al-Masri miró el corazón a través de los gruesos cristales de sus gafas de media luna en el plato de laboratorio y lo pinchó.
Su oficina era un anexo sin ventanas de una de las cámaras principales del depósito de cadáveres de la ciudad; sospechaba que alguna vez habría sido un armario grande. Vestido con mi túnica copta, entré en el depósito con notable facilidad y, al ver mi disfraz, Demetriu me introdujo inmediatamente en su cubículo.
Ambos estuvimos mirando el corazón durante cinco minutos, por lo menos, y estaba empezando a dudar si llegaría a un veredicto concluyente.
Por fin, al-Masri se aclaró la garganta y se recostó.
—Es un corazón humano, de un cuerpo más bien pequeño, muy posiblemente femenino. Yo diría que de unos treinta años de edad.
Mi corazón empezó a latir violentamente.
—¿De mi mujer?
—Puede que sí y puede que no. No es algo que yo pueda confirmarte —dijo; suspiró y empezó a guardar el corazón en el recipiente en el que se lo había llevado—. ¿Puedo preguntarte cómo te llegó el órgano?
—Fue entregado en la villa de forma anónima.
El forense me estudió durante un momento; después, me entregó el recipiente.
—Huye, amigo mío; huye lo más deprisa y lejos que puedas. No quiero tener que examinar mañana tu cuerpo.
Abrió la puerta y la estancia quedó inmediatamente inundada por la luz verdosa de los fluorescentes del depósito. Eché un último vistazo a la habitación sin ventanas. Demetriu al-Masri siguió mi mirada.
—Antes tenía una vista al exterior, pero me degradaron. La curiosidad puede ser muy mala para la carrera profesional de uno. Debes tener mucho cuidado. Estos son tiempos peligrosos, incluso para un clérigo —añadió con una sonrisa irónica.
Fui directamente al cementerio Chatby, llevando firmemente agarrado el corazón de Isabella. Mi aspecto decidido debió de resultar patente a la muchedumbre que me abría paso por las calles abarrotadas. Me daba igual mi suerte; solo pretendía una cosa.
Era extraordinario ver cómo reaccionaba la gente ante mí. Unos me abrían paso respetuosamente, otros me pasaban rozando bruscamente, como si su rudeza fuese deliberada. Para mi tranquilidad, todos parecían aceptarme como clérigo.
En el cementerio no había ni un alma, aparte de los pocos jardineros que podaban pacientemente los árboles que flanqueaban las avenidas entre las tumbas. Anduve bajo la luz moteada, irreconocible como el hombre que había recorrido el mismo camino un par de semanas antes.
Alguien había depositado flores frescas —lirios blancos— sobre la lápida de mármol de la tumba de Isabella. El olor me recordó las flores que solía traer de los mercados callejeros en Londres, llenando el apartamento con su fragancia. Musitando excusas a mi esposa muerta, cavé un pequeño agujero en la tierra, a los pies de la tumba, y enterré el corazón. Cuando me levanté, me di cuenta de que el pequeño portal, la puerta en miniatura para su ba, seguía allí, a un lado de la lápida.
En la habitación que estaba sobre la peluquería de Abdul, saqué el astrario de su escondite y lo desenvolví de nuevo; me temblaban las manos. Mi experiencia en las catacumbas me había desconcertado, había sacudido mi antiguo sistema de creencias hasta no saber ya qué creer. Todo parecía posible. Mirando el pequeño y destellante mecanismo de relojería, casi podía concebir ahora cómo podía haber destruido a reyes y salvado un pueblo, cómo podía haber arruinado naciones y convertir a un mendigo en faraón. En un momento de obstinado egoísmo, le había desafiado. Lo miré con más atención. Había ahora algo diferente. La aguja todavía marcaba mi fecha de nacimiento y… ¡No! Era imposible. Allí estaba, asombrosamente duro en su innegable presencia: la cabeza de la muerte de Set colgaba, siniestra, a la luz de la bombilla. La pequeña aguja plata y negro de la muerte se había movido por fin, marcando la presunta fecha de mi muerte. No me atreví a mirarla. Sintiendo náuseas de repente, me agarré a la mesa.
¿Cómo podía haber aparecido la aguja por sí misma? Yo solo había puesto la otra aguja en mi fecha de nacimiento; no había tocado nada más. Pensando que debía de tratarse de un fallo mecánico, inserté el uas y traté de girar de nuevo los diales, pero los piñones estaban inmóviles. Forcé la llave hasta el punto de temer que se rompiera. Las agujas permanecieron inmóviles: fijas sobre la fecha de mi nacimiento y, ahora, en la de mi muerte. Poco a poco, fue invadiéndome el terror. Había sobrevivido al reventón de Abu Rudeis, a la explosión del hotel y después al rito de las catacumbas, pero no podía negar la sensación muy real de que la muerte había empezado a cubrirme.
Miré la aguja de la muerte y empecé a dibujar el boceto de la figurita de plata que tenía en el extremo en un papel secante: una bestia con aspecto de perro, con una cara alargada y cola hendida. Lo levanté. Estremeciéndome, reconocí la criatura, familiar gracias a la conferencia de Amelia, cuya sombra había aparecido en la pared de la catacumba inmediatamente antes de mi huida: Set, el dios de la guerra, el caos y la destrucción. No podía detenerme. Frenético, conté las pequeñas marcas que había entre los jeroglíficos de la luna llena en el dial. La siguiente luna llena era al cabo de ocho días.
¿Significaba eso que la fecha de mi muerte era exactamente dentro de una semana?
De repente, tuve una comprensión visceral del pánico ciego de Isabella los días anteriores a su ahogamiento. Muy a pesar mío, a pesar de mi escepticismo intrínseco, sentí que se apoderaba de mí la misma desesperación. No era más que una superstición ridícula, me dije. El instrumento había sido construido originalmente como un objeto de propaganda política, una forma de intimidar e impresionar a los seguidores de Nectanebo, de confirmar su categoría de gran mago. Amelia Lynhurst había dicho que los enemigos del faraón habían vuelto el instrumento en su contra y lo utilizaron para orquestar la fecha de su muerte. No era más que un juguete que podía manipular a su gusto el usuario: un mecanismo de relojería y diales.
Carecía de control sobre nada. Pero no podía impedir que mi mente volviera una y otra vez a la misma pregunta: ¿Isabella podría haber evitado morir en la fecha de la muerte predicha para ella?
Me asaltó el impulso de estrellar el aparato —algo para acabar con esta locura—, pero logré mantener los puños pegados a los costados. Destruir el instrumento significaría reconocer que creía que tenía algún poder sobre mí. Me negué a sucumbir.
—No hay ninguna fecha de muerte —me dije a mí mismo en voz alta—. Nadie va a asustarme con nada. Mi voz resonó en las paredes.
De repente, sonidos e imágenes invadieron mi mente: la voz de Isis, el grito de Horus, la boca de cocodrilo de Ammyt ensangrentada, zarandeando el corazón de lado a lado. Descubrí que recordaba exactamente el tono de la voz de Isis, como si la droga que me habían inyectado hubiese aumentado la fuerza de mi memoria. Las inflexiones vocales me habían parecido similares a las de Amelia Lynhurst, aunque la voz misma era más profunda. No creía que fuese Amelia, pero, si no era ella, ¿quién era? ¿Y por qué estaban tan desesperados por conseguir el astrario? ¿Estaban relacionados de alguna manera con el príncipe Majeed? Lo dudaba; no podía imaginar a Mosry adoptando un enfoque tan sutil y complejo para robarme el instrumento.
El rito me hizo pensar en las historias que había oído sobre Giovanni Brambilla, las representaciones en las que había implicado a Isabella de niña que, a su vez, me llevaban a aquella fotografía tomada en Bebeit el-Hagar. Ya había sospechado que Hugh Wollington había estado detrás de la máscara de Horus. ¿Y qué decir del resto de las personas de aquella foto: Amelia Lynhurst, Hermes? Solo había una persona a la que no conocía.
Un Volga negro estaba parado frente a las puertas de hierro de la villa de los Brambilla. Un hombre alto que llevaba unos vaqueros acampanados y una camisa varias tallas más pequeña de la que correspondería estaba apoyado sobre el coche ruso con pinta de cajón, fumando y mirando descaradamente hacia la casa. Lo reconocí del hotel Sheraton: era uno de los hombres de la furgoneta blanca. Evidentemente, Mosry tenía vigilada la villa. Disfrazado de monje copto, decidí que el mejor plan consistía en ser lo más audaz posible. Me puse las gafas de sol y caminé con toda tranquilidad hacia las puertas de hierro.
Cuando pasé ante él, le saludé en árabe:
—Un tiempo magnífico, amigo.
Ligeramente apurado, tiró la colilla del cigarrillo por la alcantarilla y replicó:
—Sí que lo es, padre.
Continué acercándome a la villa, sonriendo a sus espaldas: no me había reconocido en absoluto. Atravesé las puertas de hierro y vi a Aadeel de rodillas, arrancando las malas hierbas del jardín cerrado.
—¡Aadeel! —le dije entre dientes.
Levantó la vista; al ver mi atuendo copto, me miró con suspicacia.
—Soy yo, Oliver —murmuré.
Suavizó su mirada y la dirigió hacia el hombre que vigilaba la casa. Esperó a que estuviésemos dentro para hablar.
—Alá sea alabado. Estábamos preocupados. ¿Dónde ha estado? Han ocurrido muchas cosas.
—Ya te lo diré luego. Ahora tengo que hablar con Francesca.
—Está descansando, no ha estado muy bien…
Me adelanté al mayordomo y crucé el vestíbulo hasta el salón trasero. La anciana estaba sentada en un gran sillón, frente a la cristalera; tenía un álbum de fotos antiguo en su regazo. A pesar de mi entrada, siguió con la mirada perdida.
—Francesca, la noche pasada me drogaron y me obligaron a tomar parte en un rito de recreación del Antiguo Egipto —dije sin rodeos, enfadado al ver que no me hacía caso.
Ella no respondió.
—¿Es eso lo que Isabella tuvo que soportar de niña? ¿Esa clase de nacionalismo loco en el que creía Giovanni: vudú y teatro malo?
Sentí una mano en mi hombro. Asustado, me di la vuelta. Aadeel se interpuso entre su señora y yo.
—Sr. Oliver, madame no puede responderle. Es lo que trataba de decirle: tuvo un derrame cerebral y está paralizada, pero mi hijo Asraf está aquí, en Alejandría, y creo que puede ayudarle.
Conmocionado, miré de nuevo a la anciana señora que seguía con la mirada perdida.
—¡Oh, Francesca! ¡Lo siento mucho!
El mayordomo vivía en una ampliación construida a espaldas de la villa. Constaba de un dormitorio y una cocina que servía también de salón. Una fotografía de Asraf en su graduación colgaba, orgullosa, en la pared, al lado de un retrato de Nasser. Me senté en el extremo de un sofá cubierto todavía con su envoltorio de plástico. Fuera, pude oír a Aadeel recibiendo a su hijo.
Asraf entró, vestido con ropas tradicionales; el cardenal que tenía en la frente era el resultado de las horas pasadas rezando en la mezquita: la señal de los devotos. Me pregunté por un momento qué pensaría Isabella del fervor religioso de su antiguo amigo de la infancia. Me saludó con un cálido apretón de manos.
—La paz sea contigo.
—Y contigo —respondí.
Se sentó enfrente, en una silla de la cocina. La esposa de Aadeel, una sombra silenciosa, le puso un té de menta.
—Mi padre me dice que usted quiere saber de las… actividades especiales de monsieur Brambilla —dijo con recelo.
—Llamémoslo lo que era… era un culto, ¿no es así?
Me miró. Sabía que, a pesar de su íntima relación con Isabella, Asraf nunca se había fiado por completo de mí.
—Oliver, usted sabe que Giovanni Brambilla me era tan cercano como mi propio abuelo —dijo—. Esta familia es mi familia. Nunca la traicionaría. Pero yo quería a Isabella y ella le amaba a usted; de no ser así, no estaría sentado aquí con usted.
Sentí una oleada de furia.
—Ustedes conocían esto desde niños, ¿no? Recrear estos antiguos ritos en un intento desesperado de evocar a los dioses, pero, ¿por qué razón? ¡Para poder conservar su dinero!
Giovanni solo podía esperar. Estaba aterrorizado. Era noviembre, inmediatamente después de que los británicos aterrizaran en el Sinaí.
—¿El seis de noviembre?
—Exactamente. La gente estaba asustada; no sabían qué iba a pasar. Las calles estaban vacías. Todos los jóvenes egipcios habían corrido a las estaciones de ferrocarril para presentarse voluntarios para luchar; los europeos se habían encerrado a cal y canto en sus villas. Sin embargo, Giovanni y sus amigos se marcharon a las catacumbas.
—¿Los seguisteis?
—Isabella estaba con ellos. En mi corazón, ella era mi hermana.
Asraf escondió la cara entre sus manos, abrumado por la pena. Aadeel le tocó en la cabeza y, pasados unos minutos, Asraf se recuperó y continuó.
—Alcancé el coche con mi bicicleta, conduciendo a través de las calles vacías, siguiéndolo a distancia pero rápido, tratando de mantenerme al paso de Isabella. Cuando llegué, seguí el sonido de las voces por los pasajes. La luz de las antorchas parpadeaba sobre las paredes como los fuegos del infierno; los cantos de las voces eran como los de los demonios. Nunca lo he olvidado.
Asraf se pasó la mano por la cara; le temblaban los dedos.
Aadeel miró a su esposa y le indicó que debía de salir de la estancia. Ella salió, con un frufrú de sus largas faldas. Asraf tomó otro trago del té de menta.
—Allí estaban, ocho, nueve de ellos de pie sobre un escenario: todos los dioses antiguos con sus primitivas cabezas de animales que yo había visto en los libros que Giovanni Brambilla me había enseñado, libros que guardaba en su estudio. Recordaba el nombre de Horus porque yo había querido ser él. Solo estaba allí Isabella, medio desnuda y llevando un plato de plata con algún tipo de carne encima. Me faltó poco para llamarla, pero algo me detuvo. Sabía que lo que estaba ocurriendo era malo, pero yo estaba desesperadamente asustado.
—Había una balanza enorme sobre el escenario e Isabella colocó lo que había en el plato sobre uno de los platillos. Todos ellos se levantaron allí, esperando en silencio, como estatuas con sus máscaras. Reconocí a Giovanni, pero a los otros no los conocí… llevaban las caras ocultas. Y entonces…
Su cara se puso blanca cuando recordó aquello.
—¿Entonces qué? —le requerí.
—Hubo un grito terrible. El mal entró en aquel sitio y tenía una forma.
No necesitaba preguntar nada más a Asraf y tampoco quería hacerlo. Yo mismo había visto la misma forma, tanto en las catacumbas como grabado en el extremo de la aguja de la muerte del astrario. Reprimiendo un estremecimiento, le tendí la mano, agradecido. Su mano aún temblaba, pero estrechó la mía firmemente, como para tranquilizarse él mismo. Me levanté para marcharme. Justo en el momento en que iba a salir por la puerta, Asraf levantó la vista.
—Aquel joven oficial egipcio que estaba encargado de tomar posesión de la fábrica de algodón… murió a manos de los británicos el siete de noviembre, el día siguiente a aquel. Puede que a causa de la antigua brujería de Giovanni, puede que no. Lo único que sé es que… despertaron el mal y trataron de canalizarlo. Pregunte al sudanés.
—¿Sudanés? —pregunté, mirándolo, confuso.
—El egiptólogo que era amigo de Giovanni… en aquella época, estaba siempre en la casa.