Esperé sin moverme hasta que todo mi cuerpo fue un puro calambre. No salí del nicho hasta que no estuve completamente seguro de que la luz de las antorchas había desaparecido de la entrada del túnel y dejé de oír las pisadas. Miré a mi alrededor, esperando que, en cualquier momento, alguien me pusiera la mano en el hombro, y examiné el estrecho pozo de piedra con escalones excavados en ella. Pensé que procedería de la época romana o quizá incluso de una época anterior. Tenía que verlo. Bajé en silencio diez escalones, siguiendo con las manos las paredes toscamente labradas, plagadas de marcas de cincel. Un poco más abajo, tallada en la roca, sobre mi cabeza, había una inscripción. Recordando mi latín escolar, la traduje: Descender a la oscuridad es conocerse a si mismo. Me estremecí.
Las bombillas eléctricas de arriba daban luz suficiente para ver el primero de los escalones de la escalera de caracol que seguía hacia abajo. Quienes habían descendido antes que yo tenían que saber exactamente adónde iban: allí no había barandilla, sino solo las paredes resbaladizas, pegajosas bajo la palma de mi mano. Toqué el cuchillo de caza que llevaba para tranquilizarme antes de continuar mi lento descenso. A pesar del aire frío, sentía el sudor en la frente. Nunca antes me había sentido tan vulnerable, ni buceando ni explorando cuevas. Parecía como si todo el túnel estuviese vivo, como si sus paredes hubiesen absorbido siglos de violencia, testigos mudos de inenarrables horrores.
Hacia la mitad del pozo, la luz se apagó por completo y me vi inmerso en una oscuridad total. Fue una experiencia inquietante; no veía nada en absoluto; solo podía oler la roca húmeda y sentirla a tientas bajo mis manos. Me detuve, luchando contra la inevitable claustrofobia que sentía en espacios tan reducidos; después, avancé con cuidado, tanteando cada escalón y esperando oír en cualquier momento el sonido de pasos detrás de mí. Mi respiración me sonaba anormalmente alta y me obligué a mí mismo a espirar sin hacer ruido, aunque el esfuerzo me sofocaba y aumentaba mi terror. Pasado un par de minutos, perdí toda noción de lo externo y lo interno. Me parecía que esta profunda oscuridad se había convertido en una extensión de mi cuerpo, de mi psicología incluso, como si hubiese traspasado el umbral de lo físico hacia lo metafísico.
Mi pie llegó al nivel del suelo y el golpe seco del impacto me pareció una explosión. Me detuve y esperé con respiración agitada. Siguiendo las paredes, noté dónde terminaba la piedra caliza, en unos huecos rectangulares. Mis dedos se aferraron a un objeto duro y largo… un bastón de algún tipo, pensé. Asustado, me di cuenta de que tenía en las manos un hueso. Entonces supe qué eran los huecos: loculi, nichos sepulcrales horizontales, cada uno de los cuales albergaba un esqueleto. Horrorizado, aparté las manos y me fui guiando solo con los pies. Nada, únicamente un vacío perfecto, sin fondo, que parecía tragarme por completo. Siguiendo la dirección de una débil corriente de aire, doblé una esquina. De repente, al final de un largo pasillo, se hicieron visibles unas figuras que se movían alrededor unas de otras con movimientos rituales, como si se tratase de una coreografía. Era como observar una lenta danza subacuática, terrorífica y enfermiza. Sentía que la respiración me raspaba la garganta y, en ese momento, la sofocante claustrofobia se me hizo casi insoportable.
Desrizándome junto a la pared, fui acercándome hasta que estuve a unos cuatro metros y medio. Me di cuenta de que las figuras estaban en el interior de una cámara, en cada rincón de la cual había una antorcha. Eran cinco personajes vestidos como dioses faraónicos. A la izquierda de la cámara, había una enorme balanza, cuyos brazos de ébano y oro se extendían unos buenos tres metros de lado a lado. Unas cadenas de oro sostenían los platillos de la balanza; un platillo estaba vacío, mientras que el otro sostenía una única pluma blanca. El fiel estaba rematado por una talla de la diosa de la verdad, Maat, reconocible por la pluma de avestruz que llevaba en la cabeza.
En ese momento, comprendí lo que ocurría: se trataba de la «pesada del corazón», el mismo rito con el que Isabella había soñado una y otra vez, el rito que Amelia había mencionado en su conferencia. Era inconfundible: la balanza, la plataforma de piedra elevada. Ahora sabía por qué me había llevado hasta allí el doble de Isabella o quizá su sombra. Estaba paralizado; era como si me hubiese transportado a la pesadilla de Isabella, a su misma psique.
Un africano que llevaba una máscara de chacal se arrodilló al lado de la balanza; sus negros y musculosos brazos brillaban a la luz de las antorchas mientras sostenía una fuente de oro en la que había un trozo de carne seca. Anubis. Más allá de la balanza había un estanque de agua oscura. A su lado estaba el hombre de la máscara del ibis; sostenía un manuscrito y una pluma. Tot transcribiría las buenas obras y los pecados del difunto, cuyo corazón sería pesado con el contrapeso de una pluma de ave. ¡El corazón! Horrorizado, miré de nuevo el objeto seco de la fuente dorada, la oscura carne desecada visible a la luz parpadeante. ¿Era un corazón humano?, ¿el de Isabella, acaso? Sentí que la sangre me hervía en los oídos y, por un momento, creí que podía caerme. ¿Sería posible? Si así fuese, ¿cuál era el papel que desempeñaba la joven que me había conducido hasta allí para presenciar esta extraña reconstrucción?
Al lado de Tot, en el lugar en el que normalmente estaría esperando a ser juzgado el difunto ante el trono de Osiris, había cuatro vasos canopes, en cada uno de los cuales estaba grabada la cabeza de uno de los hijos de Horus. En silencio, sentí unas ligeras náuseas. Sabía que los vasos canopes se utilizaban para guardar en ellos los órganos momificados de los muertos. ¿Contenían aquellos vasos los órganos de Isabella?
Sus colores brillantes y los jeroglíficos pintados en vertical en cada uno de ellos parecían completamente auténticos. Toda la exhibición teatral parecía meticulosa en cuanto a su exactitud histórica; estridente, aunque sombría; con una autoridad rígida que había conservado aquella civilización, con su caótico mundo de ultratumba, tan poderosa durante siglos. La finalidad y el esfuerzo subyacentes a una presentación tan fanáticamente correcta eran terroríficos. Y, a juzgar por la concentración de los participantes, parecían estar convencidos del poder de su propio simbolismo. No solo estaban reconstruyendo la ceremonia de la pesada del corazón, sino que la estaban viviendo.
El trono de Osiris era un sillón dorado colocado sobre un podio, en cuya base estaban tallados serpientes y chacales. Detrás de él había dos figuras de perfil: Isis y su hermana Neftis, como si esperaran que el rey del Averno se manifestara en cualquier momento. Isis llevaba un complicado vestido que le cubría brazos y manos y cuya larga falda llegaba al suelo. Su peto dorado estaba moldeado en forma de pechos de mujer y su rostro era una máscara pintada enmarcada por una larga peluca negra. En contraste, su diosa hermana iba sin máscara y casi desnuda: era casi como si una diosa representara el artificio y la otra, la naturaleza. Neftis parecía tener unos veintitantos años; la miré más detenidamente, preguntándome si era aquella la mujer que me había atraído a las catacumbas. Pero su rostro no se parecía de ninguna manera al de Isabella.
Avancé, siguiendo la húmeda pared, cuidando de no hacer ningún ruido. Había llegado demasiado lejos para echarme atrás, pero no me hacía ningunas ilusiones del recibimiento que me harían si me descubrieran. Y, además de miedo, también sentía curiosidad. Otro personaje con una máscara de halcón, Horus, comenzó un canto grave en un idioma que yo no conocía. Su postura y su estatura me resultaban vagamente familiares. El papel de Horus consistía en conducir al difunto al rito, pero el difunto aún estaba ausente en el cuadro. ¿Aún no había llegado él o ella? Los otros adoradores se acercaron y las paredes de roca caliza devolvieron el eco del son hipnóticamente monótono, entretejiéndose y combinándose en una única nota que se abrió paso hasta mi cabeza. Traté de recordar el orden exacto de los dioses en los murales que había visto que presentaban el rito. Osiris se sentaba en su trono a la derecha, con Isis y su hermana tras él. Aquí estaba ausente y su trono, vacío. Horus y Tot estaban al lado de la balanza que pesaba el corazón. Horus leería los pecados del difunto mientras Tot los escribiría. ¿Qué hacía Anubis, el de la cabeza de chacal? Pensé frenéticamente, pero no pude recordarlo exactamente. Y faltaba otra diosa, una figura que aparecía siempre en la parte inferior de los murales, una criatura con cabeza de gran cocodrilo que acechaba el corazón en la balanza. Era Ammyt, la devoradora de los muertos, una fusión de todas las criaturas que aterrorizaban a los antiguos egipcios en el mundo real. Tenía cabeza de cocodrilo, cuerpo de león y ancas de hipopótamo. El cometido de Ammyt era comer los corazones de los hallados culpables por los dioses, destruyendo así cualquier esperanza de vida futura para ellos. ¿Aparecería? Aunque el monstruo tenía un aspecto peculiarmente cómico, siempre me inquietaba: había algo primordialmente terrorífico en la maliciosa ferocidad de la mandíbula reptiliana, con los dientes recortados esperando destrozar al pecador.
A mi alrededor se oyó un gran crujido. Centré la mirada en el tablado. Las figuras enmascaradas parecían indiferentes a la cacofonía, que fue aumentando cada vez más hasta que lo que al principio parecía un enjambre de trapos negros fue saliendo del fondo de las catacumbas. Miré con horror el torbellino de antiguas y mortíferas criaturas, que aleteaban misteriosamente como emisarias del infierno. Viraron bruscamente en el último minuto para evitar a los personajes estacionados en la plataforma elevada, y a mí me zarandeó un viento enorme cuando miles de alitas en movimiento pasaron a mi lado y sin chocar conmigo por centímetros. Murciélagos. Me sobrepasaron y continuaron su marcha hacia la entrada del túnel. Me pegué a la roca para evitar la masa volante de pequeños cuerpos peludos, cuando, de repente, sentí que un brazo me rodeaba el cuello. Tropecé. Alguien me inmovilizó las manos por detrás y una aguja me pinchó en el hombro. Me caí, tratando desesperadamente de liberarme, pero mi captor me lanzó a la luz de las antorchas y me empujó, haciendo que cayera de rodillas. Las antorchas empezaron a escupir pequeños meteoritos de llama y las figuras enmascaradas del podio se volvieron despacio en mi dirección. A medida que se movían, parecía aumentar su altura.
Horus dio un paso adelante y de su cabeza de halcón brotaron plumas; sus ojos redondos y negros se volvieron hacia mí. Traté de hablar, pero tenía demasiado hinchada la lengua como para moverla. Con retraso, me di cuenta de que me habían drogado, pero esa conciencia no detuvo la violenta oleada de terror cuando el dios pájaro bajó del podio, e hizo ruido cuando sus enormes garras retorcidas tocaron el suelo de piedra. Esto no puede ser real, no es real, me decía a mí mismo una y otra vez, reverberando el terror a través de todo mi ser como el eco de un tambor de pesadilla.
Horus abrió sus brazos cuando llegó hasta mí, revelando un pequeño tatuaje en su antebrazo: el símbolo ba. Tratando por todos los medios de mantenerme centrado en la situación, me estrujé la memoria tratando de recordar la imagen… la había visto recientemente… Hugh Wollington. ¿Estaba él detrás de la máscara? La figura que ahora se arrodillaba ante mí tenía poco de humana. El halcón levantó la cabeza y abrió el pico para hablar.
—Bienvenido seas, señor Osiris.
Me desmayé. Cuando recuperé la conciencia, estaba amarrado al trono de Osiris, con las piernas y el torso atados a los lados. Solo tenía libres los brazos desde los codos. Me habían encasquetado la elevada corona del dios en la cabeza y tenía atados sobre el pecho el cayado y el látigo. Llevaba una túnica de tejido brillante entretejido con oro. Lo que me habían inyectado había agudizado todos mis sentidos; cada movimiento de las criaturas que estaban ante mí conllevaba una multitud de post-imágenes: el amplio movimiento de un brazo se convertía en mil brazos rompiendo como una ola; el giro de la cabeza de un dios se transformaba en muchas cabezas; la aparición de los participantes era innegablemente real; la fusión de pelo y carne, balanza y piel, de una pieza y terroríficamente orgánica.
Horus y Anubis avanzaron; Anubis llevaba la fuente dorada con el corazón sobre ella, dos válvulas colgaban de la carne púrpura ondulada. Moviendo los ojos, con el pelaje y la carne caninos fundiéndose en el cuello musculoso de un hombre, Anubis sostenía la fuente. Tenía que ser el corazón de Isabella.
Luchando por soltarme de las ligaduras, traté de chillar, pero, de nuevo, no tenía voz.
La cabeza de halcón de Horus comenzó a hablar.
—¡Oh, Señor!, nos hemos reunido aquí en la sala de la verdad y la justicia para juzgar la vida de Isabella Brambilla, para pesar su corazón en la balanza frente a la pluma de la verdad, el símbolo de la diosa Maat, que no tolera el pecado ni la mentira. Si el corazón de la difunta queda en equilibrio con la pluma, tendrá un lugar en los campos de Hotep y Aaru. Pero si su corazón pesa con el peso de las malas acciones, Ammyt lo devorará y el alma de la difunta será condenada a una eternidad de olvido. Pido tu bendición, señor Osiris, como embalsamador de dioses y reyes.
Isis avanzó hasta ponerse enfrente del trono. Veía ahora que la diosa llevaba una máscara pintada sobre sus facciones, enjoyada con ojos turquesa y labios de esmalte carmesí que brillaban de forma fantástica a la luz destellante de las antorchas. Mientras hablaba, me pareció reconocer su voz… Amelia Lynhurst quizá, aunque ahora era más profunda y resonaba con autoridad.
—Señor, debes bendecir a Anubis si deseas salvar el alma de tu consorte.
La pesada peluca negra cubría su torso, ocultando la figura que se escondía tras el peto, pero su forma tenía algo de andrógino: los hombros, demasiado anchos; la cintura, demasiado gruesa. Trataba de recordar la figura de Amelia, buscando alguna semejanza. Paralizado como estaba por las drogas, hacerme una idea mínimamente coherente de la escena y evitar la recaída en la alucinación me exigía una concentración extraordinaria. Traté de hablar de nuevo, pero solo conseguí emitir un gruñido. Impaciente, Isis tiró del látigo de donde estaba atado a través de mi pecho y ella misma bendijo a Anubis.
Anubis llevó el corazón a la balanza y, ceremoniosamente, lo colocó sobre el platillo opuesto al que sostenía la pluma blanca. La balanza osciló un instante y después cayó violentamente hacia el lado en el que estaba el corazón.
—¡Este corazón está lastrado por la mentira! —gritó Horus, con voz que parecía un grito de ave.
Tot, con su pluma de oca en alto, comenzó a escribir en su rollo de papiro, mientras a ambos lados de donde yo estaba, Isis y su hermana Neftis comenzaron a ulular, mesándose los cabellos, al modo de las plañideras árabes.
De repente, una pequeña ola recorrió la superficie del estanque que estaba detrás de la balanza. Me volví hacia el movimiento; resonaba en mi mente drogada, reflejando una imagen terrorífica: Ammyt, la devoradora. Aterrado, me debatí en mi asiento mientras el aire se hacía cada vez más acre, con un hedor sospechoso. El agua se rizó de nuevo y, en esta ocasión, estaba convencido de haber visto los ojos brillantes de un cocodrilo a la luz de las antorchas.
Se oyó una ruidosa salpicadura y surgió del agua la nudosa y callosa cabeza de un cocodrilo, con sus dientes amarillos, tratando de morder el corazón. Una melena de león colgaba de sus escamas reptilianas, una parodia de pelaje mojado y enmarañado.
Me dieron arcadas.
Una figura salió de las sombras tras las brillantes antorchas y caminó hacia mí… era normal, humana, vestida con un sencillo vestido de algodón. Esta no era un doble… ¡esta tenía que ser Isabella! El miedo se instaló en la parte de atrás de mi garganta, y mi corazón era un cañón a gran velocidad. Traté de levantarme, de ir hacia ella; mis brazos se rasgaron contra las ligaduras y empezaron a sangrar.
—¿Salvarás a tu consorte y entregarás la caja celeste de Nectanebo? —susurró Isis.
Me desprendí del artificio y, de repente, mi mente salió de su niebla.
—¡Qué! ¿Qué vais a hacer con todo esto?
Las palabras me salían desordenadas mientras trataba de acercarme a la imagen de mi mujer, iridiscente en su paradójico aspecto ordinario. Ahora podía ver la mancha de sangre oscura alrededor de su pecho, saliendo de la herida por donde habían extraído su corazón. ¿De quién era la terrible imaginación que había tramado todo esto?
—Entrega el astrario.
La voz de Isabella sonó en mi cabeza, pero sus labios no se movieron.
—Si no lo haces, no tendré vida futura. Ni siquiera viviré en tu memoria. Serás mi condenador, mi asesino.
Ella había articulado mis peores temores: que yo no había conseguido salvarla y que podía olvidarla por completo, cosa que era igualmente inquietante. Pero, ¿qué demonios tenía que ver esto con el astrario? Aun estando bajo los efectos de las drogas, sabía que no había apelación ni vuelta atrás frente a la pesada del corazón. Con la esperanza de que el dolor me llevara a pensar con mayor claridad, hice fuerza con mi piel rajada contra las ligaduras, pero mi mente todavía estaba presa de las drogas.
—Osiris, manifiesta tu juicio. El corazón está lastrado, ¡la difunta es culpable! —gritó Anubis.
El abultado cuerpo reptiliano de Ammyt se deslizó fuera del agua. Pude ver que la brillante piel del león se mezclaba en su cintura con los relucientes cuartos traseros de un hipopótamo. La criatura se sacudió el agua como un gran perro… de alguna manera, la familiaridad del gesto lo hacía aún más aterrador. La pesada cabeza de cocodrilo se movió de lado a lado mientras los temblores se adueñaban del torso de la diosa.
—¡Sálvame! ¡Diles dónde está! —susurró con urgencia Isabella.
Comprendí súbitamente que esa era la razón por la que la gente creía en visiones, mientras el realismo de la alucinación luchaba contra mi especulación intelectual, atrapado como estaba en una terrorífica farsa inducida por las drogas.
—¡No! —grité; era un angustiado grito sólido lanzado contra la naturaleza efímera de la escena que se desarrollaba ante mí.
Con sus garras de cocodrilo raspando el suelo de piedra, Ammyt se acercó al corazón depositado en la balanza.
Isabella se aferró a su cuello, como si la atormentara el dolor.
—¡Díselo, te lo ruego!
—¡No! ¡Nada de esto es real! —grité.
Tiré de la cuerda… si pudiera alcanzar mi cuchillo…
Ammyt embistió hacia adelante y agarró el corazón entre sus mandíbulas como si fuese un trozo de carne vieja. Volvió la cabeza hacia Isis, con el corazón colgando de la boca, como si esperara una orden.
—¿No es real, mi Señor? ¿Qué es real, el mundo de la vigilia o el del sueño, el mundo que está más allá de la mente o el caos que subyace al orden? —dijo Isis; sus palabras eran como carámbanos—. Tienes que desempeñar tu papel o a tu consorte se le negará la entrada en la vida futura.
La luz parpadeó desordenadamente cuando una enorme sombra cayó sobre las llameantes antorchas. La diosa, ahora silente, miraba hacia la pared trasera de la caverna. Por el techo, extendiéndose hacia donde el agua negra lamía el fondo de la roca caliza, se desplegaba una enorme silueta: una criatura con forma de perro, con cuatro patas delgadas, una larga cola con el extremo bífido, un largo morro en forma de pico y dos orejas levantadas redondeadas. Todos los participantes cayeron de rodillas y se inclinaron hasta dar con la frente en el suelo. Ninguno me miraba y parecían demasiado aterrorizados para mirar a la sombra gigante.
Con un esfuerzo supremo, tiré de nuevo de mis ligaduras y conseguí sacar el cuchillo. Después de cortar frenéticamente la cuerda, conseguí soltarme por fin. Salté del sillón y sobre las figuras postradas en el suelo, arranqué el corazón de las mandíbulas de Ammyt y salí a toda velocidad por el pasillo, hacia la escalera que conducía a la superficie. Detrás de mí, oí que se desataba el caos: gritos y pisadas.
Subí rápidamente los escalones de piedra. A sabiendas de que corría para salvar mi vida, me impulsaba el puro terror. Al final, surgió una mano. Tropecé, pero una figura que llevaba una antorcha evitó mi caída y tiró de mí hasta un hueco. Faajir.
—¡Por aquí! —gritó, agitando mi abandonada sotana.
Corrimos hacia la luz de una puerta abierta. Fuera esperaba un coche. Cuando caí en el asiento trasero, conseguí murmurar el nombre de una peluquería antes de desmayarme.