32

El Centro Di Portuguese era un bar relativamente nuevo y exclusivo, en Roushdy, el mismo suburbio caro de la villa de la compañía. El club era una villa reconvertida con un bar al aire libre en el patio y una discoteca en el piso superior. La entrada era difícil de encontrar y, en la puerta, había un par de fornidos porteros, unos tipos cuadrados, ex agentes de seguridad. La clientela era una curiosa mezcla con dos cosas en común: riqueza y soledad.

Nos sentamos bajo un dosel de mimbre que miraba hacia el patio. En otra mesa, un grupo de oficiales navales italianos, bebidos, estaban discutiendo acerca de quién era más importante como artista del espectáculo: Michael Jackson o Caruso.

Cerca, un ugandés blanco (se rumoreaba que era traficante de armas) levantó la vista de la joven rubia de generoso busto con la que estaba flirteando e inclinó ligeramente la cabeza en mi dirección, la clase de saludo que hace un hombre a otro cuando cree que el otro está implicado en alguna actividad clandestina, como la infidelidad. Consciente de la posibilidad de que me hubiesen seguido, miré, nervioso, alrededor del bar, pero probablemente allí estuviese más seguro que en un montón de sitios de Alejandría. El bar era extremadamente selecto y era imposible entrar sobornando a nadie.

A pesar de su renuencia inicial a venir conmigo, Rachel iba ahora por su tercer whisky. El único efecto que parecía producir en ella el alcohol era hacerla más habladora. No me preocupaba. Cuando llegamos, me di cuenta de que, poco a poco, me estaba haciendo cada vez más taciturno y eso era raro en mí. Necesitaba desesperadamente hablar de los acontecimientos de las últimas semanas con alguien que pudiera ayudarme a alcanzar una perspectiva más objetiva, aunque me preocupaba que, si me confiaba a ella, se mostrase escéptica o peor. Había pasado la mitad de la tarde perdiendo el tiempo, hablando de política, pero Rachel me lo había consentido, como si notara mi repentina reticencia para hablar de temas personales. Nuestra discusión intelectual me ancló al mundo que conocí antes que Egipto, antes de la muerte de Isabella… me recordó a un yo más joven, más esperanzado. Y, estando allí sentado, escuchándola, me acordé de repente de una manifestación a la que habíamos asistido de estudiantes, unos dieciocho años antes, contra la implicación de Francia en la guerra de la independencia de Argelia, y lo fervientes que habíamos sido, completamente convencidos de nuestra postura moral, condensada en esas bravuconadas juveniles que parecen que van a durar toda la vida. La emoción que sentí aquel día, mirando a la joven norteamericana que gritaba eslóganes, resonaba ahora en mí… Había amado a Rachel por su compromiso político y su energía. Todavía los conservaba. A pesar de una especie de barniz de dureza, parecía haber desarrollado una humanidad subyacente que me atraía, así como un nuevo sentido de la parodia de sí misma, una característica de la que carecía de joven. Era como si se hubiese hecho más aguda con la edad. Ahora su pensamiento tenía un vigor que supuso que me sintiera ligeramente en guerra, una lucha sexy que prometía acabar en orgasmo, derrota o muerte.

—¿Qué le ocurrió exactamente a tu matrimonio? —le pregunté.

—Bueno, es complicado. Básicamente, aunque Aaron decía que amaba a las mujeres poco convencionales, no creo que quisiera casarse realmente con una. ¿Y tú?

—Nosotros somos… fuimos gloriosamente felices.

No era toda la verdad, pero decir solo el nombre de Isabella me habría parecido una infidelidad, aunque no estuviera planeando seducir a Rachel.

—Dime: ¿por qué te marchaste entonces? —continué.

—Seamos realistas, Oliver. Éramos la pareja más desigual del mundo. No hubiese durado.

—Quizá no, pero entonces fue como un infierno para mí —contesté, haciendo una mueca y recordando mi primer desengaño amoroso adulto.

—Como tenía que ser a los veintitrés años —respondió, sonriendo.

Nuestras miradas se cruzaron en un recuerdo irónico.

Se oía a todo volumen el éxito bailable Disco Inferno que llegaba desde arriba. Levanté la vista: el pinchadiscos, un joven árabe, flaco como un palillo, con una camisa de seda amarilla de flores, miraba con nostalgia la desierta pista de baile. Unas volutas de incienso ascendían desde un quemador situado en la barra y, sobre nosotros, el cielo estrellado parecía mirarnos ligeramente divertido. El perfume de Rachel atravesó la mesa empujado por la brisa nocturna y, a pesar de todo, de mi dolor y mi agotamiento, mis temores quedaron repentinamente en suspenso, reducidos.

Rachel suspiró.

—Tiempos inocentes. Hoy día, pienso en ellos cuando me siento empapada de una especie de escepticismo existencial. Me hace sentirme muy vieja. ¿Y tú?

—¿Yo? Apenas sobrevivo de hora en hora.

Me miró. Sabía que ella pensaba que me refería a sobrevivir a la pérdida de Isabella. Terminó su bebida; después, se acercó y suspiró. Un momento de vacilación, el latido de la fe ciega que uno toma antes de caer en la intimidad.

—Mi matrimonio se rompió porque perdimos un hijo. Nació muerto. Aaron fue capaz de afrontarlo mejor que yo. Yo me sepulté en el trabajo. Después, un día, en el desayuno, miré al otro lado de la mesa y ya no lo reconocí. Así que, ahí lo tienes: el final del sueño.

Le tomé la mano.

—Lo siento.

—Pero nosotros dos estamos aquí.

Me percaté de que no hizo por retirar la mano de entre las mías. Levanté la vista hacia ella y, de repente, la urgencia por descargarme, de hablar con alguien, se hizo abrumadora, un poco como imaginaba que habría sido el motivo de que Isabella visitara al padre Carlotto, el ímpetu para una confesión para ayudar a aligerar la carga.

—Rachel, si te digo algo asombroso, algo difícilmente creíble, ¿podrías mantener la mente abierta?

—¡Oye!, si de algo estoy orgullosa todavía es de tener una mente abierta…

Llevé a Rachel a la villa y, mientras esperaba en la sala de estar, me acerqué a la caseta del perro y recogí la mochila. Después, con ella al hombro, nos fuimos al hotel Sheraton, donde ella se alojaba. Necesitaba que ella viera el astrario mientras le contaba mi historia.

Mientras subíamos en el ascensor a su habitación, tuve conciencia de una creciente tensión entre nosotros, un progresivo erotismo: su olor, el calor de su cuerpo que rozaba mi brazo desnudo. Me preguntaba si mis sentidos me estarían engañando y si implicarme del todo no sería una forma de exorcizar la pérdida de Isabella. Era una idea inquietante pero seductora.

Por la mirada de Rachel, me di cuenta de que estaba teniendo las mismas sensaciones. Sin pensar, la atraje hacia mí en un verdadero choque de lenguas y labios. Con una descarga casi eléctrica, comprobé cuánto había echado de menos mi cuerpo el tacto de otra persona en las últimas semanas.

Desaparecí en su piel; la sensación de ella era completamente diferente de la de mi esposa. Si pudiera hallar un color para expresar estas cosas, el sabor de Rachel era verde. El de Isabella había sido un tono más profundo. Nos movimos despacio y lujuriosamente, tentativos en nuestra exploración; mis manos encontraron sus pezones duros contra mis palmas.

El ascensor se detuvo abruptamente, haciendo que ambos riéramos cohibidos.

Salimos dando tumbos al pasillo vacío, sin dejar de besarnos y forcejeando ella con mi ropa y yo con la suya. Una vez dentro de su habitación, el realismo de las paredes de color verde pálido y de los armarios forrados de vinilo me despejó.

Pero Rachel me atrapó en un abrazo; después caímos en la cama.

—Yo llevo aquí la voz cantante —dijo ella con una sonrisa burlona. Después se quitó la blusa por la cabeza, revelando sus pequeños pechos, y sus delgadas caderas se arquearon escapando de los vaqueros de talle bajo, como si de algún exótico instrumento musical se tratase.

—Tengo tal ansia de contacto corporal que creo que me he vuelto medio loca; no recuerdo siquiera la última vez que alguien me abrazó. Parece que siempre voy corriendo: vestíbulos de hoteles, salas de prensa, aeropuertos. Pero, bueno, chico, te quiero ahora.

Me moví hacia ella; después, me detuve. En ese breve momento de vacilación, supe que me estaba engañando: no sería capaz de escapar de Isabella en este desesperado hacer el amor. No buscaba a una amante, sino a una confidente, alguien que me convenciera de que no me estaba volviendo loco. Todo lo demás, sexual o emocional, lo complicaría. Y, si sabía algo, era que Rachel era complicada.

En la mesilla de noche había una foto de pasaporte en blanco y negro de una Rachel mucho más joven: su cara reluciente con la fe ciega de la idealista, su pelo ensortijado torturado en una larga trenza lateral. Reconocí su expresión. Toqué el papel brillante; el débil recuerdo de una sonrisa en una puerta de Londres parecía desvanecerse como una mancha en mi dedo. Al lado de la fotografía había una concha y una chapa de identificación militar. Cogí la concha y la sostuve a la luz. Era una pequeña concha de nautilo, nacarada y estriada, una luminosa catedral subterránea condenada a brillar durante toda la eternidad.

Desde la cama, Rachel me miró, sonriendo, con el pelo desparramado sobre la cabeza. Como serpientes, como la Medusa.

—La concha es de la playa en la que perdí la virginidad —dijo—. La foto es de la placa de identificación que llevé en mi primera campaña demócrata y la chapa de identificación perteneció a un soldado al que entrevisté en Vietnam al que mataron aquel mismo día. Amor, fe y destino… Las llevo siempre como recordatorio de lo lejos que he llegado y de lo precaria que es la vida. Pero creo que tú ya lo sabes, ¿no?

La miré; en ese momento, estaba muy hermosa y era muy deseable. Gruñí en mi interior, a sabiendas de que no debía sucumbir pero también de que no sería capaz de lograrlo.

En lugar de una respuesta, me metí en la boca la concha y la deposité sobre su ombligo con la lengua. El sabor salado de su piel me llegó hasta la ingle en una repentina excitación erótica. Le bajé el vaquero y la braga hasta más allá de las rodillas y me acerqué a ella. Rachel jadeaba, con su sexo, ahora húmedo, pegado a mi cara. Gimiendo, buscó mi bragueta. Mi miembro estaba duro en su mano y después en su boca. Sentándose, apartó mis manos y se concentró en darme placer, con sus ojos cerrados en sensual deleite. Era como si estuviese decidida a tomarme, no a ser tomada.

Tratando de controlar la repentina oleada de placer, me sujeté con una mano al cabecero. Después, queriendo darme a ella, la levanté. Quitándole del todo el vaquero, hice que se pusiera de pie mientras yo me arrodillaba.

—No —gimió y trató de apartarme, pero no la dejé; me llenaba su rico almizcle mientras yo chupaba y exploraba y ella me arañaba los hombros. Después, finalmente, caímos al suelo y, lentamente, ella se puso sobre mí, riéndose de mí, ambos al borde del orgasmo. Sentí que me mordía la garganta, su lengua en mi oreja, cada pecho llenando perfectamente mis manos, cada pezón endurecido contra mis palmas.

Se convirtió en una lucha fundamental de miembros, mientras yo la ponía sobre su espalda y, con sus rodillas contra mi pecho, la tomaba violentamente. Con un glorioso abandono, cada uno de nosotros se rindió a nuestro propio placer. Ella se adelantó gritando, desencadenando mi propio clímax; después, para mi asombro, rompió en vendavales de risas. Su histeria era contagiosa y pronto estuvimos los dos rodando por la alfombra. Quizá estuviésemos aturdidos con el puro alivio de haber experimentado la intimidad o quizá ambos estuviéramos secretamente aterrorizados… de nuestra historia, de la comprensión no hablada de que, bajo la superficie, ambos éramos criaturas singulares.

Un póster enmarcado de la Corniche se deslizó pared abajo y cayó sobre la alfombra con un golpe sordo; por centímetros no cayó sobre la cabeza de Rachel.

—Ya ves, a ambos nos observan los fantasmas —declaró ella. Después, se levantó, se puso un albornoz y se acercó al balcón. Me puse los calzoncillos y acudí a su lado.

El estrecho balcón de hormigón se abría sobre los jardines Montazah. Las luces del palacio brillaban en el otro extremo del parque y las copas de las altas palmeras que flanqueaban las avenidas se mecían, oscuras, arañando la noche. Más allá estaban las tenues luces de los yates amarrados al muelle. Era una de esas noches eléctricas con una sensación de intemporalidad, una cierta agitación llevada por la brisa que seduce a la gente como yo y la lleva a pensar que son inmortales. Solo que esta noche no me sentía inmortal. Me sentía falible y débil, incapaz de quitarme de la cabeza la idea de que había traicionado a Isabella. De repente, me encontré con la sensación de vaciedad que a menudo sigue al sexo sin sentido. Pero había algo más que me inquietaba, algo en el aire, un terror progresivo e inexplicable.

—Llevaba sin practicar sexo desde hace más de tres años, desde antes de mi divorcio.

La afirmación de Rachel flotaba sobre las feas verjas de hierro y llegó abajo a la calle, en la que se perdió en la corriente ruidosa de coches y la virulencia de la discusión de dos hombres que estaban en la esquina.

—Hace ya demasiado tiempo.

Me envolví en las cálidas alas de su albornoz. Una oleada de afecto, casi familiar, me invadió. Era reconfortante tenerla al lado, pero, en ese momento, supe que no íbamos a ser amantes, un mutuo entendimiento que se elevaba, sin mencionarlo, entre nosotros.

—Rachel, no puedo ser tu amante, no puedo. Necesito que seas mi amiga. ¿Podrías serlo para mí?

Ella asintió sobre mi pecho desnudo; su mejilla era un tatuaje ardiente. Abajo, los dos hombres seguían discutiendo: tiempo real, vida real. Le hice una seña para que me siguiera al interior y cogí la mochila.

Nos sentamos al borde de la cama con el astrario entre nosotros; la historia, en todos sus increíbles componentes, era ahora una presencia tangible. No podía soportar mirar a Rachel, convencido de que mi revelación me había condenado por completo. Su mano se arrastró por las alborotadas sábanas hacia la mía.

—Está bien, Oliver; te creo. Tienes suerte… si me hubieses contado estas cosas hace cinco años, te habría rechazado como otro occidental más seducido por el misticismo oriental. Pero también he visto algunas cosas misteriosas con mis propios ojos. Cuando fui a Camboya vi a los jemeres rojos reclutando a brujos para aterrorizar a los campesinos… y la campaña funcionó, por cierto. Después, hace un par de años, me maldijo un papuano de la montaña cuando mi fotógrafo tomó estúpidamente una foto de sus esposas. Pero hay algo más que me hace creer en el poder de este… astrario o lo que quiera que sea. Este personaje, Mosry. Es el que me tomaría más en serio.

Asentí; era imposible desechar al amenazador personaje de Mosry, aunque quisiera hacerlo. Su presencia se dejaba sentir en todas partes y me había obligado a estar dispuesto a saltar a cada sombra que se moviese.

Rachel observó mi expresión; después, puso su mano sobre la mía.

—El príncipe Abdul Majeed es quién está detrás de esto, estoy segura.

Recordé su cara brillante del programa de televisión que había visto en Londres. La arrogancia del déspota.

Rachel continuó con urgencia, como para imprimir en mí la magnitud del peligro en el que estaba.

—Es religioso, fanático y peligroso, la clase de hombre que cree en el poder de algo como esto. Odia a Occidente con fervor y haría absolutamente cualquier cosa para destruir las iniciativas de paz de Sadat. Ha habido ataques a intereses occidentales en la región: una base naval en Turquía, la embajada de Estados Unidos en Damasco, otros de los que ni siquiera has oído hablar. No es oficial, pero quienes tienen que saberlo lo saben. Es Majeed. Recientemente, su ritmo se ha acelerado. Están ocurriendo cada vez más cosas, sin relación aparente entre sí. Mosry es su músculo. Puedes estar seguro de que, si creen que el astrario tiene esa fenomenal influencia sobre los acontecimientos o incluso si lo consideran simplemente como un talismán de una civilización árabe más antigua, más poderosa, Majeed lo querrá y mandará a Mosry a matarte para eso.

El recuerdo de Mosry mirando en la sala de interrogatorios del cuartel general de la policía me atravesó. Después, Mosry sonriéndome en una sala de conferencias tenuemente iluminada. Me estremecí.

—¿Pero qué quieren hacer con eso? —pregunté.

—No lo sé —replicó Rachel—. ¿Hacerse con el control?

¿Poder total? ¿Llevar al país a una especie de estado feudal con Majeed como dirigente? Siendo sinceros, Oliver, Majeed es implacable. Tienes que tomar algunas precauciones de seguridad —dijo, severa, moviendo la cabeza en sentido afirmativo para hacer más hincapié—. Como llevar un chaleco antibalas, un arma, incluso desaparecer durante algún tiempo.

Se volvió hacia el astrario, que había envuelto de nuevo mientras había estado hablando.

—Pero esto… eso es totalmente asombroso: historia encarnada. Pensar que los antiguos egipcios estaban tan avanzados en Astronomía. Me habría gustado hablar con Isabella; debe de haber sido fascinante.

Nuestras miradas se cruzaron. Rachel sonrió, después apartó la vista rápidamente.

—Pero, ¿qué vamos a hacer con el astrario? —preguntó. Para sorpresa mía, me animó la inclusividad de la palabra «vamos»; no obstante, un escalofrío de terror me atravesó. Casi todas las personas que habían tenido que ver algo con el astrario habían acabado mal.

Suspiré.

—Isabella mencionó que el astrario tenía un destino, un lugar de reposo. Pero necesito conectar aún unas cuantas piezas. Por ejemplo, tengo que encontrar también adónde han ido a parar los órganos de Isabella que faltan y hasta dónde llegaron exactamente Giovanni y el grupo de arqueólogos. Después, está el misterio del significado real del cifrado. Espero que lleve adonde pertenece realmente el astrario, sea un templo, una tumba o cualquier otro sitio. Se lo debo a Isabella. ¿Qué tal si planeamos la estrategia desayunando?

—Parece un buen plan —dijo Rachel—. Me doy una ducha rápida y nos vamos.

Se estiró y se levantó.

—Te veo en diez minutos —añadió y desapareció en el cuarto de baño.

El sol de primera hora de la mañana había comenzado a filtrarse a través de los visillos. Miré el radio-reloj que estaba al lado de la cama. Mostraba las 6:30 de la mañana. Me levanté y salí al balcón. Un extraño canto de ave perforó el coro matutino. Por alguna razón, me recordó a Londres y el gavilán que se estrelló contra mi parabrisas cuando me alejaba del piso. El recuerdo trajo consigo una creciente sensación de premonición, un repentino nerviosismo. Tratando de distraerme, miré hacia el balcón del apartamento que estaba al lado del nuestro. Las cortinas estaban abiertas y la habitación parecía vacía. El sonido de una furgoneta que subía me llevó a mirar a la calzada de entrada al hotel. El guarda de seguridad, que parecía extrañamente nervioso, salió de su garita y se acercó a la ventanilla de la furgoneta. Pude ver que se intercambiaban dinero y después, para asombro mío, el guarda se alejó del hotel. La furgoneta subió hasta la entrada principal y dos hombres con uniformes blancos salieron de un salto. Algo de la urgencia de sus movimientos me hizo bizquear para ver más claramente hacia dónde se dirigían.

Como si sintiera mi mirada, uno de ellos levantó la vista hacia el balcón, mirándome directamente a la cara antes de que tuviera oportunidad de agacharme. Cuando me puse de nuevo en pie, habían desaparecido. Con creciente intranquilidad, entré en la habitación. Rachel estaba de pie, en el centro de la habitación, secándose el pelo húmedo y ensortijado. Vacilé y después le dije:

—Quizá debamos escapar ahora mismo; no lo sé…

De repente, pude oír en el pasillo el sonido de pisadas que corrían. Le hice una seña a Raquel para que guardara silencio; después, me acerqué a la puerta y la abrí lo más suavemente que pude, mirando cuidadosamente a través de la rendija. Al fondo del pasillo estaban los dos hombres que había visto fuera, ahora con armas en las manos. Cerré la puerta con suavidad; después, agarré a Rachel por el brazo y la alejé de la puerta.

—¡Fuera, ahora mismo! —susurré, agarrando el astrario con la otra mano.

Rachel miró hacia la puerta, agarró su maleta, metió las cosas que tenía sobre la mesilla en el bolsillo y corrió detrás de mí al balcón. Por el murete, saltamos al balcón de la habitación de al lado. Las puertas de cristal no estaban cerradas con pasador y nos deslizamos rápidamente al interior.

Pegado a la pared medianera, podía oír el sonido de los latidos de mi corazón y noté que Rachel temblaba a mi lado mientras ambos conteníamos la respiración. A través de la delgada pared oímos que llamaban a la puerta de Rachel; después, el sonido de la patada en la puerta, seguido de las pisadas de quienes entraban en la habitación. Fueron directamente a por nosotros y pude oír una exclamación, furiosa y frustrada. Rachel se volvió hacia mí, perpleja. Ambos miramos hacia la puerta al mismo tiempo. En unos segundos llegamos hasta ella. El pasillo estaba vacío. Nos deslizamos rápidamente hacia afuera; después, bajamos al vestíbulo. A la vuelta de una esquina, chocamos con un botones que llevaba un juego de toallas. Se volvió y nos miró.

Ya estábamos a mitad de camino hacia la salida a través del vestíbulo de recepción cuando oímos gritos detrás de nosotros. Asombrado, el personal de recepción nos vio pasar volando.

—¡Qué demonios pasa, Oliver! —gritó Rachel mientras corría a mi lado.

—¡Sigue corriendo! ¡Los tenemos pisándonos los talones!

Atravesamos las puertas de cristal y salimos a los jardines y más allá, hacia las calles todavía durmientes. Pasamos corriendo al lado de una fila de coches aparcados; después, nos metimos por un callejón lateral. Detrás de nosotros, podíamos oír el sonido de unas pisadas que corrían.

Desesperado, miré alrededor. Al lado de un puesto del mercado había un carro cubierto; el escuálido caballo, con los arreos puestos para tirar de él, mascaba un montón de heno en una cuneta. Levanté la lona: el carro estaba medio vacío y una capa de polvo de cemento seco cubría el fondo. Había sitio para escondernos.

—¡Entra aquí! —susurré, pero Rachel negó con la cabeza, mirando alrededor frenéticamente. Al otro lado de la calle estaba abriendo un puesto de ropa y el vendedor de ropa vieja estaba colgando con un gancho los largos vestidos y caftanes. Raquel señaló hacia el puesto.

Tras darle al tendero un considerable soborno, pronto estuvimos ocultos entre filas de vestidos colgados. Oíamos cerca el sonido de gente que corría y gritaba. Ambos nos metimos más al fondo de los vestidos colgados, tratando desesperadamente de tranquilizar nuestra respiración jadeante. Unos minutos después oímos a los hombres que entraban en el callejón.

—¿Estás seguro de que estaba? —preguntó uno con voz áspera. Hablaba en árabe con acento saudí.

—Totalmente. Mosry tenía una foto —replicó el otro.

A la mención del nombre, las uñas de Rachel se me clavaron en la muñeca. Esperamos, sin movernos y sin atrevernos a respirar mientras se acercaban al comerciante de ropa.

—¿Has visto a dos europeos? —preguntó agresivamente uno de ellos al comerciante. Helado, traté de reprimir el deseo abrumador de echar a correr, rezando por que el anciano fuera de fiar. A mi lado, vi que Rachel palidecía.

—No he visto nada. Esto está más tranquilo que una tumba —respondió tranquilamente el anciano.

—¡Por aquí! —gritó el otro matón. Eché un vistazo por un hueco entre la ropa. Vi a ambos rebuscando frenéticamente en el carro, con la lona echada para atrás.

—Deben de haber escapado —concluyó el más corpulento, y se marcharon. Permanecimos ocultos otros cinco minutos.

Podía sentir los latidos del corazón de Rachel a través de sus dedos y el olor de nuestro miedo atravesaba el tejido perfumado de los caftanes. Indeciso, eché un vistazo afuera… el callejón estaba libre. Salimos de entre la maraña de vestidos colgados.

—Dijo el nombre de Mosry, ¿no? —dijo Rachel en voz baja.

Su aterrorizado susurro quedó sepultado por un bum, un rayo de luz y una sacudida que pareció extenderse en una oleada bajo nuestros pies. Nos tiramos al suelo y allí estuvimos mientras los trozos de yeso y los escombros quedaban esparcidos a nuestro alrededor. Esperaba que mis sentidos me devolvieran al presente. Cerca de nosotros, en el suelo, yacía el anciano comerciante de ropa, con la cara ensangrentada e, inmediatamente, se puso a rezar.

—¿Qué coño ha sido eso?

Rachel se incorporó. Tenía algunos pequeños rasguños en la cara, pero parecía que no tenía otras lesiones. Me toqué los brazos y la cara y los dedos dieron con un par de rasguños que sangraban, allí donde me habían alcanzado los escombros; después, me levanté y ayudé a ponerse de pie al anciano comerciante de ropa. Por encima de sus lamentos, pude oír las sirenas de las ambulancias que se acercaban. Lo senté en el borde de su carro y después me volví hacia el hotel, visible al final del callejón. Un ala parecía completamente derruida; las paredes se habían transformado en un montón de escombros y vigas de hierro destrozadas. A través de los marcos destrozados de puertas y ventanas se veían retazos de cielo. Rachel me miró, muda.

—Creen que han matado dos pájaros de un tiro —dije despacio—. Iban a por mí y tras el astrario, pero, al no encontrarnos, decidieron dejar un regalo. Sospecho que es uno de los intentos de Mosry de arruinar las iniciativas de paz de Sadat. Han ido a por los periodistas, la prensa extranjera… gente como tú.

—¡Oh, Dios, no! —dijo Rachel, paralizada por el horror. Desde la calle de atrás se acercaba el sonido de hombres que gritaban. Empezamos a correr de nuevo. A medio vestir y cubiertos de polvo de yeso, corrimos por las calles como fantasmas. La gente se apartaba de nosotros, horrorizada. Agarré firmemente el astrario, pegándolo al pecho y contando los años de mi vida como un modo de distraerme del ruido que producía mi corazón y del runrún que tenía en los oídos, temporalmente dañados por la explosión. No era del todo consciente de adónde me dirigía, pero debió de activárseme cierto sentido instintivo de la geografía, la brújula del superviviente, y de repente nos encontramos delante de la peluquería de un barbero al que conocía bien. Abdul me había estado cortando el pelo desde que Isabella y yo llegamos a Alejandría. Era un hombre amable, de sesenta y tantos años, socialista y poeta, y pasamos muchas horas debatiendo sobre los fracasos y los éxitos de diversos regímenes e intercambiando opiniones sobre poetas como Seferis, Rilke y Lorca. Sabía que nos ayudaría.

Abdul y su ayudante estaban postrados en el suelo, en medio de la oración de la mañana. Sorprendidos, nos miraron.

—¡Sr. Warnock! ¡Tiene un aspecto terrible! —dijo Abdul, levantándose y sacudiéndose las rodillas.

—¡Abdul, necesitamos una habitación, por favor! —le dije, lanzándole una mirada suplicante.

Abdul le echó un vistazo a la aterrorizada cara de Rachel y rápidamente nos llevó a la trastienda, gritándole a su ayudante que cerrara la peluquería. A distancia, se oían los aullidos de las sirenas de ambulancias y coches de bomberos que se acercaban al Sheraton.