El auditorio de la Archaeological Society parecía diseñado por algún arquitecto Victoriano para el Londres del siglo XIX. Era un salón que imitaba el estilo gótico, mal ventilado, revestido de madera oscura. Un par de antiguos ventiladores de techo, separados por columnas con arcos, giraban perezosamente sobre nosotros, y el salón estaba iluminado por una fila de faroles bajos de hierro forjado. En un extremo, estaba el escenario. Unas viejas y polvorientas cortinas de color púrpura cerraban el proscenio y me pregunté si alguna vez las habrían utilizado para teatro de aficionados. Sobre las cortinas, colgaba un retrato pintado del último rey de Italia, Vittorio Emmanuele III, y, debajo, una dedicatoria en latín: «Saber es estar sobre aviso». No pude evitar interpretarlo como una ominosa advertencia. Irónicamente, Emmanuele fue exiliado a Egipto en 1946 por la Italia liberada, pena impuesta a causa de su afianza con Mussolini. Murió más tarde en Alejandría. Allí sentado, en el auditorio casi vacío, no era difícil sentirse horriblemente vulnerable. Recordé que estaba allí para obtener información, necesidad que compensaba con creces el riesgo de encontrarme con otras personas. Aun así, miré, nervioso, a mi alrededor.
Eran casi las diez de la mañana y, hasta entonces, solo había una pequeña audiencia: varios arqueólogos franceses e italianos a los que reconocí vagamente; uno de ellos, Pole, de Kom el-Dik, que me saludó amablemente con la mano, y Hermes, sentado en la parte de atrás, vestido formalmente, con caftán y pañuelo de cuello. Ambos nos dirigimos una inclinación de cabeza a modo de saludo. Me indicó que me sentara en el asiento vacío que estaba al lado del suyo. Decliné la invitación. Quería sentarme en primera fila, cerca de una pequeña puerta que vi al lado del escenario, calculando que, si tenía que escapar en cualquier momento, esa sería la salida más segura y próxima. No había indicios de Mosry ni de Ornar, como tampoco de Amelia, que suponía que aparecería cuando se abrieran las cortinas. Poco a poco, el auditorio fue llenándose. Ahora estaban ocupados alrededor de la mitad de los viejos asientos.
Un joven árabe, de aspecto serio —un estudiante local, pensé—, cerró las persianas. El auditorio quedó inmediatamente bañado por la tenue, amarillenta y, en cierto modo, antigua luz que surgía, débil, de los faroles.
Había sido más fácil sentirse seguro cuando la fuerte luz natural de la mañana inundaba la sala, pero entonces me percaté de la presencia de un proyector preparado al fondo de la sala. Irritado por la tendencia de la egiptóloga a dramatizar, me dije a mí mismo que era obvio que Amelia quería una atmósfera teatral. En ese momento, las cortinas empezaron a abrirse y se oyeron unos aplausos. Levanté la vista y vi a Amelia de pie, en el estrado, con sus notas en la mano.
Con un gesto dramático, colocó los papeles en el atril y, tras ajustar el collar de perlas que llevaba sobre el traje de chaqueta, se puso las gafas que llevaba colgadas de una cadena, alrededor del cuello, y comenzó:
—Algunos de ustedes ya me han oído hablar del tema muchas veces y es bien sabido que mi fascinación por Banafrit, Isis y Nectanebo me ha costado mi puesto universitario y mi reputación profesional.
En ese momento, Amelia levantó la vista y miró, desafiante, al público, casi como si estuviera buscando a sus detractores. Se produjo un silencio sepulcral en el que el joven estudiante que estaba al lado del proyector tosió, nervioso. Amelia bajó la vista y continuó.
—Pero, antes de empezar, quisiera hacer una observación sobre las deidades del antiguo Egipto, de manera que incluso las personas del público legas en la materia puedan comprender su importancia y la gran influencia que tuvieron sobre sus pueblos. Si uno ofendía a un dios concreto, bien profanando una propiedad que perteneciera al dios, bien pecando, podría negársele el paso a la vida futura. Pero, si ofendía a los dioses en conjunto, su ira consiguiente podría conducir al final de su mundo. En el Antiguo Egipto, la imagen de una inundación masiva era un tema apocalíptico popular, del que se apropiaron más tarde los cristianos. Permítanme presentarles primero a Isis…
Detrás de ella apareció la primera diapositiva: una imagen de Isis, una masiva estatua de granito de la diosa, con la corona de cuernos de vacas y un disco solar sobre la cabeza, acunando al niño Horus.
—… Isis era la reina de las diosas; era, al mismo tiempo, hermana y esposa de Osiris y madre de Horus, antes de que Set asesinara a Osiris. Estaba dotada de grandes poderes mágicos, que consiguió cuando el dios Sol le reveló su nombre secreto. Es única por sus proezas mágicas, una fuerza con la que hay que contar, tanto inspiradora como terrorífica. Ella es la diosa vengativa original.
Apareció la diapositiva siguiente: Osiris, sosteniendo los cetros manguales de un faraón cruzados sobre el pecho.
—Este es Osiris, rey del Averno, que rigió Egipto hasta que su hermano, Set, lo asesinó. Lo vemos aquí sosteniendo el pilar Dyed, un símbolo que representa la columna vertebral de Osiris. Él es el juez de todas las almas muertas, preparado para castigar a los pecadores, pero humano con quienes han llevado una vida buena. Desempeña un papel vital en el rito religioso más importante de todos: la pesada del corazón, en el Averno, después de la muerte. La siguiente diapositiva, por favor, Abdul…
Con un clic y un repiqueteo, llegó la dispositiva siguiente. Era de Tot, la deidad favorita de Barry. Lo reconocí de inmediato gracias al sepulcro casero de Barry y a la pintoresca descripción del australiano. Al ver al dios con cabeza de ibis, sentí como si estuviese saludando a un viejo amigo.
—Otro dios importante en la pesada del corazón: Tot, el dios Luna, que era considerado responsable del don de la escritura. Los jeroglíficos eran un don reservado solo a la élite y a los sacerdotes. La cabeza de ibis simboliza la luna; el pico curvado, la luna en cuarto creciente. Aparece también como un dios con cabeza de babuino, porque los babuinos eran famosos por agitarse al final de la noche.
»Después, por supuesto, está Horus…
Apareció una diapositiva del dios con cabeza de halcón.
—Hijo de Isis y Osiris, es la personificación del faraonato, la idea del reinado divino. En la primera parte de su vida está acosado por los ataques de Set, que trata, sin conseguirlo, de destruirlo; sin conseguirlo, al menos hasta ahora…
Amelia sonrió. Detrás de mí se oyeron algunas risas aisladas y, cuando me di la vuelta para estudiar al público, observé la presencia de un nuevo personaje, de pie, inmediatamente detrás del proyector: era un hombre mayor, alto, delgado, de perfil elegante. Había en él algo inquietante, una especie de presencia regia pero siniestra. Estiré el cuello, pero, con aquella luz tenue, era imposible ver con claridad su rostro sin acercarse a él. Lleno de inquietud, me volví hacia el atril. Ahora, se mostraba una diapositiva de Set.
—Y, por último, tenemos al villano en persona: Set, el más complejo e imprevisible de todos los dioses. Temido por muchos, adorado por todos los que buscan el poder, Set es el dios del caos, de la guerra, el conflicto, las tormentas, los vientos, la oscuridad y el mal; era también el patrono del Alto Egipto. Aquí lo tengo en su forma animal…
La diapositiva representaba una extraña criatura mítica, no muy diferente de un perro grande, pero con el pico curvado de un ave, orejas puntiagudas erectas y, lo más inquietante de todo, una cola hendida. Lo miré fijamente. Era como una de aquellas imágenes primordiales que están al acecho en todas las pesadillas, tanto de creyentes como de ateos. La voz seca de Amelia me devolvió a la sala.
—También puede representarse como un cerdo o hipopótamo negro, normalmente cuando se lo representa luchando contra Horus. A veces, también aparece representado como un hombre con brillante pelo rojo, pues los antiguos egipcios consideraban que el pelo rojo era el mal. Es un enemigo al que no hay que subestimar.
La imagen de las encendidas patillas de Hugh Wollington cruzó mi mente, una asociación irracional de la que no pude desembarazarme ni siquiera al continuar hablando Amelia. Me obligué a concentrarme. Hasta ahora, no había oído nada nuevo acerca del astrario, pero sabía que pronto aparecería su tema favorito.
—Set asesina a Osiris y lucha contra Horus, pero, al final, Horus es proclamado vencedor. Set, el dios de la oscuridad, se ve obligado a retirarse después de que Ra, el dios Sol, le entregue como esposas a dos diosas de Oriente Medio.
Apareció otra diapositiva.
—Ra también responsabiliza a Set del trueno en el cielo. Hay algunos que dicen que Set nunca dejó de luchar, que se limitó a trasladar su lucha al Averno. Pero eso es otra historia diferente. Volvamos a mi hipótesis: Isis siempre sintió fascinación por las personas; como reina de las diosas, encarnaba el poder mágico supremo, por lo que no es en absoluto sorprendente que dejara a su paso una serie de cultos dedicados en exclusiva a ella. Uno de estos surgió en torno a un objeto concreto, un astrario que tuvo su origen en el reinado de Ramsés III, el segundo rey de la vigésima dinastía. En términos judeocristianos, estoy hablando de los años 1198 al 1166 a. C. La importancia de esto estriba en que creo que Ramsés estuvo implicado en el éxodo de los cananeos, el éxodo de Moisés, y que Moisés se convirtió en un gran mago en la corte de Ramsés, bajo la tutela de los más grandes magos y astrólogos del faraón. Uno de ellos diseñó y construyó una caja celeste dedicada a Isis, un poderoso instrumento para ayudar al faraón a protegerse contra la invasión de los «Pueblos del Mar» y a luchar contra las plagas que aparecieron en aquella época. Creo firmemente que Moisés sustrajo de la corte ese astrario para garantizar la seguridad de su propio pueblo al huir del ejército real y enfrentarse a la barrera del mar Rojo. Utilizó este objeto sagrado para dividir las aguas.
Detrás de mí, el proyector giró y entró otra diapositiva; era esta un grabado bíblico dramático de Moisés, con las manos extendidas al borde del mar Rojo y las murallas de agua elevadas a ambos lados de él.
—Moisés debió de abandonar el astrario más tarde, en un templo menor de Isis, en el desierto del Sinaí, movido, sin duda, por la culpa y, posiblemente, por algún resto de respeto a la diosa Isis, para apaciguar a la deidad ofendida. Y allí permaneció abandonado el instrumento durante otras diez dinastías hasta la última, la trigésima.
—El astrario reaparece entonces en los manuscritos durante el reinado de Nectanebo II —dijo Amelia y examinó el público en busca de alguna respuesta. No hubo ninguna; solo se oía el sonido del arqueólogo polaco mientras garabateaba sus notas y el susurro de un ventilador de techo. Ella hizo una seña a su ayudante y otra diapositiva apareció sobre la pared blanca. Esta era de Nectanebo: una estatua del rey entronizado, con su cartucho debajo, reconocible al instante por su sarcófago del Museo Británico. Eché un vistazo detrás de mí, interesado por ver la reacción de Hermes: estaba sentado en el borde de su asiento, mirando atentamente a Amelia. Si no lo conociera bien, habría dicho que su mirada era malévola en extremo. Por un momento, me pregunté de nuevo por la historia común de los dos egiptólogos.
—Nectanebo II, el último de los faraones egipcios, estaba desesperado por asociar su dinastía con las poderosas dinastías del antiguo y gran Egipto. La leyenda del astrario ya estaba bien establecida entonces, evidente en este pasaje que descubrí en los Dream Papyri, una colección de escenarios oníricos que, según los egipcios, contenía predicciones del futuro. Datan de la vigésima séptima dinastía…
Apareció otra diapositiva; era de un jeroglífico escrito sobre un delgado pergamino.
—Los jeroglíficos describen una gran caja celeste que había causado la destrucción del ejército del rey y facilitó la huida de gran número de esclavos, una caja celeste que podía matar a reyes y mover el mar, la tierra y el cielo, una caja celeste que pertenecía a Isis, la diosa de la gran magia. Hay que comprender que Nectanebo rigió un país acosado por los disturbios civiles y las intrigas políticas y, para mantener el control, necesitaba remontarse a tiempos mejores para subyugar a sus oponentes políticos y resucitar el gran Egipto del pasado. También estaba sometido a la constante amenaza de invasión de los persas. Necesitaba un arma de enorme simbolismo mágico y espiritual. Banafrit, su amante y, al mismo tiempo, suma sacerdotisa de Isis, sabía del astrario y envió a su propia partida de caza al Sinaí para localizarlo. Sabemos que debió de haberlo encontrado porque hay un verso que lo describe en un templo de Isis construido por Nectanebo en su honor. Pero el astrario se volvió contra Nectanebo. Predijo la fecha de su muerte. Se sabe muy poco sobre esto, por lo que la mayor parte de lo que yo diga a este respecto son conjeturas. La predicción de su muerte habría debilitado a Nectanebo, por lo que debió de hacer todo lo posible para ocultar el terrible secreto. Otra interpretación es que sus enemigos, y hay que tener en cuenta que, en aquellas fechas, el suyo era un país plagado de tensiones y de malestar político, utilizaron la predicción para sus propios fines, y eso si no la crearon ellos mismos para darle muerte cumpliendo una profecía de cumplimiento fatal. La última interpretación, quizá la más extravagante de todas, es que utilizaron los poderes del astrario para matar al faraón, haciendo que fijara la fecha de su muerte. Al haber proporcionado a su amante el instrumento más poderoso de su época para salvar su vida, es posible que Banafrit tuviera que ver cómo derrotaba a su amado faraón. El Antiguo Egipto era un lugar en el que mandaban los hechiceros y los magos, dominados por dioses y diosas veleidosos y poderosos. Señoras y señores, todo es posible.
»Después, se desvanecen todas las menciones de la caja celeste o astrario, junto con la misteriosa desaparición del mismo Nectanebo II. Los persas invaden Egipto y después, el mismo Alejandro.
»La siguiente aparición del astrario se produce durante el reinado de Ptolomeo III. Un manuscrito que describía el instrumento y sus poderes estuvo alojado aparentemente en la gran biblioteca de Alejandría, el templo de las Musas o Museion. La biblioteca quedó destruida en el 30 d. C.
Apareció una ilustración medieval del Museion, una proyección del posible aspecto que tuviera, antes de quedar destruido junto con muchas de las grandes obras escritas de la humanidad en un incendio.
—El Museion había sido la mayor biblioteca de la Antigüedad y quizá, aunque sea discutible, de todos los tiempos.
»Fue aquí donde Ptolomeo III encargó a setenta rabinos que tradujeran al griego los cinco primeros libros del Antiguo Testamento que constituían la Tora, y aquí se guardaban los textos matemáticos, astronómicos y médicos más importantes. Se reunían manuscritos en multitud de idiomas: arameo, hebreo, nabateo, árabe, las lenguas indias, así como el egipcio, reflejando el carácter polígloto de la antigua ciudad. Toda narración conocida de importancia se guardaba aquí y se sabía que Ptolomeo III tenía un interés enorme tanto por lo místico como por lo religioso.
Un murmullo recorrió la sala, con voces que susurraban en voz baja. Me di la vuelta despacio y, para horror mío, vi que habían entrado en la sala Mosry y Ornar por la parte de atrás, mirando atentamente hacia adelante a la tenue luz de la sala.
Me tensé, preparado para escapar por la salida, cuando, de repente, entraron en la sala cuatro oficiales de policía y, desde el otro extremo, fueron avanzando por el auditorio, dos por cada lado. Para mi sorpresa, observé que su presencia pareció disuadir a Mosry y a su secuaz de hacer nada más. Ambos se sentaron en la última fila y, con los brazos cruzados, dirigieron una mirada agresiva a Amelia, que inmediatamente se puso nerviosa, cayéndosele algunos papeles del atril. Cuando los recogió, me di cuenta de que le temblaban las manos. Con voz temblorosa, pero desafiante, continuó su conferencia, mientras los policías seguían moviéndose por la sala. Me senté en mi asiento, paralizado por la indecisión.
—No cabe duda de que la reina ptolemaica Cleopatra VII habría sabido de la existencia del astrario por medio de los manuscritos conservados en el Museion, del mismo modo que conocería sus afamados poderes militares y mágicos.
De repente, sentí una mano en mi hombro. Asustado, casi salté de mi asiento, pero el susurro de Hermes en voz baja me tranquilizó.
—No tengas miedo, Oliver, y no reacciones. Tenemos que salir de aquí. Solo estoy esperando el momento oportuno. Cuando te lo diga, sígueme.
Miré hacia atrás. Hermes se había deslizado hasta el asiento que estaba detrás de mí. Tras él, en la fila de atrás, Mosry se fijó en mí y sonrió, una fría y petulante confirmación, como si supiera que, al final, me había arrinconado. Me invadió el terror y me sentí como congelado, pegado a mi asiento por el puro terror de su mirada. Miré hacia el proyector; el misterioso personaje aristocrático que había estado antes allí había desaparecido, aunque yo no había visto marcharse a nadie. En el escenario, Amelia estaba terminando su conferencia.
—Sospecho que Cleopatra podría haber tratado de utilizarlo en su última gran batalla entre su amante, Marco Antonio, y Octavio: la batalla naval de Actium, una hipótesis que debo a mi estimada y ahora fallecida colega Isabella Warnock, Brambilla de soltera.
Amelia dirigió su mirada directamente a mí, con sus ojos abrasando los míos.
—El astrario ha entrado y salido de la historia registrada y hay grandes períodos de tiempo en los que parece haber desaparecido prácticamente. Creo que estos han sido períodos en los que quedó bajo la custodia de una secta secreta de adoradores de Isis, cuya única tarea consistía en asegurarse de que, si se utilizaba el instrumento, fuese para el bien de la humanidad. En cuanto al paradero actual del astrario o la realidad de su capacidad de sembrar tanto el caos como la buena suerte, ¿quién sabe? Y con esto, concluyo. He dicho.
Cuando Amelia empezó a recoger sus notas, las cortinas se cerraron bruscamente. Después, las luces parpadearon y se apagaron, dejando la sala en total y absoluta oscuridad. La sala se llenó de gritos, de gente que se levantaba y de asientos que chocaban contra la madera. Yo pegué un salto y después Hermes me agarró del brazo.
—¡Por aquí! —susurró.
Me empujó hacia adelante y subimos a ciegas una escalera que subía al escenario; después nos abrimos paso a través del velo suave de las cortinas de terciopelo. Al otro lado, parpadeé mientras mis ojos se readaptaban al nivel de luz. Inmediatamente delante de mí, un rectángulo de luz tenue salía del piso del escenario, iluminando a Hermes, que se arrodilló al lado. Era una trampilla del escenario. A Amelia no se la veía por ninguna parte.
—¡Aquí, rápido!
Salí disparado y bajé la corta escalera, seguido por Hermes, que cerró la trampilla detrás de él. Utilizando un encendedor, me guió a través de un laberinto de pasajes subterráneos.
Hermes, sosteniendo el encendedor por encima de su cabeza, iba casi corriendo mientras me conducía por túneles de piedra y ladrillo, cuyas paredes rezumaban humedad y en los que el aire era almizcleño, casi sulfúrico. Supuse que debía de conocer al dedillo el desconcertante laberinto; no obstante, su seguridad al caminar me asombraba. Tropecé y me caí sobre una rodilla; el pantalón se mojó con la corriente de agua que corría por el centro del túnel. Hermes me ayudó a levantarme.
—¿Estás bien?
—Sobreviviré. ¿Dónde estamos?
Hermes levantó el encendedor, iluminando un antiguo techo, los restos de un mosaico romano que parecía representar a un Zeus entronizado.
—Justo debajo del campo de fútbol, no muy lejos de tu villa —respondió.
Detrás de nosotros se oyó de repente el eco del ruido de unos hombres que gritaban. Sorprendidos, ambos nos dimos la vuelta.
—Solo hay unos diez minutos hasta la salida —dijo Hermes, empujándome—. Tenemos que darnos prisa. Si nos cogen, te matarán.
Su ritmo se intensificó y, cojeando ahora, le seguí como pude; ahora, solo el terror me impedía caerme de miedo. Pasado lo que me pareció como una hora, llegamos a una escalera de hierro.
—Sube. En cuanto estés en la calle, sabrás dónde estás.
Le miré, agradecido. No tenía otra opción que fiarme de él.
—Gracias.
—¿Crees ahora en la importancia del astrario, Oliver?
No fui capaz de decir palabra.
—Cuando estés preparado, debes traérmelo.
De repente, se oyó el sonido de una bala rebotando en la piedra. Hermes me empujó hacia la escalera.
—¡Rápido!
—¿Y qué pasa contigo?
—Yo sé cuidar de mí mismo.
Vi cómo se sumergía en las sombras. Cinco minutos más tarde, salía por una boca de alcantarilla que se abría a la cegadora luz del mediodía y a las frenéticas calles del bazar. En unos minutos, me perdía entre la muchedumbre.