El Sayed Darwish Theatre, conocido como Mohamed Alí en su apogeo colonial, era un pequeño pero ostentoso edificio neoclásico, adornado con grandes trazos de pintura dorada y desconchados revocados. Desde mediados del siglo XIX hasta 1952, la diáspora europea lo había mantenido vibrante con orquestas, ballets y cantantes visitantes. Había sido uno de los centros culturales de la antigua Alejandría. Sin embargo, desde la revolución, el lugar había perdido gran parte de su público original y se había convertido en un anacronismo cultural en la sociedad de nuevos ricos dominada por los árabes.
La orquesta empezó a tocar y yo eché un vistazo a la fila en la que estábamos sentados Francesca y yo; era una congregación ecléctica: diversos dignatarios europeos, varios funcionarios egipcios y unos cuantos turistas. En la fila que teníamos delante, estaban Henries y su esposa. Al sentir mi mirada, el cónsul se volvió y trató, sin conseguirlo, de ocultar su disgusto por mi presencia.
Me sentía extraño embutido en el esmoquin, con camisa almidonada y faja que Francesca había insistido en que llevara; todo el conjunto había pertenecido a Giovanni Brambilla. La camisa me picaba en la parte de atrás del cuello y la corbata de satén, con el nudo hecho por las manos expertas de Aadeel, me apretaba la nuez. Y me resultaba difícil ignorar los cortes y las magulladuras que todavía me marcaban la cara, que atraían las miradas de algunas personas del público. Tenía la sensación de que destacaba mucho, pero supongo que eso era lo que pretendía.
En el escenario, Orfeo, vestido con un body pintado, estaba sentado en presencia de Hades y Perséfone, el rey y la reina del Averno, y tocaba una lira dorada. Su solo de piruetas y saltos, un pretexto desesperado que le permitiera sacar a su esposa Eurídice del Hades, fue absolutamente emocionante, lleno de dolor y añoranza, y especialmente conmovedor para mí.
Un revuelo a mi izquierda me distrajo: Amelia Lynhurst, que entraba con retraso, susurraba disculpas mientras empujaba a quienes ya estaban sentados hacia el espacio vacío que había en mi fila. Pensando en mis perseguidores, me inclinaba más a temer a Mosry y, quizá, a Wollington, pero Amelia Lynhurst era un comodín. Y quizá su intento de sentarse cerca de mí fuese una señal de que ella era un elemento con el que tenía que contar. Nunca me fié de ella tras las dudas de Isabella, confirmadas posteriormente por los comentarios de Hermes acerca de que tenía «aspiraciones peligrosas» y posiblemente se creyera una reencarnación de Isis. También estaba la historia de la llave del astrario: Amelia la había encontrado y Enrico Silvio se la había robado. Y, evidentemente, Francesca no se fiaba en absoluto de Amelia: todavía resonaban en mi cabeza sus desdeñosas palabras de «mujer intrigante». Me di cuenta de que la matriarca se tensó cuando vio que se acercaba la egiptóloga: una ráfaga de miedo cruzó su rostro antes de volverse rígidamente hacia el escenario. No obstante, yo sabía que tenía que enfrentarme a Amelia. Durante nuestra conversación en el funeral de Isabella, me había dejado claro que ella creía que yo tenía el astrario; más importante aun, parecía saber mucho más al respecto que yo, incluso después de mis conversaciones con Hermes, Wollington y Silvio. Su opinión podía ser una pieza igualmente significativa del rompecabezas, algo que podía acercarme más a una solución para el astrario. Pero tenía que conseguir que me diese información sin facilitarle demasiada por mi parte, el error que había cometido con Hugh Wollington.
Un crescendo musical interrumpió mis cavilaciones. Eurídice, vestida con un diáfano velo y repitiendo los pasos de danza de Orfeo con una elegancia desgarradora, siguió a su esposo a la entrada de la cueva que conducía afuera del Averno y al mundo vivo que estaba más allá. El ansia frenética de Orfeo de volver y ver a su esposa era evidente en las medias vueltas que daba, casi girándose, pero no del todo; la coreografía desenmarañaba el suspense, el terrible conocimiento de que, si el poeta sucumbiera a la tentación, condenaría a su esposa a una segunda muerte y la perdería de nuevo.
Todo mi cuerpo estaba rendido por la empatía: su anhelo reflejaba mi propio deseo de hacer que Isabella viviera de nuevo. Y después, con un giro socarronamente lento, Orfeo se dio la vuelta, con los brazos extendidos para abrazar a su esposa mientras ella se acercaba de puntillas, arqueada como un sauce, en el portal entre la muerte y una segunda vida… y aun así, la perdió.
Me avergonzaba admitirlo, pero, efectivamente, grité cuando Eurídice se desplomó de nuevo sin vida bajo la mirada de su esposo. Mortificado por mi arrebato, miré en silencio mientras Orfeo, destruido por su propio deseo, expresaba su angustia en una serie de saltos agónicos. En el vestíbulo se celebró una recepción. Miré la marea de gente. Amelia estaba en el lado opuesto del vestíbulo, al pie de una majestuosa escalinata de mármol, medio oculta por una aspidistra. Me dirigí hacia ella, dejando atrás a varias bailarinas rusas, que se mezclaban ahora con dignatarios locales, y una mesa cubierta de folletos que anunciaban circuitos de vacaciones por la Unión Soviética. Sin preámbulos, le di un golpecito a la egiptóloga en el hombro.
—Tenemos que hablar.
Llevé a Amelia hasta una pequeña hornacina adornada con una estatua de mármol de Mohamed Alí con su fez habitual.
—¿Qué sabes del asesinato de Barry Douglas o, puestos a ello, de mis interrogatorios?
No pude suprimir el tono agresivo de mi voz. Ligeramente sorprendida, Amelia miró alrededor y después se inclinó hacia mí.
—Entiendo que el Sr. Douglas se dio muerte a sí mismo. En cuanto a tu detención, te lo advertí y no me hiciste caso —respondió en voz baja.
—Barry no se mató a sí mismo y tú lo sabes. ¿Por qué iba a fiarme de ti? Isabella no confiaba en ti.
—A Isabella la arrastraron a establecer alianzas erróneas. Esa fue su tragedia y ahora es la tuya.
—«Alianzas»… ¿como la secta a la que perteneces? —dije bruscamente.
Para mi sorpresa, se echó a reír.
—Define «secta».
—Un grupo de personas que creen ciegamente en la misma filosofía o religión, con exclusión de todos los demás —repliqué sin sonreír—. Incluso, se las podría llamar «zelotes», gente peligrosa.
—El futuro pertenece al zelote, nos guste o no. Pero yo no pertenezco a ninguna «secta», tal como la defines tú.
Cambié rápidamente de táctica. Necesitaba algunas respuestas y, a juzgar por la expresión de estar al tanto de Amelia, estaba convencido de que ella tenía información que me era crucial para poder avanzar.
—Quiero saber quién mató a Barry.
—Si no fue un suicidio, imagino que fue la misma persona que estaba tras tus detenciones. Son acciones que requieren una considerable influencia sobre las autoridades egipcias.
Piensa en ello.
La agarré por la muñeca.
—¿Sabes que profanaron el cuerpo de Isabella?
Varias personas que pasaban se volvieron al haber elevado yo la voz y pude ver a Henries hablando furioso con Francesca Brambilla al pie de la escalinata de mármol. Amelia trataba de liberar su muñeca de mi mano.
—Puedo ayudarte, Oliver. Deberías saber que, como la de Orfeo, la de Nectanebo es una gran historia de amor. Imagina solo el carácter clandestino de su amor. Nectanebo tuvo varias esposas y todas ellas debieron de odiar a Banafrit. Banafrit era un amor secreto, una mujer que tenía acceso a los todopoderosos clanes sacerdotales y que podía espiar para su amante e informarle de cualquier traición que se fraguara entre ellos. Debió de ser extraordinaria, inteligente, poderosa y, según todos los datos, hermosa. Tanto Nectanebo como Banafrit arriesgaron sus respectivas reputaciones y, posiblemente, sus vidas al amarse mutuamente.
—No más mitos, Amelia. He leído tu tesis. Lo que quiero saber es por qué lo quieres, igual que los otros.
—El astrario escoge a su propio guardián y mi deber es proteger a esa persona. Como Orfeo, Banafrit estaba deseando ir al Averno a salvar a su amado. Lo mismo que podrías hacer tú, Oliver.
—¡Te he dicho que basta de enigmas!
Por encima del hombro de Amelia, pude ver a Henries, que atravesaba el vestíbulo hacia nosotros. Hablé rápidamente y en voz baja, con voz amenazante.
—Dime, entonces, por qué el astrario no impidió la muerte de Nectanebo.
—Al principio de su reinado, Nectanebo suprimió un posible golpe desde el delta. En Egipto, aumentaban las discrepancias. Los poderosos sacerdotes dijeron que Nectanebo había insultado a la misma Isis y que la única manera de apaciguar la ira de la diosa y salvar Egipto era construirle un templo extraordinario y encontrar una caja celeste que hubiera sido sacada de Egipto cientos de años antes, robada a Ramsés III por el poderoso mago hebreo Moshe ben Amram ha-Levi.
—Ya sé todo eso, Amelia. Concreta —dije, impaciente. Vi a Francesca que me buscaba.
—Isis era conocida por sus habilidades mágicas, por lo que, cuando Moisés la cogió, no solo se consideró un insulto a Ramsés III, sino a la misma Isis. La leyenda era muy conocida en la época de Banafrit —afirmó y, después de mirar, nerviosa, alrededor, Amelia continuó—: La caja celeste ya tenía fama de ser una gran arma y un gran objeto sagrado y, cuando los sacerdotes manifestaron que Isis quería recuperarla, Banafrit vio la oportunidad de ayudar a Nectanebo reconciliando la caja celeste con la diosa. Ella descubrió el astrario y lo consagró a Isis: una poderosa hechicera inclinando su cabeza ante una diosa rodeada de mitos mágicos… debió de ser una ceremonia extraordinaria. Pero hay algo más, una historia inscrita en una naos que data de unos cincuenta años después de la desaparición de Nectanebo.
—¿La naos del profesor Silvio?
Amelia me miró sorprendida; después, se recuperó rápidamente.
—¿Cómo está el profesor?
No me dejé engañar por su comportamiento informal.
—Muriéndose.
Sus ojos se abrieron como platos, no sé si de modo un tanto teatral o verdaderamente sorprendida.
—Siento oír esto; en otro tiempo, fue un hombre honorable.
La naos que descubrió el profesor Silvio describía la profecía de la caja celeste de la muerte del faraón. Después de que Banafrit la consagrara a Isis, se volvió contra Nectanebo. El astrario desarrolló un alma.
Al menos, era algo en lo que Hermes y ella estaban de acuerdo.
—He oído antes esa teoría… es absurda. Los objetos inanimados no tienen alma y ¿por qué iba a desencadenar la rededicatoria un acontecimiento así? —repliqué, decidido a no dejarme sumergir en el nebuloso ámbito del misticismo.
—Isis representa la voluntad inconsciente, los deseos ocultos. La función del astrario era hablar directamente con los dioses; en consecuencia, se convirtió en la encarnación de su voluntad. Por eso, para los antiguos egipcios, tenía un alma, lo creas o no. Pero, si quieres una explicación práctica prosaica, puedo darte una, aunque no te vaya a sacar del aprieto. Digamos que un día estaban transportando el astrario; algo chocó contra él y, en el interior del mecanismo, se aflojó un resorte y la segunda aguja saltó. Un accidente arbitrario asume un significado: ¡la muerte del faraón está escrita en el cielo! Esto sería una directiva profundamente poderosa y política, que podían explotar los enemigos del faraón. Y, por supuesto, plantea la notable posibilidad de que los poderes mágicos del astrario sean reales y que pueden utilizarse, en realidad, para matar.
Pero entonces tienes que ser un creyente… y tú no lo eres —concluyó, y me miró, pensativa—. Oliver, te anuncio que mañana por la mañana pronunciaré una conferencia sobre este mismo tema en la Archaeological Society, a las diez. Incluso para un acérrimo escéptico como tú, puede ser útil que asistas.
—¿Pudo utilizarse el astrario para asesinar a Nectanebo?
—Ahora, estás empezando a entender.
Amelia vio que Henries venía hacia nosotros y fue a alejarse, pero yo la retuve, agarrando su manga.
—Así que no tengo nada que temer.
La sospecha dio paso al aludo y casi no me di cuenta de que estaba hablando más abiertamente de lo que había planeado. Amelia dio un tirón para liberarse.
—En la medida en que el astrario permanezca dormido. Confío en que no lo hayas activado.
Antes de que tuviese oportunidad de responder, Henries se reunió con nosotros. Amelia puso una excusa y desapareció confundiéndose con la muchedumbre.