27

Caía la tarde cuando la silueta del campo apareció en el horizonte. La temperatura ya había empezado a bajar a medida que se enfriaba el desierto. Cuando nos acercamos más, pudimos ver el perfil de un coche de policía aparcado al lado de mi cabaña.

—Oliver, ¿tienes algún tipo de problema? —preguntó Mustafá.

—Quizá.

El chófer frenó y nos quedamos sentados un momento en el jeep.

—Déjame que hable con la policía —murmuró Mustafá en inglés—. Ya sabes que tengo contactos.

Miré al chófer; después, asustado de repente, rebusqué en el zapato y saqué la llave de la consigna. La puse en la mano de Mustafá. No tenía otra opción. Tenía que confiar en él.

—Toma esto, Mustafá. Si me detienen, vete a la sala de primera clase de BA en El Cairo. En la consigna figura el nombre de la compañía.

Asintió.

—Lo haré. Puedes confiar en mí. Las viviendas del campo eran sencillas: había una única cama de hierro forjado con un colchón a rayas lleno de bultos, una tetera, un pequeño frigorífico, un ventilador de techo y un viejo arcón que servía tanto de espacio de almacenamiento como de mesa. Nunca había vivido más de unos días en ese lugar, pero la mayoría de los trabajadores no tenían esa suerte; algunos pasaban semanas allí destacados. En la cabaña que me habían asignado todavía estaban las cosas del anterior ocupante, un perforador de pozos italiano católico. No me había molestado en sacarlas.

Una estampa muy deteriorada de la Virgen María ascendiendo al cielo sobre una nube estaba colgada en la pared, sobre la cama. En una librería hecha con un tablón sostenido por dos clavos herrumbrosos había una colección ecléctica de libros de bolsillo usados: El shock del futuro; Raíces; Miedo a volar, de Erica Jong; Love Story (en italiano); La colina de Watership, y, de repente me di cuenta, para disgusto mío, Mi nombre es Asher Lev, de Chaim Potok, un escritor judío. A la Policía Militar egipcia no le iba a gustar precisamente.

Cuando Mustafá y yo entramos en la cabaña, dos oficiales estaban retirando el forro del arcón. Mi poca ropa estaba desparramada en el suelo, a su lado. Otro oficial, evidentemente su superior, estaba tumbado en la cama, mirándolos. Al verme, se puso de pie con desgana, haciendo gala del menor respeto que pudo demostrar.

—Usted es el Sr. Warnock, ciudadano británico, ¿no?

Me adelanté, impidiendo la visión de la novela de Potok.

Temía que diera por supuesto que yo fuera judío, quizá incluso del Mossad.

—¿Hay algún problema? —pregunté.

—Quizá.

El oficial gritó a sus hombres en árabe, ordenándoles que le dieran la vuelta al colchón.

—¿Acaso está espiando?

El viejo colchón a rayas azules cayó al suelo en una nube de polvo, revelando dos revistas Playboy, de 1968, sobre la herrumbrosa base. El oficial las levantó acusadoramente.

—¿Suyas? —preguntó.

—¡Claro que no! —respondí, con el tono más firme que pude.

El oficial se echó a reír y sus dos camaradas se le unieron. Mustafá y yo permanecimos con caras inexpresivas. Disgustado, el oficial golpeó con su bastón el marco de hierro de la cama.

—Es divertido, ¿no? Muy divertido.

Mustafá se echó a reír también. Yo le seguí, con el corazón latiendo fuertemente mientras el oficial hojeaba la revista. Se detuvo en una página desplegable que mostraba a una rubia con unos pechos enormes y con pezones de color rosa que sonreía tontamente. Llevaba un sombrero de cowboy de cuero y estaba sentada a horcajadas en un sillín colocado sobre una bala de heno. Levantó la página. La chica de la página desplegable me sonreía, con sus blancos dientes fingidamente perfectos al lado de la sonrisa sucia e irregular del oficial.

—Es su hermana, ¿no?

La atmósfera se hizo más densa cuando los otros hombres, captando al instante la magnitud del insulto, se volvieron hacia mí.

—Cuidado —dijo Mustafá en voz baja y en inglés. Permanecí en silencio. El hecho de defenderme podría enfurecer aún más al oficial, aunque no defenderme debilitaba mi posición. Sabía que tenían instrucciones de detenerme; en caso contrario no se habrían tomado esas libertades.

—¿O quizá le gustan los chicos? —continuó—. Si es así, lo siento por usted, amigo.

Esta vez nadie se atrevió a reírse. Sentía los puños cerrados, el hijo del minero preparándose para una pelea. Pero recurrir a la violencia sería suicida.

Sintiendo el peligro, Mustafá se interpuso entre nosotros.

—Oficial, el Sr. Warnock es amigo de Egipto. Está empleado por nuestro gobierno. Tiene que ser un error.

—No hay ningún error. Ha de ser escoltado y llevado a Alejandría para interrogarle.

—¿Por qué motivo?

—Eso es entre el Sr. Warnock y mi comandante, el coronel Hasán.

Mustafá esbozó una cálida sonrisa.

—¿El coronel Jalid Hasán, de Mansura?

Nervioso, el oficial desvió la mirada de Mustafá a mí.

—El mismo. ¿Por qué? —preguntó con recelo.

—Entonces, no hay problema. Jalid Hasán es un buen amigo mío. De niños, estuvimos juntos en El-Orua el-Uoska. No le va a gustar que hayan detenido a un amigo mío.

—No le estamos deteniendo; simplemente, queremos hacerle algunas preguntas.

Yo permanecí inmóvil en medio de la habitación. Nunca antes me había sentido tan vulnerable. El pensamiento del astrario escondido no me servía de consuelo y, por un momento, me pregunté si no sería este mi último día en libertad. Miré a Mustafá; su expresión había cambiado de aliviada a severa de nuevo, reflejando el miedo de mi propia expresión.

El oficial me empujó hacia el arcón y la ropa esparcida a su alrededor.

—Recoja sus cosas; nos vamos.

Levanté la vista a la única ventana con barrotes; la luz azulada del amanecer empezaba a abrirse paso en el cielo nocturno. Procuraba medir el tiempo transcurrido desde que me habían metido en la cárcel… por lo menos, doce horas. Durante el corto trayecto del jeep de la policía a la celda, reconocí el edificio de mi interrogatorio anterior: el cuartel general de la policía en la calle Al Fateh de Alejandría. Tras su austera fachada, había un laberinto de pequeñas estancias distribuidas alrededor de un patio interior. La atmósfera era fría y húmeda: el olor acre a orina y jabón fénico, rebajado con otra cosa: el olor del miedo.

Me habían estado interrogando durante varias horas. La luz fluorescente quemaba; me sentía como si estuviesen quemando a tiras mi cerebro. Si me concentraba, imaginaba que podía oler mi blanda materia gris friéndose como beicon curado. Estaba más allá del agotamiento y mis pensamientos daban vueltas como un boxeador borracho. Los cardenales que tenía en la cara y en la espalda daban testimonio del brusco trato que tuve que aguantar a manos del oficial que me había llevado allí, pero, hasta ahora, el oficial investigador se había centrado solo en las circunstancias del ahogamiento de Isabella, reiterando una y otra vez que la inmersión había sido ilegal y que había tenido lugar en una zona militar restringida.

—Ya se lo he dicho —dije, cansado—. El día en que ella murió, yo no tenía ni idea de que la inmersión fuese ilegal hasta que estuve en el barco. Mi esposa no me había informado claramente de la cuestión.

—Ella le estaba mintiendo, señor.

El oficial, un hombre de una educación que desarmaba, de cuarenta y muchos años, continuó disculpándome: una estratagema en la que había caído hasta que el interrogatorio se prolongó durante horas y no me permitieron descansar ni ir al servicio, tácticas deliberadas destinadas a humillarme y hacerme perder el control.

—Muy bien, quizá ella me mintiera; ¿qué importa eso? Ella se ahogó antes de que encontrásemos nada.

Tenía la cabeza hundida en el pecho. Solo quería dormir; sentía los ojos como si los hubiesen enterrado en una mina y las perneras del pantalón estaban surcadas de orina. En mi cabeza surgían extraños trozos de frases junto con versos de antiguas canciones pop: She Loves You, de los Beatles; I’m a Believer, de The Monkees. El agotamiento y la deshidratación me estaban llevando a un delirio salpicado de momentos de sorprendente claridad. ¿Sabían de la existencia del astrario?

¿No se habían atrevido a detenerme en el aeropuerto pero se las habían arreglado para meterse en la sala de primera clase? ¿Había alguien más detenido, Hermes Hemiedes, Mustafá? Quizá incluso Francesca Brambilla, aunque no me imaginaba a la matriarca tolerando ese trato.

—¿Su esposa trabajó con Faajir Alsayla, un buceador?

Levanté la cabeza y traté de centrar la vista en la mirada del oficial. Sus ojos daban vueltas en círculos, un enjambre engañosamente compasivo de iris marrones. Si pudiera coger uno y exprimirlo, pensé irracionalmente.

—No conozco ese nombre —mentí.

—¿Quizá conozca, entonces, a Hermes Hemiedes? —persistió.

Cuando me negué a contestar, el interrogador hizo una seña con la cabeza y uno de los policías que me flanqueaban me levantó. Pude ver a un hombre en la ventana de cristal de la puerta que miraba hacia el interior. Su cara me era inquietantemente familiar y, en medio de la niebla en la que me encontraba, traté desesperadamente de recordar dónde lo había visto antes. El recuerdo me llegó en fragmentos: el programa de actualidad de televisión en Londres; el secuaz del príncipe Majeed; el compañero de Ornar.

Entró otro policía y le dijo al oficial que Mosry estaba esperando fuera. El nombre pareció chamuscar el aire como una brasa ardiendo. Queriendo memorizarlo, me aferré al sonido, repitiéndolo: Mosry. El oficial asintió y Mosry entró en la estancia. Al instante, fue como si la temperatura hubiese descendido bruscamente. El hombre desprendía una especie de olor ácido. Me miró, perforándome el cráneo con los ojos y, sin embargo, no era capaz de apartar la mirada de él. Su falta de emoción era absolutamente terrorífica, y la sensación de extrema inteligencia que emanaba de él era casi tan terrorífica como aquella. Recordé un encuentro con un caudillo unos años antes, en Angola, un hombre que reclutaba y masacraba a niños soldados. Ahora, por segunda vez en mi vida, sabía que estaba en presencia del mal. A pesar de mi agotamiento, un nuevo terror se me agarró a la garganta. La conexión estaba cada vez más clara: Ornar Mosry Majeed. El astrario. No podía estar seguro, pero sospechaba que su interés por el instrumento estaba relacionado con los intentos de Sadat de abrir Egipto a Occidente y, posiblemente, con el intento del presidente Carter de negociar la paz en la región. Lo único que sabía era que dejar que el astrario cayese en sus manos sería devastador.

El oficial hizo una inclinación de cabeza de nerviosa deferencia al recién llegado. Empecé a preguntarme si sobreviviría al interrogatorio. Acercando una silla, Mosry se sentó en un rincón de la sala, observando atentamente, con una ligera sonrisa que se esbozaba en sus labios. Era difícil no empezar a chillar.

Una vez más, comenzaron las preguntas, con una nueva agresión.

—¡Contéstame! —gritó el oficial; después, golpeó la mesa con los puños.

—No tengo ni idea de lo que me habla —dije.

—Quizá esto te refresque la memoria —dijo, acercando un expediente; sacó una fotografía en blanco y negro de Hermes y yo en el funeral de Isabella.

—¿Puedo telefonear a la Embajada Británica? —pregunté—. Como ciudadano británico, tengo derechos…

Había olvidado cuántas veces había hecho esa petición; se había convertido en una cadena de palabras a las que me agarraba como a una balsa de salvación, un medio de mantener mi salud mental. Las palabras concretas habían dejado de tener sentido alguno para mí; se habían convertido en un popurrí de sonidos encadenados, al final del cual la salvación parecía hacerme un guiño.

Ignorándome, el interrogador cogió un lápiz corto y grueso y dibujó algo en una hoja de papel que empujó hacia mí.

—¿Reconoce esto?

Era una basta representación de jeroglífico ba.

—Claro, del trabajo de mi mujer. Es el ba, el antiguo espíritu-ave egipcio.

—Un símbolo primitivo de una cultura primitiva… solo Occidente idealiza esos cuentos de hadas. Es también el símbolo de una organización, una organización que es ilegal, Sr. Warnock. ¿Conoce esta organización?

La sala estaba empezando a dar vueltas. No tenía fuerzas para sentir nada más.

—¿Puedo sentarme? —pregunté.

El oficial miró hacia Mosry como si esperara una orden. El otro hombre asintió y el oficial se lanzó hacia mí, como si fuera a pegarme. En el último minuto, dio un puñetazo al aire y yo me desmayé.

Su perfume, un hilillo de almizcle y limón que ascendía en espiral, me llevó a la primera vez que me encontré con ella.

Si abría los ojos, se desvanecería; era un truco de mago, una mancha solar, sombras que saltan sobre un lago. Respiré profundamente, deseando permanecer disfrutando de su presencia con independencia de lo ilusoria que fuese.

Continuaba el cosquilleo en mi cara, pero yo hacía todo lo posible por seguir dormido. Tenía la sensación de que, si me despertaba por completo, el dolor se apoderaría de mis piernas y pies hinchados. Leí en una ocasión un texto sobre un desconsolado neurofisiólogo que elaboró una hipótesis acerca de que la persona muerta seguía existiendo en la forma en que la memoria grababa nuestra experiencia de ella en nuestro cerebro. No un bucle sin fin de imágenes aisladas, sino un discurso real y continuo basado en décadas de observación, de «conocer» a esa persona. ¿Era esto lo que yo estaba haciendo ahora? Me traía sin cuidado. Extendí la mano, unos dedos ciegos que tocaban carne cálida.

—Isabella.

No era una pregunta, sino nombrar a la innombrable. Estaba inclinada sobre mí; sus ojos negros brillaban con aquella expresión irónica tan desgarradoramente familiar; llevaba la misma ropa que había llevado la última tarde antes de la inmersión.

—Isabella.

Como en una respuesta, extendió la mano y tocó la pared de la cárcel en la que se veían grafitis grabados en el yeso con desesperados arañazos. Sus dedos trazaron el tosco dibujo de un pez; después, un toro, y, finalmente, señaló la cabeza de una mujer coronada con serpientes retorcidas.

—El pez, el toro y la Medusa —murmuré, grabándoseme las imágenes en la memoria.

Desperté con una sacudida; todo mi cuerpo era un conjunto de retorcimientos de dolor. En mi campo de visión entró la cara demacrada del guardia mientras hacía repiquetear las llaves sobre mí, indicándome que podía irme.

Cuando me incorporé, me volví hacia la pared de la celda. Los grafitis habían desaparecido.