26

Cuando salí por la puerta de llegadas, vi que el árabe alto desaparecía sin echar la vista atrás; después, me encaminé a las taquillas de consigna que British Airways reservaba para sus pasajeros de primera clase. Estuve dando muchas vueltas a la cuestión de dónde podría esconder el astrario mientras iba al desierto. Después de la incursión en mi piso, ya no estaba muy seguro de que fuera preferible llevarlo conmigo y me preocupaba que pudiera ocurrirle algo mientras estaba en el campo petrolífero. La sala de primera clase estaba vigilada y sabía que era uno de los pocos lugares de Egipto en los que no se podía entrar sobornando a alguien. Tras asegurarme de que el guardarropa estaba vacío, coloqué el astrario en una taquilla, la cerré y después escondí la llave entre la plantilla del zapato y la suela que estaba debajo, un sitio en el que también ocultaba el dinero cuando viajaba por África.

La mañana siguiente, después de un temprano desayuno, alquilé un viejo Honda y fui a Port Said. Cada pocos kilómetros aparecía una señal: Los extranjeros no deben abandonar la carretera. Crucé un puente y saludé al guardia que estaba sentado en un cajón de madera vuelto del revés, con el fusil informalmente atravesado sobre las rodillas. A causa de los posibles conflictos militares, todos los puentes estaban vigilados y estaba prohibido hacerles fotos.

Resultaba difícil imaginar que esta tierra hubiera sido pacífica alguna vez. Sabía que, en la frontera opuesta, en el extremo occidental de Egipto, había habido intercambios de disparos entre tropas libias y egipcias, y que ya habían empezado a producirse choques por tierra y por aire entre los dos países. Sadat estaba de nuevo en guerra.

Mientras tanto, aquí, al otro lado del puente, comenzaba a ver los despojos de los conflictos egipcio-israelíes: emplazamientos de ametralladoras quemados; antiguos carros de combate del ejército, algunos de ellos en posición vertical; los restos de un helicóptero militar medio quemado en la arena, con la Estrella de David todavía visible en el fuselaje. Los trágicos restos de una hostilidad que venía de antiguo yacían amontonados como juguetes que hubieran pertenecido a un niño gigante. Seguí adelante por la carretera del desierto, una única pista polvorienta, dando virajes bruscos para evitar baches y alguna que otra cabra. El motor del coche vibraba como un ciclomotor barato y recé para que no se estropeara, preocupado por la posibilidad de fantasmas, imaginándome el leve resplandor de un soldado sonriendo tímidamente por el borde de la calzada, haciendo autoestop hacia un mundo que ya no existiera.

Puse la radio; inmediatamente, la voz profunda de Elvis inundó el coche: era In the Ghetto, que emitía la radio de una base militar estadounidense en Irak. Seguí conduciendo mientras el cielo del desierto me envolvía. A medida que pasaban los kilómetros me iba tranquilizando y tenía la sensación de que mis recientes experiencias de Londres se evaporaban en el horizonte ondulante y cristalino que se extendía constantemente ante el coche. Mientras viajaba, una tormenta de arena avanzaba tras los neumáticos del Honda, y en el hombre que iba en el asiento del conductor se instalaba la sensación de un yo más fuerte, desembarazado, liberado de los recuerdos. A pesar de todas las irritaciones que provocaba y de todas sus excentricidades, recordaba ahora por qué amaba este país.

El Cessna de cuatro plazas viró a la izquierda, con el ala elevada hacia el sol mientras trazaba una circunferencia sobre la zona que acabábamos de sobrevolar. Yo observaba el horizonte, que pasaba de la horizontal a una diagonal y una emocionante sensación de omnipotencia me inundó, como me ocurría siempre que salía de reconocimiento. Era la euforia de ver la formación completa del paisaje que se extendía abajo, la gloriosa impresión de estar por encima de la humanidad, por encima de millones de años de la historia de la Tierra, como si la interpretación de la topografía de las montañas y de los lechos de los ríos me permitiera ver aquel remoto pasado, así como el futuro lejano. Podía ver cómo se había extendido y encogido el mundo, cómo los océanos se habían comido la costa, cómo se habían movido los mismos continentes, cómo habían grabado su furia los volcanes barriendo las pendientes. Más importante aún, podía ver dónde ocultaba la Tierra sus tesoros en pliegues de esquistos y vetas de carbonatos.

Tras mi llamada telefónica a Mustafá desde Londres, había hablado con la Alexandrian Oil Company y después, con el mismo Ministerio del Petróleo. La licencia de explotación del bloque adjunto, hacia donde parecía extenderse la nueva zona útil, se adjudicaría a compañías petroleras extranjeras amigas, en el contexto de la nueva política económica de Sadat. Pero yo había acordado con el ministro que utilizaríamos parte de nuestro equipamiento y de nuestro personal actuales para echar un vistazo al bloque: todo lo que encontráramos solo podría servir de ayuda en las negociaciones. Decidí no mencionarle demasiado pronto a Johannes el nuevo desarrollo. Después de todo, nada se había confirmado.

Mustafá y yo nos habíamos reunido en el pequeño aeropuerto de Port Said; nos sentamos en la sala de salidas, un hueco glorificado, provisto de un viejo tresillo de vinilo y una polvorienta fotografía de Nasser en uniforme del ejército que colgaba sobre un mostrador vacío, encima del cual daba vueltas un triste ventilador. Habíamos analizado la imagen de la zona tomada por el Landsat que la Alexandrian Oil Company guardaba en sus archivos. Tomada por el satélite de la NASA en 1972, abarcaba la mayor parte de la zona oriental del canal de Suez. La sección que nos interesaba mostraba poco potencial geológico: en las imágenes, aparecía como un área llana de color claro, no mucho más alta que el nivel del mar. Esto significaba que la cresta que estábamos investigando ahora desde el avión era, en realidad, nueva, posiblemente relacionada con el terremoto. Todavía no teníamos los datos para comprenderlo; necesitábamos ir allí para explorarla.

—¡Ahí está! —dijo Mustafá, con dos mapas de vigilancia sobre las rodillas, señalándola desde la ventanilla.

Miré abajo. Las torres de perforación que sobresalían en los campos de Abu Rudeis parecían hechas con un Mecano. La arena decolorada que había alrededor de cada una se extendía como una mancha de tinta. Pero la parte del paisaje que estaba indicando Mustafá era una marca blanca de una cresta que se extendía unos veinte kilómetros directamente debajo de nosotros. Le di al piloto unos toques en el hombro. El horizonte se inclinó de nuevo cuando hizo descender el avión para inspeccionar el terreno más de cerca.

—Mira aquí —dijo Mustafá, siguiendo la formación en el mapa para que yo lo viese.

Observé que el mapa estaba rotulado en hebreo y, sorprendido, le dirigí una mirada interrogativa. Él sonrió.

—Israelí. Lo conseguí en el mercado negro, fechado en 1973. Probablemente militar, pero son las mejores cartas.

La zona de la cresta estaba marcada como llana en el mapa de vigilancia, como lo habían estado en nuestras imágenes satelitales. No había indicios de ningún rasgo externo, del borde de una cuenca o de plataformas de carbonatos enterradas, la clase de condiciones geológicas que indicarían la presencia de un yacimiento oculto de petróleo o de gas. Miré de nuevo por la ventanilla. Ahora que volábamos más bajo, la cresta era claramente visible: por un lado, una pendiente suave; por el otro, con una inclinación de unos tres metros, lo que daba una pista de la subestructura.

—Parece como si Dios hubiese dado de repente una patada en el suelo y la alfombra tuviese una arruga —dijo Mustafá.

—Dicho de forma simpática, pero no exactamente científica —respondí, frunciendo el ceño ante el paisaje que se extendía debajo de nosotros.

Mustafá se echó a reír.

Miré el mapa de nuevo; era la segunda vez que volábamos sobre la formación y sabía que los puntos de referencia eran exactos. En la hoja estaba liso como una tabla, pero, por la ventanilla, el montículo era innegable.

—¿Había habido antes inestabilidades aquí? —pregunté, todavía perplejo. Mustafá me pasó el segundo mapa; en esta ocasión, la rotulación estaba en ruso.

—Este mapa data de finales de la década de 1950, pero puedes ver que está igual que en el mapa de 1973. En este valle no hay nada salvo cabras y escombros. Ahora parece como si la zona útil que acabamos de encontrar —dijo, atravesando el mapa con el dedo hacia Abu Rudeis— se extendiera hasta aquí.

Agarró mi muñeca con repentina excitación.

—¡Oliver, si esto es así, puede ser un descubrimiento enorme!

En el preciso momento en el que vimos la cresta, mi propio sentido del petróleo se disparó: parecía la ilustración de un libro de texto acerca de dónde perforar. Y había algo relacionado con la ligera decoloración de las rocas de la pendiente más distante que había hecho que mi corazón se agitara a tope de adrenalina. Pero había ocultado mi entusiasmo. Confiaba en Mustafá, pero, antes de comprometerme a nada, tenía que saber exactamente qué teníamos delante y con quién más había comentado Mustafá esto. Y, por supuesto, quería los datos. Pero lo principal era que quería patear la cresta.

—Bajemos —dije.

El avión aterrizó en una zona llana de maleza, inmediatamente antes de que se elevase la pendiente hacia la cresta. El terreno era inhóspito y árido, con arbustos retorcidos alrededor de las ocasionales rocas. Mustafá y el piloto descargaron el gravímetro, un instrumento que mide cambios del campo gravitatorio e indica si hay un cambio en la estructura de la corteza, la posibilidad de que se trate de roca madre y, sobre todo, de roca productiva. Llevábamos también un aparato llamado sniffer, que detecta trazas mínimas de hidrocarburos. Si alguna de estas pruebas indicara un posible campo petrolífero, pasaríamos a la sismología, utilizando explosivos para crear imágenes bidimensionales e incluso tridimensionales de los estratos petrolíferos alojados bajo la superficie.

Anduve por la cima de la cresta y me detuve allí para examinar el terreno. Inspiré profundamente y detecté un ligero olor a sal y algo más debajo de él que estaba empezando a creer que podía contener una elusiva traza de petróleo. Pensando en la posibilidad de que viniera de los campos abiertos del oeste, me volví en aquella dirección, comprobando que el viento soplaba desde el Egipto Superior, en la dirección completamente opuesta. Me arrodillé y cogí una pequeña piedra que parecía como si se hubiese desprendido de una roca. La olí; después, la lamí —un truco de geólogo viejo—, buscando el elusivo y débil sabor a almizcle que pudiera indicar que encerraba petróleo. El sabor era prometedor.

Dirigí la mirada hacia la vertiente más agreste de la elevación. Un viejo pastor beduino estaba sentado a la sombra de la cresta, mirando un grupo de escuálidas cabras que pastaban las matas desperdigadas de hierba del desierto. Le grité un saludo antes de bajar hasta donde él estaba.

Salaam alaikum —le dije respetuosamente.

Alaikum salam —replicó, dando unos golpéenos en la roca plana en la que estaba sentado para indicarme que me acercara a él. Le hice una reverencia como saludo y después me senté a su lado. Me ofreció un trozo de tabaco de mascar, que acepté y metí después discretamente en mi bolsillo.

—Amigo, ¿cuánto tiempo hace que trabaja en este terreno?

—Muchos años, muchos años —respondió y movió la mano vagamente hacia el este—. Pero ahora estoy confuso. Estuve aquí hace cuatro lunas llenas y no había nada de esto aquí.

—¿Nada de qué?

—Esto —dijo, toqueteando la roca en la que estábamos sentados; después, indicó la cresta que teníamos a la espalda—. Ha crecido durante la noche, como los hongos.

—¿Hongos en el desierto?

Se echó a reír, una risa que se convirtió en una tos seca que acabó con un escupitajo manchado de tabaco que cayó en la arena.

—Hay muchas cosas que no puedo explicar: estrellas que son más viejas que la luz, el cambio de actitud de una mujer, los sueños del presidente Sadat; sin embargo, las creo porque las veo con mis propios ojos. Puede que sea brujería, pero ahí están: es la voluntad de Dios y así lo creo —concluyó; sonrió de nuevo, sacó un colgante contra el mal de ojo que llevaba colgado alrededor del cuello y se lo llevó a la frente.

Un objeto oscuro que había en el suelo me llamó la atención.

Lo recogí y lo olfateé. Su olor era acre e intenso; un terrón de petróleo alquitranado, filtrado a la superficie y probablemente sacado por el terremoto y deteriorándose ya al aire y al sol.

Una palpitante sensación de excitación ascendió hasta mi garganta. Ocultando mi emoción, me guardé el terrón en el bolsillo.

Me levanté y seguí un estrato de arena oscura que acababa en una pequeña grieta. Un arbusto muerto salía de ella. Me arrodillé y examiné la base del arbusto; alrededor de la misma había huelas de garras de aves, grabadas en lo que parecía barro. Las aves de presa no eran raras en el desierto, ¿pero el barro? Hacía años que no llovía en esta región.

—¡Oliver!

La voz de Mustafá me sorprendió; apareció sobre la cresta, con una hoja de papel en la mano.

—¡La geofísica parece muy buena! Estamos cerca, ¡lo sé! Cuando subía la pendiente hacia él, el beduino me agarró el brazo.

—Esto es obra de Dios. No se puede saquear sin consecuencias, unas consecuencias que nos afectarán a todos. No olvides que solo eres un hombre, amigo. Alá es más poderoso.

De vuelta al campo petrolífero, me acerqué a la torre de perforación que había ayudado a montar unos meses antes. La habían desplazado un kilómetro al sudoeste y estaba perforando en el mismo yacimiento que habíamos abierto con el pozo original, que ahora producía más de quince mil barriles diarios. El lodo y el petróleo rugían por la torre y parecía claro que el nuevo pozo iba a ser tan productivo como el primero.

Cerca, las cribas de lodos —grandes cedazos— echaban vapor mientras los lodos calientes del subsuelo salían rizados del tubo de la torre de perforación como las entrañas de una bestia subterránea. Las cribas de lodos cernían y agitaban los lodos de los detritus, después de lo cual los depositaban en las balsas de lodos, llenando el aire del olor bruto del petróleo y la tierra acre. Saludé con la mano al supervisor de lodos, que estaba sobre el pozo lleno de detritus sólidos de la perforación; después, alejé a Mustafá del rugido del generador.

—Este nuevo campo potencial, ¿está en la tierra arrendada por el IPEC?

—Naturalmente.

—¿Y no has hablado de ello con Johannes?

—Yo trabajo para ti, Oliver, no para Du Voor, ya lo sabes.

Asentí; después, horrorizado por mi repentina avaricia, miré hacia el horizonte. Pasaba un camión, transportando secciones de torre que se utilizarían para terminar el pozo actual.

La visión me tranquilizó. Esto era la industria, el comercio, los grandes engranajes del progreso. Este era un terreno que conocía y del que me fiaba.

Me volví a Mustafá.

—Vamos a recorrer algunas líneas sísmicas, a ver qué dicen, antes de contárselo a nadie. Creo que será más prudente.

—Amigo mío, estoy de acuerdo.

Mustafá me tendió la mano y nos las estrechamos: un pacto sellado.

Sin embargo, mientras me alejaba, me dio la sensación de que la advertencia de Enrico Silvio acerca de que el astrario ofrecía una especie de contrato fáustico se reflejaba bajo el zumbido del pozo de petróleo. Con independencia de lo que tratara de racionalizar, no podía alejar de mí el inquietante pensamiento de que quizá el terremoto hubiese sido de alguna manera el resultado del descubrimiento del astrario, la liberación de alguna especie de fuerza inexplicable que atravesara el tiempo y el espacio. Y me estaba resultando difícil ignorar la coincidencia de que la llamada de Mustafá sobre el descubrimiento me llegara muy poco después de que yo hubiera retado al astrario. Si Moisés lo había utilizado realmente para dividir el mar Rojo, si estaba relacionado de alguna manera con el maremoto que destruyó la isla ptolemaica de Antirodos, frente a la costa de Alejandría, si el astrario tuviera realmente esa clase de poder, ¿cuáles serían las consecuencias de fijar el dial en mi propia fecha de nacimiento?