25

Las habitaciones de los buenos hoteles tienen una insonorización de una calidad que ahora ansiaba: el lujo sellado de un refugio anónimo que no conllevara nada, ni asociaciones con el pasado ni recuerdos, sino solo la comodidad de ser uno de los muchos que duermen entre sus cuatro paredes, seguro en la promiscuidad de transición. Es el útero que buscan los hombres como yo, el lugar al que sabemos que podemos volver con seguridad durante nuestros viajes. Había descubierto un pequeño y discreto hotel, escondido a la espalda de Mayfair. Me registré con un nombre falso, pero parecía haber pocos huéspedes y la mayoría de ellos no eran ingleses.

Atravesé la habitación del hotel en el que me había registrado, marcando mi territorio con pasos cortos: el escritorio y el sillón Luis XVI, las cortinas de seda doradas y azules, la cama con dosel; después, fui directamente al cuarto de baño y me metí en la bañera.

Los azulejos de mármol blanco céreo me devolvieron al depósito y al cadáver de Barry Douglas tendido sobre la mesa.

Al australiano le hubiese encantado la ironía de poner el astrario indicando mi fecha de nacimiento. Podía oír su voz engatusándome para que admitiese que, quizá, al final, se estaban viniendo abajo mi escepticismo y mi profunda creencia en el racionalismo científico. El instrumento todavía no había fijado ninguna fecha de muerte, por lo que podría acabar lamentando mi precipitado impulso.

—Ya veremos si ese puto trasto tiene algún poder sobre mi vida —dije en voz alta, respondiendo al sonriente fantasma de Barry.

Después del baño, llamé para reservar el vuelo de regreso a Egipto. Allí sentado, en aquel silencio hermético, me sorprendió que solo unas horas antes Gareth todavía estuviera en coma. Tenía la sensación de que la mañana se había alejado como si, desde entonces, hubiesen pasado meses en vez de horas.

Envuelto en un albornoz, me senté ante el pequeño escritorio que servía también de tocador. Las cortinas todavía estaban abiertas; abajo, los coches pasaban por Mayfair. La noche estaba viva. La delgada luna se acurrucaba en el cielo negro de un modo tan delicado como si fuese un fragmento de porcelana, inmutable, eterno. Miré afuera, pensando en Isabella, en Gareth, en las personas que amaba en mi vida, ideando una estrategia que me permitiera recuperar el control de los acontecimientos.

No solo me aterrorizaba el descuido de Gareth, sino también su vulnerabilidad. Su juventud le daba esa sensación ilusoria de que la vida se prolonga para siempre, que uno nunca tiene que responsabilizarse de sus propias acciones. Conocía bien la ilusión: era como había vivido durante mis primeros veinte años, falible en mi espontaneidad, culpable en mis impulsos. Gareth había sobrevivido, pero, ¿cómo viviría ahora?

¿Y qué decir de Isabella, que había vivido mucho más intensamente que yo, a pesar de todas mis aventuras? Su pasión y su vivacidad habían abierto a veces un abismo entre nosotros. ¿Acaso era mi rasgo innato de dar un paso atrás y observar, en vez de estar plenamente presente en una situación, lo que había forzado esta separación final, fatal? No lo sabía. Quizá me estuviese dejando atrapar por una obsesión creciente con el astrario como un modo de deshacer errores pasados; una intentona inconsciente de recuperarla. ¿Pensaba que, resolviendo el enigma del astrario, podría dejar reposar todos estos razonamientos irresueltos, dejarla descansar?

Al cerrar las cortinas, dejé fuera la ciudad y la luna, ahora en brillante tintineo.

Unas horas más tarde, todavía estaba despierto, tirado en la cama y mirando al techo. Miré el reloj de la mesilla; mostraba ya las seis de la mañana. En Egipto, serían las siete y sabía que Mustafá ya llevaría en el campo petrolífero una hora más o menos. Decidí distraerme comprobando los progresos del pozo. Le llamé a su teléfono de campaña. La línea no era buena, pero, de fondo, podía oír el ruido sordo de la broca. El sonido me transportó y, de repente, me encontré echando de menos la realidad del campo: la actividad frenética, los olores acres, los gritos y los sonidos, el mundo físico que yo conocía.

—Mustafá, soy Oliver. ¿Cómo va eso?

—¡Oliver! ¡Fantástico! Eres el hombre con el que llevo días tratando de ponerme en contacto. Du Voor me dijo que habías pasado a la clandestinidad…

—Es complicado. ¿Cómo va la perforación?

—Espera. Buscaré un sitio desde el que hablar con privacidad.

Los gritos de los trabajadores se apagaban a medida que se alejaba del campo. Un minuto después, estaba de nuevo al teléfono.

—Oliver, tengo muy buenas noticias. Hemos encontrado arenisca petrolífera y ni siquiera hemos alcanzado el objetivo principal. Pero hay más: por los datos sísmicos, parece que se han producido movimientos subsuperficiales importantes y nada coincide. Tienes que volver al Sinaí, Oliver. Creo que tendríamos que registrar otro par de líneas sísmicas.

Su entusiasmo hacía que las palabras tropezaran unas en otras.

—Mustafá, tranquilízate; estas podrían ser malas noticias, no buenas.

—No creo que sean malas. Tenemos al menos sesenta metros de petróleo útil y creo que esta nueva estructura podría extenderse mucho hacia el este, adentrándose mucho en el bloque nuevo. Desde el helicóptero, me pareció que…

—Espera, las formaciones de terreno no aparecen de la noche a la mañana.

Bostecé; me dolía la mandíbula y tenía el globo pulsante de un dolor de cabeza sobre un ojo.

—Por supuesto, pero está el terremoto de hace unas semanas.

—¿Alrededor del catorce de mayo?

—Eso es; ¿cómo lo sabes?

—Fartime me lo dijo… fue el mismo temblor que mató a mi mujer. Pero no me había dado cuenta de que la línea de falla se extendiera tanto. ¿El pozo y el campo originales se han controlado definitivamente?

—No hay fugas… no parece que esté afectado. Pero es este nuevo depósito rocoso tan prometedor… ha aparecido una trampa, es como si estuviese alterada la misma sub estructura. Incluso desde el aire parece diferente; pueden verse indicios del corte. Debe de haber sido una línea de falla delgada que viene desde Alejandría.

Por regla general, Mustafá pecaba de cauto. Nunca le había oído tan animado.

—Muy bien, adelantaré mi vuelo —dije—. Estaré en Port Said en un par de días.

—Muchas gracias, Oliver. No lo lamentarás, lo sé. Insa Al-lá.

Cuando colgué el teléfono, vi el contorno del astrario, reluciente en el brillo eléctrico del despertador.

Mi maleta estaba en el rincón de la habitación del hotel; contenía un par de pantalones vaqueros, un traje y una antigua cazadora vaquera. Compraría todo lo demás que me hiciese falta en El Cairo. Quince minutos después, tenía una plaza en el vuelo de la tarde a Egipto.

Huir. Pero huir, ¿para qué?

Las canciones de Gareth, bailando sobre el embate del bajo, competían con el monótono comentario de un partido de fútbol en la televisión que estaba sobre la cama. La canción terminaba en una nota prolongada que barría la habitación del hospital como la luz. Mi hermano, con buen color y comparativamente sano, apagó el magnetófono.

—En el concierto de The Vue había un agente; nos pidió que entráramos… Stiff Records, podría conducirnos a algo, ya sabes —se derrumbó sobre las almohadas.

—Eso está muy bien, Gareth. El grupo se merece un descanso.

—Saldré de aquí mañana… estaban terminando las últimas pruebas de mis funciones renal y hepática. Todo parece que está muy bien, teniendo en cuenta que, hace dos días, estaba muerto.

—No exactamente muerto. En coma.

Headbanging en el Cielo. Y gracias por pasarme a una habitación privada. Me siento como un auténtico pijo.

—Es lo menos que podía hacer.

En la televisión, el estadio rugió cuando marcó el Carlisle United. Ambos nos giramos para mirar. Conocía el estadio de mi infancia: el cercado de madera, la antigua cartelera que circundaba el terreno de juego, los duros hombres del norte rugiendo de pie.

—Papá estará contento —murmuré.

—¿Contento? Estará colgando fuera la condenada bandera. Entre nosotros había otra sintonía: el tranquilo e indefinido placer de estar en familia.

Después, Gareth habló:

—Gracias por no decirle…

Con la cara todavía vuelta hacia la televisión, extendí el brazo y le cogí la mano. Nos sentamos allí a ver el fútbol, con las manos enlazadas.

—No trataba de matarme.

Gareth apartó la mano; era un hombre otra vez.

—Ya lo sé.

—No volverá a ocurrir. Te lo prometo.

—También lo sé —le dije y busqué su mirada—. Pero esta es una oportunidad para desengancharte de verdad —me atreví a decir.

Para consternación mía, volvió a hundirse en una hosca postura defensiva.

—¡Coño! He cometido un error, eso es todo. No he tenido ningún problema. Voy a tener un puto gran éxito, ya lo verás.

—Prométeme que no volverás a hacer ninguna tontería. Permaneció en silencio.

Me levanté y cogí mi bolsa de noche, con el astrario, cuidadosamente empaquetado, dentro. Gareth levantó la vista.

—No te quedes mucho tiempo allí esta vez, ¿lo harás?

—No planeo quedarme mucho tiempo. Y recuerda, si llamas a la oficina, pueden encontrarme con bastante facilidad.

Me incliné hacia él, decidido a abrazarlo, por incómodo que resultara el gesto. Cuando lo hice, vi un bloc de dibujo en la mesilla, abierto por un boceto a lápiz del rostro de una mujer. Me parecía conocido. Lo levanté para examinarlo: Banafrit. La reconocí por las fotografías de la tesis de Amelia Lynhurst y, más inquietante, por la sombra que el astrario había proyectado aquella noche en Egipto. Los ojos profundos, los párpados pesados y la boca eran inconfundibles.

—¿Quién es? —pregunté.

—No lo sé. La tenía en la cabeza cuando salí del coma. Zoë insistió en que la dibujara. Era como si me hubiera visitado. Un rostro como ese puede llevar a un hombre al crimen.

Gareth miró el dibujo, pensativo. Después, cambió de tema tan rápidamente que apenas tuve tiempo de reaccionar.

—Yo tenía razón con respecto al astrario, ¿no, Oliver?

Cerré la puerta y me senté de nuevo.

—Escucha, si alguien se presenta haciendo preguntas, tú no sabes nada y nunca trabajaste con Isabella, ¿entendido?

—¿Tienes problemas?

—Alguien irrumpió en el piso… destrozaron todo.

—Ella lo encontró, ¿verdad, Oliver?

Apenas moví la cabeza, asintiendo.

—¡Dios! ¿Sabes lo asombroso que es?

—Por favor, Gareth, esto es muy serio. Hay gente que lo quiere, gente peligrosa. Quiero que olvides incluso que hemos tenido esta conversación.

—Ya está olvidada, pero, ¿qué haces regresando a Egipto? ¿No correrás más peligro allí?

—Tengo asuntos que atender y le hice una promesa a Isabella.

Empecé a dirigirme a la puerta.

—Una última cosa —dijo Gareth.

Yo me di la vuelta.

—No harás ninguna estupidez, como dejar que te maten, ¿lo prometes?

—Lo prometo.

Una hora después de despegar el vuelo de British Airways, ya se veía el Mediterráneo allá abajo, con la sombra del avión rizándose sobre las olas azules. Eché un vistazo a mi ejemplar del New York Times: noticias de la banda anarquista alemana Baader-Meinhoff, y la caída de la Junta chilena el año anterior y el horror del nuevo régimen de las «desapariciones» de miles de jóvenes parecían llenar las páginas en un deprimente torbellino de fatalismo.

Tal cantidad de acontecimientos en el año me hacían sentir como si estuviera llegando a su fin una era. Quizá solo fuera que el optimismo ingenuo de mi generación fuera ya historia, sustituido por el escepticismo y la conciencia cada vez mayor de un vacío moral. Las personas más jóvenes que yo, los compañeros de Isabella, estaban furiosos y comprensiblemente desencantados. ¿Dónde me situaba yo en todo esto ahora?

Mientras miraba hacia El Cairo cuando atravesábamos el delta del Nilo, caí en la cuenta de que yo también había empezado a cambiar. No me gustaba pensar demasiado en las verdaderas razones por las que había señalado en el astrario mi fecha de nacimiento; no era solo que el newtoniano que hay en mí retara al mecanismo, sino también un deseo perverso de descubrir si Isabella pudo haber tenido la posibilidad de salvarse. Al menos, regresando a Egipto, tenía la oportunidad de resolver el enigma del astrario y dejar descansar a Isabella.

No podía soportarla idea, con independencia de lo supersticiosa que pareciera a un incrédulo como yo mismo, de que pudiera quedar atrapada en una especie de purgatorio.

Levanté la vista hacia el portaequipajes. El astrario estaba a salvo, guardado allí. En la puerta de salida, manifesté a la aerolínea que llevaba un aparato geológico. Desconfiados al principio, me autorizaron a pasar cuando les mostré mi billete de primera clase. Eché un vistazo al interior del avión. Tres filas delante de mí, vi a un hombre alto, de aspecto distinguido y de apariencia árabe que me miraba. En cuanto se dio cuenta de que le estaba mirando, volvió la cara al frente. Lo vi por primera vez cuando despegábamos de Heathrow. ¿Me habían estado siguiendo en Londres y ahora lo harían en Alejandría?

¿Hasta dónde llegaban los tentáculos del príncipe Majeed y, quizá, los de Hugh Wollington? Miré el avión, torturándome con los peores escenarios posibles, mientras sentía unas sacudidas en mi asiento a causa de una repentina turbulencia cuando el aparato empezó a descender. Sin previo aviso, cayó, estabilizándose a continuación. La azafata tropezó, sujetándose al respaldo de mi asiento. Miré por la ventanilla: El Cairo estaba allí abajo, un milagro de rascacielos y arenisca. No había una sola nube en el cielo.

—¿Turbulencia en aire claro? —preguntó un pasajero que iba a mi lado a la azafata—. Yo también vuelo, pero, por regla general, en Cessnas.

Tras comprobar que otros pasajeros no estuvieran escuchando, la azafata se inclinó hacia él. Yo hice un esfuerzo para escuchar.

—Confidencialmente, parece que hay algunos problemas con los instrumentos. Algo no funciona correctamente en el piloto automático; empezó al despegar y no se ha corregido. Por eso estamos aterrizando a la vieja usanza. Pero no se preocupe, el comandante es un excelente piloto… lo fue de la fuerza aérea, el mejor.

Miré de nuevo el portaequipajes, imaginando que podía oír los imanes en rotación. ¿Acaso las características magnéticas del astrario podían estar afectando los instrumentos de navegación del avión?

El aparato se bamboleó de nuevo, la señal de abrocharse los cinturones se encendió y me incliné hacia la ventanilla.

Cuando pasamos sobre Guiza, aparecieron las tres pirámides. En silenciosa comunión, eran un monumental testimonio del intento de la humanidad por conquistarla irrevocabilidad de la muerte. Diez minutos después, el avión hizo una suave aproximación final y, con el estremecimiento habitual, las ruedas entraron en contacto con la pista.