Cuando giré para entrar en mi calle, vi un coche de policía y una ambulancia. Reduje la velocidad, sin estar muy seguro de si debía continuar o no. La mujer de Raj, Aisa, estaba de pie, en la puerta, hablando con una policía que tomaba nota diligentemente en un bloc. Pude ver a Raj, sentado en la parte trasera de la ambulancia mientras un sanitario le vendaba un brazo. Bajé rápidamente del coche.
Aisa, llorosa y pálida, corrió hacia mí en cuanto salí del coche.
—Oliver, ha ocurrido algo terrible. ¡Unos ladrones y gente de mal vivir han allanado tu piso! ¡Mi Raj ha sido un héroe!
—No he sido ningún héroe —gritó Raj desde la ambulancia—. Solo me comporté como lo haría cualquier buen ciudadano. Pero, Oliver, ¡lo que han hecho es terrible!
—¿Qué ha pasado?
Antes de que Raj pudiera responder, un detective se me acercó.
—¿Sr. Warnock?
La puerta de mi apartamento estaba entornada, varios libros y la funda de una cámara estaban tirados entre la puerta y el marco. Incluso desde donde yo estaba podía ver la medida de los destrozos. Titubeé en la puerta; me inundaba la sensación de haber sido violado.
—Señor, creemos que el allanamiento se produjo en torno a las diez de la mañana. Ha sido un trabajo profesional: no hay huellas y se han preocupado de registrar la vivienda de forma eficiente aunque despiadada.
El detective, de treinta y muchos años, se mostraba fríamente profesional pero el tono conciliador de su voz me pareció irritante desde el primer momento. Pasamos por encima de una fotografía destrozada: Isabella con su vestido de boda, fuera del marco, cuyo cristal estaba roto.
—Lo siento, señor —dijo, recogiendo la foto—. Su esposa falleció hace poco, ¿no?
—Se ahogó en un accidente de submarinismo, hace seis semanas, en Egipto.
—Ha debido de ser difícil para usted. Y ahora esto, ¿y usted solo ha vuelto al país… unos días?
—En torno a una semana —respondí, y yo mismo tuve la sensación de estar a la defensiva.
Entramos en el salón. Las cortinas habían sido arrancadas de las ventanas, varias almohadas estaban por el suelo, deshechas, y habían rajado la tapicería del sofá, dejando que el relleno blanco sobresaliera obscenamente. Habían tirado los libros de los estantes; también habían tirado al suelo un reloj antiguo —lo único que había heredado de mi abuelo— y su fondo de madera lo habían arrancado de la caja. La invasión de la privacidad era nauseabunda. Me sentía como si me hubiesen violado.
—Creemos que hubo más de un intruso. Fue un trabajo muy completo. Su vecino —se interrumpió para mirar su bloc de notas—… el Sr. Raj Ahuja trató de impedir que escapara el segundo hombre por la valla de atrás. Le golpearon violentamente en el brazo. Según el Sr. Ahuja, el ladrón blandía una pequeña pistola con silenciador. El Sr. Ahuja cree que reconoció el arma por una película de James Bond.
El detective sonrió, condescendiente, y prosiguió:
—Es interesante el hecho de que llevaran silenciador.
Sugiere que los intrusos tenían pensado algo más que robar —dijo, mirándome directamente—. Lo raro es que, aunque hayan robado alguna cosa, dejaron un montón de objetos de evidente valor, como su telescopio, allí —un objeto interesante, sin duda, el telescopio—, sus gemelos de oro, en la cómoda, y el televisor. Parece que buscaban algo en concreto. ¿Tiene alguna idea de lo que pueda ser?
Instintivamente, moví el hombro, de manera que la bolsa que contenía el astrario se deslizara más a mi espalda. Miré directamente a la cara del policía de paisano.
—No tengo ni la menor idea. Ni siquiera tengo una caja de seguridad en el piso.
—Ya veo. Su vecino nos dijo que trabaja en una empresa petrolera. ¿Podrían ir buscando algo de importancia corporativa, información de alguna clase?
—Todas las cosas de ese tipo: informes de prospecciones, mapas y demás, se guardan en las oficinas de mi empresa.
Como le digo, aquí no hay nada de gran valor, salvo el sentimental.
—Señor, sé que es una posibilidad angustiante, pero, ¿hay alguna razón por la que alguien quisiera hacerle daño? —preguntó el detective, bajando la voz, como si fuese una pregunta de mala educación.
Me daba la sensación de que la pregunta por quién no quisiera hacerme daño sería más pertinente. Tuve que reprimir el impulso de tocar la bolsa que colgaba a mi espalda para asegurarme de que el astrario estaba a buen recaudo.
—Ninguna en absoluto —dije, manteniendo la mirada fija y directa.
—Entonces, es un auténtico misterio —dijo, estudiando mi expresión.
—Desde luego.
Su mirada volvió a dirigirse a la fotografía.
—Una mujer atractiva, su esposa. Debe de echarla mucho de menos.
El equipo de la policía se marchó una hora después. Volqué un cajón de madera y me senté en él, en el centro de la sala de estar y miré las paredes arañadas, los pósteres arrancados, las cortinas y cojines rotos y traté de imaginarme la irritación de los intrusos cuando se dieron cuenta de que el astrario no estaba allí; ¡qué furiosos debieron de ponerse para destruir sin miramientos los objetos que les rodeaban y arriesgarse a que los atraparan! En cierto sentido, el allanamiento me pareció oportuno, como si hubiesen acabado a propósito con esta parte de mi vida, andándola firmemente en el tiempo pasado.
Alguien llamó a la puerta. Aparté de una patada un libro roto y una almohada para abrir. Los gemelos me miraban fijamente.
—Tenemos cierta información para usted —declaró Stanley en un susurro mientras Alfred estaba atento al vestíbulo vacío que tenían detrás, como si buscara espías.
—Información privada —añadió Alfred, antes de deslizarse bajo mi brazo y entrar en el piso.
Se sentaron al borde del destrozado sofá, balanceando las piernas. Alfred, con los ojos como platos, no podía dejar de mirar los muebles rotos, apilados ahora sobre la pared.
—Mamá ha dicho que a Isabella se la llevaron los ángeles —dijo gravemente.
—Bajo el agua —añadió su hermano, sin poder ocultar la sospecha en su voz—, pero no hay ángeles debajo del agua.
—Sirenas, entonces —dijo Alfred, esperanzado.
Stanley resopló.
—Alfred se lo cree todo. Yo sé más.
—Nosotros queríamos mucho a Issy… ella misma era un ángel.
—¡Cállate, Alfred! —dijo Stanley, y se volvió hacia mí con la espalda encorvada—. Esta información le costará —anunció.
—¿Sobre qué es esa información? —pregunté, sin saber muy bien por qué estaba tomando tan en serio a un par de críos de ocho años.
Los ojos de Stanley se abrieron como platos y su voz se redujo a un graznido.
—Nosotros los vimos, ¿no es así, Alf?
—Sí, pero no te lo vamos a decir hasta que no nos pagues nuestro precio —añadió Alfred, golpeando con los pies el sofá, triunfalmente asertivo.
—¿Y cuál es vuestro precio? —pregunté.
—Queremos algo de ella —dijo Alfred, señalando la fotografía rajada de la boda—, para poder recordarla.
—Hecho —dije—. Ahora, contadme lo que visteis.
—Eran dos —dijo Stanley—. Unos tipos grandes con unas cabezotas feas. Los vimos saltando la tapia y pasando por delante de la ventana de nuestro dormitorio, ¿no es así, Alf?
—Y vimos el coche en el que se largaron —añadió Alfred. Después, le dio un codazo a su hermano, entusiasmado.
—Y el hombre que conducía, era el más feo de todos.
—Sí, tenía esas cosas divertidas que bajaban por el lado de su cabeza… como orugas.
—Unas feas orugas rojas que bajaban de arriba abajo —concluyó Stanley amablemente.
Los gemelos se marcharon; Alfred llevaba una fotografía de Isabella. De nuevo solo, me deslicé sobre la pared y me senté en el suelo. Si pensaba en ello, era un milagro que Hugh Wollington y su gente no hubiesen irrumpido antes en el piso. Traté de convencerme de que estaba siendo un tanto paranoide cuando tenía la sensación de que me estaban dando caza despacio, sistemáticamente, como si mis perseguidores fuesen siempre un paso por delante de mí. ¿Qué quería conseguir Wollington con el astrario, fama? Decir que había descubierto el astrario le daría fama internacional de la noche a la mañana. Era una motivación verosímil, pero me preocupaba más la conexión con Majeed que habían mencionado tanto Wollington como Silvio. ¿Era posible que esto tuviese alguna relación con la cara siniestra que yo había visto junto a Ornar? Sentí como si ahora estuviese cayendo realmente en la paranoia, la sensación de sentirme aplastado entre dos facciones absolutamente arrolladoras.
Miré a mi alrededor. La estancia era un maremágnum de desechos. Posiblemente no pudiera pasar aquí la noche. Me acerqué la mochila y saqué el astrario; al menos, lo había conservado aceptablemente bien. Lo dejé en el suelo mientras recogía algo de ropa para meterla en la mochila, debajo de él.
Mientras revisaba el caos, oí un ruido sordo. Me di la vuelta. Un encendedor metálico se había pegado al astrario. Lo despegué, volviendo a dejarlo en el suelo, a cierta distancia del mecanismo y vi cómo se deslizaba por la alfombra de nuevo hasta la pared del instrumento. El astrario había quedado imantado.
¿Qué podía haber activado el cambio, el giro de la llave tras miles de años? Traté de aplicar la lógica científica al problema. Aquellas curiosas aleaciones… ¿habría alguna forma de analizar sus componentes sin dañar el instrumento? Me planteé la cuestión de este modo y eso, retorciéndome el cerebro. El lío de información parecía imitar el tumulto que me rodeaba, desconcertante, desorientador y abrumador. Ya no sabía en qué creía. ¿La recuperación de Gareth había sido una simple coincidencia? ¿Isabella había muerto en vano?
Súbitamente, mirando el instrumento, perdí los estribos, dejándome dominar por el agotamiento y el miedo.
—¡Condenado trasto! ¡Si tienes alguna clase de poder, muéstramelo! ¡Haz lo que te dé la gana, puto trasto de lata vieja!
Temblando de frustración, fijé los diales de acuerdo con mi propia fecha de nacimiento, agarré la llave y la giré. De nuevo, los imanes empezaron a dar vueltas y los piñones hacían clic con cada diente de bronce, mientras atravesaba siglos. Una parte de mí estaba aterrorizada, esperando que apareciera la aguja de la muerte; la otra retaba a la máquina a que me desafiara.
La aguja de la muerte no apareció.
—Tal como yo pensaba, ¡un glorificado juguete de cuerda!
Como en respuesta, una corta ráfaga de clics sonó en el mecanismo. Reprimiendo el impulso de darle una patada, empecé a buscar el teléfono en cambio. Lo encontré, al final, bajo el sofá, al lado de un montón de piezas de ajedrez de madera rotas. Para mi sorpresa, todavía funcionaba.
—¿Oiga? Sí, necesito reservar una habitación para esta noche.
Caía la tarde y el cielo tenía un suave color azul; el calor del día ascendía desde el asfalto. Había pasado la hora punta y las calles estaban tranquilas, aunque había gente por todas partes, disfrutando del crepúsculo veraniego. Pensé fugazmente que había visto la característica figura de Hugh Wollington entre un grupo de turistas. Mis manos se agarraron al volante mientras viraba y, en ese momento, el hombre se dio la vuelta por completo hacia el coche. No era Wollington. Preocupado, miré por el retrovisor: no había nadie detrás de mí. De todos modos, aceleré.
Mientras pasaba Green Park, algo chocó con el parabrisas. Viré bruscamente, llevé el coche hasta el bordillo y paré el coche. Temblando, me quedé sentado, con las manos todavía en el volante. El cristal se había fragmentado, transformando el horizonte en mil piezas de un rompecabezas chino. La sangre caía por el cristal en perezosas gotas.
Envolví el puño en un pañuelo e hice un agujero en el cristal destrozado para poder ver por el hueco. El sonido del canto vespertino de los pájaros llenaba el coche. Salí y empecé a buscar lo que había chocado con el parabrisas. Unos metros más abajo, en la calzada, encontré un gavilán, con las alas abiertas y la cabeza colgando del cuello partido.
Impresionado, me arrodillé y busqué la cinta alrededor de su pata. La única forma de que un gavilán pudiera estar volando por los cielos de Londres era que perteneciera a algún halconero excéntrico que estuviera practicando desde la seguridad de un parque cercano. De niño, a veces, encontraba los cadáveres de estas aves en los Fens de Cumbria. Pero no había ninguna cinta. Tenía en la mano la fláccida garra negra de la criatura.
A mi alrededor, el cielo cambiaba imperceptiblemente, como un prisma de cristal que acabaran de mover, y me pregunté si no estaría soñando aún.