Era tarde, pero la enfermera de noche se apiadó de mí y me permitió entrar en la habitación siempre que no me fuera a ninguna otra zona del hospital. Me senté al lado de la cama, observando los ángulos oscurecidos de la cara de Gareth a la tenue luz nocturna. En su inconsciencia, la suavidad de la infancia eclipsaba la angulosidad de la edad. Estuve sentado al lado de su cuerpo delgado e inmóvil durante más de una hora. El astrario, metido en la mochila, estaba en el suelo, a mi lado.
La respiración de Gareth reverberaba en la habitación como un mar distante que rompiera en una orilla invisible. Mi mente vagó por las últimas semanas y se fijó en Isabella, aquella última noche: el rostro inclinado sobre su investigación, su expresión de aprensión. Su frenética búsqueda de un modo de engañar a la muerte. Me agaché y llevé la mano a la mochila; entre mis dedos sentía el contorno del astrario.
Pensé en la promesa que le había hecho a mi padre. Si Gareth moría, les habría fallado tanto a mi padre como a mi hermano, del mismo modo que le fallé a Isabella. ¿Acaso era intrínsecamente incapaz de proteger a las personas a las que amaba? Pasaban los minutos mientras estaba allí sentado, atenazado por el miedo y la culpa, con el instrumento a mis pies.
De repente, algo me puso los pelos de punta. Tuve la repentina e inquietante sensación de estar siendo observado. Levanté la vista hacia la ventana de cristal esmerilado que había en la puerta de la habitación y vi la silueta borrosa de un hombre corpulento. Aterrorizado, vi cómo se movía aquella mole y se volvía después a la izquierda y a la derecha. De un salto, atravesé la habitación, me detuve y di la vuelta para dar un puntapié a la mochila, metiéndola debajo de la cama. Cuando abrí la puerta, el pasillo estaba vacío. La enfermera de noche, de cara larga y fina, pálida a la tenue luz, salió del cuarto interior del control.
—¿Se encuentra bien, Sr. Warnock? —dijo, con su atiplada voz escocesa que, por un momento, imaginé que sonaba un poco falsa.
—¿Ha visto a alguien hace un momento, ahí mismo, frente a la puerta?
La enfermera de noche sonrió, condescendiente.
—Ni un alma. Es el peligro del turno de noche, Sr. Warnock; la imaginación está siempre un poco hiperactiva.
Eché un vistazo al pasillo de color verde manzana; no había más que un par de carritos vacíos y una silla de ruedas abandonada. Quizá me estuviese imaginando cosas, pero la figura me había parecido muy real y mi sensación de estar siendo observado persistía. Regresé a la habitación.
Incapaz de seguir soportando el sonido de la respiración regular de Gareth, engañosa cuando parecía estar tan lejos de la vida, recogí la mochila, me retiré a la sala de espera y me senté a la tenue luz que había, apenas consciente del parpadeo del televisor que estaba en la pared opuesta.
Una voz de la televisión mencionó Egipto y levanté la vista. En aquella época, era raro que el país no apareciera en los noticiarios, pero me alegré de aquella distracción. Era un programa nocturno de actualidad a cargo del presentador izquierdista Robin Day, un hombre que me recordaba siempre a los socialistas de salón que conocí de estudiante, fastidiosos con sus profecías de clase media. Con el volumen anulado, parecía que el debate estaba en pleno furor, con muchos gestos. Para asombro mío, reconocí a Rachel Stern sentada en el extremo del panel. Elevé el volumen; los cuatro tertulianos discutían sobre la situación en Oriente Medio, en un debate que parecía girar en torno a la guerra del Yom Kippur de 1973 y su impacto en las relaciones egipcio-israelíes. Reconocí al embajador de Egipto; parecía que los otros dos tertulianos eran profesores universitarios. Después, habló Rachel Stern:
—La situación permite cierta esperanza; el presidente Sadat está dialogando, creo.
La familiaridad de su voz llenó la sala de espera. Tuve la fugaz impresión de que mi vida estaba plegándose sobre sí misma: juventud y adultez chocaban entre sí, como si el tiempo ya no importara.
Intervino Robin Day:
—Sadat está hablando de un modo que parece encaminado a apaciguar a Estados Unidos. ¿Creen que puede llegarse a un tratado de paz con Israel?
—Creo que, en los dos meses próximos, se darán algunos pasos, completamente inesperados, hacia ese objetivo —dijo Rachel. Irradiaba una crispada inteligencia—. Recuerden que Sadat quiere introducir Egipto en el mundo del mercado.
Quiere comercio y estabilidad. En los últimos doce meses, ha habido disturbios a causa del hambre y hay presiones internas derivadas del paso del socialismo de Nasser a las políticas económicas de Sadat; no ha sido una transición fácil. Otro elemento con el que hay que contar es que el presidente Carter quiere dejar su huella en Oriente Medio y Sadat está por la labor. Por supuesto, en el escenario, hay factores potencialmente perturbadores: el coronel Gadafi de Libia, que acaba de ordenar que todos los egipcios que estén trabajando en Libia salgan del país antes del primero de julio si no quieren que los detengan; el presidente de Irak, Sadam Husein; el presidente Asad, de Siria, y diversos comodines. El príncipe Majeed, por ejemplo, tiene enormes intereses personales para desbaratar esa alianza. Durante años, ha habido rumores acerca de que le gustaría desestabilizar el Egipto de Sadat y satisfacer sus propias ambiciones de que Egipto vuelva a ser un estado feudal, con él a la cabeza. Tiene cierta débil relación con la antigua dinastía reinante.
—En efecto, y tenemos la suerte de disponer de algunas raras filmaciones del príncipe…
La pantalla pasó a mostrar una parpadeante filmación en blanco y negro de un grupo de hombres en pleno combate en una árida colina. En el centro estaba el rey Faisal, de Arabia Saudí, inconfundible con su vestimenta tradicional, con un joven con barba a su lado: el príncipe Majeed. Otro hombre, evidentemente perteneciente al bando del príncipe, estaba a un lado, de pie. Alto y moreno, me pareció conocido, asombrándome y sacándome del trance. Acerqué el sillón, tratando de descubrir más aspectos característicos de la granulosa filmación. De repente, con una impresionante descarga de adrenalina, lo recordé. Era el hombre que había visto en el coche hablando con Ornar. Su imagen amenazadora irradiaba desde la pantalla a través del tiempo y del espacio, y era difícil sustraerse a la sensación de retroceder a la amenaza de Egipto. Miré la televisión, preguntándome por la relación. ¿Había contratado este hombre a Ornar para que estuviese en el barco aquel día?
¿Cuánto sabía Majeed acerca de la investigación de Isabella y del astrario? ¿Estaban ellos detrás de la muerte de Barry? Me estremecí en la oscura sala de espera, tratando desesperadamente de conectar todos los elementos de información en un todo comprensible. Una cosa era segura: todo convergía en mí.
De repente, una mano tapaba la lente de la cámara y la pantalla quedó en negro. Apareció de nuevo Robin Day, pero no tuve oportunidad de oír su comentario sobre la filmación. La enfermera de noche irrumpió en la sala.
—Su hermano ha recobrado la consciencia, Sr. Warnock.
Gareth estaba todavía tumbado en su cama, pero había vuelto la cara a un lado y miraba el cielo negro a través de la ventana del hospital. Me aterrorizaba que pudiera haber despertado con un trastorno mental, con la mente perdida.
—¿Gareth? Soy Oliver.
—¿Así que he regresado al planeta?
Su voz era poco más que un susurro. Una gran oleada de emoción recorrió mi cuerpo y, dejando atrás toda inhibición, rompí por fin a llorar, por Isabella, por Barry, por la inocencia perdida de mi matrimonio.
Gareth, aterrado al verme tan deshecho, me agarró la mano.
A pesar de su incredulidad ante la velocidad de la recuperación de mi hermano, los médicos me tranquilizaron diciéndome que los patrones de actividad cerebral parecían normales. A las cuatro y media de la mañana, en el estrecho pasillo verde manzana del hospital, que olía a desinfectante, introduje unas monedas en un teléfono público y llamé a la casa okupa. Contestó Zoë. Le conté la noticia y la dejé sollozando, aliviada.
Cuando colgué el receptor, eché un vistazo al pasillo. Solo había una limpiadora del hospital que pasaba una mopa por el suelo embaldosado.
Antes de volver a casa, me dirigí a Primrose Hill y subí hasta arriba. La salida del sol de aquella mañana fue la más inspiradora que había visto nunca: una enorme esfera carmesí ascendiendo sobre Londres, mientras las vetas nubosas daban tonos corales, azules y malvas. Allí arriba tenía una sensación de poder absoluto. Era como si pudiera dictar quién tenía que despertarse y quién dormir en la ciudad. Era embriagador, como si viviera por encima y más allá de las vidas presentes ante mí. ¿Se sentía así Nectanebo? ¿Tenía la sensación de controlar la vida y la muerte de la gente, de ser un dios viviente?
¿Y sentía así Moisés, mientras estaba ante las murallas de agua? ¿Era eso posible?
Llegué al piso lleno de júbilo, pero agotado. Me derrumbé en el sofá. En la mesa que tenía al lado parpadeaba el contestador. Pulsé el botón y la voz de Johannes Du Voor tronó en la estancia, pidiéndome que me reuniera con él en el Ritz a las diez: un desagradable recordatorio de que todavía estaba en nómina. No sabía que el sudafricano estuviese en Londres, pero eso era típico de Du Voor: siempre aparecía en los momentos más inoportunos. Miré el reloj; tenía una hora para llegar allí.
Construido en 1910, el Ritz era uno de los últimos bastiones de los servicios de otro tiempo en Londres. Durante mis primeros años de trabajo, como norteño de clase trabajadora, siempre me sentí claramente incómodo en la enorme y lujosa recepción con arcos, grandes arañas de cristal y pedestales de mármol, como si el personal del hotel pudiera notar que yo era un impostor. Sin embargo, tras estudiar a mis clientes, aprendí pronto a adoptar los matices de clase, como fingir, al menos, una relajada indiferencia, aceptando como algo natural ser servido y atendido. El consejero delegado de GeoConsultancy, mi jefe, Johannes Du Voor, tenía la impresión de que tales lugares todavía me hacían sentirme incómodo, que era exactamente la razón por la que insistía en reunirse conmigo en el Ritz cada vez que visitaba Londres. Eso me dio la ventaja psicológica de mantener su ilusión. Lo que él no sabía era que, con los años, yo había utilizado el hotel como refugio ocasional, con y sin Isabella.
Johannes cambiaba de postura, incómodo, embutida su enorme mole en un sillón Luis XVI, que empequeñecía la mesa con su mantel de lino, el juego de té de plata y delicada porcelana. Se llevó la taza a los labios, dejándola después asqueado.
—¡Dios, flojo como agüilla! Uno pensaría que, de todos los malditos sitios, aquí pondrían el té como es debido. Ese es el problema de los ingleses: arrogantes y complacientes. Tenga cuidado; a veces, siento lo mismo con respecto a sus puñeteros presentimientos.
—¿Qué importa eso si obtengo resultados?
Un camarero que llevaba una bandeja de bonitos calientes titubeó al oír el bramido de la voz de Johannes. Le hice señas para que se acercase.
—Tome un bollito —le dije a mi jefe—. Sabe que comer le tranquiliza.
—¡Que te follen, Oliver! Si no fueses un viudo reciente y el mejor geofísico que conozco, ayer mismo te habría puesto de patitas en la calle. A propósito, mi más sentido pésame.
La manaza de Johannes había barrido unos cuantos bollitos de la bandeja que estaban ahora en su plato.
—Gracias, y gracias también por la corona.
—Proteas. Condenadamente difíciles de encontrar en Egipto. Lloré cuando oí lo de Isabella. Era una gran chica, fuerte, feroz, condenadamente guapa… demasiado buena para ti.
Le observé cómo ponía una enorme cucharada de crema espesa sobre los bollos, seguida de un gran goterón de mermelada de fresa. En GeoConsultancy corría el rumor de que Johannes había engordado tanto que ya no cabía en un asiento de primera clase y estaba pensando en comprar un avión privado con mobiliario a medida.
—¿Por qué estamos aquí? —le pregunté—. Creí que había dejado claro que me tomaba unas semanas libres.
—¿Te parece, acaso, que estemos trabajando?
Un chorrito de mermelada le caía por la barbilla. Sin inmutarse, siguió dando buena cuenta de los bollitos.
—Por ejemplo, este último trabajo. Me encargué de mirar la geología, los mapas, los seísmos, pero no pude ver nada en absoluto a esa profundidad. Y, sin embargo, insististe en perforar.
—Se equivoca. Había algo. Para mí, los datos estaban claros.
—Quizá para ti, pero para nadie más. Te estás convirtiendo en un auténtico brujo de las perforaciones, Oliver, leyendo señales que el resto de nosotros no vemos por ninguna parte. Incluso los holandeses están empezando a pensar que eres un ocultista. Has empezado a fiarte demasiado de tus vísceras y no lo suficiente de la ciencia.
—No estoy de acuerdo.
Sabía que no parecía convincente. Johannes continuó su diatriba, haciendo caso omiso de mis protestas.
—Te pondré otro ejemplo: aquel trabajo en Nigeria que estuviste calculando. Indicaste la profundidad y el tamaño del yacimiento antes de que se terminara el estudio. ¡Explica eso!
—Solo fue un problema de correos. Recibió mis cálculos antes de recibir los resultados del estudio. Eso le confundió.
—Oliver, tus cálculos los enviaste por télex. Me callé.
Johannes tenía razón: yo había enviado mis aproximaciones sobre la profundidad y el tamaño del yacimiento antes de que se hubiese completado el estudio. No fue una muestra de orgullo desmedido por mi parte; fui yo quien confundió las fechas.
—Mira, no me estoy quejando —continuó—. ¿Cómo voy a quejarme? Eres el mejor. Ahora mismo estoy menospreciando el cañón de un arma y yo mismo necesito unos cuantos milagros…
Se apretó el pecho con una mano.
Había oído rumores de que Johannes estaba enfermo, pero esta era la primera vez que él lo mencionaba.
—¿El corazón? —pregunté.
—La buena noticia es que, a pesar de lo que digan las ex esposas, tengo una. La mala noticia es que es más que un pequeño truco. Por eso, necesito una cagada en mi reloj tanto como un agujero en la cabeza. Oliver, si tú metes la pata, yo soy el único responsable y, tal como vas, acabarás metiéndola espectacularmente… es inevitable.
—¿Lo es?
No quería explicarme. Y, cuando reflexioné en todas las exploraciones que había iniciado, sabía que no tenía el lenguaje para describir ese momento, cuando la especulación se transmutaba en certeza, un sentido visceral que empezaba como un pequeño nudo en el estómago, fluía a través de mis dedos y pies cuando sentía literalmente los pliegues y ondulaciones de la tierra debajo de mí.
Johannes me miró fijamente, estudiando mi rostro. Era como si estuviese buscando alguna débil luz de comprensión, de iluminación, algo para fomentar la esperanza. Nunca antes le había visto tan vulnerable; era desconcertante: toda su seguridad en sí mismo se había venido abajo, convirtiéndose en una desorientada perplejidad.
—¿Cómo lo haces, Oliver? Vamos, sacude los barrotes de la jaula de este viejo escéptico. Porque estoy mirando al vacío, amigo mío, y necesito algo en lo que creer. Tira un hueso al viejo pecador.
Era uno de esos momentos difíciles en los que una persona frente a la que había guardado las distancias había atravesado los límites con auténtica necesidad de ayuda… Johannes quería que lo convirtiese en creyente. Pero yo no podía darle una respuesta. Simplemente, entre nosotros no había confianza suficiente o, al menos, eso era lo que me decía entonces. La verdad era que no quería exponerme a lo que me parecía hacer el ridículo.
—¿Así que quieres que sea más ortodoxo en mi metodología? —pregunté.
Una fugaz expresión de expectativas frustradas atravesó las facciones de Johannes antes de que volviera a su agresividad característica.
—¿Lo quiero? —preguntó él, untando otro bollito—. Supongo que quiero, sí. Supongo que todos estamos pidiendo explicaciones y las claramente racionales son las más fáciles de vender. Y, después de todo, eso es lo que soy, Oliver, ¿no? Un vendedor al que se le está acabando el tiempo. Y ahora te estás tomando un condenado mes libre. Pero, en caso de que estés pensando hacer alguna tontería, recuerda que te tengo contratado durante un año más, por lo menos.
Me había llegado la advertencia de Bill Anderson: Johannes estaba un tanto paranoico con la posibilidad de que me largara y creara mi propia compañía. ¿No era evidente que necesitaba algún tiempo para mí? Un coche de policía pasó aullando hacia Picadilly… ¿otra amenaza de bomba del IRA? Me resultaba imposible no pensarlo.
—¿Oliver?
Los tonos nasales sudafricanos me devolvieron a la realidad.
—Johannes, no voy a ningún sitio, te lo prometo.
—Bueno, pero te necesitamos de vuelta en Egipto dentro de dos semanas; eso es lo máximo que puedo hacer. Quizá deberías ir a un loquero decente especializado en el duelo… parece que estás hecho una mierda. Dos semanas. Si no llegas para entonces, estás despedido.
—Voy tirando —dije—. Isabella dejó algunos cabos sueltos y me preocupan un poco.
Era un clásico eufemismo inglés que quedó flotando en el ambiente algo más de lo que había previsto.
—¿Sí? Bueno, espero que no sea un tipo de cabos sueltos que acabe molestando al gobierno egipcio. Ya sabes cuánto tiempo, esfuerzo y diplomacia ha costado establecer esa relación, por no hablar del dinero. Destruye eso y con mucho gusto te destruiré yo.
Ante ese incómodo cambio, traté de adivinar si Bill Anderson le había hablado a Johannes de que me había pasado de contrabando un artefacto, introduciéndolo en Gran Bretaña. Mantuve una expresión neutra y respondí de la forma más inocente que pude:
—¿Por qué iba yo a hacer algo así?
Me levanté y recogí la mochila. Johannes siguió sentado y no me molesté en estrecharle la mano.
—No te preocupes, yo pago la cuenta —dijo, y cogió otro bollito.
—Que tengas un buen viaje de vuelta, Johannes. Mientras me alejaba, le oí bramar al camarero, pidiéndole un té decente.