A la mañana siguiente, traté de telefonear a mi hermano a la casa okupa. Desperté a Dennis, que me informó de que solo había visto a Gareth un par de horas en los dos días anteriores. La noticia no era tranquilizadora.
El tren de regreso a Londres iba extrañamente vacío. Me senté en el coche de segunda clase, al lado de las puertas automáticas del tren. Estaba preparado para bajar en la estación más próxima, pero me quedé dormido, arrullado por el ritmo del tren mientras atravesaba la exuberante y verde campiña inglesa. Me desperté gracias a una sacudida cuando el tren entraba en una estación. Me obligué a sentarme derecho, pegado al respaldo, decidido a mantenerme alerta… en cuanto las ruedas volvieron a correr sobre los raíles, con un sonido parecido al rugido de un mar distante, me dormí de nuevo.
La tercera vez que me desperté, había un hombre sentado en el asiento de enfrente. Llevaba un pantalón de chándal y una cazadora de cremallera, que no le pegaba nada, y que tenía un no sé qué raro. Alto, de unos cuarenta y pocos años, tenía un pelo prematuramente cano y un rostro extrañamente inexpresivo.
Parecía estar mirando la mochila que llevaba sobre las piernas, la mochila que contenía el astrario. Cuando trataba de averiguar cuánto tiempo me llevaría llegar a la salida, su mirada se dirigió a mi cara, una mirada agresiva que no titubeaba en absoluto. Iba a levantarme cuando el hombre se agachó y recogió del suelo un bastón blanco, del tipo utilizado por las personas / invidentes. Avergonzado por mi paranoia, me volví hacia la ventanilla y el paisaje que se deslizaba a toda velocidad, procurando tranquilizar mi desbocado corazón.
Una hora después, entrábamos en la King’s Cross Station. Me sorprendió ver que el andén estaba adornado con banderas británicas y carteles anunciadores de las bodas de plata de la reina. Ahora comprendía por qué iba vacío el tren.
Había olvidado que era el siete de junio. Cuando llegué a mi piso, todo Londres estaba de fiesta. La calle estaba bloqueada y el mismo callejón había cambiado. Mis vecinos debían de haber organizado la fiesta callejera cuando yo estaba en Egipto.
En el centro de la calle, bajo una marquesina, había una larga mesa cubierta de pasteles, sándwiches, mermeladas y otras manifestaciones de la cocina casera inglesa. La exposición estaba flanqueada por pequeños tenderetes que vendían diversas clases de recuerdos. Había tazas de porcelana con imágenes de la familia real, tazas de té y platos en cuyo fondo aparecía el rostro sonriente de la reina, cucharas de las bodas de plata, cuchillos para la mantequilla, sellos de correos y programas como recuerdo.
En un extremo de la calle, un grupo de reggae estaba tocando No Woman No Cry, de Bob Marley, mientras que, en el otro, un cuarteto de cuerda de aficionados tocaba música de Elgar. Sobre la calle, unas pancartas proclamaban los veinticinco años de reinado de la reina, y de diversas ventanas colgaban banderas británicas, ondeando como una estridente ropa tendida. Vecinos, amigos y familias se arremolinaban, excitados, alrededor de las mesas.
En la acera, se sucedían varios puestos de comida; uno de ellos vendía productos de cocina de Las Antillas: plátanos macho fritos, cabrito y arroz al curry, mientras que otro ofrecía comidas indias al curry y sarnosas. Un tercer puesto anunciaba salchichas de cerdo inglesas, huevos en escabeche y anguilas en gelatina. El aire estaba preñado de una disonancia de aromas: curry, patatas fritas calientes, incienso y el olorcillo ocasional del toffee caliente.
Dos rastafaris con largos tirabuzones que les llegaban hasta la cintura hablaban con una pareja de mediana edad, vestidos como cockney pearly king y queen, con sus chaquetas cubiertas de botones que brillaban a la luz del sol. Había una morena pechugona vestida de Britannia y sentada en un trono, con el cetro en la mano y varios maridos borrachos posando para hacerse fotos con ella. Un anciano había vestido a su regordete British bulldog blanco con una manta con la bandera británica.
Las familias bailaban en el asfalto, valses al son de los violines o moviendo el esqueleto al del grupo de reggae. Los niños correteaban entre los intoxicados adultos, persiguiéndose unos a otros y chillando, excitados. El evento tenía algo gloriosamente pagano y estimulante y, por un momento, me permití olvidar las terribles experiencias de los dos últimos meses. Tomé un sándwich y, medio bailando, me dirigí a mi puerta, casi irreconocible bajo las cintas y globos que la adornaban. En ese preciso momento, Raj me agarró el hombro.
—Oliver, hay un hombre que te está buscando. Ya ha venido dos veces a la casa. Amigo, ¿te has metido en algún lío?
Me di la vuelta, pasando revista a la muchedumbre. No había indicios de la presencia de Hugh Wollington, pero era difícil distinguir a alguien por encima de las cabezas de quienes estaban bailando.
—¿Está aquí? —me aventuré, procurando no dar muestras de pánico.
—No lo veo ahora, pero creo que sí.
Raj levantó la vista hacia mí, claramente preocupado. Sin molestarme en explicárselo, empecé a avanzar hacia un claro en medio de la muchedumbre y a una calle lateral vacía que estaba más allá, empujando a quienes estaban de juerga.
En ese preciso momento, sentí un tirón en mi chaqueta. Stanley me miró solemnemente. Después, metiendo dos dedos en la boca, dio un agudo silbido. Traté de liberarme, pero el niño no me dejó marchar. Mientras tanto, Alfred corrió hasta nosotros desde el otro lado de la calle, seguido de un hombre delgado y mayor, de aspecto mediterráneo.
Agarrando firmemente mi brazo, los ojos de Stanley se entrecerraron, acusadores.
—Es un señor italiano. Te está buscando para darte una paliza. Probablemente porque sabe que asesinaste a Issy. Su mano se aferró a la manga de mi chaqueta.
Me agaché hasta quedar al nivel de los ojos del pequeño de ocho años.
—Stanley, Isabella murió en un accidente muy triste… —empecé a decir, pero me interrumpió una mano sobre mi hombro.
—¿Sr. Warnock?
El extranjero estaba de pie frente a mí, ofreciéndome torpemente la mano para que se la estrechase, para asombro de los gemelos que, evidentemente, esperaban una especie de detención ciudadana. La cara del hombre era gruesa en los cachetes y la boca tenía una plenitud sensual. Parecía un voluptuoso avejentado. Supuse que tendría cincuenta y muchos años, pero el tono de su piel era de un gris enfermizo y, observándolo con más detenimiento, su rostro estaba surcado por una red de líneas finas, como si recientemente hubiese sufrido una gran tragedia.
—Soy el profesor Enrico Silvio —dijo, con acento italiano—. Yo fui el tutor de su esposa en el Lady Margaret Hall, de Oxford.
Cerré la ventana y el sonido de los tambores metálicos y del bajo que venía del exterior disminuyó. El profesor Silvio estaba en pie, examinando la sala de estar, como si tratara de hacerse una idea de la historia de mi matrimonio a partir del mobiliario y las fotografías circundantes. Notando mi mirada, se volvió hacia mí.
—Sr. Warnock, ha sido muy amable invitándome a su apartamento. Siento haberle sobresaltado.
—Fui yo quien le llamó en principio —repliqué con cuidado.
No quería cometer por segunda vez el error que cometí con Hugh Wollington, pero el rostro del profesor era tan sincero y me pareció tan frágil que no creí que fuese peligroso invitarle a subir para conversar con él.
—Y aquí estoy —respondió. Sus amplias facciones brillaron con resignado regocijo.
—Además, si usted fuese a robarme o a atacarme, ya lo habría hecho —añadí rápidamente.
—¿Atacarle? ¿Por qué iba yo a atacarle? ¿Tiene usted muchos enemigos?
—Parece que los he adquirido hace poco —dije con ironía—. Por eso trataba de escapar hace un momento. Lo siento si le he ofendido. Desconocía sus intenciones. Trabajo en el negocio del petróleo. A veces, el mundo de Isabella me resulta muy extraño, extraño y desconcertante.
—Me lo imagino —respondió. Silvio suspiró y su fragilidad brilló de nuevo a través de su piel agotada y pálida—. Siempre me he preguntado con qué tipo de hombre se habría casado Isabella.
Se movió hacia una mesa auxiliar y cogió una foto enmarcada de ella.
—Creí que sería un artista o algún tipo de revolucionario de izquierdas, pero nunca un hombre de negocios. Ella buscaba a un zelote. Estaba convencido de ello.
Volvió a poner la fotografía sobre la mesa.
—Parece que la conocía bien —dije.
Dio la sensación de que mi afirmación le inquietaba. Empezó a moverse por la estancia, nervioso.
—Me estoy muriendo, Sr. Warnock —dijo e hizo una breve pausa. Después, como si estuviera haciendo una confesión, continuó—: Una de las ventajas de enfrentarse a la propia mortalidad es el repentino reconocimiento de la brevedad de la vida. No me queda tiempo para sutilezas ni matices. Como un hombre que se está muriendo, debo hablarle directamente.
—¿Isabella y usted tuvieron algún asunto?
Era una mera especulación, pero me asombró hasta qué punto despertaba mi ira ese pensamiento.
Un tic, como un relámpago, le recorrió una mejilla. Silvio hizo una pausa, mientras el recuerdo nublaba sus ojos.
—Sí, fuimos amantes, pero llamarlo «asunto» sería trivializar nuestra relación.
Hundió la cabeza entre las manos; después, pasó los dedos por su cabello, el gesto habitual de un hombre que fuera apuesto.
—Tiene que entender que no estoy orgulloso de cómo era yo en aquella etapa de mi vida. Era ambicioso, pero había explotado durante demasiado tiempo la originalidad de la tesis que me había hecho famoso. El pensamiento de Isabella era notablemente divergente, incluso entonces. Su perspectiva cultural le daba un ángulo único sobre la Arqueología. Para ella, era un sujeto vivo; lo llevaba en la sangre. Ella vino a mí con la historia de este notable instrumento en el que iba a basar su tesis doctoral. Confió en mí, pero yo la traicioné. No obstante, créame que la amaba.
Hizo una nueva pausa, como si me pidiera permiso para continuar. Moví la mano, un pequeño gesto conciliador que implicaba una emoción que no sentía.
—¿Qué sabe acerca de su tesis y del «instrumento» que estaba investigando?
Simplemente, le miré, sin querer comprometerme a nada. Pero él no necesitaba ningún estímulo.
—Le dije a Isabella que su tesis parecía demasiado poco probable y que, si continuaba con el tema, se arriesgaba a que no la tomasen en serio. Yo quería protegerla realmente, pero no fui del todo sincero —afirmó y suspiró—. Muchos años antes, había encontrado cierta evidencia del astrario en cuestión. Mientras investigaba en el Louvre, descubrí una pequeña naos de piedra, un santuario en forma de caja, que databa del final de la trigésima dinastía y se había encontrado en Hieracómpolis. Estaba cubierta de jeroglíficos y nadie había conseguido traducirlos aún. Parecía ser una oración a Isis, pidiendo su bendición para una caja celeste que iba a darse a Nectanebo II. Era una caja celeste que podría escribir su destino y mover montañas, y la naos hace referencia a la predicción de la caja celeste de la fecha de la muerte del propio Nectanebo. No sabemos qué hizo en respuesta a ello: ¿trató de destruir el astrario? ¿Utilizó la predicción en su propio beneficio? Pensé que el instrumento que estaba investigando Isabella podría haber sido la caja celeste en cuestión.
Muy a mi pesar, inspiré profundamente. Más pruebas del poder del astrario.
—Es muy posible —repliqué con sumo cuidado, procurando ocultar mis sentimientos. Quería que Silvio continuara hablando sin revelar demasiadas cosas por mi parte—. Isabella tenía varios elementos de investigación relativos al astrario como caja celeste, aunque no comprendo por qué mantenía que era ptolemaico cuando, en realidad, era mucho más antiguo.
—Quizá le dijera eso, pero, créame, Isabella tenía una idea muy clara de la posible antigüedad real del astrario. En torno a aquella época, empezó a tener pesadillas.
Recordé la descripción que hizo Cecilia de la participación de Isabella en algunos de los extraños experimentos de Giovanni.
—¿Sabe algo del sueño?
—Sí, y no puedo decirle hasta qué punto llegué a odiar a su abuelo, un hombre al que nunca conocí. Hay ahí una historia un tanto oscura.
Me hundí en el sillón, derrotado al saber que, de nuevo, Isabella había sido incapaz de confiar en mí, que otras personas habían sabido mucho más.
El profesor Silvio suspiró.
—Hice a Isabella mi ayudante de investigación y después la seduje. Al principio, fue un movimiento calculado pero, después, para gran horror mío, me enamoré. Le prometo que esa parte de la historia no fue calculada…
—Usted se apropió de su trabajo y lo publicó, ¿no? —le interrumpí.
No quería oír hablar del asunto. Tenía la sensación de que su confesión era como entrometerme en un pasado que Isabella había mantenido en secreto, decisión que me parecía que debía respetar con independencia de mis propias emociones.
Pero él no se iba a dejar influir.
—Pensé incluso dejar a mi mujer por ella —continuó. Resignado a tener que escuchar a Silvio descargarse de aquello, me serví un whisky. Me habló de una Isabella más furiosa, más joven, una Isabella que yo había atisbado a veces pero, desde luego, no había conocido.
—Ella encarnaba todo aquello a lo que yo había aspirado una vez; era inteligente, disciplinada, no le preocupaban los protocolos profesionales, las estratagemas universitarias que me habían castrado. Estar con ella quebrantaba todas las reglas que me habían traumatizado durante años, todas.
—¿Le robó usted su trabajo? —repetí, con la intención de que reconociera, al menos, su traición.
—Ella era una mujer joven y extranjera. No creí que el mundo académico la tomara en serio. Al menos, esa era mi excusa para mí mismo. No me apropié de todo; solo de unas cuantas cosas, de aquí y de allí. Ella nunca me lo perdonó.
—Así que por eso está usted aquí, para recibir una absolución. La confesión de un hombre que se muere.
—No. Tenía que verlo con mis propios ojos; necesitaba saber que existe.
—¿Ver qué? —pregunté, haciéndome el tonto, pero no tenía intención alguna de enseñarle el astrario.
—Por favor, no sea falso, Sr. Warnock —dijo Silvio, sonriendo con indulgencia—. Hace dos días recibí una llamada telefónica del British Museum. Tras una conversación bastante acalorada, le dije al Sr. Wollington que no podía ayudarle en sus indagaciones. Un día después, juraría que me siguieron en coche. Wollington tiene algunos aliados desagradables. Durante unos años, trabajó para el príncipe Majeed, un individuo poco amable con inclinación a la tortura y una desafortunada fascinación por los artefactos antiguos que, en teoría, encierran ciertos atributos. Permítame decirlo de este modo: enormemente ambicioso, Majeed creería en el poder de ese instrumento y haría todo lo que estuviera en su mano para obtenerlo. Sospecho que usted tiene el astrario. Si es así, tiene usted razón, en efecto, al decir que se ha granjeado algunos enemigos peligrosos y poderosos. Permítame ayudarle.
No muy dispuesto aún a revelar nada, no pude evitar preguntarle:
—¿Cómo?
—Usted sabe que al astrario le falta su otra mitad, el objeto que le hará cobrar vida. Quizá si le muestro esto se convenza de mi sinceridad.
Se metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un objeto de unos diez centímetros de longitud, envuelto en un pañuelo de papel. Lo desenvolvió, revelando un objeto parecido a un tenedor con un mango finamente fundido de un metal que parecía hierro. Me recordaba un diapasón. Presentaba un animal grabado en un extremo y dos largos dientes en el otro. Lo cogí y examiné el animal: era un halcón con un diminuto rostro humano, la diminuta cabeza de un faraón.
—Es el uas, la llave —dijo el profesor, observando cuidadosamente mi expresión—. Pero el retrato no es de Nectanebo II, sino de Ramsés III, uno de los muchos faraones relacionados con el Éxodo. Y grabados en el instrumento tendría que haber dos cartuchos, el de Ramsés y el de Nectanebo, minuciosamente estampado debajo.
Traté de contener mi excitación. De repente, todas las piezas arqueológicas empezaban a casar para dar su historia al astrario. El deseo de arrebatarle la llave al profesor era casi abrumador. Notando mi agitación emocional, Silvio se apartó ligeramente de mí.
—Oliver, es vital que comprenda lo que significa realmente la llave. El halcón en su extremo simboliza el ba del faraón, su alma-ave. Ya ve que el astrario no fue diseñado solo para proteger el destino viviente del faraón, sino también para proteger su espíritu en el otro mundo.
¿Habría protegido también el ba de Isabella?, me pregunté. Después, yo mismo me sorprendí de haber considerado siquiera una idea tan inverosímil.
—¿Cómo la encontró? —pregunté al profesor.
—La robé.
El vástago de conexión crujió y faltó poco para que soltara el uas.
—¿La robó? —repetí.
—A una colega, una arqueóloga inglesa que dio clase durante un semestre en mi college. Era una persona a la que Isabella admiraba mucho.
Silvio inclinó la cabeza como si esperara que le golpeara.
—¿Amelia Lynhurst?
—No es algo de lo que me enorgullezca.
Suspiró, con una expresión llena de vergüenza. Pero era imposible excusar la ambición de su yo más joven. Habría destruido a Isabella si hubiera sentido que tenía que hacerlo, y eso era imperdonable.
—¿Y cómo dio Amelia con la llave?
—En una excavación, unos años antes. Nunca hizo público el hallazgo.
—¿Acaso fue en la excavación de Bebeit el-Hagar? —pregunté, recordando a la Amelia más joven de la fotografía del grupo que encontré en el libro de poesía de Isabella. El profesor asintió, mirándome impresionado.
—Así que, al final, Sr. Warnock, el mosaico empieza a tener sentido.
—Pero, ¿por qué allí?
—Bebeit el-Hagar es el lugar de nacimiento de Nectanebo II: otra pieza del mosaico.
—¿Sabía Isabella que usted tenía la llave?
Silvio me miró; su rostro había perdido el color.
—Es lo más terrible que he hecho nunca. Fue después de que ella me dejase. Creí que podría utilizarlo para hacerla volver, pero ella ya le había conocido a usted —dijo e hizo una pausa—. Es la culpa lo que me trae aquí. Sin la llave, el astrario no es nada. Debería habérsela dado a ella.
Se hundió en un sillón y enterró su rostro entre las manos; el cuero cabelludo brillaba pálidamente entre su pelo ralo. Parecía completamente derrotado y era casi imposible no compadecerlo. Pero aun sin compasión, el hecho era que ahora le necesitaba. Era un momento crucial de mi investigación y él tenía, literalmente, la llave que podría permitirme seguir adelante. No veía otra forma de conseguir el uas. Fui a por la mochila.
—¡Maravilloso! Su diseño es sublime. Apenas me atrevo a tocarlo. ¿Comprende lo que esto significa para las tres grandes religiones? Lo más probable es que este instrumento estuviera en manos de Moisés, un profeta judío, cristiano e islámico, hace miles de años. Fue utilizado en uno de los grandes puntos de inflexión de la historia bíblica: la separación de las aguas del mar Rojo. Es un milagro viviente. En realidad, no puedo creer que lo esté viendo con mis propios ojos.
El rostro del profesor Silvio estaba atravesado por una especie de éxtasis religioso que descubrí al observar a mi madre de niño. Era la rendición ciega del fiel, un transporte iluminado a lo espiritual que siempre me había resultado incómodo.
—No lo sabemos con seguridad.
A pesar de mi propia excitación, estaba decidido a mantener los pies en el suelo.
Pasó con suavidad sus manos temblorosas por la parte superior del mecanismo.
—Nunca creí que viviría para verlo —dijo, acercándose más—. ¿Ve estos tres discos?
Asentí. La expectación me arañaba la garganta. El astrario había comenzado a inquietarme y, ahora, con la llave para activar el mecanismo, sentí que su poder sobre mí era aún más fuerte.
Los dedos temblorosos del profesor acariciaban los extremos de los piñones.
—Estos diales no solo servían para calcular las órbitas del Sol y de la Luna, sino también de los cinco planetas conocidos en aquella época: Marte, Mercurio, Venus, Júpiter y Saturno. Esos cálculos se utilizaban para decidir las fechas más favorables para las fiestas religiosas, así como con fines de adivinación. Aquí es donde el astrario se convierte en instrumento de guerra. Es muy posible que los cálculos astronómicos los hiciera el mítico mago Hermes Trismegisto (tres veces grande), quien, según algunos relatos, posiblemente fuera un gran médico y contemporáneo de Moisés, si hay que creer esos relatos. Pero son aún más extraordinarios estos símbolos de aquí. Son los caracteres cuneiformes de inspiración sumeria de los acadios, una raza anterior a los egipcios, pero famosa por su magia y su astrología. Los antiguos egipcios aprovecharon también sus artes.
Silvio miró con atención el asta que formaba el pivote con los piñones.
—Y, al final, la puerta al poder, el ojo de la cerradura.
El uas se deslizó suavemente en la ranura. Ambos nos quedamos un momento paralizados, sobrecogidos. Me invadían tanto el miedo como la excitación; una parte de mí esperaba que se manifestara el resultado del cifrado, que el astrario se activara o emitiera un tono quizá, el canto al que se había referido la traducción de la cifra de Gareth. Pero no se apreciaba movimiento ni ruido. Entonces, casi involuntariamente, extendí la mano hacia la llave.
Los huesudos dedos del profesor agarraron mi muñeca.
—¡No! No la gire hasta que haya oído lo que tengo que decirle.
Retrocedí. Había caído la noche y la música de afuera se oía salpicada por las explosiones distantes de los fuegos artificiales cuando las celebraciones de las bodas de plata alcanzaban su clímax. Había en el aire un olor de fecundidad, el aroma del verano que siempre me había hecho impacientarme de joven, la sensación de que algo excitante iba a ocurrir en algún sitio y de que yo estaba obligado a salir a buscarlo, aunque fuese peligroso.
Miré al profesor. Sus ojeras se habían hecho más profundas y su piel parecía aun más gris, como si hubiera envejecido más en las últimas horas.
—Tengo cáncer de estómago —dijo—, en estado avanzado.
Dispongo de dos, tres meses, no lo sé exactamente. Es curioso que los antiguos creyeran que el estómago era la sede de todas las emociones. Quizá tuviesen razón; quizá me esté muriendo por haber rechazado durante tanto tiempo mis emociones.
—Los datos, profesor —dije fríamente, resistiéndome a su evidente petición de compasión—, algo que el geofísico que hay en mí pueda entender.
—¿Los datos? Usted tiene esa capacidad maravillosamente inglesa de hacer que todo parezca absolutamente árido.
Silvio señaló las tres manecillas, cada una más larga que la anterior, que giraban sobre los tres diales, como las manecillas de un reloj.
—Estas marcan tres períodos de tiempo: el equivalente egipcio antiguo de día, mes y año. Si mi traducción es correcta, las manecillas están fijadas actualmente en la que creo que es la fecha de la batalla de Actium.
—¿Quiere decir que el astrario perteneció a Cleopatra?
—De los fragmentos de manuscritos mágicos y documentos en manuales mágicos que estaban en el Museion, la gran biblioteca de Alejandría, sabemos que el astrario reapareció en tres momentos importantes de la antigüedad. Su construcción, en la vigésima dinastía, cuando fue construido para Ramsés III. Después, fue robado de la corte de Ramsés por el mismo Moisés, que lo utilizó para dividir el mar Rojo. Reaparece más tarde en la trigésima dinastía, después de que la sacerdotisa de Isis, Banafrit, lo encontrara oculto en un templo de Isis, en el mismo desierto en el que Moisés y su pueblo vagaron durante cuarenta años. Lo devuelve a la corte egipcia para su faraón Nectanebo. Después desaparece durante unos centenares de años, aunque su leyenda crece y se escriben manuscritos que advierten de sus grandes poderes, hasta Cleopatra, de la que se rumorea que lo ha llevado con ella al mar durante la batalla de Actium. Pero mire aquí —indicó Silvio, inclinándose sobre el instrumento—. Si gira la llave, aparecerán dos pequeñas manecillas: una de oro, la manecilla del nacimiento; la otra, de plata negra, la manecilla del año de la muerte.
—¿La manecilla del año de la muerte? —repetí, incrédulo.
—Si introduce la fecha de su nacimiento en la máquina, calculará la fecha de su muerte.
Respiré profundamente. Así que eso era lo que Isabella había querido hacer: tratar de cambiar la fecha de su muerte.
—Pero hay más con respecto a este instrumento. Puede doblegar el tiempo y los acontecimientos al servicio de sus deseos, reales y desconocidos: fama, fortuna e incluso la autodestrucción. Eso lo hace muy poderoso, pero también muy peligroso. Porque, seamos sinceros, ¿cuántos de nosotros sabemos lo que de verdad queremos? Podríamos describirlo como un instrumento fáustico, que hace un juicio por sí mismo.
Silvio sonrió, medio aterrorizado y medio reverente.
No podía creer que un instrumento que tenía miles de años pudiera haber salvado la vida de mi esposa, por no hablar de alterar el resultado de los acontecimientos. A pesar de mi escepticismo, estaba fascinado. Tenía que ser una metáfora, un objeto de cumplimiento de deseos que habían investido miles de personas con sus creencias durante siglos, haciéndolo así poderoso a su modo.
—No soy un hombre religioso, profesor Silvio. Creo en el Big Bang, en la evolución y en los mercados libres. Este instrumento es un enigma, eso es obvio. Para empezar, partes de él están hechas de una aleación que nunca había visto antes. Después, están los dos imanes de su núcleo: son extraordinariamente potentes. La rotación de campos magnéticos tiene propiedades interesantes, pero, ¿influir en los destinos de la gente? ¡Vamos! Además, si lo que me ha dicho acerca de esta máquina es cierto, usted sería el primero en girar la llave: después de todo, detendría su enfermedad en seco —dije, retándole y esperando que se pusiera en evidencia.
El universitario sonrió con tristeza.
—En efecto, podría hacerlo, pero no me asusta morir. Soy un católico devoto: Dios ha escogido este camino para mí y debo seguirlo. Además, sospecho que hay un giro inesperado en la promesa del astrario, un aguijón en la cola del escorpión.
—¿Qué quiere decir?
—¿Por qué cree que la llave estaba separada de la máquina antes de la batalla de Actium? Creo que Cleopatra era completamente consciente, y quizá estuviera asustada, de los poderes mágicos del astrario. Con un giro de la llave, podría haber influido en el resultado de la batalla a su favor, pero optó por no hacerlo. La cuestión clave es: ¿por qué?
Miré el astrario encima de la mesa; la suave luz de la lámpara resaltaba la variedad de colores del metal. De nuevo, me sorprendió la sensación de que la máquina parecía estar observándome mientras la examinaba. Cuando me incliné más para examinarla más de cerca, el profesor Silvio sacó la llave del mecanismo. Me la entregó, mirándome con severidad.
—La llave nunca debe girarse. ¿Comprende, Oliver?
Asentí, sin estar completamente convencido. Pero, al mirar su rostro atormentado, iluminado ahora por el flexo, se me ocurrió de repente que él estaba haciendo un acto de amor, amor a Isabella. A pesar de mis dudas iniciales, confié en él.
—Y prométame que lo esconderá en un lugar seguro; no aquí, en este apartamento —añadió el profesor, agarrándome las manos—. No subestime a Hugh Wollington. Tiene aliados poderosos: está muy bien relacionado con el príncipe Majeed y con las autoridades egipcias, y es ambicioso. Cuídese, Oliver.