Aquella noche, demasiado bebido y agotado por el desfase horario para volver a casa, dormí en la cama de Gareth. Él se había ido con Zoë. Yo me derrumbé sobre las sábanas bajo un antiguo edredón que recordaba de mi infancia. Con la cabeza hundida en una almohada que olía a aceite de pachuli y a sudor rancio, me dormí al instante.
Isabella aparecía sentada en el camino empedrado que recordaba de mi infancia, la calle que salía de la casa de mi padre. Su pelo negro caía sobre su tez aceitunada e iba vestida con el vestido bordado con el que se casó conmigo. Levantando la vista hacia mí, me sonrió; después, lanzó al suelo de cemento dos piedrecitas grises, como si estuviese jugando a la taba. Cuando caían al suelo, las piedras empezaban a dar vueltas; manteniéndose en equilibrio sobre sus extremos, giraban cada vez más deprisa, como dos imanes que dieran vueltas uno alrededor del otro.
Me desperté sin saber dónde estaba; las paredes torcidas del oscuro dormitorio me resultaban completamente extrañas. Miré hacia arriba, al techo cubierto de estrellas y planetas fluorescentes. Mientras los miraba, se disolvieron en una encendida curva verdosa, que iba cada vez más deprisa hasta que se desprendieron del techo y picaron hacia mí como un cuerpo volante.
Me desperté de nuevo, en esta ocasión a la realidad, empapado en sudor, deshidratado, mientras la resaca me golpeaba las sienes.
Cuando regresé a mi edificio, era por la mañana temprano e iba cansado. Al subir la escalera, me encontré con Raj, vestido con su uniforme de conductor de autobús. Él me detuvo.
—Oliver, han entregado un paquete esta mañana temprano. Como no estabas, llamaron a mi casa, por lo que lo recogí.
Espero que traiga buenas noticias.
Antes de que pudiera darle las gracias, se fue rápidamente a trabajar.
Frente a mi puerta, había una caja marcada como «Private Air Delivery». Al instante, reconocí el logotipo de la compañía de Bill Anderson, Runaway Wells, y mi propia letra garabateada. Como si lo hubiera impulsado mi pesadilla, el astrario había llegado.
Sobre la mesa de formica de la cocina, parecía que el mecanismo hubiese venido de otro mundo. Me senté a la mesa; parte de mi ser esperaba que, durante el viaje, los piñones se hubiesen dispuesto para ponerse en marcha, revelando su secreto. Pero el mecanismo seguía parado.
El dial externo de bronce que llevaba grabados los símbolos de los cinco planetas principales, brillaba débilmente bajo la luz. El dial intermedio, hecho de un metal parecido a la plata, tenía grabados los símbolos griegos del zodíaco: Géminis, Sagitario, Tauro, junto con el cocodrilo y el ibis. El dial más pequeño, hecho de una aleación de oro, tenía grabados los jeroglíficos egipcios y parecía contener el centro del misterio.
Miré por la pequeña abertura de la base del eje principal, alrededor del cual giraban los piñones. Ocultos en medio del mecanismo, había dos imanes mutuamente enfrentados: pequeños discos grises que parecían piedrecitas, más o menos como las piedrecillas de mi pesadilla. Parecía que estaban esperando… ¿a empezar a girar, quizá?
Si encontrara la llave para activar el mecanismo, ¿podría descansar el espíritu de Isabella? ¿Era posible, de alguna manera abstracta, esotérica, que ella misma hubiese acabado viviendo uno de sus peores temores, quedándose en un mundo intermedio, como un alma atrapada? Si yo encontrara el uas, ¿el astrario revelaría su destino? Isabella tenía un plan al respecto, un plan en el que yo tenía un papel que desempeñar.
¿Cuál podría ser?
A través de la delgada pared, el abrupto sonido del despertador de mi vecino me hizo saltar. Estaba siendo ridículo, me dije a mí mismo; la pesadilla no significaba nada. Todavía me perseguía su intensidad. Tenía que averiguar qué podía hacer el astrario y después encontrar un lugar seguro para él, en beneficio de Isabella, en el mío propio y, si había que creer a Hermes, en beneficio de la seguridad de la maduración y la frágil estructura que era el nuevo Egipto. De repente, la enormidad de la tarea me abrumó.
Cogí el teléfono y llamé a información para pedir el número del British Museum.
El sarcófago estaba en un nicho del gran salón. Lo rodeaban unos jeroglíficos que describían la vida de Nectanebo II, sus conquistas militares, sus esposas, sus palacios y su riqueza. Narraban también el viaje que haría en la otra vida, aunque, en realidad, el sarcófago nunca hubiera cumplido su función.
Era muy consciente del astrario que llevaba en la mochila mientras caminaba despacio en torno al sarcófago de granito, estudiando los jeroglíficos. Me detuve ante una pequeña portezuela grabada en el lateral, la puerta para el ba del faraón.
¿Qué le había ocurrido a Nectanebo II? ¿Había muerto en algún rincón oscuro de África, o había acabado como funcionario de alguna corte extranjera, viviendo con una identidad secreta?
De repente, el deseo de extender la mano y de pasar los dedos por los jeroglíficos se me hizo irresistible, como si al tocar la puerta de entrada fuese capaz de decir dónde estaría aún el agitado ba del faraón: ¿Grecia, Irán, Egipto? Si levantara ahora el astrario y lo pusiera sobre la tumba, ¿se produciría algún tipo de sincronicidad entre ambos?
Examiné la sala de exposición; el guarda de seguridad se había dado la vuelta. Rápidamente, alargué el brazo y toqué la superficie tallada: de las puntas de mis dedos surgía la narración.
—Maravilloso, ¿no?
Retirando rápidamente la mano, me volví. Ante mí estaba un hombre bajo y fornido, de cuarenta y bastantes años, pelirrojo y con una gran franja de eczema en la frente. A pesar de su calva, tenía unas patillas espesas que le cubrían las mejillas. Llevaba un pantalón de pana granate y una camiseta naranja, unos colores vivos que daban la impresión de que compensaba así su aspecto físico poco atractivo.
—No se preocupe —dijo—. La gente lo toca continuamente; no pueden contenerse. Es un movimiento compulsivo: subconscientemente, todos buscamos una puerta de entrada al otro mundo.
Soltó una sonora carcajada llena de ironía; después, me tendió la mano, que estreché tímidamente.
—Hugh Wollington. Usted debe de ser Oliver Warnock.
—Efectivamente. Gracias por dedicarme parte de su tiempo.
—Encantado. Además, es halagador que le busquen a uno. Solo me llegan investigaciones: mi área de la Egiptología es bastante especializada.
Me miraba tratando de evaluarme y, de repente, tuve la fugaz impresión de que su sorpresa cuando le llamé por teléfono no había sido del todo auténtica. Sofoqué mi sensación de incomodidad; necesitaba dar un paso adelante y Wollington era mi única oportunidad.
Me volví hacia la tumba.
—Dígame, por favor, ¿es cierto que nadie sabe dónde está enterrado Nectanebo II?
—Huyó de Egipto, abandonando su puesto, por así decir…
—Después de retirarse a Menfis…
—Se ve que conoce el tema.
Wollington comenzó señalando las diversas inscripciones.
—Aquí, los escribas han escrito que el faraón era conocido como el Gran Mago. Nectanebo II era famoso por haber construido un número récord de templos y, de ese modo, recordar al pueblo su propia divinidad, utilizando básicamente el misticismo y la religión como herramientas de propaganda política: irracional para nuestra forma de pensar, en especial en el contexto de la política moderna…
—¡Oh!, no sé. Aparentemente, el rey de Arabia Saudí consulta con frecuencia a los astrólogos acerca de las decisiones políticas.
—En efecto. ¿Conoce al rey?
—Personalmente, no, pero he trabajado en algunos de sus campos petrolíferos.
—Yo conozco a toda la familia. Trabajé para uno de sus parientes lejanos, el príncipe Majeed. Un tipo interesante, con algo de mano dura con sus súbditos, pero entonces esa era la forma de conseguir que se hiciesen las cosas.
Wollington sonrió, simpatizando, evidentemente, con el tipo en cuestión. Yo estaba encantado dejándole hablar: cuanto menos dijera yo, tanto mejor.
—Yo fui el conservador personal de Majeed durante varios años. Él había amasado una extraordinaria colección de antigüedades, muchas de las cuales eran de gran importancia religiosa y mística. ¡Ah, sí!, me encantaba Oriente Medio. Me destinaron allí en la década de 1950, cuando todavía estaba en el ejército… es un paisaje que acaba con toda afectación, ¿no cree? Pero, por su trabajo, usted lo sabe bien.
—No sé… mucha afectación por el petróleo.
Ambos reímos de nuevo y, muy a mi pesar, me contagió su entusiasmo, por nuestro amor común a un país tan difícil, tan intenso y tenso como Egipto. Su pasión me parecía anclada en un pragmatismo que me resultaba atractivo tras la fantástica interpretación de la teología egipcia de Hermes Hemiedes; y el hecho de que se tratase de un ex militar me resultaba tranquilizador: de alguna manera, lo situaba con los pies en el suelo.
—El problema está en ponerse en la mentalidad cultural de los antiguos egipcios —continuó Wollington—, prácticamente imposible para un anglosajón judeocristiano que viva en una democracia moderna. Pero, si usted puede imaginarse una creencia total en el poder de la brujería y un diálogo periódico con todo un panteón de deidades a las que uno tiene que aplacar y a las que ha de adelantarse para poder sobrevivir, empezará a hacerse una idea general —afirmó, señalando un jeroglífico concreto—. Este nos dice que, en un punto determinado, Nectanebo decretó que él era la encarnación viviente de Horas, una astuta decisión política, pues era una forma de utilizar el mito de la victoria de Horus sobre Set como alegoría de su propio poder sobre los persas. Como estrategia de marketing funcionó muy bien hasta…
—Hasta que los invadieron por segunda vez.
—Exactamente. Nada como una segunda invasión para destruir la reputación de invencibilidad de cualquiera.
Ambos rieron de nuevo.
—Me fascina Nectanebo II desde que estaba estudiando —dijo Wollington—. Es una combinación de estratega militar, mago, visionario espiritual y el rompecabezas de su desaparición. Yo era un joven impresionable que siempre buscaba héroes, probablemente porque yo era patentemente lo opuesto a un héroe: algo para salir de Hendon… Los suburbios son grandes motivadores. Supongo que por eso ingresé en el ejército, pero puede echarle la culpa a Luxor, la antigua ciudad de los faraones, de que me convirtiera en egiptólogo… ahora me parece que hace siglos.
Su evidente inteligencia me lo hizo aún más simpático. Me preguntaba si podía confiar en él.
Como si leyera mis dudas, bajó la voz.
—He oído hablar de su esposa, Sr. Warnock. La Arqueología es una pequeña comunidad. Le acompaño en el sentimiento: la muerte de Isabella es una gran pérdida. Una vez coincidí con ella en un congreso. Era una mujer encantadora, apasionada con sus temas. Muchos de nosotros somos viejos monigotes fosilizados… me refiero a que reunir fragmentos de cerámica antigua puede convertirle a uno en un sujeto bastante introspectivo…
Sonriendo, miré el sarcófago. El deseo de sacar el astrario y ponerlo al lado de los jeroglíficos era casi irresistible. Me volví hacia Hugh Wollington, al borde de la confesión. Necesitaba desesperadamente de su pericia y parecía que él respetaba a Isabella. En ese momento, di un salto de fe.
—Si le dijera que tengo conmigo un artefacto que podría ser faraónico, ¿sería tan amable de examinarlo para mí? —propuse, soltando las palabras sin la menor prudencia.
Él retrocedió, asustado.
—¿Se da cuenta de que la posesión de un objeto así podría ser ilegal?
Me miró inquisitivamente. Por un momento, titubeé; me temía que acababa de cometer un desastroso error.
—Me doy cuenta de que estoy corriendo un riesgo enorme confiando en usted —dije. Después, bajé la voz—. Mi esposa encontró el artefacto inmediatamente antes de ahogarse.
Hugh Wollington dirigió la mirada hacia la mochila.
—Por favor, venga por aquí.
Me condujo a una sala enorme y hacia la colosal cabeza de granito de Amenhotep III. La beatífica expresión del joven faraón estaba un tanto estropeada al faltarle la mayor parte de la barbilla y la falsa barba real, indicio de su categoría divina.
¿Acaso los primeros cristianos habían destrozado la falsa barba en un ataque a las antiguas imágenes paganas, o la destruyó la ruda manipulación de los irreverentes marinos ingleses durante el transporte en algún barco del siglo XIX? En todo caso, el joven faraón sufría ahora la indignidad de mirar al infinito sin parte de su rostro. Tomándome por el codo, Hugh Wollington me condujo alrededor de la estatua.
En la pared, tras la estatua, se abría una pequeña puerta.
Cuando traspasamos la puerta, el majestuoso ambiente del museo dio paso a la atmósfera de rancia dejadez de la administración pública. Aquí estaba la faceta interna de la institución, un laberinto en el que los historiadores creaban fetiches de sus particulares campos: griego, romano, celta, absorbidos en sus mundos individuales, como pescadores que lanzaran sus redes y las arrastraran trabajosamente en cada clave olvidada. Al pasillo daban varios despachos pequeños y algunas salas con aspecto de celdas eran visibles a través de las ventanas de cristal; en ellas, sus ocupantes aparecían inclinados sobre escritorios iluminados por lámparas, categorizando y ensamblando nuevas piezas, restaurando las antiguas, haciendo moldes de las rotas: una colonia de hormigas de incesante actividad.
Llegamos a una puerta pintada de color verde hospital y adornada con una pequeña placa de latón en la que podía leerse: H. W. Wollington.
—Por si acaso le intriga, la «W» es de «Winston». Mi madre era una gran admiradora de Churchill —observó Wollington mientras sacaba de un bolsillo de su chaleco una llave enganchada a una cadena—. Bienvenido al sanctasanctórum… más allá de la carretera de ladrillo amarillo —añadió, invitándome a entrar.
El fuerte olor a líquidos conservantes asaltó inmediatamente mi nariz. Reconocí el olor de los laboratorios a los que me había llevado Isabella: ácidos para eliminar estratos de calcificaciones, junto con productos químicos desalinizadores. Me acerqué al escritorio pasando al lado de la ventana y eché un vistazo afuera. Después, metí cuidadosamente la mano en la mochila y saqué el elaborado envoltorio del paquete. Lentamente, desenvolví el astrario y lo coloqué sobre el escritorio, en el que brillaba a la luz de la lámpara. Wollington hizo una inspiración profunda, casi con asombro; después, suspiró.
—Fascinante —dijo. Sosteniendo una lupa, se inclinó sobre el instrumento—. Lo primero que me llama la atención son los cartuchos: la insignia real.
Señaló las dos líneas de jeroglíficos, una encima de otra y ambas dentro de unos límites redondeados, un poco como largas marcas de sellos. Una —me di cuenta— contenía el jeroglífico del halcón real. Wollington continuó, entusiasmado.
—El motivo característico de la pluma de avestruz sugiere que el astrario perteneciera a Nectanebo II. El segundo cartucho, que, teóricamente, hubiera sido el del propietario original, es el de Ramsés III. Mire aquí; el jeroglífico dice: «Use-maat-re mery Amu»: «Ra es poderoso en verdad, amado por Amón, Ramsés, gobernante de Heliópolis». Por supuesto, añadir un cartucho es práctica común cuando se trata de hacer que las imitaciones de antigüedades parezcan auténticas. Dos cartuchos es inflar el pastel, por así decir. Pero, volviendo al instrumento, una buena forma de definir este artefacto podría ser: «instrumento mecánico de efemérides astronómicas para navegar hacia el destino». No obstante, en realidad, la existencia de un objeto tan sofisticado como un astrario en época faraónica es muy improbable. La astrología egipcia era considerada una ciencia sagrada que no debía caer en manos de los no iniciados, lo que significa que la mayor parte de lo que sabemos de ella en la actualidad no son más que conjeturas: suposiciones eruditas basadas en los sistemas de creencias de las culturas contemporáneas. Por desgracia, carecemos de otros puntos de referencia.
—O sea, que estoy descubriendo adónde llega mi propia capacidad para suspender la incredulidad —bromeé.
—Es más fácil para unos que para otros; en realidad, depende de su propia espiritualidad. Pero no debe olvidar que Nectanebo II creía absolutamente en sus propios poderes místicos, como también sus seguidores. De hecho, en su época y en las generaciones siguientes, era considerado como uno de los más grandes brujos y astrólogos que hubieran existido. Por supuesto, su misteriosa desaparición no hace más que alimentar el mito. Algunos dicen que todavía vive en nuestros días.
Me sorprendió un poco no ver ahora traza alguna de ironía en el rostro de Wollington.
Sonrió como para tranquilizarme y continuó:
—Si hay que creer el mito de la inmortalidad, eso es. Es extraordinario lo que puede hacer la humanidad para buscar la vida eterna. Entre los siglos XII y XVII, hubo en Europa una enorme industria exportadora de momias; los europeos creían que beber un brebaje que contuviera polvo de momia haría que viviesen más tiempo. Resultaba una exportación tan rentable que los egipcios recurrieron a vender cadáveres desecados mucho más recientes.
Wollington sonrió con cierto aire morboso.
—Aun ahora, los turistas estadounidenses gastan grandes cantidades de dinero en sobornar a los guardas de las tumbas para que les dejen dormir por la noche en las pirámides, creyendo que eso puede alargar sus vidas. También podría pensarse que un astrario como este, una máquina que podría controlar el propio destino, confiriese la inmortalidad; desde luego, una idea así hubiera parecido razonable en el antiguo Egipto.
Noté en él un cambio de actitud hacia mí, una patente frialdad sostenida por otra cosa: una oculta arrogancia. Ahora casi estaba empezando a sospechar que podría estar ocultando su personalidad auténtica bajo una supuesta excentricidad.
—Ya había oído antes hablar de la existencia del astrario —continuó Wollington—. Entre ciertos arqueólogos, no solo para su esposa, se convirtió en una especie de santo grial.
Se acercó a un archivador y, tras hurgar en él, sacó el facsímil de un documento.
—Esta carta, fechada en 1799, fue enviada por Sonnini de Manoncourt desde Alejandría a Napoleón. Detalla que, aunque no ha conseguido encontrar la caja celeste de Ramsés Nectanebo, ha tenido la fortuna de hallar una sección de una tablilla de piedra inscrita de cuyo gran valor religioso y mágico está convencido. Como puede ver, la carta fue legada al British Museum por el egiptólogo copto y místico Amos Jafre.
Comprendí que esta tenía que ser una copia de la carta auténtica que Isabella había visto años atrás en Goa. Fascinado, traté de descifrar el adornado escrito en francés arcaico, pero Hugh Wollington se apresuró en devolverlo al archivador.
—¿Ese tal Amos Jafre era de fiar? —pregunté, procurando que mi interés pareciera momentáneo.
—Como egiptólogo, su reputación era impecable. Con respecto al resto de sus creencias, no puedo emitir ningún juicio. Pero, en relación con la carta, se ha demostrado que es auténtica.
—¿Cómo acabó en el museo?
—Jafre nos legó todas sus posesiones y escritos, unos más útiles que otros. Es curioso que informara exactamente al museo acerca de cuándo podría prever su llegada —comentó, e hizo una pausa, quizá para causar efecto—. Predijo la fecha de su propia muerte, hasta la hora. Asombroso.
Fruncí el ceño, tanto por el regocijo petulante presente en la voz de Wollington como por la morbosidad del asunto.
Wollington se puso unos guantes blancos de algodón y levantó el astrario para examinar su parte inferior.
—Siempre es divertido ver cómo funcionan estas imitaciones.
Me sobresaltó esa forma de volver a la actualidad.
—¿Imitación?
—Sí. Siento tener que decirle que, probablemente, esto sea una falsificación… posiblemente del siglo XVII. Lo más probable es que lo construyera un alquimista, como un elemento más de su colección de trampas para convencer a posibles futuros clientes. Cualquier objeto que pudiera relacionarse con Nectanebo II, el gran faraón y mago egipcio, será fantástico para crear el ambiente adecuado.
Le miré fijamente. Sabía que estaba mintiendo. La cuestión era por qué.
—Mire, yo estaba allí cuando mi esposa lo extrajo del fondo marino.
Me resultaba difícil disimular mi enojo ante la altanería de Wollington. A través de los cristales, pude ver a otros funcionarios del museo que levantaban la vista de sus escritorios ante la dureza de mi tono.
—Siento desilusionarle. No digo que no sea una falsificación cara. Además, como le dije antes, es ridículo pensar que algo del período faraónico y tan complejo como esto pueda estar en una condición tan impecable.
Su tono de voz se había hecho típicamente condescendiente y solo sirvió para convencerme aún más de que el artefacto era auténtico. De manera que también él quería el astrario. Pero, ¿por qué el torpe intento de engañarme? Aunque consiguiera persuadirme de su falta de valor, era impensable que creyera que se lo dejaría a él.
—Como geofísico, puedo decirle que ese estado de conservación es raro, pero no insólito —dije—. A veces, el lodo del suelo oceánico es tan denso que el oxígeno no puede atravesarlo. También parece que el mecanismo pudiera haber sido conservado originalmente en petróleo, lo que hubiera creado un sello estanco.
—Sr. Warnock, está usted agarrándose a un clavo ardiendo —dijo Wollington, con una sonrisa que era, más bien, una mueca—. Naturalmente, comprendo que esté molesto, dadas las circunstancias de su descubrimiento.
Su anterior humor irónico parecía ahora extremadamente insincero, una falsa benevolencia orientada tanto a hacerme confiar en él como a que yo bajara la guardia. En cambio, ahora su voz manifestaba una férrea agresividad, a duras penas disimulada, y me percaté de que todo su cuerpo se había tensado como si estuviese preparándose para luchar. Retrocedí hasta situarme detrás del sillón, dispuesto a dejarme llevar por un instinto animal: la presa preparada para huir del cazador.
—En fin, si se trata de una falsificación sin valor, me la llevo a casa —dije, de manera deliberadamente informal, extendiendo la mano para coger el artefacto. Inesperadamente, lanzó su mano, aferrando mi muñeca. Yo traté de retirarla hacia atrás, pero Wollington era sorprendentemente ágil para un hombre de su complexión.
—En realidad, como le advertí, hay unos protocolos que observar, incluso con las falsificaciones.
El tono de Wollington había cambiado y alcancé a distinguir al soldado que escondía el académico, una violencia silenciosa pero palpable. Logró intimidarme momentáneamente y mi ansiedad creció. Por un instante, nos enfrentamos. Después, con la misma celeridad, su actitud cambió a la de una simpatía neutral, liberando mi brazo.
—Mire, no llevará mucho tiempo. Si no le importa esperar aquí…
Sonrió, con una sonrisa abierta y tranquilizadora, en ese momento. A regañadientes, me senté. Quizá yo estuviese un tanto paranoide. A través de los cristales de separación, vi que entraba en el despacho adjunto y se acercaba a un colega de aspecto muy formal. Intercambiaron unas palabras; después, miraron hacia el tabique de cristal. Sus miradas no conectaron con la mía y supuse que la transparencia de los cristales sería de un solo sentido. Parecía que estuvieran discutiendo. El hombre mayor hizo ademán de coger el teléfono, pero Wollington le agarró el brazo, impidiéndole levantar el receptor.
La manga de la camisa de Wollington se elevó, mostrando un tatuaje. Después, con la misma rapidez, hizo un movimiento y el tatuaje quedó de nuevo cubierto. Aunque no podía estar muy seguro por la distancia, creí reconocer la forma característica de un ba, un tatuaje similar al de Isabella. La inesperada coincidencia de imágenes me impresionó.
Un portazo cercano me puso en acción. Metí el astrario en la mochila y salí del despacho lo más rápido que pude sin llamar la atención.
El vestíbulo de entrada al museo estaba lleno de turistas. Me puse al pie de la gran escalinata de mármol. Al otro extremo del vestíbulo, vi a un funcionario del museo que oteaba la muchedumbre. Me escondí tras una columna. En ese momento, se abrió la puerta de un ascensor y salieron de él cinco guardas de seguridad con aspecto de ir con una misión determinada. A las órdenes de su superior, se separaron y comenzaron a abrirse paso entre los turistas y los visitantes del museo. Pude ver que estaban buscando a alguien. Miré como loco a mi alrededor; allí cerca, una joven madre, embarazada de muchos meses, y con una niña pequeña, trataba de controlar la sillita. En ese momento, la niña empezó a gritar. Bajé la cabeza y me acerqué a ella, ofreciéndole ayuda. Sin esperar respuesta, tranquilicé a la cría, la senté en la sillita, asegurándola con el cinturón y escolté a madre e hija hasta la salida. Empujando la sillita, fui derecho hacia los guardas, pasando a su lado mientras sonreía y charlaba con la agradecida mujer; supongo que parecíamos el arquetipo de una joven familia. Nadie se fijó siquiera en mí. Pero, cuando pasamos cerca del mostrador de recepción, sonó un teléfono. Contestó una joven; después, miró en mi dirección. Reuniendo todas mis habilidades de actuación, la ignoré. Debía de estar a unos treinta centímetros de la puerta giratoria cuando ella llamó a los guardas. Sin decir palabra, entregué la sillita a la madre y salí lo más rápidamente posible sin dejarme llevar por el pánico. Una vez fuera, eché a correr, paré un taxi y entré en él de un salto.
Cuando el taxi giró en la esquina, pude ver a los guardas de seguridad que salían corriendo del edificio. Me arrellané en el asiento.