The Vue era un antiguo salón de baile que alguien había decidido recrear como sala de actuaciones de rock. Aparte de algunos plafones fluorescentes y un telón de fondo con una enorme «A» sobre fondo rojo, rodeada por una circunferencia, la decoración original permanecía relativamente intacta. Los adornos de escayola en relieve adornaban los palcos y del techo colgaba una enorme araña de cristal, imaginativamente acordonada con luces eléctricas de color rosa, mientras que una luz estroboscópica pintaba las paredes con deslumbrantes y entrecortados fogonazos azules y blancos.
El bar, situado en un palco más elevado, estaba rodeado de grandes reservados y tenía sobre el mostrador un luminoso de neón, que se encendía y apagaba mostrando a Betty Boop practicando sexo con Mickey Mouse. Me abrí paso a través de la multitud, sosteniendo contra el pecho un vodka y cuatro pintas de Guinness. Cuando habíamos llegado, el grupo estaba entre bastidores, preparándose para continuar y los guardaespaldas no nos dejaron verlos. Así que, Zoë me guió hasta el bar, me indicó dónde estaban esperando los compañeros de piso de Gareth y me encargó que pidiera las bebidas. Llegué a la mesa, cohibido por la estropeada cazadora de cuero que Gareth había dejado en el apartamento y que Zoë me había obligado a llevar.
Tenía la sensación de haber entrado en una especie de mundo de tinieblas de El Bosco, poblado por mujeres y hombres jóvenes arreglados con las ropas y peinados más fantásticos. Se apoyaban en las paredes y estaban repanchingados en los sillones; incluso, una pareja parecía estar practicando sexo sobre la mesa de uno de los reservados, ajena a la indiferente concurrencia. Otra pareja lucía brillantes crestas rosas de unos treinta centímetros de alto; el hombre, mucho más bajo que su amiga, me recordaba un extraño pavo real. Llevaba los ojos cuidadosamente destacados con kobly sombra de ojos negros, mientras que las mitades afeitadas del cuero cabelludo, a ambos lados de la cresta rosa, brillaban como una tabla de color claro. Sobre la camiseta rota, que se mantenía unida gracias a unos imperdibles, llevaba una cazadora negra de cuero, cubierta de cremalleras y tachuelas, y su ajustadísimo pantalón era de hule. Su pareja llevaba un sujetador de cuero, del tipo que podría comprarse en un sex shop, y una minifalda de tela escocesa, bajo la que se veían con toda claridad las ligas que sostenían sus medias de malla gruesa. Los dos tenían una elegancia tribal, y sobre todo el joven, con su largo cuero cabelludo afeitado y sus rasgos aguileños, me recordó una versión suavizada de algunas de las tribus nubias que había visto en África central. Nunca había pensado que los ingleses pudieran ser capaces de unos atuendos tan decorativos e imaginativos y, por un extraño momento, especulé si esa moda no sería una brillante fusión de la Gran Bretaña de la era colonial y los desheredados urbanos.
Los compañeros de piso de Gareth estaban sentados en uno de los reservados y Zoë, a su lado. Puse las bebidas sobre la mesa; después, me senté en el lado opuesto. No podía dejar de pensar, con cierto alivio, que, cuando lo hice, parecían fuera de lugar. Eran un curioso grupo ecléctico cuyos miembros no parecían tener nada en común, excepto la casa okupa en la que vivían, en Harlesden, un suburbio semi-industrial, poco atractivo, de los alrededores del noroeste de Londres. La estrecha hilera de casas adosadas victorianas era un lado de una calle sin salida que había sido marcada para demolición hasta que Gareth y sus amigos las ocuparon ilegalmente hacía dieciocho meses. A pesar de mi desaprobación, no podía dejar de admirar la energía que habían desplegado para reparar el lugar, limpiando el antiguo alcantarillado que iba bajo la calle, retirando la basura acumulada en el jardín trasero y reemplazando las ventanas destrozadas.
—Excelente, amigo mío: las bebidas han llegado intactas a pesar de la incontrolable manada —anunció Dennis.
A sus cuarenta años, era miembro activo del International Marxist Group y padecía un trastorno límite de la personalidad, un personaje apasionadamente literario que, cuando no estaba leyendo a Nietzsche, trabajaba como corredor de apuestas. A su lado estaba Philippe, un francés bajito y corpulento de pelo largo que había llegado a Londres escapando del servicio militar; al menos, eso le había dicho Gareth a Isabella. Aparentemente, mi hermano había reclutado al prófugo en un mitin anarquista.
El tercer compañero de piso era un minúsculo irlandés de treinta años llamado Francis, de pelo rojizo y lacio que le llegaba a la cintura en mechones lisos. Llevaba una barba de chivo a juego. Nunca se le veía sin su gorro de lana, lo que le daba el aspecto de un estudioso gnomo de jardín.
—Gracias, Oliver; eres un caballero y no quiero que se olvide —murmuró en su suave acento irlandés del sur mientras alcanzaba su bebida.
Una sensacional rubia escultural, que llevaba el pantalón lleno de cremalleras, chinchetas y demás ferretería y una camiseta de malla, pasó ante nosotros; sus pechos ondulantes eran claramente visibles, así como sus grandes pezones con sendos piercings. Los tres hombres se quedaron callados, con los vasos levantados.
—¿Veis eso? Un ángel en el infierno y sé exactamente qué hombre la librará de esa terrible condena —dijo Francis admirativamente.
—¡Por favor! Estas chicas punky parecen como si sus coños tuviesen dientes. Yo me preocuparía por mi hombría —respondió Philippe antes de tomar con precaución un trago de su Guinness.
Dennis se volvió hacia Francis.
—No lo consigues, ¿no? La profanación del cuerpo es una declaración antibelleza y, sin embargo, la profanación se convierte en fetiche y después en una subcultura con sus propias formas individuales de delinear la belleza; por eso, toda esta protesta acaba siendo contraproducente. Es un bucle. Toda la historia no es más que un bucle detrás de otro.
—¡Dios, Dennis! Apuesto a que te diviertes en la cama de un modo modernista —dijo Francis, girándose hacia mí—. ¿Y tú qué dices, Oliver? ¿Esa ave te la levanta o qué?
—¡Francis! El hombre acaba de quedarse viudo; no creo que le preocupe mucho acostarse con nadie —intervino Dennis—. Perdona, Oliver, mis compañeros son emocionalmente insensibles en las mejores ocasiones. Francis no quería ofenderte.
—No hay ofensa que valga —repliqué, concluyendo que la única manera de salir airoso esa noche era emborrachándome.
—Deja solo al pobre hijo de puta —ordenó Zoë—. ¿No ves que está en shock cultural y acústico? —preguntó, y se volvió hacia mí—. Pero no te preocupes, aquí las chicas no muerden… a menos que se lo pidas muy, muy amablemente.
Y sonrió con picardía.
Por suerte, la progresiva atenuación de las luces evitó nuevas humillaciones. El maestro de ceremonias salió al escenario e, inmediatamente, el público estalló en un coro de aullidos.
—¡The Alienated Pilots! —gritó por el micrófono.
Dennis se puso en pie, con el rostro cadavérico bajo las luces fluorescentes.
—Bien, compañeros, es hora de que las tropas se presenten para el desfile —anunció solemnemente y empezó a avanzar hacia el proscenio.
Todos le seguimos, excepto Francis, que aprovechó la oportunidad para acabar nuestras cervezas.
Desde detrás del escenario oscurecido llegaba un bajo redoble y después un toque de platillos. Un cañón de luz se movió rápidamente, iluminando a mi hermano con un chorro de luz blanquiazul. Gareth parecía un hermoso grabado español del siglo XVI. Su torso desnudo era una tabla de lavar de costillas pálidas en cascada con un corazón sangrante dibujado en el pecho; su pantalón de cuero estaba colgado bajo sobre sus caderas que estaban ceñidas por un cinturón tachonado. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Llevaba una corona de espinas de plástico encajada en la frente y unas gotas de falsa sangre corrían por sus mejillas; él sostenía el micrófono con una mano, como si fuese un cetro. Levantó sus musculados brazos como en una crucifixión. Las referencias religiosas me horrorizaban… evidentemente, él no había escapado a la influencia de nuestra madre. Parecía delgado, pero no escuálido; esperaba, contra toda evidencia, que la preocupación de Zoë por él hubiese estado injustificada.
El público cayó en un silencio sepulcral. No podía dejar de pensar lo orgullosa que Isabella habría estado de Gareth en ese momento. Casi la sentía allí de pie, a mi lado, en la oscuridad, irradiando entusiasmo. El instinto me hizo volverme, medio esperando ver su rostro, pero, en cambio, me quedé mirando a Zoë, que, a su vez, miraba hacia un espacio inmediatamente encima de mí. Eché una mirada hacia atrás, preguntándome qué habría visto, pero no había nada. Como respondiéndome, de repente alargó la mano y agitó los dedos por encima de mí, casi como si espantara algo.
Después, con su cara llena de ilusión, se inclinó y me susurró al oído:
—El problema de tu hermano es que no tiene continuidad; se reinventa a sí mismo a cada momento. Pero eso es precisamente lo que lo hace famoso.
Zoë parecía una sabia maga, con sus ojos perfilados en negro que dejaban un reflejo plateado bajo las luces. De repente, la voz de Gareth resonó sobre la multitud.
—Esto es para Isabella… que brilles para siempre —anunció, y me invadió una inmensa oleada de emoción.
Al minuto siguiente, estalló en una canción en voz baja, ronca y grave, llevando su cuerpo de pose en pose: un esbelto Pierrot con la postura de un torero. El efecto era innegablemente sensual y no pude dejar de preguntarme qué le había ocurrido al niño pequeño que solía llevarme de paseo por las Colinas. «Los Fens tienen sombras», me dijo una vez. «Pero, cuando cae la noche, las sombras se van y dejan solos los Fens, todo frío y estremecimiento». Nunca olvidé la pasión de su convicción a los seis años, y ahora allí estaba, en el escenario.
My love wears green
like the dragonfly she shines
slices my heart into shimmering pieces
My love wears green…
El coro era una cacofonía insistente de acordes de guitarra que inflamaban al público. En primera fila, un grupo de skinheads saltaba y sus cabezas afeitadas brillaban de sudor. En un violento frenesí, empujaban a los lados a los otros espectadores, mientras las luces cambiaban a una luz estroboscópica de profundo color rojo sangre, fragmentando los movimientos de Gareth como en fotografías tomadas a cortos intervalos.
She takes the mighty
and strikes them blind
She slips with all my friends
Yet swears she’s mine
My love wears green…
Era como si mi hermano se hubiese transformado en alguien de quien no tenía ni idea que existiese bajo aquella apariencia indolente. Sus letras encerraban una calidad del antiguo mundo celta, a pesar de la punzante brutalidad del coro. Las tres canciones siguientes encerraban el mismo romanticismo tambaleante de la primera: baladas seductoras rotas por violentos estribillos. Al borde del escenario, a los pies de Gareth, se había reunido un grupito de chicas, cuyas caras se iluminaban cuando el cañón de luz enfocaba la multitud como el rayo de un faro que diera bandazos. Parecía como si cada chica mantuviera un diálogo privado con aquella vigorosa figura, como si solo cantara para ella. Me recordaban a los devotos ante un altar, transfigurados, transportados. Lo contemplaba hipnotizado y, repentinamente envidioso, me encontré imaginando lo que supondría ostentar aquel poder.
En ese preciso momento, un chico de unos quince años, con una bandera británica prendida con un imperdible a su camiseta, me empujó para pasar, derramando su cerveza sobre la parte delantera de mi pantalón. Me tambaleé, pero él siguió sin preocuparse, tropezando con el público que se bamboleaba. Los tres vodkas que había tomado chocaron con mi agotamiento produciéndome un repentino mareo. Me abrí camino entre la gente y me apoyé en la pared, mirando cómo cantaba mi hermano a través de un caleidoscopio de emoción.
El camerino de Gareth era mucho menos glamuroso de lo que había imaginado. Pintado de blanco, tenía un espejo desportillado pegado en una pared, una mesa de fórmica bastante estropeada, cubierta de bastoncillos de maquillaje, latas de cerveza vacías y ceniceros a rebosar de colillas. En un rincón, había una taquilla-armario de acero con ruedas, de la que colgaban diversos accesorios y ropas para actuar.
Gareth, que llevaba gafas de sol, se inclinó hacia el borde de la mesa. Iba rodeado de una pequeña muchedumbre de seguidores y de miembros de la banda, con una lata de cerveza en una mano y llevando a Zoë, con veneración, bajo el otro brazo. Bajo la luz fluorescente, pude ver que el sudor le había hecho surcos en el maquillaje. Parecía nervioso, todavía muy animado por su actuación, pero también reconocí la influencia de las anfetaminas en sus gestos maníacos. Me vio.
—¡Oliver! ¡Oliver! ¡No puedo creer que estés aquí! Casi no te reconozco con esa barba —me dijo y, dirigiéndose a quienes le rodeaban—: ¡Atención todo el mundo! Este es mi hermano, ¡recién llegado de la tierra de los faraones!
La pequeña muchedumbre me miró; después, aparentemente desilusionados por mi pinta corriente, se volvieron a sus bebidas y sus charlas. Abriéndose paso entre ellos, Gareth se quitó las gafas de sol y me dio un gran abrazo. La impresión del abrazo me dejó helado.
—¿Te gustó la dedicatoria? —preguntó.
Olía a cigarrillos y a loción Old Spice.
—Fue realmente conmovedora.
—He sentido mucho lo de Isabella.
Odiándome por la intrínseca torpeza de los hombres de mi familia, me aparté.
—Ha sido terrible —dije con voz quebrada, a pesar de mi reserva.
—Ahora estás en casa. Me alegro de verte.
Cambié de tema. No podía soportar hablar de Isabella, no ahora, no con Gareth.
—Has estado fantástico. No podía creer que fueses mi hermano.
—¿Habéis oído? ¡Oliver cree que hemos estado fantásticos! —gritó a la habitación—. ¡Y es un condenado tory!
Quienes le rodeaban sonrieron tontamente y asintieron en muda aprobación.
—Yo no soy un condenado tory —murmuré, avergonzado.
—Sí, pero eres un capitalista… es lo mismo. De repente, se inclinó hacia los otros. —¡A tomar por el culo! ¡Todos! Se callaron, murmurando entre ellos y preguntándose si los estaba echando.
—¡Ahora! —gritó, esparciendo saliva. La estancia se vació en minutos. Gareth se volvió hacia mí, sonriendo.
—¡Oh, la fuerza pura de la celebridad! Son ovejas… toda esa condenada gente.
Sacó un paquete de cigarrillos bastante aplastado del bolsillo trasero de su pantalón de cuero y encendió un pitillo torcido, inhalando profundamente.
—¡Coño! Es terrible… sin Isabella, no eres nada. Ella era tu yo inspirador, tu lado femenino evolucionado; ella hizo poesía de aquellas andanzas tuyas para explotar el barro.
El discurso de Gareth tendía a oscilar bruscamente entre el golpeteo adornado al estilo de Oscar Wilde y el argot contemporáneo, como si su personalidad fuese una obra solemne en desarrollo, cuyos cimientos todavía no estuviesen muy firmes.
—La palabra es «geofísico» y no es barro, sino petróleo.
Le miré a los ojos, tratando de calibrar el tamaño de sus pupilas.
—Te has colocado con speed, ¿no? ¿Sabes que todos estamos preocupados por tu salud?
Mi voz volvió al acento norteño de mi infancia mientras hablaba… la lengua de mi familia.
Gareth me apartó y volvió a ponerse las gafas de sol.
—Dame un respiro. Has estado fuera durante muchos meses y papá ha estado detrás de mí todas las condenadas semanas.
—¿Cuándo empezaste a consumir de nuevo? Creí que habíamos hablado de eso…
—Isabella habló de eso. Tú nunca te interesaste hasta ahora. ¿La vas a traer de nuevo? —preguntó abruptamente.
—¿Qué?
—Pensé que quizá trajeras las cenizas o algo así.
Le miré fijamente. Las anfetaminas le estaban llevando a la exaltación maníaca.
—Isabella tuvo un funeral católico; era lo que quería su familia.
—Pensé que podríamos tener nuestro propio servicio, ya sabes: esparcir sus cenizas por el monte o algo así. Yo podría haber cantado. A Isabella le gustaba mi forma de cantar.
—¡Dios! ¡Eres increíble!
Me di la vuelta para marcharme, pero Gareth extendió el brazo y me puso la mano en el hombro.
—Escucha: lo siento, ¿vale? Ha debido de ser un infierno para ti. Sé que no la habría devuelto a la vida. Vosotros dos erais simbióticos: silencio y canto.
Durante un segundo se abrió una ventana al hombre que podría haber sido; raramente había oído a Gareth hablando de un modo tan sincero. Decidí arriesgarme.
—Gareth, tú hiciste un dibujo para Isabella, un dibujo del astrario…
Su comportamiento cambió por completo; era como si se hubiese despabilado instantáneamente. Fue hacia la puerta y, tras comprobar que no había nadie merodeando por el pasillo, la cerró.
—Ven conmigo esta noche, Oliver, ven a la casa okupa. Tenemos que hablar.
El dormitorio de Gareth, en el piso superior de la casa adosada, tenía las paredes negras y un techo de color azul oscuro en el que había pegado calcomanías fluorescentes de planetas y estrellas, una galaxia ficticia que no se parecía en absoluto a la Vía Láctea ni a ningún otro cuerpo astral conocido. Se tumbó en un colchón tirado sobre el suelo, mientras que Zoë y otras personas de su entorno —Philippe, el percusionista, un par de guardaespaldas borrachos— holgazaneaban en la habitación. Me senté torpemente al lado de mi hermano, con la espalda pegada a la fría pared, descubriendo que prácticamente nunca estaba solo, lo que se convirtió en un motivo de irritación cada vez más fuerte.
Gareth acababa de apagar la luz para exhibir su celestial obra de arte y los demás estaban mirando reverentemente su brillo verdoso.
—Te lo digo: con este hachís, es mejor que la Capilla Sixtina —murmuró Philippe, acurrucado en un sillón.
—Tendrías que ver cómo es con ácido —dijo el percusionista, girándose sobre su espalda, con un colocón enorme.
—Sí —afirmó Zoë, con voz muy fina.
—Gareth —dije entre dientes—, creí que querías hablarme a solas.
—Estamos a solas.
—No, ¡coño!, no lo estamos.
—Quiero decir: existencialmente.
—Muy bien… Me voy.
Traté de ponerme de pie, pero Gareth me agarró el brazo.
—Lo siento. Escucha, no te vayas, hablamos en un minuto, te lo prometo.
Tiró de mí hacia él. Su aliento apestaba a Guinness.
—¿Cómo murió en realidad? ¿Encontró el astrario? ¿Ocurrió así?
Hice una pausa, mientras mi mente hurgaba en la oscuridad. No me había dado cuenta de que él sabía que Isabella había estado buceando en busca del astrario en Alejandría.
—Se ahogó buscándolo —murmuré.
No iba a decirle que lo habíamos encontrado. No se trataba de que yo no confiase en él; simplemente, quería protegerle.
No podía soportar la idea de ponerle en peligro del mismo modo que, sin quererlo, puse a Barry. Quizá ya hubiese arriesgado la vida de Gareth al venir a su casa. No podía alejar la abrumadora sensación de que me estaban siguiendo y si, Dios no lo quisiera, alguien lo acorralase y le preguntara, era más seguro que no supiese nada.
—Ven conmigo —me dijo, ayudándome a levantarme.
Nos encaminamos hacia la puerta, sorteando piernas extendidas y brazos abiertos y provocando un coro de improperios. La pequeña habitación a la que me llevó estaba tapizada con cartones de huevos e iluminada con una única bombilla, sin lámpara. Un escritorio estropeado con una mesa mezcladora de sonidos encima ocupaba una pared, mientras que enfrente había una pequeña librería con títulos como: Una estación en el infierno, de Rimbaud; El mago, de John Fowles; Modos de ver, de John Berger… las lecturas habituales de un estudiante de arte de veintidós años.
—Este es mi taller —dijo—. Sirve de estudio de grabación y de espacio para dibujar. Solo les permito la entrada a unos pocos privilegiados. Hay fans ahí fuera que darían su virginidad por atravesar esa puerta.
—Entonces, no tienes nada que temer: perdí mi virginidad hace años —bromeé.
—Gracias al puto Cristo por eso.
Gareth cogió el ejemplar de Una estación en el infierno.
—Esto es lo que creo que buscas.
Entre las páginas estaba lo que parecía un borrador algo más tosco de su dibujo.
—¿Te lo enseñó?
—Sí, la noche antes de… —balbuceé, incapaz de decirlas palabras. Temblándome las manos, saqué el dibujo que él había hecho para Isabella.
Gareth me puso la mano en el hombro, un breve consuelo.
—¿Te explicó los símbolos de la parte inferior? —preguntó, mientras me volvía a poner la mano en el hombro por otro breve momento. Suspiré y moví la cabeza, examinando el dibujo.
—Me dijo que me lo diría cuando tuviera en sus manos el auténtico astrario. Pero sé que trabajasteis juntos sobre el cifrado.
La conducta de Gareth cambió instantáneamente. Se irguió, quitándose con la mano el pelo de la frente; después sonrió.
—Siempre fui muy bueno con los rompecabezas, ¿recuerdas?
Se detuvo, aparentemente para reunir toda su energía. Después, como una especie de alquimista, puso sus manos a cierta altura sobre la página antes de pasar el dedo sobre las letras como si estuviesen en braille. Nunca le había visto tan concentrado antes, con los ojos cerrados y sus facciones temblando ligeramente, como si el papel mismo le hablara directamente solo a él. Abrió los ojos de repente; después, dobló cuidadosamente el papel, de manera que los símbolos quedaran alineados entre sí.
—He estado mirándolo durante horas. Había algo en la simetría o en su ausencia que me molestaba.
Levantó el papel. Lo había doblado de tal forma que los símbolos eran, en realidad, mitades de símbolos o jeroglíficos completos, y, cuando cada símbolo se unía con su opuesto, las ocho letras se convirtieron en cuatro. Señaló los cuatro nuevos jeroglíficos.
—Son jeroglíficos egipcios básicos que puedes consultar en cualquier biblioteca: cantar/canción, vara/horquilla, introducido/colocado, Hator/león, boca. La traducción es: «Cuando la horquilla que canta se introduzca en la boca del león, las arenas lo reflejarán». Nos pasamos horas antes de que vosotros os marchaseis a Alejandría tratando de entender el contexto: ¿qué podía hacer una frase así en un astrolabio, una calculadora de tiempo? Después, unas semanas más tarde, caí en la cuenta. Estaba de juerga… había estado levantado durante varios días. De todos modos, en medio de la noche, tuve esta epifanía; fue justo un par de semanas antes de que Isabella se ahogara. La llamé inmediatamente y le pregunté: «¿La horquilla podría ser una llave y la boca del león el ojo de una cerradura? ¿Y si el astrario requiere una llave?». Se produjo un largo silencio; después, dijo en voz baja: «¡Dios mío, Gareth, lo has resuelto! Diez años de investigación y lo has resuelto». Nunca podré olvidar su voz.
—Isabella siempre fue un poco dramática —dije, con voz ronca. La pena se mezclaba con la culpa, y sentí unos extraños celos de que le hubiese hecho su confidencia a Gareth y no a mí.
—Mira, es un antiguo enigma —dijo, impaciente—, una especie de instrucción metafórica. Pero ahora nunca lo sabremos, ¿no? —añadió, mirándome inquisitivamente.
Evité su mirada, angustiado por la posibilidad de que adivinara que habíamos encontrado el astrario e, incluso, que yo lo tenía en mi poder. No lo engañé.
—Oliver, tú no tendrás…
—Escucha, cuanto menos sepas, más seguro estarás, ¿comprendes? —le espeté, con más agresividad de lo que hubiese querido.
—Estás en peligro, ¿no es así?
Bajé la vista sin responderle. No creo que Gareth me hubiese visto nunca tan vulnerable y pude ver su agobio mientras trataba de conciliar esta persona nueva con el emprendedor audaz que conocía. Pasado un momento, se volvió hacia la fotocopia.
—Muy bien, no sé nada. Pero hay algo más que debes saber acerca de esta inscripción. Creo que la forma de construir el cifrado es simbólica en sí misma: dos mitades que no significan nada hasta que se juntan. Vuelve a hacer hincapié en la idea clave. Calculo que el astrario, si Isabella lo hubiese encontrado, habría estado incompleto. Necesita algo más, su otra mitad: lo más probable es que sea la llave, para activarse. Dos mitades que hacen un todo, es casi como una historia de amor. Ahí lo tienes, esa es la versión del jodido drogadicto y romántico Gareth.
Miré de nuevo los jeroglíficos, tratando de mantener mi rostro inexpresivo para encubrir mi asombro. Intuitivamente, Gareth había comprendido la necesidad del uas, la llave del instrumento.
Un ruido al otro lado de la puerta me sobresaltó y rápidamente recogí todos los papeles. Pude ver que Gareth estaba nervioso por mi miedo. Alargué el brazo y le puse mi mano en el hombro.
—No digas nada a nadie sobre los jeroglíficos ni su significado, ¿entiendes? Esto es muy importante: importante para mí, importante para Isabella. Tienes que destruir el dibujo y olvidar todo el asunto, ¿me lo prometes?
Asintió solemnemente.
—Y quiero que vengas y te quedes conmigo —continué, decidido a persuadirle de que era vulnerable—. Solo estaré aquí un par de semanas, pero te daré la oportunidad de desengancharte. Y, francamente, podría hacerlo a través de la compañía.
El cuerpo de Gareth se tensó ante la mención de su adicción. Inmediatamente, empezó a deslizarse hacia la indiferencia del yonqui.
—No puedo hacer eso… tengo la escuela de arte, las actuaciones, es imposible…
—Por favor.
—No, Oliver.
Su voz había adoptado un tono de hosca agresividad y yo sabía que no tenía sentido discutir.
—Entonces, por lo menos, llámame a diario para decirme si estás bien.
—Eso sí puedo hacerlo.
Sacó su encendedor del bolsillo del pantalón y prendió la esquina de su papel, observando cómo se retorcía la hoja y se transformaba en ceniza.
—Adiós, hermana mía —susurró.