Me desperté sobrepasado el mediodía. El sol era un dardo carmesí que me pinchaba en los ojos, teniendo que esforzarme para abrirlos. Estaba allí tumbado en aquel delicioso «no estado», como una ameba, feliz por un rato, hasta que una sensación ardiente en la espalda me despertó por completo. Me incorporé y extendí el brazo hacia atrás para tocarme la piel, que me escocía. Los dedos se me quedaron pegados con sangre.
Me levanté y me acerqué al espejo: cuatro profundos arañazos me recorrían la espalda. La toqué; la sensación que me producían era como si hubiera arrastrado la espalda por una fila de alfileres o clavos. Después, recordé el sueño, haciendo el amor con Isabella. Estudié de nuevo los arañazos, pero parecían demasiado próximos entre sí para que los hubiesen hecho unas uñas.
Retiré hacia atrás las sábanas y las mantas; la sábana bajera estaba manchada de sangre. En la almohada había varios cabellos largos. Cogí uno y me lo enrollé en el dedo. ¿De Isabella? Era una locura, pero parte de mí quería que le hubiera pertenecido a ella, para que el sueño hubiese sido real. En ese preciso momento, me di cuenta de que había una pequeña pluma marrón medio escondida bajo el colchón. La cogí y la lancé sobre la cama soplándola. ¿Podría ser de alguna de las almohadas?
Me vino a la mente la puerta en miniatura cincelada en la lápida de la tumba de Isabella. Me acerqué a la biblioteca y busqué «Nectanebo II» en uno de los libros de referencia de Isabella.
Parte de la información que había obtenido de Hermes y de la tesis de Amelia Lynhurst estaba allí, junto con una fotografía del sarcófago vacío del faraón y un recuadro con información sobre el mismo. Ahora, estaba en el British Museum. Estudié de nuevo la fotografía, buscando en vano nuevas pistas. Vi que el recuadro estaba firmado por Hugh Wollington, del British Museum. Hugh Wollington. Presumiblemente, era un egiptólogo, pero no recordaba que lo hubiese mencionado Isabella. Quizá él pudiera darme más información sobre el astrario. Moisés, Ramsés III, Nectanebo, Banafrit y Cleopatra estaban relacionados con el astrario. Quizá Hugh Wollington tuviese más información acerca de cómo estaban relacionados y quizá supiera si había alguna correlación entre los jeroglíficos inscritos en el astrario y los del sarcófago de Nectanebo. Todavía no sabía muy bien cómo preguntarle sin enseñar el astrario, pero quizá se me ocurriera algún modo en el viaje. Estaba cada vez más entusiasmado. Hacía mucho tiempo que no iba a casa. Quizá fuera esto lo que necesitaba para adquirir cierta perspectiva junto con nueva información y el viaje a Inglaterra podía alejarme de las garras de quienes andaban detrás del astrario. De repente, me vino a la mente la imagen de un rostro con casco sobre una motocicleta, seguida rápidamente de las de Ornar y su siniestro acompañante. Sería bueno liberarme de esta paranoia constante de sentirme seguido. Además, un motivo casi tan importante como este para ir a Inglaterra era que me permitiría, por primera vez desde la muerte de Isabella, ver a mi padre y a Gareth. Al pensarlo, me invadió una oleada de deseo de estar con la familia y en un ambiente familiar.
Unos golpes en la puerta principal interrumpieron mis pensamientos. Con mucho cuidado, miré por la mirilla: un joven de unos dieciséis años esperaba al otro lado. Lo reconocí de las oficinas de la Alexandrian Oil Company.
—De parte del Sr. Fartime —me dijo, mientras me entregaba una nota al abrir la puerta.
La chabacana decoración moderna de la central de la Alexandrian Oil Company, en la calle Sherif, reflejaba el dilema personal del Sr. Fartime. Se consideraba a sí mismo como un empresario del siglo XX atrapado en un paradigma decimonónico que simplemente chirriaba. Había hecho todo lo posible para contrarrestar las proporciones clásicas de su despacho con un mobiliario moderno extrañamente inadecuado, pero no había sido capaz de aplicar la misma modernización a la organización de la compañía y me bombardeaba constantemente con largas anécdotas sobre la anticuada burocracia con la que se veía obligado a trabajar.
Cuando entré en su despacho, el Sr. Fartime se levantó a duras penas de su sillón de cuero blanco en el que estaba sentado, mientras sostenía en la mano un ejemplar de la revista Time. Me di cuenta de que en la portada aparecía un sonriente Noam Chomsky. Antes de que tuviera oportunidad de preguntarme qué opinaría el Sr. Fartime del activista estadounidense, había dejado la revista sobre la mesa y extendía el brazo para estrecharme la mano.
—Gracias por venir tan rápidamente, Oliver. De nuevo, le doy el pésame por su terrible pérdida…
—Muchas gracias —repliqué, recordando que la última vez que el Sr. Fartime había visto a Isabella fue en una comida durante la que discutieron sobre los méritos ecológicos de la presa de Asuán.
Por fortuna, la disputa se interrumpió cuando la anfitriona, una adinerada sirio-egipcia de la alta sociedad, con muchas conexiones con la Comunidad Europea, perdió un micrófono oculto en su escotado traje de noche. Estaba molinada sobre la mesa para hacer alguna observación cuando el aparato se desprendió y fue a caer en la sopera. El embajador estadounidense pescó el micrófono y le dijo: «Si tiene que espiar, madame Abdallah, permítanos el honor de equiparla con la tecnología más moderna. El departamento de diseño de nuestros amigos soviéticos suele ser un poco anticuado». Ante la ocurrencia, toda la mesa estalló en carcajadas. No obstante, aunque la velada terminó con una nota simpática, recuerdo que fui muy consciente de que todos los invitados se habían marchado preguntándose si su seguridad en Egipto habría quedado comprometida por algún comentario desfavorable sobre el régimen que se les hubiese escapado.
Me senté frente al Sr. Fartime, preguntándome si él también recordaba la ocasión.
Señaló mi barba.
—Amigo mío, ¿se ha unido a mis hermanos más religiosos? —bromeó, haciendo referencia a los barbados musulmanes que recientemente habían empezado a aparecer con más frecuencia en la ciudad occidentalizada.
Sonreí.
—No, no; no se trata de ninguna fe recién descubierta. Solo he estado demasiado ocupado para afeitarme.
—Entiendo. Confío en que la seguridad adicional en la villa sea de su agrado —continuó—. Me preocupó mucho el trato indebidamente brusco que recibió de manos de nuestra estimada fuerza policial después del fallecimiento de su esposa.
La Alexandrian Oil Company puede ser una institución gubernativa, pero nos gusta cuidar a nuestros consultores, en especial a nuestro «Adivino». Le prometo que, desde ahora, seremos mejores anfitriones.
El inglés del Sr. Fartime era una extraña mezcla de expresiones victorianas y proverbios árabes. A pesar de las reservas de Isabella acerca de su política, el hombre siempre me había gustado. No obstante, ahora observé con atención su cara.
¿Acaso sus comentarios eran una forma de evaluar mi respuesta al interrogatorio de la policía? ¿Quizá era incluso un intento de averiguar si Isabella había descubierto algo durante su última inmersión?
—El guarda extra hace que el lugar parezca más seguro —respondí con cautela—, y se lo agradezco, pero estoy seguro de que no es esa la razón de que me haya llamado con tanta urgencia. ¿Está todo en orden en el campo?
—Más que en orden. Las tasas de perforación están subiendo muy bien. Adivino en efecto. No, se trata de una cuestión personal.
Me removí en mi asiento, un poco nervioso, rebuscando en mi mente recuerdos de alguna transgresión que pudiese haber cometido.
—He recibido algunas noticias de su hermano menor, Gareth —dijo rápidamente.
Me enderecé. Recordé la última conversación telefónica que había mantenido con mi hermano: las palabras entrecortadas, su repentino llanto al final. Desde la muerte de mi madre, mi hermano se había quedado más aislado, a pesar del séquito que lo rodeaba. Después, estaba su adicción: la exaltación que acompañaba el consumo de anfetaminas, las llamadas telefónicas frenéticas. Y, en medio de estas depresiones, Gareth siempre había acudido a Isabella en busca de orientación emocional, un cabo de salvación que ahora se había cortado.
—No ha…
—Está vivo, no tema —me cortó el Sr. Fartime—. Su pareja llamó esta mañana a la oficina preguntando por usted. Su hermano ha dado un giro a peor, como dirían en Inglaterra. La pareja de su hermano cree que usted regresará a Inglaterra lo antes posible para ayudarles. Insistió mucho… una joven muy tenaz.
La sonrisa del Sr. Fartime no encerraba ninguna ironía y sentí que su preocupación era auténtica. Gareth había mencionado por teléfono a una compañera, Zoë, pero yo no la conocía. Pensé que, al menos, parecía responsable. Me había preocupado que la muerte de Isabella provocara la recaída de Gareth y la promesa que le hice a ella de que cuidaría de él reverberaba ahora en mi mente.
Como si leyera mis pensamientos, el Sr. Fartime se inclinó sobre la mesa.
—Yo también tuve una vez un hermano. Era diez años más joven que yo. Lo perdí en la guerra de 1973. Hay muchas cosas que habría hecho de otra manera si hubiese tenido ocasión y una de ellas habría sido conocer mejor a mi hermano —se detuvo, un poco embarazado al aventurarse en un terreno tan íntimo—. Vaya allí, Oliver. La compañía celebra concederle cuatro semanas. El campo puede permitírselo y, dadas sus circunstancias personales, es lo menos que podemos hacer.
Se produjo otra incómoda pausa cuando bajó la vista hacia sus zapatos.
—Conocí al padre de su esposa, ¿sabe? Mi padre trabajó como administrador suyo en la algodonera… antes de 1956, naturalmente.
—Naturalmente —repetí, sorprendido una vez más por lo entrelazada que estaba la sociedad alejandrina.
—Confiamos en que regresará al final de esas cuatro semanas, Oliver. Hay más trabajo que hacer en Abu Rudeis, y después de ese terremoto menor…
Tosió educadamente, avergonzado por su alusión al temblor de tierra que había matado a Isabella. El recuerdo de la esfinge cayendo al fondo marino invadió mi mente. Lo deseché rápidamente, sin querer pensar en ello aquí.
—¿La falla llegó hasta el campo petrolífero? —pregunté en cambio, verdaderamente sorprendido—. Creí que era un temblor subacuático. ¿Por qué no me lo dijeron?
—El pozo salió indemne y usted ya tenía bastantes problemas de los que ocuparse en aquel momento.
El Sr. Fartime tosió de nuevo.
—Estaré de vuelta a primeros de junio, se lo prometo. El depósito también es un proyecto mío, no lo olvide.
—Mantendré desocupada la villa para usted —dijo, con una inclinación de cabeza. Echó atrás el sillón, elevó su gran humanidad y estrechó de nuevo mi mano—. Dígame, ¿qué estaba buscando realmente su esposa en aquella inmersión?
La pregunta me cogió tan desprevenido que tuve que hacer un esfuerzo para mantener mi compostura. Pensé rápidamente.
—Un pez raro —dije—. Recordará usted lo ecologista que era…
El Sr. Fartime se rió.
—Cierto, me temo que sí.
Cuando volví a la villa, encontré a Ibrihim blandiendo una antigua pistola mientras reprendía al guarda nuevo en un árabe enérgico e insultante. Tras él, podía verse una ventana de la cocina rota. En cuanto me vio, Ibrihim puso mala cara.
—¡Monsieur Oliver tiene que decirle a este perro holgazán de guarda que no puede quedarse dormido en el trabajo! ¡Si no, nos asesinarán a todos mientras dormimos! Alabado sea Alá, en esta ocasión no han robado nada de la villa. La próxima vez quizá no tengamos tanta suerte. Por favor, usted tiene autoridad.
Me arrastró hasta el avergonzado guarda. Al peguntar al hombre, descubrí que habían entrado en la villa mientras Ibrihim estaba visitando la mezquita. El guarda, que, en efecto, se había quedado dormido, se había despertado con el ruido de cristales rotos y había conseguido ver a un joven. Traté de conseguir una descripción más detallada del joven pero estaba ya anocheciendo y el guarda no había logrado ver bien la cara del intruso, pero estaba seguro de que llevaba un arma. No era, pues, un ladrón corriente. Levanté la vista hacia la alta verja de hierro y me pregunté cómo se las habría arreglado el intruso para escalarla y saltar sobre las púas que la coronaban. La idea irracional de que pudiera haber llegado volando me pasó por la mente. La deseché de inmediato, horrorizado por mi propia fragilidad mental. No obstante, era innegable que había desaparecido la sensación de seguridad entre estas cuatro paredes y estaba decidido a salir de Egipto antes de que mis perseguidores dieran conmigo… o antes de volverme completamente loco.
En cuanto los otros entraron en la casa, fui hacia la parte de atrás de la casa a revisar el sitio en el que había escondido el astrario. Aparentemente, el lugar estaba como lo había dejado, la tierra no estaba removida, pero ahora no podía dejarlo allí enterrado de ninguna manera.
Dediqué el día siguiente a organizar mi viaje a Londres. Empaquetar cosas era una forma de distraerme de mi creciente ansiedad por el hecho de dejar atrás la tumba de Isabella. No podía dejar de pensar que la abandonaba allí, pero tenía que ver a Gareth. Estaba preocupado por la llamada que habían hecho al Sr. Fartime y la incómoda sensación de que la adicción de Gareth hubiese empezado a consumirlo planeaba sobre mi conciencia. De repente, se me ocurrió una idea. Quizá Isabella le hubiese dicho a Gareth algo más sobre el astrario cuando le pidió que hiciese el dibujo. Atravesé la estancia, dirigiéndome a la estantería y saqué el papel escondido en la parte de atrás. Quizá pudiera averiguar la clave. Siempre había sido muy bueno resolviendo rompecabezas. Guardé el papel en el fondo del bolsillo interior de mi mochila.
Aquella noche me senté en la cama con la carta de Isabella en la mano. Su característica caligrafía me suscitaba imágenes de ella como si fuesen hebras de mi memoria: Isabella aplaudiendo con mi hermano durante un partido del Carlisle United; Isabella presentando un artículo en la Royal Archaeological Society en Londres; Isabella bailando como loca en el piso con los Rolling Stones.
Volví a mirar la corta nota.
Oliver, perdóname; nunca he sido completamente sincera contigo. Hace años, Amos Jafre no solo me dijo la fecha de mi muerte; también me dijo que podría salvar la vida si descubría el astrario a tiempo.
El hecho de que Isabella hubiese creído al místico hasta el punto de cambiar voluntades y tender puentes con Cecilia, hizo que me diera cuenta de lo profundas que eran las diferencias entre nuestros puntos de vista culturales y filosóficos. Si hubiese tenido el valor de afrontar esas diferencias cuando todavía estaba viva, en vez de esperar que ella misma las fuese allanando, ¿podría haberla salvado? Un enfermizo sentido de culpa me invadió: tenía que haber impedido la inmersión de aquel día. Nunca teníamos que haber vuelto a Egipto.
Salí al balcón y miré el jardín. Las yemas del granado que había plantado sobre el astrario estaban empezando a abrirse. Era como si pudiera sentir la presencia del astrario a través de la gruesa lona en la que lo había envuelto, a través de la caja de madera, a través de los treinta centímetros de tierra que lo cubrían. Y mientras estaba mirando, tuve la nítida impresión de que el astrario me devolvía la mirada. Moví la cabeza como para librarme de su influencia. No era real, sino la fuerza de la sugestión, pero las palabras de Hermes seguían estando presentes: No subestimes el astrario.
Pero, ¿cómo iba a llevarlo a Inglaterra? Si lo llevaba en mi equipaje, podían detenerme en el aeropuerto por tratar de sacar ilegalmente del país una antigüedad. No podía pasar por otro interrogatorio. Quizá pudiera llevar las páginas que me había dado Hermes con los jeroglíficos transcritos… ¿sería suficiente información para Hugh Wollington? De todos modos, cuanto más pensaba en ello, menos me apetecía dejar allí el astrario. Ahora, estaba vinculado a él, comprometido con él.
Formaba parte de Isabella y, por tanto, también formaba parte de mí. Y si quien andaba tras él estaba preparado para matar a Barry, sabía que era cuestión de tiempo que burlara la seguridad de la casa. Tenía que llevarlo conmigo.
Recordé después las fanfarronadas de Bill Anderson unos días antes.
Me encontré con el tejano en el Alexandria Sporting Club. El que fuera en otro tiempo prestigioso club de campo, del que solo podían ser miembros unos pocos privilegiados, tenía su propia pista de carreras, pistas de cricket y de bolos sobre hierba, así como un campo de golf de dieciocho hoyos.
La gran sala de recepción, con sus vigas de madera de estilo Tudor y sus trofeos de caza me recordaban una casa de campo inglesa. Tras el incidente en la villa, procuraba citarme con la gente bien en lugares públicos, bien en el laberinto de los callejones traseros, en donde era imposible seguir a nadie. Nos sentamos los dos en una terraza, con sendos cócteles de whisky y menta, mirando el césped inmaculadamente cortado y los setos y arbustos ornamentales perfectamente recortados, con el leve ruido sordo de las pelotas de tenis que se oía a distancia. En un rincón de la sala estaba sentado un anciano caballero que llevaba un fez rojo y un clavel rojo en la solapa.
Estaba rodeado por un grupo de mujeres de setenta y tantos años, que llevaban elegantes vestidos de día y sombreros de colores apagados. Vimos que besaba la mano de una de las mujeres, que reía, coqueta.
—¿Quién es, Matusalén? —preguntó Anderson, riendo.
—Ese, amigo mío, es el bajá Fargally, conocido en otro tiempo como el «Rey del Algodón», amigo de reyes, estrellas de cine y dictadores —respondí—. Ahora está condenado a sus recuerdos.
—Antes o después, todos terminaremos así —bromeó Anderson y levantó su vaso hacia el anciano.
Sonriendo, el bajá Fargally brindó por nosotros. Anderson se volvió hacia mí.
—Bien. ¿Cuál es ese misterioso favor que puedo hacerte? Me incliné hacia adelante.
—En el Sinaí, dijiste que podías pasar cualquier cosa por las aduanas como equipos de emergencia.
—No estaría yo bajo la influencia de alguna sustancia ilegal en ese momento, ¿no?
—Vamos, Bill, estoy hablando en serio. Hay algo que tengo que llevarme a Londres, algo que a Isabella le importaba mucho.
Me miró fijamente. Después, revolvió pensativamente su cóctel con la ramita de menta que lo adornaba.
—¿Qué dimensiones tiene?
—Está guardado en una caja de cuarenta y seis por treinta centímetros. Si se abriera, nadie, salvo un arqueólogo con mucha experiencia lo reconocería.
—¡Dios, Oliver!, no estarás metido en estas cosas, ¿no?
—Si piensas que estoy tratando de vender esa condenada cosa al mejor postor, te equivocas. Antes o después, volverá a Egipto. Solo estoy cumpliendo las últimas voluntades de Isabella… y créeme, no es lo que querría estar haciendo.
Anderson enarcó las cejas, incrédulo.
—Lo más que puedo hacer es llevarlo directamente a Aberdeen en el avión privado de la compañía y remitirlo después por mensajería a Londres. Si va marcado con el emblema de la compañía, no lo abrirá nadie.
—Eso es suficiente. ¿Cuándo podrá ser?
—Puedo organizado de manera que tú mismo lo dejes en el avión y llegaría a Londres un par de días después que tú. Mis equipos vuelan antes que yo.
Levanté mi cóctel en un brindis.
—Anderson, te lo debo.
—Ya te lo cobraré. Entrechocamos nuestras copas.