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Desanduve el camino hacia el centro de la ciudad; mi mente era un torbellino en el que los axiomas familiares se las veían y se las deseaban con una multitud de hipótesis nuevas. El astrario que llevaba en la mochila, rebotaba en mi espalda a cada paso que daba. Pensé en la advertencia de Hermes sobre el poder del instrumento; después recordé la explicación de Barry acerca de la creencia de los antiguos egipcios en la magia, su entrecruzamiento con el culto religioso, el quehacer intelectual, la brujería y la ciencia.

Caminar me ayudaba a organizar mis pensamientos; era una costumbre nacida en mis vagabundeos infantiles por los páramos de Cumbria. Mientras mis piernas absorbían el ritmo de la calle, en mi mente comenzó a tomar forma un destino. Una pareja de ancianos jugaba al Shesh Besb al exterior de un puesto de calzado. Eché un vistazo a las fichas del juego, calculando los movimientos necesarios para ganar y después tomé mi propia decisión. Iría al cementerio a hablar con Isabella, a llevarle el astrario.

Era ilógico, pero, en esta ocasión, a diferencia de lo que ocurría habitualmente en el campo petrolífero, donde justificaba mis decisiones con la ciencia, me basaba exclusivamente en mi intuición. Ahora me había convertido de verdad en el Adivino; la conciencia de ello me resultaba dolorosamente paradójica.

Caminé por Bab el-Muluk hacia la me-Sherif y pasé el mercado de antigüedades hacia la plaza de la Cairo Station. Dos largas colas de personas me interrumpían el paso; en una estaban las mujeres; los hombres, en la otra. Todos llevaban firmemente agarradas sus cartillas de racionamiento. Cual serpientes, ambas colas discurrían hasta una gamaya, la cooperativa de alimentación en la que la gente compraba la comida racionada: carne, arroz, aceite y harina. Se formaban cada vez que llegaba un nuevo cargamento de importaciones raras, cosas sencillas como cordero de Nueva Zelanda, mantequilla y té. Ahora, todos esos artículos, en otro tiempo corrientes, escaseaban, en medio de la revolución económica que se produjo cuando Sadat abrió Egipto al mercado libre, a principios de ese año.

Aquí, en el centro de la ciudad, los edificios eran de estilo más occidental, y empezaba a asomar la antigua Alejandría cosmopolita, elegante y ostentosa: el edificio del antiguo Lloyds Bank, el Banco di Roma y el Bank of Athens, todos ellos otrora puntos de referencia del colonialismo, ahora bajo la bandera del National Bank of Egypt. Pasé el Bank Misr, con sus balcones y arcos, más otomanos que clásicos; después caminé al lado de la iglesia anglicana de San Marcos y las antiguas oficinas situadas en los adornados bloques neoclásicos de la ciudad. Siguiendo por la calle Fuad, empezaban a aparecer las grandes villas: villa Salvago, villa Sursock, villa Rolo, fantasmas de un mundo pasado. Caminaba zigzagueando entre los peatones. De repente, me percaté del ruido de una motocicleta a mi espalda. Había estado tan absorto en mis pensamientos que no sabía cuánto tiempo habría estado siguiéndome. Comprendí que podían haberlo estado haciendo desde el mismo momento en que salí del apartamento de Hermes y, frenético, miré a mi alrededor. Un taxi tocó la bocina a mi lado, mientras el taxista gesticulaba a la caza de clientes. Salté al coche y le dije al taxista que me llevara al cementerio Chatby en el preciso momento en el que el motor de la moto rugió detrás de mí.

Cuando el taxi aceleró, miré por el cristal trasero, tratando de ver la motocicleta. Efectivamente, allí estaba, tratando de seguirme, haciendo eses y esquivando el caos de peatones y carros tirados por caballerías. Durante un momento terrible, me pareció ver la cara amenazante del hombre que iba en el coche con Omar aquel mismo día. Después, un minibús abarrotado de viajeros se atravesó y, cuando pasó, la moto había desaparecido.

ISABELLA FRANCESCA MARIA BRAMBILLA

N: 31-1-1949 M: 14-5-1977

Miré las letras y los números grabados, cuyos nítidos bordes confirmaban su novedad. La cara de Isabella, irónicamente sonriente, miraba desde la fotografía en blanco y negro fijada en la gran lápida de mármol, al lado de los retratos ovalados de su padre y sus tíos. Una vez más, me di cuenta de la ausencia de la fotografía de Giovanni. Me parecía inconcebible que no estuviera enterrado con su familia y me preguntaba por el protocolo que debería seguir para preguntarle directamente por ello a Francesca. Volví a mirar la foto de Isabella: parecía que la hubiesen hecho en su primera comunión; apenas la reconocía. Representaba un período de su vida al que nunca tuve acceso y me encontré momentáneamente inundado por unos extraños celos.

Me horrorizaba pensar que Isabella pudiera yacer incompleta en aquella tumba. ¿Le había fallado yo en su muerte? A pesar de mi propia falta de espiritualidad, no podía apartar el inquietante pensamiento de que Isabella no pudiera descansar hasta devolverle su corazón, que su ba pudiera estar atrapado en esta vida para siempre. Racionalmente, sabía que no podía ser así, pero con todo, sentía que mi pragmatismo empezaba poco a poco a desmoronarse. A pesar de mis protestas ante Hermes, tenía la sensación de que me estaba incorporando a la magna epopeya del astrario. El estrés, el puro agotamiento físico, así como mi batalla constante contra una profunda pena me habían hecho vulnerable, como si la tierra se estuviera abriendo bajo mis pies. ¿Acaso había empezado a vislumbrar algún sentido en determinadas cadenas arbitrarias de sucesos? ¿Me estaba imaginando perseguidores, espíritus en las sombras, símbolos en los sueños, incluso? ¿Estaba practicando alguna especie de heurística extraña? En todo caso, era innegable: mis parámetros de la realidad estaban empezando a desmoronarse.

Deposité con mucho cuidado el astrario, sin sacarlo de la mochila, sobre la lápida que cubría la tumba de Isabella. No estaba seguro, pero esperé… quizá esperara una señal de que, finalmente, ella se uniera con el objeto a cuya búsqueda había dedicado tantos años. Los segundos se tornaron en minutos. No ocurría nada, solo el crujido de la rama de un árbol y una leve brisa; el tiempo pasaba.

Me fijé en una ajada corona de lirios apoyada sobre la lápida; los pétalos eran ya de color marrón y estaban encrespados. Una flor se había desprendido y estaba caída sobre el césped. Me agaché para cogerla y, de repente, descubrí un pequeño agujero en el extremo más alejado de la lápida de mármol.

Me puse de rodillas y miré más de cerca: era un agujero cincelado de unos 10 cm. de profundidad y 7,5 cm. de ancho. Alguien se había tomado incluso la molestia de darle el aspecto de una puerta en miniatura con un perfil grabado. No lo había visto cuando enterramos a Isabella y, sin embargo, la imagen me parecía, de algún modo, inquietantemente familiar.

—¿Oliver?

La voz era femenina, musical y con acento italiano. Levanté la vista: Cecilia, la madre de Isabella, estaba de pie, a la cabecera de la tumba; su caro traje de Chanel parecía ridículamente fuera de lugar. En una mano sostenía un pequeño ramo de crisantemos; con la otra, trataba de detener la brisa que estropeaba su peinado.

—Lo siento —dijo ella—. Te he molestado en un momento íntimo.

Al darme cuenta de que ella había pensado que estaba rezando, me levanté rápidamente, me sacudí las rodillas y, preocupado porque pudiera advertir el agujero cincelado en la tumba, retrocedí de inmediato hacia el camino.

Cecilia extendió sus brazos y tomó mi mano entre sus dedos enguantados, mientras su mirada recorría mi rostro cansado, la barba sin afeitar y la ropa arrugada.

—¡Pobre! Nunca pensamos en la muerte de las personas jóvenes e inteligentes. Esas muertes son una obscenidad, un chiste contra Dios, ¿no crees?

A diferencia de su hija, Cecilia era alta y tenía una rubia belleza toscana, refinada por el lustre de Roma. Delgada y de ojos verdes, parecía plenamente consciente de la fuerza de su propio atractivo. Solo era ocho años mayor que yo, lo que la convertía en una joven mujer de cuarenta y seis años. Para disgusto mío, un espasmo de involuntario deseo me atravesó como una sacudida eléctrica. Para empeorar las cosas, tuve la impresión de que Cecilia sentía mi problema. Aparté la mano.

Sonriendo débilmente, se agachó para colocar su ramo al lado de los lirios. Las palabras me salían como en un balbuceo mientras trataba de desviar la mirada de su falda, que se alzaba dejando a la vista sus muslos.

—No pude impedir aquella inmersión. Dios sabe que traté de hacerlo, pero ella insistió una y otra vez. Todavía no puedo dejar de pensar que si hubiese…

—Oliver, fue un accidente, la consecuencia de una cadena de acontecimientos que llevó a un momento que no podías controlar. ¿Quién puede decir si ese momento podía haber discurrido o no de otra forma?

Ella miró alrededor, por el cementerio, con aprensión. Después, se me acercó.

—Sé que Isabella te había dicho cosas terribles sobre mí. La voz de Cecilia era poco más que un susurro. Hizo una pausa, como esperando que yo dijera algo. No lo hice.

—Tienes que entenderlo —continuó—. Me acosaron para que les dejara a Isabella. Muy pronto me di cuenta de que había cometido un grave error. Pero yo solo tenía veinticinco años cuando enviudé y Giovanni Brambilla era un hombre aterrador. Era inmoral y se desesperaba por influir en los acontecimientos que escapaban a su control, y canalizó gran parte de sus desvelos a través de Isabella. Incluso empezó a involucrarla en sus actividades, unas actividades que no eran adecuadas para una niña. Incluso ahora, es muy poderoso, más allá de la tumba.

—¿Qué clase de actividades? —pregunté, intrigado. No me cuadraba ella en el papel de víctima, pero la alusión a Giovanni me resultaba inmensamente fascinante.

—Una vez, cuando Isabella tenía unos nueve años, Francesca me escribió diciendo que le preocupaba el modo en que Giovanni había comenzado a implicar a Isabella en ciertas funciones extrañas, ritos, con un grupo de adeptos. Inmediatamente, compré un billete de avión, pero, cuando traté de entrar en el país me negaron el visado. No había ninguna razón para ello, por lo que no pude evitar pensar que Giovanni había utilizado de algún modo su influencia para impedirme la entrada. Después de aquello, siempre que le preguntaba a Francesca sobre ese episodio, ella negaba que me hubiese escrito nada.

—Isabella tenía pesadillas —le dije—. La misma una y otra vez. Una reunión de personas que llevaban a cabo un rito, uno de los ritos del Antiguo Egipto que ella había estudiado…

La expresión del rostro de Cecilia era de horror.

Mia povera figlia! —murmuró, al borde del llanto. Su angustia era tan real que me llevó a compadecerme de ella. Iba a hablar cuando se oyó el chasquido de una ramita detrás de nosotros y ambos nos volvimos. Vi un movimiento entre los árboles, el destello de una figura ahora oculta.

La expresión de Cecilia cambió de inmediato: ahora era de miedo.

—Tenemos que irnos. Aquí, la gente es capaz de cualquier cosa para reinventar su historia, aun su historia reciente —murmuró.

Comenzamos a andar hacia la entrada. Parecía como si en el cementerio no hubiera nadie, pero seguía teniendo la fuerte sensación de que me estaban observando. Me estremecí. Sobre nosotros, el graznido de los cuervos llenaba el cielo vacío. Tomé brevemente la mano de Cecilia. Por segunda vez en aquella tarde, sonrió.

—Por fin, Isabella se puso en contacto conmigo, un mes, más o menos, antes de su muerte. No fue una carta, sino una caja de fotografías de nuestros primeros tiempos, de cuando todavía vivía su padre. Cuando la abrí, lloré, pero, ¿no te parece raro: no saber nada de tu hija durante tanto tiempo y que, de repente, inesperadamente, ella te envíe unas fotografías antiguas un mes antes de su muerte?

Mientras despedía el Mercedes de Cecilia, con mi corazón lleno de recuerdos de Isabella y de miedo por su pasado, recordé de repente dónde había visto antes la puerta en miniatura: era como el portal grabado en la pared de una antigua tumba egipcia, la puerta simbólica que permitía que el ba del difunto entrara y saliera.

¿Quién podía haber esculpido tal cosa en la lápida de la tumba de Isabella? ¿Y quién me había estado observando mientras hacía mi descubrimiento? Miré una vez más a mi alrededor. Pero el cementerio permanecía desierto a la débil luz de la caída de la tarde.

Cuando regresé a la villa, descubrí que el Sr. Fartime, en nombre de la Alexandrian Oil Company, había contratado a un segundo guarda de puerta para mayor seguridad. Le dijo a Ibrihim que les había preocupado el interrogatorio tras el ahogamiento de Isabella. Pero también, con la creciente escasez de alimentos y el racionamiento, ya se habían producido algunos ataques contra occidentales y yo sabía que Fartime se sentía responsable de mi seguridad.

Aunque resultaba tranquilizador ver al fornido pero amable guarda, sonriendo con su uniforme provisional y saludando desde la verja, no me fiaba de la seguridad de la villa. Después, aquella noche, sabiendo que Ibrihim estaba ausente haciendo su visita anual a su madre en Ar-Rashid, esperé hasta que vi que el guarda dormitaba en su garita de la verja de hierro.

Después, con el mayor silencio posible, salí al jardín. Envolví el astrario en una lona y lo enterré en una caja de madera al pie de uno de los magnolios, un escondrijo provisional a salvo de cualquiera que entrara en la villa. Cuando me detuve, pala en mano, levanté la vista a la cérea luna. Los egipcios creían que la luna era un lugar de descanso para las almas que ascendían y, al mirar la luminosa superficie picada de viruelas del astro, parecía un concepto extrañamente razonable. En ese preciso instante, hubo un batir de alas y algo pasó volando ante mí, demasiado rápido para ser un ave. Sobresaltado, tiré la pala; después, me maldije por haberme asustado. Media hora más tarde, terminé de plantar un pequeño granado de raíces superficiales sobre el astrario; allané el suelo, de manera que pareciera que la tierra no había sido removida. Solo cuando volví al interior de la casa recordé que Hades había engañado a Perséfone para que comiese siete semillas de granada, condenándola a estar con él en el averno durante siete meses cada año. Sin duda, era una asociación inquietante.

Pasada la medianoche, me senté al borde de la cama, con el Valium que me había recetado el médico de la empresa en la mano, preguntándome si podría encarar, una vez más, aquella oleada de empalagosa oscuridad, la pérdida de control sensorial que ahora me permitía dormir.

Decidí no tomar la pastilla y me metí en la cama. Mirando al techo y las sombras cambiantes de las ramas de los árboles que proyectaban las farolas de la calle, se me cerraron, por fin, los ojos y me quedé dormido.

Soñé que estaba al sol, una luz brillante, quizá una playa, la sensación de una suave superficie granulosa bajo mi piel calentada por el sol; después, el suave peso de otro cuerpo abrazado al mío. Reconocí al instante la forma y el olor. No me atrevía a abrir los ojos para no asustarla de nuevo, pero la urgencia de verla me inundaba.

Abrí los ojos y descubrí, para mi sosiego, que había estado soñando. Isabella me miraba, con sus ojos llenos de aquel violeta oscuro en los que tantas veces me había perdido. Sonriendo, se me acercó. El tacto de su piel a punto estuvo de despertarme. La sentía indiscutiblemente real: la calidez, la humedad aterciopelada, la intimidad de su aroma.

Asombrado, alargué la mano, pasando mis dedos por aquel espeso velo que formaban sus cabellos, aumentando la confianza del contacto. Sus labios atraparon mi labio inferior y la promesa de otras caricias se reflejó silenciosamente en el enlace de amor de nuestras bocas, un beso que desencadenó todos los recuerdos de nuestros abrazos anteriores: las primeras semanas de nuestro noviazgo, cuando hacíamos el amor toda la noche; andando, después, a trompicones alrededor de los mercados de Calcuta, borrachos como cubas; justo cuando el olor de su pelo me ponía las cosas difíciles, su voz susurraba todos nuestros planes futuros, tejiendo patrones frente a aquellas noches tropicales. Este momento y todos los demás pasaron por mi mente como las formas de un caleidoscopio; pero ahora su boca había comenzado a viajar hacia mi pecho; sus largos y frescos dedos, tan reales como su sabor; sus labios, una fina franja de calor, despertaban temblores en mis muslos.

De repente, el recuerdo de su muerte reverberó en todo mi ser como una de las explosiones subterráneas que yo había coreografiado.