13

Tomé una ruta tortuosa, por lo que, cuando llegué al bloque del apartamento de Hermes Hemiedes, era ya la primera hora de la tarde. El olor a pescado frito llenaba el oscuro vestíbulo y de alguna parte del edificio llegaba el sonido de un bebé que lloraba. Cuando entré, un perro sarnoso acurrucado en el rincón levantó su solemne cabeza y me miró, inexpresivo. Después, como si hubiese cumplido su cometido de perro guardián, volvió a tumbarse en el suelo.

Eché un vistazo a la lista de inquilinos; el nombre «Hemiedes» estaba escrito en letras doradas al lado de las palabras:

«ÁTICO».

Un signo escrito en árabe anunciaba que el ascensor estaba averiado. Empecé a subir la escalera.

La vista desde la azotea era espectacular. Frente a mí, se elevaba al cielo la columna de Pompeyo, flanqueada por dos esfinges. Hecha de granito rojo, había sido erigida en el 300 d. C. para conmemorar al emperador romano Diocleciano, que había salvado del hambre a la ciudad. Era una vista magnífica, con la ciudad detrás de la columna, extendiéndose hasta el Mediterráneo. Volví al jardín de la azotea. El piso superior del ático era un pequeño apartamento con terraza que albergaba un sofá y sillones de mimbre con gran cantidad de almohadones, a los que daba sombra un emparrado que hundía sus raíces en enormes jarrones de cerámica. Unos móviles de viento, colgados como frutas extrañas entre las ramas, emitían sus átonos sones, acompañados por los sonidos de Ziggy Stardust, de David Bowie. Era una extraña combinación. Me senté, cansado, preguntándome de nuevo por el hombre que había visto con Ornar. No podía ser una coincidencia, ¿o sí? Pero, ¿quién era y para quién trabajaba? ¿Para el gobierno egipcio, deseoso de proteger los artefactos del país? No, parecía infinitamente más siniestro que eso e incluso ahora, sentado en un apartamento seguro, me era difícil desprenderme de una insidiosa sensación de aprensión. Me estaba resultando imposible sentirme seguro en Alejandría.

El chico que me había dejado allí —que suponía que era el compañero de Hermes y no su sirviente— puso una tetera de té verde y un vaso sobre la mesa baja que estaba delante de mí y empezó a servirlo. Vestido con un sari, con aretes de oro, pintura de ojos en cada párpado y los labios pintados de rojo, parecía tener unos trece años y sus movimientos eran increíblemente afeminados. El clásico efebo, pensé: una tradición local que se remontaba a muchos siglos atrás. En un inglés vacilante, con marcado acento americano, debido sin duda a las películas procedentes del mercado negro, me dijo que Hermes estaba dando su habitual paseo de mediodía y estaría de vuelta hacia las tres. El discurso había ido acompañado de una serie de gestos coquetos.

Su mirada se desvió hacia la mochila que había puesto a mi lado, sobre el sofá, y, a modo de protección, le puse una mano encima. Él sonrió abiertamente, una sonrisa absurdamente inocente. Después, para mi asombro, se quitó el pañuelo con lentejuelas que llevaba sobre sus pequeños y estrechos hombros y empezó a bailar al son de la música, unas extravagantes piruetas que parecían una versión exagerada del baile occidental contemporáneo que debía de haber visto una o dos veces. Cantaba en un falsete agudo que, de vez en cuando, bajaba de repente cuando le fallaba la voz; resultaba extrañamente bello y conmovedor oír la voz de este niño-hombre entrelazada con las letras de Bowie.

Se me acercó, girando sus caderas en un patoso intento de seducción. Yo no estaba seguro de si debía reír, llorar o correr.

—¡Usta! —bramó la voz de Hermes desde la cristalera abierta, seguido de unas fuertes palmadas.

El chico dejó de bailar inmediatamente y, malhumorado, se acercó al tocadiscos a quitar el LP.

Hermes salió a la terraza. Yo me levanté para saludarlo. Iba vestido con un caftán bordado y unos pendientes de perlas brillaban entre los mechones de su cabello lacio teñido; un collar a juego adornaba su arrugado cuello. Recordaba a una especie de alquimista de nuestros días que hubiese comprado sus adornos en una tienda de categoría libre de impuestos. Con un chasquido de los dedos, ordenó al chico que nos dejase.

—Perdona —dijo—. El tonto del chico quiere ser una estrella del rock y vivir en Nueva York. Aun así, quizá no carezca por completo de talento. Me alegro de verte, Oliver Siéntate, por favor, acaba tu té.

Puse la mochila sobre la mesa, delante de él, e inspiré profundamente. Después, antes de que tuviera oportunidad de lamentarlo, abrí la mochila.

—Te he traído algo —dije—. Algo sobre lo que necesito tu consejo experto.

Hermes abrió la mochila y saco el astrario con mucho cuidado. Casi como si estuviera haciendo el amor con el objeto, retiró el papel de seda en el que lo había envuelto. Finalmente, quedó a la vista sobre la mesa de cristal. Hermes musitó lo que parecía una oración y se sentó.

—Mi pobre Isabella, tan cerca de su descubrimiento… —dijo y me miró—. ¿Alguien más lo ha visto?

—Solo otra persona y está muerta. Sospecho que fue asesinada.

Si esperaba que Hermes se sorprendiera, quedé defraudado.

—En nuestros días, la gente tiene accidentes con mucha facilidad. Me gusta contemplar esos eventos desgraciados como fenómenos históricos. Después de todo, vivimos en una época muy accidentada —replicó Hermes crípticamente.

Fruncí el ceño. Era una interpretación, supuse. Pero manifestaba su tendencia ligeramente irritante hacia el misticismo, si bien de una forma algo más oscura, más elemental que Isabella.

—Me siento muy honrado porque hayas traído aquí el instrumento.

—Esperaba que pudieses traducir las inscripciones que hay en los discos —sugerí tímidamente.

—Intentaré hacerlo, por supuesto.

El egiptólogo sacó unas gafas de su bolsillo interior y se las puso.

—Hay aquí dos idiomas que reconozco de inmediato: griego, babilonio y, claro, jeroglíficos, pero hay un cuarto que desconozco. Me llevará algún tiempo: tengo que hacer una impresión en goma de las letras grabadas. Deja aquí el instrumento y tendré acabada la traducción mañana por la noche.

Titubeé; no quería dejar el instrumento durante la noche, pero también era muy consciente de que su misma presencia aquí podría poner en peligro la vida de Hermes. No podía soportar la idea de ser involuntariamente responsable de otra muerte. La visión del cuerpo muerto de Barry: los dedos crispados en rigor mortis, el hilillo rojo oscuro que recorría su garganta agarrotada, destelló en mi mente. Levanté la vista y encontré a Hermes observándome minuciosamente.

—Puedo darte cuatro horas. Esperaré aquí mientras trabajas.

—Por favor, debes confiar en mí.

—Cuatro horas, Hermes. Tengo mis razones.

Me miró; después se echó a reír y extendió la mano para sacudir la mía.

—Hombre precavido, hombre sabio.

—Un hombre precavido es un hombre vivo y yo hice una promesa.

—Me temo que el astrario te exigirá más sacrificios. ¿Crees que te han seguido?

—Conseguí escaparme.

—Bien. En Alejandría, hay espías por todas partes; todo el mundo quiere congraciarse con alguien. Es una promiscuidad chocante. Vamos, esperarás en mi sala de recepción.

Lo seguí al interior del apartamento. Una pared de la salita de recepción estaba cubierta de fotografías, la mayoría de las cuales parecían de los años treinta y cuarenta del pasado siglo.

Las miré con atención; todas parecían ser de reuniones de la alta sociedad: partidos de polo, concursos de belleza en Stanley Beach, carreras de yates, noches de ópera. Había incluso imágenes de un baile de máscaras: personajes en adornados trajes de noche, pero tribales del cuello para arriba, congelados en el tiempo, como si los hubiesen sorprendido en algún rito clandestino ilegal. Con sorpresa, reconocí algunas caras famosas de personas que estaban al lado de un Hermes Hemiedes más joven y más delgado que sonreía, arrogante, hacia el objetivo, como si ya fuese consciente de la asombrada mirada del espectador. Allí estaban Lawrence Durrell, Daphne du Maurier, el rey Faruk, lord Montgomery, María Callas. Al egiptólogo lo habían fotografiado incluso con Winston Churchill. El hombre suspiró con nostalgia.

—Los días de gloria, cuando Alejandría era una auténtica metrópoli. En la actualidad, hay una severidad tan agotadora… A veces me pregunto si estoy asistiendo a la muerte de la imaginación… Pero no hay que preocuparse: la imaginación no ha muerto; únicamente ha sido reemplazada por la paranoia.

Hermes se echó a reír y yo me di cuenta de que me estaba resultando más simpático de lo habitual.

—Asistí a muchos de estos eventos con Giovanni, el abuelo de Isabella —continuó, incapaz de ocultar la tristeza de su voz.

—¿Cómo era él? He oído muchas historias… —pregunté con discreción.

—¡Oh!, Giovanni era un compañero maravilloso, un visionario por derecho propio. Compartíamos algunas inclinaciones, una debilidad por las antiguas creencias, podríamos decir. Sin embargo, él tenía opiniones muy claras y no le asustaba caerle mal a la gente. Adoraba a Isabella, era su princesita. Ella era una niña muy seria. Visitábamos juntos muchos sitios. ¿Te habló alguna vez de Behbeit el-Hagar? Un sitio menor, pero importante en relación con los últimos días del imperio.

—¿El imperio?

—El gran reino de los faraones —lo dijo con un tono nostálgico en su voz que daba la impresión de que lo hubiera vivido personalmente—. Cuando había una auténtica magia en la espiritualidad, la clase de poder que ni siquiera somos capaces de imaginar hoy día. Esa es la razón por la que a la gente le fascina tanto aquella época. Sienten que se ha perdido un gran misterio.

De nuevo, dio la sensación de que derivaba hacia un huero romanticismo y decidí devolverlo a la realidad.

Dejé de mirar las fotografías y me volví.

—Perdona por la urgencia, pero tengo que volver a Abu Rudeis lo antes posible.

Saliendo de su añoranza, la expresión soñadora de Hermes cambió de repente a otra de recelo. Miró de reojo al lugar por donde había desaparecido el chico. Cuando habló, lo hizo en voz más baja, casi ronca.

—Oliver, el astrario es una antigüedad preciosa, de incalculable valor para nosotros, los arqueólogos, pero muchos lo verían también como una herramienta funcional, ¿lo entiendes? —me dijo mientras sus manos aferraban las solapas de mi chaqueta y me zarandeaba ligeramente, como para subrayar la urgencia de su advertencia—. En malas manos, puede considerarse incluso como un arma.

Sorprendido por su advertencia, retrocedí. Él soltó mi chaqueta.

—¿De qué manos hablamos exactamente? —pregunté, movido por un miedo que me llevaba a la brusquedad—. ¿El gobierno, grupos políticos, individuos particulares?

—Tengo cierta idea —contestó; suspiró y después su expresión pareció cerrarse de nuevo—. Pero, por ahora, me gustaría guardarme mis teorías para mí mismo. Recuerda únicamente que, sean cuales fueren tus otras prioridades, tratar el astrario como algo que no sea extremadamente potente, sería una locura —me recomendó, dándome un último y pequeño zarandeo y asintiendo varias veces—. Ten cuidado, Oliver; es todo lo que puedo decirte.

No sabía si me estaba alertando con respecto a la gente que buscaba el astrario o al artefacto en sí.

—Yo solo estoy investigando el astrario en nombre de Isabella —repliqué al final, con cautela—. No creo en la astrología ni el misticismo antiguo.

—Aun así, tienes que reconocer que hay muchas cosas acerca del mundo material que no comprendemos. Y hay ciertos individuos que tienen dones… dones de interpretación…

—Y, naturalmente, tú te reconoces como uno de ellos, ¿no? —dije, resultándome imposible apartar la ironía de mi voz.

—Te aseguro que no soy el único que lo cree… —lo decía con una tranquila confianza en sí mismo que era casi convincente—. Por favor, siéntate. Usta te traerá más té verde, pero ahora tengo que empezar.

Dejó la sala y, emocionalmente agotado, me hundí en los almohadones de seda bordados. Cuatro horas más tarde, me despertó Usta.

Hermes estaba trabajando en un estudio situado en la parte trasera del apartamento. El astrario estaba encima de una mesa: unas hojas de papel cebolla cubiertas de inscripciones calcadas a lápiz estaban al lado de vaciados en látex de los discos de la máquina; las débiles huellas de los jeroglíficos resultaban visibles en altorrelieve de goma.

Hermes me puso delante la primera página de los jeroglíficos transcritos.

—Primero, déjame decirte que este instrumento es, efectivamente, el predecesor del Mecanismo de Anticitera, como Isabella había anticipado.

Yo asentí, interesado por saber si también confirmaría los hallazgos de Barry.

Tras mirarme, continuó:

—No es de la época de Cleopatra, sino que procede de la época de los faraones egipcios, de la vigésima dinastía para ser exactos, del reinado de Ramsés III, uno de los grandes reyes de Tebas. Es interesante el hecho de que haya dos cartuchos, dos firmas, si quieres, de dos grandes faraones. El primero es Ramsés III, que supongo que fue el rey que encargó la construcción del instrumento; el segundo cartucho es de Nectanebo II, que reinó durante los años de debilitamiento de toda la era: la trigésima dinastía.

—¡Dios!, Barry tenía razón —dije en voz alta sin darme cuenta.

Por el rabillo del ojo, vi que Hermes levantaba la vista al mencionar el nombre de Barry. Empezó a hablar, pero yo estaba distraído mientras examinaba las líneas de los jeroglíficos. Las inscripciones sobre las ruedas de bronce eran muy pequeñas, de escasos milímetros de altura. En la ampliación, reconocí un par de ellas: el signo del Sol, que reemplazaba a Ra, el dios del embalsamamiento, y el de Anubis, simbolizado por la cabeza de chacal. Extendí el brazo y toqué el borde dentado de uno de los piñones. Un instrumento de la época de los faraones. Desde el punto de vista histórico, no tenía precio. ¿Pero era eso razón suficiente para matar por él o para morir al encontrarlo?

Hermes interrumpió mi ensoñación.

—¿Qué sabes de la trigésima dinastía, Oliver?

—Sé que era, más o menos, del año 400 a. C.

—En efecto. Cuando Nectanebo II ascendió al poder, Egipto era poco más que una república bananera, que solo se libró de que se lo anexionara Persia gracias a los mercenarios espartanos. Nectanebo II tuvo que afrontar dos importantes retos al comienzo de su reinado. El primero consistía en mantener el poder; el segundo, en equilibrar a los siempre amenazantes persas y su sofisticado armamento con la peligrosa codicia de los mercenarios espartanos que fueron empleados como protectores de Egipto. Más que nada, el joven rey tenía que unir Egipto, restaurar la autoestima de la nación. En algunos aspectos, hay paralelismos con el Egipto de hoy día…

La voz de Hermes se detuvo antes de recuperar su cadena de pensamiento.

—Nectanebo reconstruyó la confianza de Egipto en sí mismo de tres maneras. Una fue recordando a su pueblo los antiguos días gloriosos de Egipto, cuando regía el mundo conocido y los persas y los griegos eran, en comparación, principiantes primitivos. La segunda forma consistió en reforzar su influencia con los sacerdotes, los campesinos y la intelectualidad, enfatizando su alianza con los dioses. Esto llevó a la tercera forma: construir tantos templos como pudiera durante su reinado. Un astrario, que ya era legendario en su época, un objeto espectacularmente mágico que había poseído uno de los grandes faraones Ramsés, hubiera sido un poderoso símbolo político para Nectanebo. Al poseerlo, podía invocar su descendencia directa de Ramsés y de los dioses mismos, sobre todo de Isis, la más poderosa de las diosas, a quien estaba dedicado este instrumento.

—¿Y qué pasa con su primer propietario, Ramsés III?

—Ramsés III es conocido porque vivió en la época de las plagas y por rechazar a los llamados «Pueblos del Mar», posiblemente refugiados de guerra de la devastación de Troya. Hay algunas conjeturas acerca de que él fuera también el Faraón en los tiempos de Moisés y el Éxodo. Hay muchos que creen que el mismo Moisés fue un gran mago —comentó, mirándome de manera un tanto significativa—. Incluso hay una mención en el Nuevo Testamento: «Moisés conocía la sabiduría de los egipcios y era poderoso en palabras y obras». Recuerda que Moisés fue educado en la corte egipcia y, en la antigua jerga egipcia, «sabiduría» significa «conocimiento de lo oculto». Hay incluso dos papiros del siglo IV denominados: El libro oculto de Moisés, que describe los ritos mágicos para ponerse en contacto con los dioses y cómo obtener información predictiva.

Empecé a asentir con impaciencia y Hermes llevó rápidamente la conversación al tema del astrario.

—Algunos de los jeroglíficos que aparecen en el instrumento dicen que la función de la «caja celeste» era tener poder sobre el mar, el cielo y la tierra. Hay una leyenda que dice que Moisés utilizó un astrario mágico robado a Ramsés III para dividir el mar Rojo…

Tras las últimas palabras de Hermes, hubo un momento de silencio y sentí que me atravesaba un escalofrío… la idea de que el astrario pudiera tener alguna significación bíblica me aterrorizaba más que cualquier otra cosa, una emoción residual de mi infancia, pues me recordaba a mi madre leyéndome algunos de los pasajes más terroríficos de la Biblia. Me erguí en mi asiento, tratando de disipar mi miedo irracional.

—No lo dirás en serio…

—Déjame acabar —me espetó Hermes—. El rumor de tener en sus manos un arma potencialmente tan terrorífica bastaría para influir en la estrategia de guerra de Ramsés e infundir terror en los corazones de los enemigos.

Digerí esto un segundo.

—¿Y las inscripciones que hay sobre el instrumento confirman esto?

—Bueno, el astrario mismo está formado por tres discos primarios tras los cuales hay un mecanismo mucho más complejo. El disco exterior más grande está hecho de una aleación que no reconozco; parece tener grabada una versión a escala inferior del Zodíaco de Dendera, que está basado en la astrología egipcia. El disco siguiente describe los movimientos de Venus y Marte, Hator y Horus para los astrónomos egipcios. El último disco sigue las trayectorias de Júpiter, que los egipcios identificaban con Amón-Zeus, y Saturno, la temida deidad Set —dijo, deteniéndose para tomar un poco de té—. En cuanto a las inscripciones, la mayoría están escritas en jeroglíficos egipcios. Unas son simples instrucciones acerca de cómo manejar el mecanismo. Otras describen la historia de la máquina y cuentan sus hazañas. Hay una pequeña parte en griego antiguo, pero sospecho que esto puede haber sido añadido después, durante la época de Ptolomeo. Hay unas líneas en arameo, lo que indica que los estudiosos hebreos también estuvieron implicados en su construcción, y hay también un reconocimiento de la astronomía babilónica, que los egipcios también respetaban.

Me miró, pensativo.

—Se menciona también una llave, llamada uas, que es una referencia al bastón de mando que llevaban todas las deidades celestes —dijo Hermes, señalando la pequeña cavidad con aspecto de ojo de cerradura en la que me había fijado antes, en el centro de los discos—. Parece que se hacía funcionar a mano.

—Pero falta la llave.

—Cierto. Sospecho que en los tiempos antiguos habría algún funcionario responsable del uas. Posiblemente se ahogara en el hundimiento del navío y se perdiera el uas, o quizá sobreviviera y quién sabe dónde puede estar ahora. Pero una cosa es segura: reúne la llave con el astrario y tendrás a tu servicio un instrumento muy poderoso y muy peligroso. Mira esto… —indicó, sosteniendo bajo la luz la hoja de la inscripción griega calcada, y empezó a leer—: «Esta iluminación de los cielos y del destino…». Utilizo aquí la palabra «destino», en sentido amplio, porque es la traducción más aproximada que se me ocurre, pero la palabra en cuestión sugiere una mayor libertad que la idea contemporánea del destino. En realidad es una combinación de pasión y destino —comentó y se detuvo, fuese por respeto reverencial o por algún otro efecto que no podría decir—. «Esta iluminación de los cielos y del destino es propiedad heredada de su majestad y manifestación terrena de Hator, Afrodita elsis, Cleopatra VII…».

Cuando Hermes me miró, me di cuenta de que sus manos temblaban de excitación.

—Parece que es muy posible que Cleopatra fuese la última propietaria del astrario —dijo—. Pero hay algo que me inquieta…

—¿Qué es?

—Es esto.

Me acercó una hoja de papel casi en blanco. Reconocí la clave que había visto en el dibujo de Gareth.

—¿Sabes qué es? —pregunté. No veía ninguna razón para mentir—. Lo he visto antes. Isabella ya tenía noticia de ello cuando estaba buscando el astrario. Me dijo que era una clave.

—¿Pero te dijo lo que significaba?

Hermes me miró inquisitivamente y, por un momento, pensé que detectaba en sus ojos una paranoia cercana a la desesperación. Rápidamente, desvió la mirada.

—No tuvo oportunidad —repliqué lentamente. El instinto me decía que no le dijese que mi hermano podía tener la respuesta al enigma.

—La descubrí, aislada, bajo el cuerpo principal del texto —dijo Hermes, observándome minuciosamente—. Por mi vida, que no puedo descifrarla. Pero su posición aislada indica su importancia.

A pesar de su largo cabello despeinado sobre la frente abombada y del colorete que se extendía más o menos por sus pómulos, Hermes tenía algo fascinante. Comprendía por qué había cautivado tanto a Isabella: era imposible no quedar cautivado por su pasión y la profundidad de su competencia. Era uno de esos individuos que se llevan de calle a los demás por su entusiasmo. Sus animadas explicaciones, su entusiasmo evidente e infeccioso me obligaron a luchar contra mi habitual desapego.

Cogió otro papel.

—Esta es la traducción de los jeroglíficos: «Quien ponga su fecha de nacimiento sobre estos diales cambiará o transformará la trayectoria de su ka. Yo le daré al esclavo la vida del faraón; haré que Anubis grite la fecha de su óbito». De manera que el astrario es también una herramienta predictiva. De hecho, creo que una de sus predicciones podría haber sido la razón por la que Nectanebo huyese de Egipto. Unos dicen que fue a Etiopía o a la Macedonia continental. Otros creen que Aristóteles fue en realidad Nectanebo II y que él instruyó a su antagonista, el joven Alejandro, en las ciencias de las Matemáticas y la Astronomía.

De alguna parte del apartamento llegó el sonido de unos cubiertos que alguien estuviera moviendo, de una llave que hicieran girar a un lado y a otro. Tanto Hermes como yo miramos alrededor, asustados. Era difícil permanecer en el presente y evitar ser arrojado a la historia que parecía emanar del artefacto mismo.

—Isabella decía que el astrario demostraría que el mundo antiguo sabía mucho antes de Copérnico que la Tierra giraba alrededor del Sol —comenté, pensativo, tratando de anclar mi pensamiento a una realidad conocida, para mantener yo mismo los pies en el suelo.

—Amigo mío, tú y yo sabemos que no es lo único que está en juego aquí. Me temo que estés dejando que tus propios prejuicios dicten tus percepciones.

—Y yo me temo que, como en la física cuántica, en la que la partícula observada es influida por el observador, la finalidad de este astrario cambia según las expectativas de quien lo esté examinando. Parece que se convierte en una metáfora.

Nos miramos mutuamente, con la vista de cada uno fija en el otro, como si de una batalla se tratase. Hermes fue el primero en bajar la vista.

—En todo caso, lo que pensemos no viene a cuento —contrarrestó el egiptólogo—. Los antiguos egipcios creían que el principio más importante de la vida era mantener el equilibrio entre Maat, el orden universal, e Isfet, el caos universal. El astrario fue construido como un medio para restaurar el equilibrio, una forma de controlar el caos y el mal, personificado por Set, y la armonía y la luz, personificadas por Isis y Ra.

Tanto Ramsés como Nectanebo fueron adoradores de Amón, también conocido como Amón-Ra. Amón simbolizaba la ocultación y el misterio, mientras que Ra representaba la visibilidad y la transparencia. El nombre Amón-Ra unió esta dualidad en el único dios: una dualidad de luz y oscuridad. El astrario podía utilizarse con la misma capacidad doble: para predecir eventos positivos, como las posiciones correctas de los planetas para una navegación satisfactoria, podía llevarte a la riqueza y a predecir fechas favorables para los ritos mágicos y cosas por el estilo, y podía predecir eventos negativos, como la pérdida de una batalla, la división de las aguas para salvar a un pueblo o ahogar a un ejército o incluso la fecha de la propia muerte. El factor decisivo era la motivación auténtica —en la jerga actual, «inconsciente»— del usuario.

Moví la cabeza a un lado y a otro.

—¿Estás tratando de decirme que el astrario mismo hace un juicio sobre la verdadera motivación del usuario?

—Oliver, esta máquina tiene alma, una especie de voluntad independiente. Eso es lo que creían los antiguos egipcios. Y yo me inclino a aceptarlo.

—Eso es ridículo.

En mi vida había oído algo más absurdo. Hermes levantó la mano pidiéndome silencio.

—Sería peligroso ignorarme, Oliver. No tienes la más mínima idea de la importancia del astrario ni del peligro que encierra. La mayoría de nosotros vivimos una vida no evaluada: vivimos en Isfet, en el caos. Set rige este siglo, amigo mío. Pero lo más importante es que hay quienes tratan de influir en estos tiempos. Amelia Lynhurst, por ejemplo, es una mujer con aspiraciones peligrosas.

—¿De verdad? ¿Por qué crees eso?

—Se mostró muy posesiva con Isabella cuando ella fue a Oxford: la relación que mantuvieron fue más allá de la propia de mentora y alumna. Isabella era impresionable, masilla pura en manos de una mujer mayor. Para Amelia, seducirla era inmoral. Abandonarla fue peor.

No me sorprendió demasiado saber que Isabella había tenido una relación con una mujer; su forma de entender la sexualidad había sido mucho más fluida y abierta que la mía. Isabella era diez años más joven que yo y sus experiencias eran muy diferentes de las mías. Mi generación había sido configurada por la monotonía de la privación económica inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial. Isabella había tenido más suerte, beneficiándose del progreso económico y de la apertura cultural de la década de 1960. ¿Pero Amelia Lynhurst? No podía creerlo.

—¿Fue esa la verdadera razón por la que discutieron? —pregunté, incrédulo.

—Créeme, Amelia no tiene en el corazón los intereses que tienes tú o que tenía Isabella con respecto al astrario —me dijo Hermes—. Si acudes a ella, no solo te traicionará ante las autoridades, sino que reclamará el descubrimiento del instrumento y lo utilizará para promover sus propias ambiciones.

La advertencia de Hermes coincidía con las inquietudes que había manifestado Isabella. Le miré, especulando con respecto a sus planes, pero ya me había entregado demasiado. Tenía que confiar en él.

—¿Qué sabes acerca de Banafrit, la sacerdotisa de Nectanebo? —pregunté tímidamente.

—¿Cómo llegaste a conocer a Banafrit?

—Entre las posesiones de mi mujer, encontré el tratado de Amelia sobre ella. Amelia sostenía que Banafrit trató de encontrar el astrario para ayudar a su faraón, Nectanebo.

Hermes me miró con interés.

—Así, Oliver, que sabes algo más de lo que habías dejado entrever.

—Eso no me convierte en un creyente —repliqué en tono desdeñoso.

—Amelia Lynhurst siempre estuvo obsesionada con Isis y, aparte de la gloria profesional que ello pudiera aportarle, creo que dedicó tanto tiempo de su vida a demostrar que Banafrit, suma sacerdotisa de Isis, encontró y consagró el astrario a Isis que tiene un evidente interés personal en el asunto.

El detalle se me escapaba un poco, por lo que me encogí de hombros. Hermes me miró firmemente.

—Como te dije antes, esto sigue siendo un mecanismo funcional. Puede manipular el destino de la persona que se atreva a utilizarlo, pero también puede otorgarle un gran poder. Esta es una nación joven, Oliver, y hay quienes quieren derrocar el régimen actual. Hay una historia de dictadores, personas corruptas por el poder, que buscan reliquias religiosas dotadas de poderes ocultos. Piensa en Hitler y su obsesión con la «Lanza del Destino», un artefacto que supuestamente había atravesado el costado de Jesucristo y del que se rumoreaba que confería la invencibilidad a su propietario. Hitler envió a funcionarios suyos por todo el mundo para buscarla. Tu astrario arrastra consigo una leyenda igualmente grande y esa leyenda habla de poder, un poder que sigue existiendo hoy día. No es extraño que haya gente dispuesta a hacer cualquier cosa para adueñarse de él.

El miedo me inundó mientras la creencia y la incredulidad luchaban en mi mente.

—Sigue siendo un mecanismo funcional al que le falta la llave —terminé señalando, mientras miraba hacia el astrario.

—Una vez más, te recomiendo encarecidamente que dejes aquí el mecanismo. Trataré de encontrar la llave en tu nombre.

En otro lugar, en otro momento, podría haber rechazado directamente una manipulación tan evidente. Pero, sentado en aquella sala ricamente decorada, con el flexo iluminando los diales de bronce del astrario y la cara de Hermes embelesada de antemano, estaba casi convencido con sus explicaciones. Egipto producía ese efecto: era imposible escapar de la historia y la herencia mística de la tierra, con independencia del grado de escepticismo que uno tuviese. Pero había algo más en juego: el compromiso de Isabella con el astrario en cuya búsqueda había muerto. Al principio, había pensado que las autoridades estaban tratando simplemente de reclamar una posesión muy valiosa. Ahora, me daba cuenta de que el instrumento encerraba mucho más de lo que posiblemente hubiera imaginado. Un artefacto valioso, un objeto de culto, una poderosa herramienta capaz de destruir y resucitar —al menos, eso era lo que parecían creer otros—. Sigue tus instintos, me había dicho Isabella, y ahora mi instinto iba a descubrir más cosas antes de rendirse.

—No; por ahora me quedaré con él —dije firmemente—. Quiero proseguir mi propia investigación. Pero muchas gracias, Hermes; tu ayuda ha sido valiosísima.

Su rostro se cerró de nuevo y, para sorpresa mía, durante un segundo, me pareció detectar un atisbo de furia.

—Como quieras —musitó por fin.

Intensamente consciente ahora de la fragilidad y antigüedad del instrumento, lo envolví cuidadosamente de nuevo y lo metí en la mochila.

—Una última pregunta, Hermes: ¿qué importancia tiene la manifestación del ba de una persona?

Contestó casi a regañadientes.

—Si el ba de la persona fallecida se ve después del entierro, suele significar que la tarea de la persona en la tierra no está concluida y su alma no puede completar su viaje al otro mundo.

Cuando abandoné el edificio, tuve la nítida impresión de que unas alas invisibles me acariciaban la mejilla.