El depósito de cadáveres estaba situado al oeste de la ciudad, en el antiguo barrio turco. De camino hacia allá, estaba casi seguro de que seguían al taxi en el que iba, pero cuando fui a decirle al taxista que tomara una ruta deliberadamente engañosa, el pequeño Fiat rojo que venía detrás se desvió por otra calle, desapareciendo de mi vista. Cuando llegué al soberbio edificio del siglo XIX, trataba de convencerme de que mi miedo carecía de sentido, que estaba empezando a caer en la paranoia. Aquello no iba bien.
En el amplio mostrador de mármol de la recepción, pedí hablar con Demetriu al-Masri, el forense que se me había acercado en el funeral de Isabella. El hombre con pinta de amargado que estaba detrás del mostrador me dijo con mal disimulado placer que el miércoles era el día libre del Sr. al-Masri y que tendría que volver al día siguiente. Le expliqué tranquilamente que había ido allí para ver el cuerpo de un amigo íntimo.
Los treinta dólares egipcios ofrecidos bajo cuerda parecieron surtir efecto, suavizando su actitud. Llamó a un joven que estaba sin hacer nada, apoyado en la pared, y le dijo que me llevara a ver al «europeo».
La sala estaba congelada. El sonido de un generador que hacía todo lo posible para mantener la temperatura bajo cero llenaba la estancia, sumándose a la sensación de que ahora me encontraba en una extraña antecámara que tenía una inexplicable función ritual. El olor químico de un fluido para embalsamar me provocaba cierto escozor en la nariz y una vaga sensación de miedo que me atravesaba el cuero cabelludo. El joven me informó sonriendo de que allí se conservaban los nuevos inquilinos: los ahogados, las víctimas de accidentes de tráfico o los mendigos encontrados hechos un ovillo al lado de alguna puerta. Cada cadáver tenía su propio plinto de mármol y se podía adivinar su edad y su forma a partir de las siluetas de los cuerpos, cubiertos con sucias sábanas blancas. No podía evitar preguntarme si el cadáver de Isabella habría yacido sobre uno de ellos. Irracionalmente, me encontré imaginando la frialdad del mármol al contacto con su piel y que, si yo hubiese estado allí, podría haberla sostenido en mis brazos y haberle puesto una manta para calentarla.
El ayudante del depósito echó hacia atrás la sábana que cubría el cadáver de Barry. La melena de pelo revuelto le daba un aspecto como de una majestuosa estatua de Neptuno en reposo, cuya palidez blanca grisácea convirtiera su carne en alabastro. Tenía los ojos abiertos y cubiertos con una fina película blancuzca azulada; la barbilla estaba sin afeitar y las mejillas, pegadas a la calavera. En el pecho, presentaba una enorme herida en forma de T, una ruda incisión que iba desde el ombligo hasta el centro de la clavícula, como si le hubiesen abierto la cavidad torácica, cosiéndola sin miramientos con hilo negro. Supuse que habrían practicado una autopsia para confirmar la causa de la muerte. Verlo así todavía resultaba espantoso. Me incliné y le cerré los ojos.
El ayudante, viendo mi reacción emocional, asintió, respetuoso, y salió a fumar un cigarrillo al pasillo.
El aire refrigerado me caló hasta los huesos. Me estremecí; después dirigí la mirada a los pies de Barry; estaban huesudos y las venas marcaban una topografía de vida coagulada, parada a medio latido. Miré su enorme pecho en forma de tonel y la piel que estaba debajo, que colgaba gris y floja. Me arrodillé, con arcadas.
Dominando mi repugnancia, me puse en pie y examiné su cuerpo, buscando indicios que pudieran iluminar la causa real de la muerte. Levanté la barba: bajo la enmarañada masa de pelo gris y rubio, había un pequeño cardenal púrpura. Me quedé sin aliento. Había visto esto antes una vez en Nigeria, en el cuerpo de un trabajador de campo, apoyado en una cerca que rodeaba un pozo, asesinado como advertencia a la compañía petrolera que me había contratado en aquella época. A Barry lo habían agarrotado. Eché un vistazo a su brazo y la señal dejada por una aguja, el estigma del drogadicto. Quien lo hubiese matado le había inyectado heroína después de su muerte para hacer que pareciera una sobredosis. Suponía que lo habían torturado para descubrir dónde había escondido el astrario. Quizá no hubiesen querido matarlo, pero, en todo caso, estaba muerto.
Yo estaba furioso.
—Nunca fuiste un yonqui y no te suicidaste —dije con una voz airada que resonó en los brillantes azulejos blancos.
Con ternura, puse el brazo sobre su cuerpo. Cuando lo hice, me di cuenta del color azul verdoso que teñía las uñas y las puntas de sus dedos. Conocía ese color; lo había visto bajo el agua, durante las inmersiones: algas.
Me llevó una hora regresar al apartamento de Barry a causa del tráfico en la Saría Saad Zaglul. En una de las paradas forzosas que tuvo que hacer el taxi, emparedado entre un camión abierto, lleno de soldados con aspecto cansado, y un hantour, sentí la mirada de alguien que me fulminaba a través de la ventanilla. Giré la cabeza y me encontré con la mirada de un hombre sentado en la terraza de un café. Me hundí en el asiento, sorprendido, cuando reconocí la cara marcada de Ornar, el supuesto funcionario que nos había acompañado en la inmersión para recoger el astrario. Su visión me transportó instantáneamente al barco y, momentáneamente, me quedé paralizado por el dolor. Me quedé mirándolo fijamente, incapaz de desviar la mirada.
El camión que iba delante de nosotros aceleró y el taxista lo siguió de inmediato. Entramos en una vía lateral y nos alejamos de Ornar. Aliviado, le prometí al taxista el triple de la tarifa si iba lo más rápido que pudiera. Llegamos a la Corniche quince minutos después.
Subí a toda velocidad al piso de madame Tibishrani y la persuadí para que me dejara las llaves una última vez. Momentos después, estaba dentro del apartamento de Barry.
Pegué la cara al tanque del pez, mientras el cristal frío me cosquilleaba la piel. En el fondo, había una estatua kitsch de Jesús, con los pies enterrados en grava y sus ojos pintados vueltos beatíficamente hacia el cielo. Lo rodeaba una corriente de burbujas plateadas que salían por detrás gracias a una bomba escondida en un arcón del tesoro de plástico. Al lado de este pequeño conjunto, había un muñeco de Richard Nixon enlazado con una sirena de plástico que parecía estar practicándole una felación, un ejemplo clásico del humor profundamente irreverente de Barry. Después, me di cuenta de lo que no había visto antes: el extremo metálico de algo medio enterrado detrás de un montón de grava. Un angelote, con las aletas tensas como las alas de un colibrí, nadaba hacia abajo y empezó a mordisquear algunas algas que crecían al borde del objeto. Inmediatamente, reconocí el color de las algas de las puntas de los dedos de Barry. Miré con más atención. Entre las algas que ondeaban y las burbujas de la bomba de aire, se veía parte de una caja, más bien pequeña, del tamaño de un reloj de la repisa de alguna chimenea del siglo XVIII. A pesar de la fina capa de algas, pude ver los bordes dentados de dos discos. Por eso no los había encontrado el asesino de Barry ni yo tampoco. Parecía como si hubiera estado en el acuario durante meses, indistinguible de los demás adornos marinos.
Paralizado, encendí un flexo y lo puse sobre el tanque, enfocando la luz directamente al objeto. Al instante, se iluminaron unas delgadas líneas de bronce brillante, una diminuta inscripción escrita en uno de los discos.
—Barry, listo hijo de puta —dije. Me volví para asegurarme de que estaban cerrados todos los postigos; después, metí las manos en el tanque.
De vuelta a la villa, pedí a Ibrihim que cerrara con cerrojo la puerta principal; después, me detuve en silencio un momento a la sombra de las verjas, esperando a ver si me habían seguido. Estaba nervioso y excitado a la vez, débil por el subidón de adrenalina que había experimentado en el apartamento de Barry. El peso del astrario en la mochila que llevaba a la espalda me resultaba ridículamente liviano para un objeto de tan extraordinaria influencia y, aunque el regreso había sido tranquilo, yo estaba con los nervios de punta, sintiéndome observado desde todas las esquinas. La tranquila calle residencial en la que vivíamos parecía vacía excepto por un joven y delgado árabe que estaba apoyado en la pared de la villa de enfrente, mirando inexpresivamente hacia nosotros. Iba a encararme a él cuando Ibrihim me llevó hacia atrás. Aparentemente, era el hijo mentalmente discapacitado de un jardinero.
Llevé de nuevo el astrario a mi dormitorio; me parecía el lugar más seguro y más privado de la villa. Aun así, cerré con cerrojo la puerta del dormitorio. Cerré los postigos. Saqué el instrumento de la mochila y me senté, absorbiendo el repentino silencio. Estaba decidido a no andar con miedo y a no ser demasiado reverente. Fracasé miserablemente. Fuera de su contenedor, el astrario era mucho más pequeño y tenía un aspecto mucho más inocuo de lo que imaginaba: sucio y empapado, ciertamente no parecía la poderosa arma que Isabella y Faajir habían descrito. Sin embargo, encerraba un innegable misterio y, como Isabella había hablado de ello el día en que nos reunimos, casi sentí que me traía algo de su presencia. Era de ella, en la vida y en la muerte.
Como había dicho Barry, el metal parecía una aleación, de color broncíneo, pero ligeramente veteado y brillante, casi como si lo hubieran mezclado con diamantes o algo silíceo. Me recordaba uno de los metales de tierras raras. Intrigado por su forma de brillar a la luz de la lámpara, no pude evitarlo. Sosteniendo la respiración, pasé el dedo por la superficie, centrándome en la textura plateada, ligeramente basta. Había visto antes un metal como este: el samario, que tenía fuertes propiedades magnéticas, sobre todo al combinarlo con cobalto. Como esos metales eran difíciles de extraer —siguen siéndolo en la actualidad—, no era capaz de imaginarme cómo podían haberse hecho los antiguos egipcios con la tecnología, por no hablar de la pericia, para refinar esos minerales. Sabía, no obstante, que les fascinaba la metalurgia. Isabella me dijo en una ocasión que los antiguos egipcios creían que los cambios químicos naturales de esos metales eran tan mágicos que, gracias a ellos, podía transformarse el destino de un pobre trabajador agrícola en el del más poderoso de los faraones, una especie de alquimia antigua. Esta idea me pareció enigmática, sobre todo cuando descubrí que habían desarrollado una forma de utilizar la magnetita procedente de meteoritos y de tectita en sus instrumentos rituales, considerando sagrados esos metales férreos. ¿Podía estar hecho el astrario de un metal similar? Mi estudio se vio interrumpido por una oleada de gritos procedentes del exterior. Cubrí el instrumento con un pañuelo, corrí a la ventana y miré a través de las persianas. Afuera, Ibrihim parecía estar discutiendo con el hombre que traía el combustible para la calefacción. Me quedé escuchando a propósito; discutían por una factura. Eché la persiana y volví a la mesa, con el corazón latiendo con fuerza de puro miedo.
Cuando examiné el astrario más de cerca, vi que tenía una serie de ruedas dentadas alrededor de tres discos principales, cuyas caras eran visibles a través de una mirilla situada en la parte superior de la caja. Había una biela principal que comunicaba el eje central con las ruedas dentadas y los discos, terminando en lo que parecía un ojo de cerradura frontal. Presumiblemente, allí se insertaría una llave o un dispositivo similar para poner en marcha el mecanismo. Había inscripciones en diversas lenguas grabadas tanto en los discos como en el mismo cuerpo del astrario; algunas eran jeroglíficos, las otras no pude reconocerlas. Pero el aspecto general del instrumento me parecía conocido. El miedo y la inquietud del explorador, la misma sensación que tenía al resolver un elemento particularmente complicado de una subestructura geológica, habían empezado a ascender desde la base de mi espina dorsal.
De repente, recordé el dibujo del astrario hecho por Gareth y corrí a buscarlo a la mesa de Isabella. Lo encontré y lo puse al lado del aparato. Era asombroso el parecido entre ambos, salvo que el instrumento real era más grande y más complejo de lo que habían imaginado. Miré la clave escrita en la parte inferior del dibujo y después miré de nuevo las inscripciones que había en el astrario. Con sorpresa, comprobé que los dos primeros símbolos de la inscripción jeroglífica coincidían con los signos de Gareth. La excitación se apoderó de mí y contuve la respiración; en realidad, nunca lo había creído, pero Isabella tenía razón. Este era. Este era el auténtico astrario que había estado buscando durante tantos años.
Dos bolitas, una dorada y la otra de plata oscurecida, saltaron desde detrás de uno de los discos: el Sol y la Luna, supuse. Había otras cinco bolitas más pequeñas de cobre, probablemente los cinco planetas visibles a simple vista: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Me recordaba un planetario en miniatura. Era casi inconcebible pensar que pudiera tener más de dos mil años. Eché un vistazo a la cámara central, donde, con la ayuda de una linterna, pude descubrir los dos imanes que había mencionado Barry. Cada uno estaba colocado en su propio eje. ¿Qué haría falta para ponerlo en movimiento?
Volví al escritorio de Isabella. El espíritu de su presencia flotaba en el aire. La recordaba sentada allí, a la luz de la lámpara, aquella última noche, pensativa mientras estudiaba la ilustración del astrario, siguiendo con sus largos dedos el borde del papel. Durante un momento, me permití recordar la escena, viéndola de nuevo, desnuda, con el cabello cayéndole por la espalda. Me resultaba inconcebible el hecho de que nunca más volvería a estar con ella y, sin embargo, tenía aquí, en la mano, la única cosa que había estado buscando, el último logro por el que había muerto. Miré su escritorio, perdido en mis pensamientos. Después, con esos pensamientos en suspenso en el aire silencioso, recordé algo más. Aquel pequeño gesto, casi invisible, el deslizarse de algo bajo el secante. Rompí la cerradura del escritorio. Encima de un montón de papeles había un sobre con mi nombre escrito con la característica caligrafía de Isabella. Al verlo, el dolor me atenazó el pecho. Me derrumbé en la silla, esperando que se me pasara.
Apoyé el sobre en el pie de la lámpara, haciendo tiempo para abrirlo, y eché un vistazo a los papeles sobre los que había estado. Encima del montón había un documento amarillento con el título: Nectanebo’s Priestess and the Pharaoh’s Ba. La autora era Amelia Lynhurst. Tenía que ser la tesis de la que me había hablado Isabella, la que, al final, había desacreditado a la egiptóloga.
Me obligué a volver al sobre cerrado en el que ponía mi nombre. ¿Por qué Isabella no había confiado más en mí? ¿Por qué me había ocultado la importancia del astrario y el peligro que implicaba encontrarlo? Confió la verdad a Faajir, pero no a mí. ¿Había sido yo tan inabordable, tan escéptico, tan descreído?
Decidí enfrentarme a lo que tuviera que decirme desde más allá de la tumba y abrí el sobre rápidamente. Bajo mis dedos, el caro papel de carta parecía seda, como su piel. Una huella de su olor característico, una mezcla de almizcle y jazmín, era apenas discernible. Cerrando los ojos, era fácil imaginar su pesado cabello acariciando el papel y dejando su propia firma olfativa.
13 de mayo de 1977
Alejandría
Oliver, perdóname; nunca he sido completamente sincera contigo. Hace años ya, Amos Jafre no solo me dijo la fecha de mi muerte; también me dijo que podría salvar mi vida si descubría el astrario a tiempo.
Amor mío, hay personas que sé que te guiarán. Pero el astrario tiene una mente propia. Te llevará a ellas, si tú le dejas. Mientras escribo, oigo tu voz reprendiéndome por tales creencias supersticiosas, pero el mundo en el que me crié no tenía fronteras entre la magia y el mito, los dioses vivos y los muertos. Por medio de ellos, he sido testigo y por tu medio pensé que escaparía de ellos. Te querré siempre.
Isabella.
—¡No te atrevas a tratar de dar sentido a una muerte sin sentido, Isabella! —grité, arrastrado por una furia repentina—. ¡Nadie podía haber previsto el terremoto, nadie! ¡Ni siquiera yo!
Aplasté violentamente el cojín sobre la silla, mientras la ira y la frustración se apoderaban de mí, y el tejido se rajó, lanzando las plumas al aire. Caían mansamente al suelo como copos de nieve, cubriendo el sobre a mis pies.
Se oyó la llamada a la oración vespertina, evocadora y melodiosa. El tiempo pasaba. Me acerqué a la ventana del balcón. Abajo, se veía a un jardinero que podaba un magnolio. La sencilla intención de sus gestos parecía muy real frente a los acontecimientos extraordinarios que habían empezado a configurar mis elecciones. Sí, estaba intrigado, pero los instintos racionales me decían que me mantuviera a distancia. Y, sin embargo, Isabella, con sus manos extendidas, me pedía que siguiera adelante. Me preocupaba que ella nunca hubiera confiado plenamente en mí porque temía que no la creyese. Si yo no hubiera menospreciado tanto su «vudú» y la hubiera tomado en serio, ¿podría haberla salvado? Esta sería mi forma de proseguir la búsqueda de Isabella y, en cierto modo, de absolverme de la culpa que sentía ahora por no haberla apoyado en el pasado. Salida de la nada, la imagen de los ojos nublados de Barry parecía una advertencia. Decidido a deshacerme de la sensación de creciente pavor, abrí las puertas y los postigos y grité a Ibrihim, pidiéndole que me trajese algo de comer. Después, cogí la tesis de Amelia Lynhurst.
En la página interior había un retrato de una hermosa mujer. El pie decía: La suma sacerdotisa Banafrit. La nariz patricia, los grandes ojos almendrados y la boca eran profundamente humanos en su imperfecta asimetría. Habría reconocido ese rostro por la calle. De hecho, me parecía familiar. Cuanto más la miraba, más me convencía de que la había visto antes, pero, ¿dónde? Leí el texto que aparecía bajo la ilustración:
Se cree que esta imagen, descubierta en el muro de un templo de Hator, es la única representación que queda de Banafrit (que significa: «del alma hermosa»), que vivió durante el reinado de Nectanebo II, de la trigésima dinastía (360-343 a. C.) y se dedicó exclusivamente a la diosa Isis, la reina de todas las diosas, dotada de poderes mágicos sin parangón en el reino del faraón. Los otros títulos de Banafrit eran Adoradora Divina y Esposa de Dios. Su poder excedía el del sumo sacerdote y solo era ligeramente inferior al del faraón. Como suma sacerdotisa suprema, Banafrit habría llevado el áspid real en la frente, y habría nombrado a su sucesora para asegurarse de que su magia permaneciera dentro de la secta de Isis.
Miré la ilustración que estaba bajo el título. La figura central, una suma sacerdotisa, estaba sentada en un trono e iba vestida con un vestido ceremonial de manga larga, con ribetes rojos y azules y un tocado elevado, redondo y plano, con flores que salían de él. En una mano sostenía un sistro, instrumento musical a modo de sonajero, relacionado con la diosa Hator, y una guirnalda de campanillas, la enredadera alucinógena, sobre su regazo. Un gorrión estaba posado a sus pies, al lado de una pequeña vasija. Estaba rodeada de siervas que tocaban panderetas y llevaban mantos de color rosa oscuro sobre túnicas blancas, tocados redondos y planos similares, adornados con una única flor de loto azul, y bandas doradas alrededor del cuello. El pie me indicaba que la imagen se había encontrado en una tumba, en Hieracómpolis, a orillas del Nilo, y era una de las escasísimas representaciones de un rito festivo de Isis. Esta escena concreta había sido datada en el reinado de Ramsés XI, en el año 1000 a. C., pero el rito se había seguido celebrando y se sabía que Banafrit había celebrado ritos similares.
Poco se ha escrito acerca de esta poderosa pero enigmática figura, aunque hay informes que indican que varias estatuas de esfinges que fueron encargadas por Nectanebo presentaban sus rasgos faciales.
Me detuve, al percatarme de dónde había visto el rostro de la ilustración. Era la cara de la esfinge que había fijado Isabella al suelo marino. ¿Cómo era posible? A Banafrit y a Cleopatra las separaban trescientos años. Un escalofrío me atravesó de pies a cabeza; era como si la misma sacerdotisa estuviera tratando de llegar hasta mí a través de tantos eones. Pensé en mi conversación con Barry, tratando de recordar todos y cada uno de los detalles del astrario que mencionara. Me había hablado de Ramsés III, que vivió en tiempos bíblicos… mencionó a Moisés, ¿no?… y después a Nectanebo II, de quien Isabella hablaba a menudo. Ramsés, Moisés, Nectanebo. Y aquí estaba la Banafrit de Amelia, suma sacerdotisa de la secta de Isis, culto al que ella servía, una maga legendaria. Y después estaba la esfinge hallada en el lugar subacuático del naufragio del barco Ra de Cleopatra. ¿Era una extraña coincidencia o tenía algún significado? No podía evitar el temor subyacente de que algo o alguien estuviera dirigiendo mi investigación. Las palabras de Isabella acerca de que el astrario me guiaría resonaban en mis oídos y, aunque yo lo había descartado por imposible y seguía haciéndolo, no podía sacudirme la sensación de que había demasiadas líneas que se entrecruzaban y demasiados enlaces en la cadena para que carecieran de significación. Comencé a leer de nuevo:
Uno de los mayores honores que podía otorgarse a un mortal, privilegios que solían reservarse a la realeza, reforzaba aún más la hipótesis de que Banafrit había sido la hermana menor de Nectanebo. Hay también fuertes evidencias de que ella era su amante. Algunos dirían que fue el amor de su vida.
Los jeroglíficos que se encuentran bajo este mural describen la visión de Banafrit del ba de Nectanebo II atrapado en su tumba. Incapaz de entrar y salir, había perecido, condenando al faraón a la eterna exclusión de la vida eterna. Es posible que Banafrit, evidentemente una consumada estratega para haber logrado un puesto tan poderoso, hubiese oído rumores de un complot de asesinato y estuviese utilizando la visión como una metáfora para advertir a su faraón. Los jeroglíficos mencionan también una caja celeste, legendaria ya en tiempos de Nectanebo II, para poder utilizar la magia en el mar, en el cielo y en la tierra. Esto era lo que pretendía Banafrit para asegurar la fortuna y el destino de su amado faraón. Aquí, las inscripciones han sido excesivamente dañadas para que se pueda descifrar completamente su sentido, pero un pasaje posterior habla de un séquito o culto que nació en torno a la carismática sacerdotisa. Yo creo que tengo pruebas descubiertas que demuestran que este culto seguía existiendo en la época de Cleopatra, que podría haberse identificado con Banafrit.
Así que ahí estaba la conexión, pensé, aunque no tenía ni idea de lo que podría significar. Hojeé el resto de las páginas, la mayoría de las cuales hablaban del culto de Isis y especulaban sobre la relación de Banafrit con Nectanebo, las distintas formas que utilizó para apoyar su reinado y mantenerlo a salvo.
Es interesante señalar que el mismo Nectanebo fue inmortalizado mediante un relato de una traducción de un antiguo manuscrito titulado: El sueño de Nectanebo, en el que Nectanebo sueña que oye por casualidad al dios de la guerra celeste, Onuris, que se queja de su templo incompleto. Cuando Nectanebo despertó, mandó llamar a los sacerdotes, que le dijeron que todo el templo estaba terminado salvo los jeroglíficos. Nectanebo empleó al mejor escultor de jeroglíficos, un tal Petesis. Por desgracia, a Petesis lo distrajo de su tarea una hermosa mujer cuyo nombre significaba: «noble Hator». Hator era la diosa del amor y de la embriaguez, pero también personificaba la destrucción. En este punto, el relato termina abruptamente, por lo que nunca sabremos exactamente hasta qué punto estaba enfadado Onuris con el faraón. Quiero creer que su furia pudo tener algo que ver con la muerte y posterior desaparición de Nectanebo. Y, para mí, la extraña forma en que el escriba dejó de escribir parece contar de por sí una historia… como si él mismo hubiese sido asesinado, un asesinato que le hubiese impedido terminar su trabajo y revelar toda la historia…
Seguía la fotografía de un sarcófago, presentado como el féretro vacío de Nectanebo II, que se encuentra ahora en el British Museum.
Examinando sin demasiada atención la fotografía, me preguntaba por qué este documento había sido tan discutido en la comunidad arqueológica. Me parecía bastante inocuo: un lenguaje inteligible por profanos y unas leyendas y unos mitos que contaban una historia creíble. Quizá no fuese una hipótesis claramente probada, pero no apreciaba motivos suficientes para arruinar toda la carrera académica de Amelia Lynhurst. La referencia a la caja celeste me intrigaba. Isabella debía de haber establecido alguna conexión entre ella y su astrario. Suspiré; ¿cuál era mi papel en todo esto? Fuera el que fuese, tenía que prestar atención a mis propios instintos y averiguar dónde tenía que estar el astrario. Pero tenía que hacerlo pronto y no solo por mi propia seguridad. Tenía que evitar que cayera en malas manos.
De repente, me percaté del cambio de la luz exterior: había ido cayendo la noche sin darme cuenta. Miré hacia el astrario, todavía iluminado por el flexo. Ahora arrojaba una sombra: la inconfundible silueta de una mujer vestida, alta y con aspecto de estatua. Después, terriblemente despacio, la sombra fue poniéndose de perfil: los labios y la nariz arqueada quedaron claramente definidos.
Afuera, Tinnin, el perro guardián empezó a ladrar. Después me llegó el sonido de unas pisadas a la carrera. Mi corazón dio un brinco; todo mi cuerpo se tensó mientras me preparaba para defenderme. Las pisadas se apagaron y, cuando me volví de nuevo hacia el astrario, la sombra se había desvanecido.
¿Acaso la había imaginado?