10

La excitada voz de Barry sonaba distante, como si estuviese gritando desde el fondo de un barranco.

—Oliver, esta cosa es asombrosa, tío. Definitivamente, es un astrario, pero yo nunca había visto ni remotamente algo de tal sofisticación mecánica.

—¿Qué quieres decir? Es un artefacto antiguo.

—Eso es lo que me asombra. No es bronce, sino alguna otra aleación, lo que puede explicar por qué está tan bien conservado. Parece tener algunas propiedades magnéticas raras… hay un dispositivo que parece una rueda dentada en el centro, con lo que parecen ser dos imanes… parece como si estuviesen ideados para que girasen. Rarísimo. Pero toma nota, tío, la primera vez que daté al carbono la caja de madera pensé que estaba alucinando, pero lo he comprobado cinco veces y ¡obtengo siempre el mismo resultado!

—¿Qué resultado?

—Compañero, este astrario no es ptolemaico; es más antiguo: faraónico. Encontré en él dos cartuchos: el cartucho de Najtoreb, conocido también como Nectanebo II. ¡Eso lo sitúa en la XXX dinastía, lo que, en sí mismo, es jodidamente increíble! Pero lo que es aún más raro es el cartucho que encontré al lado de este… de Ramsés III. ¿Sabes cuándo era eso, Oliver?

—Tengo una idea —dije, con voz quebrada por el terror. Una incómoda mezcla de miedo y excitación me estaba haciendo difícil hablar.

—¡La XX dinastía, Oliver! —gritaba Barry al teléfono—. Calculo que alrededor de 1160 a. C., ¡la época del puto Moisés!

Tenía la garganta seca y el corazón como si golpeara contra las paredes del estómago. Si el astrario era de la XX dinastía, tenía bastante más de dos mil años. No se creía que los faraones tuvieran este tipo de tecnología. Si se confirmaba el descubrimiento, habría que realizar una revaluación completa de la historia, del comienzo de la civilización y de nuestras ideas sobre el Antiguo Egipto. Implicaría también que el valor del astrario fuese incalculable, no tendría precio.

—Eso no es posible. Has tenido que cometer algún error —luchaba conmigo mismo para mantener una voz tranquila.

—Compañero, yo no cometo errores.

—Muy bien. Voy a recogerlo lo antes posible. Mientras tanto, quiero que mantengas esto en secreto. Barry, ¡escúchame!: ni una palabra a nadie.

Abrumado, me senté en el suelo, luchando contra un repentino mareo. En mi mente, vi a Faajir, después a Amelia, a Hermes, la cara de Isabella. Su entusiasmo sería increíble si hubiese podido verlo.

—Oliver, esto es el descubrimiento del siglo.

—Prométeme que no vas a llamar la atención. No quiero que ninguno de nosotros acabe en la cárcel por robar una antigüedad. Estaré ahí en un par de días. Y Barry, por lo que más quieras, ¡ten mucho cuidado!

La línea se cortó antes de que tuviera oportunidad de responder. Miré por encima de mi hombro. Me alivió ver que Anderson estaba durmiendo a pierna suelta sobre su toalla, y la campesina que estaba haciendo la colada había desaparecido.

Volé a Alejandría cuatro días más tarde. En el aeropuerto, tomé un taxi para ir directamente al apartamento de Barry, en la Corniche. El bloque de apartamentos era uno de los edificios neoclásicos construidos a principios del siglo XX y su magnificencia se derrumbaba a marchas forzadas. Barry llevaba muchos años viviendo allí y tenía un contrato con su casera siria cristiana, madame Tibishrani, ahora una voluptuosa viuda de poco más de sesenta años que vivía en la primera planta con su hermana discapacitada. Ella mantenía el apartamento de Barry durante sus largas y a menudo inexplicables ausencias y hacía de buzón oficioso de correos, recogiéndole diligentemente el correo. Adoraba al australiano y lo protegía contra viento y marea, además de tolerar la presencia de los numerosos viajeros jóvenes (casi siempre mujeres) que habían pasado por allí al cabo de los años.

El apartamento estaba en la tercera planta, con un gran balcón que rodeaba la esquina del edificio. Bajé del taxi.

El sol había empezado a ponerse, un ojo rojo sangre que miraba por encima del mar, veteado ya por las oscuras nubes de la noche; resonaba la llamada a la oración, un lamento melódico solitario que nunca dejaba de agitar algo elemental en mi alma. La majestuosa mezquita blanca de Abu al-Abbas, con sus cúpulas y su estilizada torre, que se alzaba hacia Dios como un brazo extendido, dominaba la plaza.

Pequeños grupos diferenciados de fieles habían empezado a caminar hacia la mezquita. Me llegaba el olor del mar, una brisa fresca teñida por el aroma de las distantes orillas, y su familiaridad me entristeció. Levanté la vista hacia el bloque del apartamento de Barry. Mi corazón se detuvo un instante. Inmediatamente me di cuenta de que había algo raro. Faltaban las jaulas de pájaros que habitualmente estaban allí colgadas y los postigos estaban cerrados. Nunca había visto antes algo así.

El portero me franqueó la entrada al edificio sin decir palabra; después, volvió a ocupar su sitio en una silla de plástico negro en el hueco de la escalera. Subí a todo correr. La puerta del apartamento de Barry estaba cerrada; la mirilla incrustada en ella para prevenir las malas visitas me devolvía la mirada como si se mofara de mi creciente sensación de terror. Levanté la aldaba de bronce y llamé. No hubo respuesta.

Oí un crujido de la escalera detrás de mí; el moño platino de madame Tibishrani apareció en el rellano de abajo. Le siguió el resto de ella, incongruentemente vestida con un elegante vestido negro de noche.

Monsieur Oliver, me ha asustado. Ha sido tan terrible; no se lo puede imaginar.

Subió rápidamente la escalera y llegó hasta mí, delante de la puerta de Barry. Aun a aquella débil luz, pude ver que tenía los ojos hinchados de llorar.

—Estoy buscando a Barry. ¿No está aquí?

Madame Tibishrani suspiró y estrechó mi mano.

—¡Pobre monsieur Oliver!, ¿no se ha enterado? Barry ya no está con nosotros.

—¿Qué me dice?

—Tuvo un accidente. La policía dice que fue un suicidio, pero yo no lo creo. Monsieur Oliver, Barry nunca se habría dado muerte a sí mismo. Nunca.

La noticia me atravesó como una descarga eléctrica. Tambaleándome, me incliné hacia la pared. No podía creer que Barry hubiese muerto; no me parecía posible que aquel fogoso toro de hombre pudiera dejar de existir de repente.

—¿Tiene usted las llaves?

Luchando contra el dolor, hice el esfuerzo de mantenerme en pie, abriéndome paso entre el aluvión de recuerdos de Barry en este apartamento: las noches que nos emborrachamos juntos escuchando los Rolling Stones, las discusiones políticas que siempre acababan cuando Barry recurría a una pirueta con alguna afirmación rimbombante completamente irrelevante para el debate, las veces que nos reducía a Isabella y a mí a una carcajada histérica, la noche en que le arrestaron por profetizar desnudo desde su balcón, el día en que entré y me lo encontré dando de comer a veinte chicos de la calle.

—Claro que tengo las llaves.

—Déjeme entrar, por favor…

—Pero la policía…

Madame Tibishrani, por favor. Tengo que verlo con mis propios ojos.

Ella miró las escaleras, abajo y arriba, una de aquellas miradas furtivas de miedo, tan corrientes en Egipto… después se volvió hacia mí.

D’accord —susurró—. Pero no diga a nadie que fui yo quien le dejó entrar. La policía ha estado aquí tantas veces que tengo la sensación de que Barry debe de haber tenido problemas con las autoridades.

Sacó un manojo de llaves de su bolsillo y, tras envolver la llave en un pañuelo para amortiguar el ruido, abrió la puerta.

El olor era espantoso, a moho, con olores superpuestos a incienso, humo rancio de cigarrillos y meadas de gato. Pero había algo más que atacaba mis sentidos… la sensación de la violencia ocurrida. La muerte estaba en el ambiente, provocándome picor en el cuero cabelludo. Estaba oscuro, casi como boca de lobo: las pesadas cortinas de terciopelo estaban echadas. Un cristal roto se astilló bajo mis zapatos cuando atravesé el salón, mientras mis pies chocaban con libros tirados por el suelo. Cuando investigaron el piso pusieron todo patas arriba, pero tengo orden de dejarlo como está —murmuró madame Tibishrani desde la seguridad que le brindaba la puerta de entrada—. Ni respetan la propiedad ni respetan a los muertos.

Descorrí las cortinas y abrí las puertas del balcón para que entrara la brisa del mar. Iluminado, el apartamento presentaba un aspecto de caos total. Habían sacado los libros de las estanterías que tapizaban las paredes y los habían tirado al suelo, como si los intrusos hubiesen estado buscando compartimentos secretos detrás de los estantes. Habían rajado con un cuchillo varias de las preciadas sillas mullidas de Barry y esparcido por el suelo el relleno… parecía que una ola de espuma hubiese inundado el apartamento. A pesar de mi creciente sensación de horror, me puse a buscar restos de sangre en las paredes, en el mobiliario… No había nada. Un sillón de cuero, con sus cojines rajados de un extremo a otro, permanecía en el centro de la estancia. Me derrumbé en él, hundiéndome en el relleno de algodón.

—¿Qué pasó?

Madame Tibishrani dio con cuidado unos pasos hacia el interior del apartamento. El gato de Barry, una delgada criatura blanca y negra llamada Thomas O’Leary, apareció y se enroscó, maullando. Ella recogió al animal y se puso a acariciarlo.

—Ocurrió hace dos días. Me preguntaba por qué no había tenido noticias de él; normalmente, me visita todas las noches de los jueves y yo le preparo un pichón… —dijo, ruborizándose; la creencia egipcia es que el pichón asado es un poderoso afrodisíaco—. Pero el jueves pasado no dio su habitual toque en la puerta, por lo que subí yo… —añadió, mientras su rostro se contraía, tratando de no llorar—. Su puerta no estaba cerrada con llave, pero eso no era raro… usted sabe que a Barry le gustaba mantener abierta su puerta para que entrara cualquiera. De todos modos, entré y fue cuando encontré a mi pobre amigo.

Señaló el sillón en el que yo estaba sentado.

—Estaba en ese sillón, con una aguja en el brazo y una cinta de cuero… ¿cómo lo llaman ustedes?

De un salto, me levanté del sillón, impresionado al pensar que estaba sentado donde se encontró su cadáver. Encubriendo mi aprensión, me volví hacia madame Tibishrani.

—¿Un torniquete?

Oui, como un torniquete, enrollado alrededor. Estaba muerto; quizá llevara ya un día. Pero no lo entiendo… Barry no era adicto a la heroína; de eso estoy segura.

Tenía razón. A pesar de consumir muchas drogas con fines recreativos, Barry siempre se había opuesto vehementemente a la heroína. Además, Alejandría no era el mejor sitio para comprar esa droga. Y madame Tibishrani tenía razón. Era imposible que Barry, un hombre que exprimía todas las sensaciones de la vida y las saboreaba, se hubiera dado muerte a sí mismo. ¿Por qué? No tenía sentido. El astrario. Eso tenía que ser. ¿Era un homicidio o posiblemente algún tipo de asesinato, ordenado, quizá, por alguna autoridad? ¿Habían encontrado el astrario o Barry lo había escondido? Mi cabeza daba vueltas mientras absorbía esta terrible realidad. Después, se me ocurrió otro pensamiento. Si estaban preparados para matar a Barry, era muy posible que estuviesen preparados para matarme a mí. Tenía que encontrar el astrario.

Esto ha sido un montaje, pensé mientras miraba alrededor de la arrasada estancia. Alguien había matado a Barry, registrando después el apartamento. Y tenía la impresión de que se había marchado con las manos vacías, lo bastante frustrado para mostrarse innecesariamente destructivo.

—Rezo por él —dijo madame Tibishrani—. Ya sabe, si es un suicidio, su alma no podrá entrar en el Cielo. Hablé de esto con el sacerdote, pero se mantuvo inflexible…

Como madame Tibishrani continuaba preocupándose por la posibilidad de que el alma de Barry se condenara, acabé luchando yo mismo con mi propia conciencia. ¿Había muerto Barry porque yo le había dado el astrario para que lo datara por el carbono? ¿Era yo responsable directo o indirecto de su muerte? ¿Y quién estaría tan decidido a hacerse con el objeto para matar por conseguirlo? ¿Quién podía saber que estaba aquí? ¿A quién temía Faajir? Me estremecí y eché un vistazo involuntario por encima de mi hombro. El tono más elevado de la voz de madame Tibishrani interrumpió mis pensamientos.

—Trataron de decirme que Barry estaba preparando drogas en el laboratorio de su casa. ¡Qué ignorantes! La policía, la policía secreta y los funcionarios municipales han estado acosándome constantemente desde el accidente. Incluso vino una mujer inglesa y me estuvo haciendo preguntas… ¿Qué derecho tenía? La miro y creo que ni siquiera puede haber sido amante de Barry; en realidad, dudo que ella haya tenido algún amante…

—¿Recuerda su nombre? —la corté con urgencia. Tenía una ligera sospecha de que yo conocía a aquella mujer.

—Se presentó como Amelia Limeherst. Cuando traté de impedirle que entrara en el apartamento, me apartó y miró de todos modos. Una locura, non?

Así que Amelia había estado aquí. ¿Cómo demonios se habría enterado de que Barry tenía el astrario? Aunque, cuanto más pensaba en ello, más evidente me parecía. Nuestra amistad era bien conocida, así como su capacidad para datar por carbono y la obsesión de Isabella. No habría resultado difícil establecer las conexiones. Recorrí cuidadosamente la estancia, tratando de averiguar lo que pudiera faltar. Un enorme tanque de vidrio estaba al lado de una pared: un acuario en el que había un pez tropical del que Barry estaba inmensamente orgulloso. Parecía que era el único objeto de la habitación que no había sufrido daños. Inquieto, me pregunté que me diría el pez si pudiese hablar. No estaba seguro de querer saberlo. Me volví hacia la casera.

—¿Se llevó algo la mujer?

—¡Nada en absoluto! Pero tantas preguntas, monsieur Oliver. Incluso me preguntó por usted y por su pobre esposa.

—Escandaloso. Madame Tibishrani, ¿podría dejarme unos momentos a solas? Me gustaría despedirme de Barry en privado.

De nuevo, los ojos de la casera se llenaron de lágrimas, haciendo que me sintiera culpable de engañarla. Pero yo no podía registrar la estancia con ella allí.

—Normalmente, le diría que no, pero por el respeto que siento hacia usted y hacia su pobre querida esposa, que era tan amiga suya… Además, tengo que darle de comer al pobre Thomas. Llámeme cuando haya terminado.

La casera se marchó con el gato maullando en sus brazos.

Ahora, estaba aún más convencido de que Barry había sido asesinado. Lo que necesitaba saber era si había tenido tiempo de esconder el astrario y, en tal caso, ¿dónde? Y después, la cuestión más apremiante: ¿quién estaba detrás de esto?

Me arrellané en el sillón de cuero y traté de ponerme en el lugar de Barry, de seguir su línea de visión. ¿Dónde podía haberlo escondido? Luchando contra el deseo de pegar un salto y hurgar desordenadamente entre los restos, centré mi pensamiento, cerré los ojos y después los abrí. Mi mirada se dirigió de inmediato al tanque del pez. Nada obvio había cambiado y, cuando miré en su interior, parecía que la arena y el cieno hubiesen estado allí eones, sin que nada los perturbase. Miré allí fijamente durante otro minuto; después, me incorporé, inquieto, con una sensación de pánico que ascendía en mi interior como bilis. La policía, o incluso el asesino de Barry, podía volver en cualquier momento y yo tenía que moverme con rapidez.

Decidí revisar las otras habitaciones. En el dormitorio, el rutón en el que dormía Barry estaba rajado y habían volcado los tres cajones de madera en los que guardaba su ropa; pantalones, pareos, ropa interior y bañadores estaban desparramados en completo desorden. La visión de su adorada tabla de surf, con una línea de On the Road, de Jack Kerouac, escrita en ella con cariño, me hizo flaquear. De repente, furioso por el vandalismo, pegué un puñetazo en la pared. Un póster cayó al suelo, haciendo que bajase la vista hacia un pequeño santuario de Buda. Habían destrozado la figura de la deidad: cerca, su rostro beatífico levantaba la mirada desde su cabeza arrancada. A su lado, yacía una estatuilla de Tot, el antiguo dios egipcio de la magia y las palabras, el dios favorito de Barry. Pero, ¿dónde estaba el astrario? En algún sitio, fuera del apartamento, crujió una madera del suelo. Mirando por encima de mi hombro, me quedé inmóvil, con la sensación de no estar solo. Esperé. Nada. Con cuidado y en silencio, fui al cuarto de baño, donde Barry había construido su laboratorio doméstico.

Varios metros de tubos de vidrio soplado —líneas de vacío— estaban sujetos con abrazaderas a estructuras metálicas suspendidas del techo; los tubos estaban ensartados unos alrededor y encima de otros, formando una extraña escultura. El lavabo se había transformado en un banco de trabajo, sobre el que había un pequeño frigorífico, un martillo, una carpeta —todavía salpicada de astillas de madera oscura— y un mortero con su mano.

Abrí con cuidado el frigorífico, nervioso por lo que pudiera encontrar. Sobre unas mugrientas baldas de plástico, había varios frascos de vidrio con tapones de corcho llenos de nitrógeno líquido, uno de los ingredientes necesarios para la datación por carbono. Un par de ellos dejaban escapar volutas de vapor porque sus tapones estaban agujereados. Junto a ellos, había una lata cerrada de cerveza Foster. Durante un momento, estuve tentado de abrirla y bebérmela a la salud de Barry, un sentimiento macabro que sabía que habría apreciado. Me interrumpió el sonido de algo que se hacía añicos en la habitación siguiente. Di entonces un salto y, pegándome a la pared, cogí del banco una pesada tenaza lo más sigilosamente que pude. Sosteniéndola en alto, como si fuese un garrote, me acerqué a la puerta medio abierta, esperando que en cualquier momento apareciera un matón. En ese preciso instante, un gato aparentemente hambriento traspasaba el umbral.

Mirándome con unos enormes ojos llenos de pus, empezó a lanzar maullidos lastimeros. Tranquilizado, dejé la tenaza: era otro de los animalillos abandonados de Barry.

Suspiré aliviado y después volví a mi registro, más desesperado ahora. Sabía que tenía que haber datado por carbono el instrumento en el laboratorio, pero, ¿dónde podría haberlo escondido?

En el banco, un poco más adelante, un vaso de precipitados Pyrex estaba suspendido sobre un mechero Bunsen. Levanté el vaso y lo olfateé; en el interior, había pequeños fragmentos de carbón vegetal. Aparte de las astillas de madera que había sobre la carpeta y una pequeña cantidad de polvo oscuro —serrín supuse— en el mortero, no había indicios del astrario ni de su caja de madera. Diez minutos más tarde, tuve que marcharme; un peso me oprimía el corazón. Quien hubiera matado a Barry tenía ahora el astrario, el artefacto por el que habían muerto Isabella y Barry y que me habían confiado.

Tras asegurarme de cerrar bien la puerta, me acerqué al apartamento de madame Tibishrani. Ella respondió a mi llamada con las cuentas del rosario entre los dedos.

—Bien, ¿ya se ha reconciliado? —me preguntó.

—No del todo. ¿Se ha celebrado ya el funeral?

Mon Dieu, ya me gustaría. Pero no, el pobre hombre está todavía en el depósito de cadáveres. Aparentemente, están a la espera del cónsul australiano; hay un pequeño problema para localizar al pariente más próximo de Barry. Aunque no lo ha habido con sus ex esposas vivas. Al parecer, las tres han sido informadas de su muerte y todas han manifestado que siguen casadas con él. Barry era un romántico.

Me marché apresuradamente antes de que la casera empezara a llorar de nuevo.

El teléfono operativo más próximo que conocía estaba en la oficina de la Alexandrian Oil Company. Fui directamente allí. Tras hacer un poco de práctica de acento australiano, llamé a la comisaría de policía y les dije que era un pariente de Barry que llamaba desde Australia y que quería saber más detalles de las circunstancias de su muerte. El oficial que investigaba el caso me dijo educada pero firmemente que, como se habían encontrado drogas en el cuerpo de Barry, habían despachado el caso como suicidio accidental por sobredosis de drogas, pero que su cuerpo todavía estaba en el depósito esperando que se hiciesen cargo de él. Aparentemente, una de sus viudas había reclamado el cuerpo pero todavía no se había presentado. Cuando pregunté por el registro del apartamento, el oficial se echó a reír y me dijo que los drogadictos eran conocidos por sus fiestas salvajes. Cuando colgué el teléfono, tuve la impresión de que alguien se había preocupado de proporcionar algún incentivo financiero para que la investigación se cerrase prematuramente. ¿Los asesinos de Barry formaban parte de alguna red más grande y poderosa de lo que había imaginado? La idea me produjo un escalofrío que me recorrió la espina dorsal. Egipto no era un sitio en el que uno quisiera tener en contra a las autoridades. No obstante, decidí visitar el depósito para ver si podía enterarme de algo más con respecto a los órganos desaparecidos del cadáver de Isabella, pero también para tratar de echar un vistazo al cadáver de Barry. Quizá encontrara un indicio o una pista y, al menos, me daría ocasión de despedirme de él.