Bill Anderson me estaba esperando en la pequeña pista de aterrizaje de Port Said, con un coche y un chófer.
—Pensé que estaría bien tomarme una noche más y quedar contigo —dijo—. Mi equipo salió para Texas esta mañana.
Bill era un hombrón musculoso que estaba empezando a engordar; su enorme físico tejano resultaba incongruente al lado del delgado chófer árabe que esperaba para llevarnos de vuelta al campo. Extendió la mano, una manaza enorme, chocando su callosa y abrasiva palma con la mía.
—Te acompaño en el sentimiento, Oliver. No podía creer la noticia cuando la oí. La vida es dura, desde luego, dura e injusta.
La intensidad de su preocupación me hizo sentirme incómodo y, una vez más, me encontré luchando con mis emociones. Asentí y ambos subimos en silencio a la parte de atrás del coche.
De camino al campo, pasamos delante del pozo tapado. Iluminado, el pozo estaba rodeado por un círculo de terreno quemado y carbón, los restos de los explosivos que se habían utilizado para provocar que el fuego implosionase y se extinguiese.
—Llevó una semana averiguar la configuración —dijo Bill—. Probablemente fuese mala suerte, pero yo no descartaría el sabotaje. Taparlo fue una lata, llevó demasiado tiempo… por fortuna, no perdimos a nadie. Desde luego, esto era una veta principal.
—¿Adónde irás ahora?
—A Libia… hay un problema en Sarir. Debe de ser fascinante —añadió irónicamente.
Me volví hacia la ventanilla abierta. Estar de vuelta en Abu Rudeis me desorientaba; mi mente seguía jugándome malas pasadas, como si me deslizara hacia atrás en el tiempo hasta antes del ahogamiento. Yo seguía esperando que Isabella llamara al teléfono satelital, porque ella todavía estaba en Alejandría, en la villa, esperando. Era una ilusión seductora.
La luna pintaba el desierto de blanco y negro, con un leve indicio de azul cruzando el horizonte. La vasta escala del paisaje ponía en perspectiva la vida humana. Pero mi dolor había aplastado mis emociones y la sensación habitual de limpieza que yo asociaba con el desierto estaba ausente. Y, en el fondo de mi mente rondaba la incómoda sospecha de que quizá hubiera puesto involuntariamente en peligro a Barry, al dejarle el astrario.
Anderson interrumpió mi ensoñación.
—Eché un vistazo a algunos de tus testigos de perforación y a la sísmica. Espero que no te moleste.
En realidad, sí me molestaba. Yo era muy celoso de la privacidad de mis datos y, como siempre entre la investigación y la perforación real, me atormentaba la vaga sensación de que había olvidado algo en mi análisis. No obstante, este era un riesgo especialmente imprevisible. El sísmico había indicado la posibilidad de que el campo se extendiera bastante y las lecturas del sonar habían sido prometedoras. Sin embargo, la subsuperficie era un rompecabezas de rasgos geológicos y, aunque en mi evaluación había dado mi habitual salto intuitivo —algo que solo sabía Mustafá—, la idea de que quizá no hubiéramos dado con oro negro planeaba ahora sobre mi conciencia.
—En absoluto, siempre que no cambies tu trayectoria profesional y te pases de repente a la competencia —bromeé, tratando de encubrir mi irritación.
—Va a ser que no. Me gusta jugar, pero no tanto como para amar el riesgo.
Me di cuenta de la mirada del chófer al retrovisor como reacción al tono mordaz de Anderson. Bajé la voz.
—¿Eso es lo que piensas de mí, que soy un jugador?
—Todos somos jugadores de una u otra manera, Oliver, pero tienes que admitir que esa es una posibilidad bastante remota.
—¿Te llamó Johannes Du Voor?
El consejero delegado de GeoConsultancy era un hombre difícil. No tenía la formación convencional de un geólogo o un geofísico, sino que había entrado en el negocio del petróleo a través del tráfico marítimo, pasado el tiempo que estuvo como oficial de intendencia de la armada sudafricana durante la II Guerra Mundial. Johannes Du Voor, un perfeccionista, tenía una relación ambivalente con la idea del riesgo. En cuanto pequeña consultoría que dependía de menos de una docena de grandes corporaciones como clientes, GeoConsultancy no podía permitirse errores. Inicialmente, aceptó que algunos de mis métodos fueran un poco heterodoxos, pero, últimamente, había estado presionándome para que respaldara con datos el diez por ciento final de puro instinto. Yo había tratado de esquivarlo, pero, a veces, mis corazonadas eran tan inexplicables que incluso yo no podía explicadas. Era comprensible que, cuanto mayor fuera el encargo, más nervioso se pusiera Johannes.
—Tropezamos en la sala de ejecutivos en Austin —dijo Anderson—. Chico, lo que ese hombre puede hablar. No creo que se diese cuenta de que tú y yo nos conocemos ni de lo que hacemos. El tipo no tiene buen aspecto y yo creo que no está muy bien de salud.
—Tiene un trastorno alimentario. Come demasiado, quiero decir. ¿Qué más dijo el viejo cabrón?
—Me preguntó si te estabas moviendo para montar tu propia consultoría, llevándote a sus clientes.
Me reí. La idea de que yo pudiera estar jugando poco limpio me parecía absurda.
—Este tío está paranoico —respondí—. Simplemente, no entiende mi forma de trabajar.
El problema con Johannes Du Voor era que se imaginaba que el resto de la humanidad era tan ambicioso como él; lo creía sobre todo de quienes, a regañadientes, reconocía que valían más que él. Me había reclutado directamente cuando salí del Imperial College y durante dos años insistió en que trabajara como ayudante suyo en el campo. En nuestro primer trabajo juntos, me di cuenta de que había cometido un error, que el yacimiento estaba casi a un kilómetro. Era un trabajo importante: el primer pozo de una nueva estructura en Angola, y había millones de dólares en juego. Yo había estudiado minuciosamente los datos sísmicos, comprobado los testigos de perforación y recorrido el campo olfateando el aire. A riesgo de que me pusiera de patitas en la calle, le presenté mi interpretación alternativa. Johannes escuchó y confió en el salto que me indicaba mi instinto, a pesar de sus propios cálculos. Hay que reconocerle que corrigió el ángulo de perforación propuesto.
Después, me dijo que, si estaba equivocado, no solo me despediría, sino que también haría todo lo posible para arruinar mi carrera. Ese día, encontramos petróleo, pero nuestra relación se alteró profundamente después de aquello. Respetó este talento intrínseco mío, pero, aun así, cada nueva prospección era para él como entrar otra vez en caída libre.
El coche se detuvo al lado de la nueva torre de perforación, que no se había tocado desde mi marcha, dos semanas antes. La broca colgaba sobre el suelo; el acero brillaba a la luz de los reflectores; era como una vasta mole preparada para empezar a cavar. Al lado, se había excavado un pozo de agua para refrigerar con ella la torre en funcionamiento. A la estilizada sombra que proyectaba la torre, podían verse generadores y otras piezas del equipamiento, a modo de público silencioso que esperara el comienzo de la representación. Me resultaba raro que este artilugio enorme hubiese permanecido inmóvil, como congelado en el tiempo, mientras mi propia vida había pasado por un episodio tan tremendo.
Hice una rápida evaluación del equipamiento y de los operarios que esperaban a los mandos. Después, levanté el pulgar, exactamente igual que había hecho solo unas semanas antes, momentos antes de la explosión, moviéndolo bruscamente hacia abajo. Los gigantescos motores diesel se pusieron en marcha y la broca comenzó a girar mientras se hacía descender el vástago hasta el suelo. Al lado, los motores que hacían girar la platina bombeaban escombros y barro.
Anderson, que permanecía a mi lado, me dio una palmada en el hombro.
—Perforación por rotación… ¿no te encanta? —gritó para sobrepasar el ruido—. ¡Máxima penetración!
Ignorándolo, observé el proceso durante unos minutos.
Esta etapa inicial era casi angustiosa: había que rezar para que la broca fuese la adecuada para la roca, Hasta ahora, se mantenía.
—He oído un rumor acerca de un oasis a unas cincuenta millas de aquí —interrumpió Anderson mi concentración—. Los chicos me han dicho que hay un hotel de estilo árabe de los años veinte y se puede nadar muy bien.
—Me parece que he estado allí.
—¡Vamos, hombre!, aquí no hay nada de lo que no pueda encargarse tu ayudante. Estás sufriendo una gran pérdida. Necesitas algún tiempo para reencontrarte a ti mismo. Sé lo que es eso.
Miré la torre. Anderson tenía razón. Pasarían dos días antes de que la broca profundizara lo suficiente para que pudiera cambiar de dirección y entrar en la formación petrolífera. Quizá un paseo en coche por el desierto eliminara parte de mi tristeza.
La carretera era poco más que una pista. Conduje el jeep de la empresa como un loco. De alguna manera, la perspectiva de morir aquí me atraía: una forma instantánea de escapar de la pena que me embargaba.
Tierra adentro, el Sinaí era una alfombra sin fin de zarzas rota por ocasionales dunas de arena. Mis ojos me gastaban bromas, retrasando el reloj para repoblar las dunas con árboles primordiales, un mar interior, gaviotas en picado frente a un cielo más benigno. En otro tiempo, ciertas zonas de Egipto habían sido más húmedas, y el tiempo, más tropical. Había ciénagas, hipopótamos en el Nilo, leones y cocodrilos, pero el desierto había sido siempre el reino de la serpiente, el chacal y el escorpión, el dominio de la muerte violenta. Muchos de los iconos del Antiguo Egipto lo reflejaban. Anubis, el dios con cabeza de chacal del embalsamamiento y los cementerios, era la encarnación del chacal en acecho en el extremo del desierto, recorriendo, glotón, su camino hacia el cadáver estragado. Ammyt, la terrorífica diosa con cabeza de cocodrilo a quien se arrojaban los corazones de los pecadores durante el rito de la pesada del corazón, era la manifestación de los depredadores reales de las turbias aguas del Nilo. Mientras mi imaginación esbozaba el fecundo pasado ante el árido horizonte, recordé la recurrente pesadilla de Isabella y después, el horror de los órganos ausentes de su cadáver. Cuando regresara a Alejandría, tendría que descubrir más cosas. ¿Qué clase de individuo o de organización podría haber autorizado la profanación de un cadáver? ¿Y qué pasó con la otra egiptóloga de la que me había hablado el forense, el cadáver de la joven mujer que había visto años antes, al que le faltaban los mismos órganos? ¿Había alguna relación?
—Anderson, ¿has oído hablar alguna vez de comercio ilegal de órganos aquí, en Egipto?
Me miró, desconcertado por la pregunta.
—Aquí no. En Asia, quizá, pero no en Egipto… ¿por qué? ¿Te falta algo? —bromeó. Después, se dio cuenta de que hablaba en serio.
—¡No! —mentí—. Simplemente, pensé que podía haber encontrado algo.
—Bueno. Fuerte la cosa, ¿no?
—Olvídalo. No he dicho nada.
Ambos caímos en un incómodo silencio.
Dos horas después, llegamos a una bifurcación de la carretera. No había nada en el horizonte en ninguna dirección. Anderson estudió el mapa, frustrado.
—¡Dios! Creí que habías dicho que estuviste allí antes.
—Sí, pero fui con un chófer nativo —respondí, sonriendo.
Maldijo y trató de trazar en el mapa el camino que habíamos recorrido.
Yo salté del jeep. Inmediatamente, me sacudió una bofetada de calor como si de un horno se tratase; me perforaba los pulmones y casi hizo que me tambalease. Me mantuve erguido, respirando más superficialmente; después, me envolví la cabeza en la bufanda que llevaba, pasándola por encima de mis mejillas ardientes. Me gustaba este dolor elemental, este pulso contra el tedio de lo físico, la proximidad de la muerte y la agudeza de la vida que lleva consigo.
Justo entonces oí las pisadas lentas y pesadas características de los camellos, seguidas de un grito en árabe. Un grupo de cinco beduinos surgió tras una pequeña duna, recorriendo pausadamente su camino hacia la pista del desierto, con sus pañuelos y túnicas al viento. Detuvieron los camellos y dirigieron la mirada al jeep.
No muy seguro de cómo me recibiesen, saludé con la mano. Uno de ellos me devolvió el saludo. Después, el jefe fustigó su montura en los ijares y galopó hacia mí, moviéndose el animal con sorprendente elegancia.
Desde el jeep, Anderson silbó.
—Espero que tu árabe sea bueno —murmuró, mientras bajaba del coche.
—Depende de lo cerrado que sea su dialecto.
De cerca, la barba del beduino, teñida con alheña, era sorprendente. Ahora, podía ver el extremo de un fusil de asalto AK-47 que sobresalía bajo la silla. Miró a Anderson. Yo seguí su mirada; el beduino se había percatado de la antigua chapa de identificación militar de su época de servicio en Vietnam que todavía llevaba el hombre.
—La paz esté contigo —dije apresuradamente en árabe, con la esperanza de distraer al beduino.
Ignorándome, señaló, agresivo, a Anderson.
—¿Soldado?
—No digas nada —le susurré a Anderson, rogando que el normalmente locuaz estadounidense permaneciera en silencio.
Los demás ya se habían acercado. Formaban un grupo hosco, mirando a través de los pañuelos a cuadros que cubrían la mitad inferior de sus rostros, cautelosos, a la espera de una señal de su líder para reaccionar de un modo o de otro.
—Ya no —respondí en árabe, señalando el cabello gris de Anderson—. Antiguo.
No convencido, la mirada suspicaz del jefe beduino recorrió la camiseta, los vaqueros acampanados y las antiguas playeras de Anderson.
—Cuerpo viejo, mente joven —dijo el beduino, deliberadamente inexpresivo.
Tras él, los otros cuatro hombres estallaron en carcajadas. Anderson, con la sensación de una afrenta, se giró hacia mí.
—¿Qué dice?
—Dice que pareces muy fuerte para un hombre de tu edad.
Anderson entrecerró los ojos, incrédulo.
—¡Dios, Oliver!, pregúntale dónde está el oasis.
—El oasis está a media hora en coche desde aquí. Tomen la pista de la izquierda —replicó el beduino en perfecto inglés—. Tengan cuidado, el desierto puede ser peligroso.
Hizo dar media vuelta a su camello y se fueron.
Los tonos broncos de J. J. Cale surgían de la radio de Anderson, mezclándose con el susurro de las palmeras datileras sobre nosotros. Estábamos repanchingados al lado de una pequeña laguna rodeada por una hilera verde de juncos y palmeras. Su superficie reflejaba el cielo turquesa que se abría por encima. A corta distancia de allí, estaba el hotel de planta baja, con sus ladrillos blancos amarillentos de barro del desierto que la hacían apenas discernible. Su arquitectura morisca, con estrechas ranuras como ventanas y con arcos que daban a un jardín cerrado por muros, que estaba fresco y en sombra incluso a mediodía, hacía de él un refugio del incesante calor.
Estaba tumbado en una toalla playera, de franela gris, con el letrero «P&O, Suez Cruises» bordado, que tiempo atrás dejara olvidada algún turista y que yo cogí en el hotel. Al lado de mi cabeza, tenía el teléfono satelital de la compañía petrolera. Mi contrato establecía que yo tenía que estar localizable en todo momento en caso de posible crisis en el campo, de manera que, adonde yo fuese, tenía que venir el teléfono también. Sobre mí, un grueso tronco dentado de palmera se inclinaba sobre el lago y su reflejo oscilaba suavemente con el movimiento del agua. Era un isocronismo perfecto, un mundo paralelo a la inversa en el que todo era posible. Me incorporé, intrigado por la idea.
Anderson, en un voluminoso bañador carmesí, con una copiosa cantidad de loción bronceadora extendida por la cara y el pecho enrojecidos, estaba tumbado a pleno sol y parecía una estrella de mar varada. Entre los dedos, sostenía un grueso canuto, enrollado de un modo bastante primitivo. Se incorporó, dio una larga calada a la marihuana y, manteniendo la aspiración, me lo pasó. Tras exhalar el humo, volvió a tumbarse sobre su toalla.
—Chico, ¡qué bueno es parar el cerebro!
Yo inhalé con cautela; nunca me había gustado perder el control y la marihuana no era lo que más me gustaba, aunque Isabella la fumaba habitualmente, diciendo que estimulaba su imaginación. Personalmente, pensaba que no estimulaba más que la paranoia, pero, por miedo a parecer anticuado y viejo, nunca le pedí que lo dejara. Yo prefería el alcohol y nunca probé los potentes alucinógenos y estimulantes de la época: LSD, mescalina, cocaína. Pero ahora estaba dispuesto a probarlo todo para impedir que mi mente se deslizara a la introspección. El humo llegó al fondo de la garganta y me abrasó los ojos. Unos segundos después, una sensación de dislocación psicológica recorrió mi cuerpo.
—Esto es fuerte. ¿Dónde lo conseguiste?
—Afganistán… tiene opio. Ellos siempre priorizan mi equipo, por lo que nunca me investigan en los aeropuertos.
—Parece útil.
—Claro, tío, pero no me salto la línea que me tengo marcada con respecto a las armas de fuego y los residuos radiactivos. Uno tiene que tener cierta moral.
Eché una mirada a través del lago y los colores se desdibujaban en manchas de azul brillante, verde esmeralda, blanco amarillento. Un ibis pasó volando bajo sobre la superficie del agua, sus alas eran una lánguida progresión de semicírculos que se elevaban y descendían en una espiral de plumas.
—¿Sabes por qué hago lo que hago?
La voz de Anderson era distante y ligeramente arrastrada y mi propia mente cada vez más desarticulada trataba de registrar el hecho de que parecía muy colocada.
—Por dinero, supongo; quizá por el peligro.
—Ni lo uno ni lo otro. ¿Sabes que estuve en Vietnam?
—Claro.
—Bien; allá por el 68, el 17 de septiembre de 1968, para ser exacto, mi pelotón sufrió una emboscada del Vietcong y me encontré agazapado entre tres amigos con los intestinos fuera.
Yo fui el único que quedó. No sé decirte por qué; no fueron los reflejos, no pensaba con claridad; simplemente, ocurrió así. Me salté el día de mi muerte. Eso es lo que creo realmente: me salté el día de mi muerte y ahora aquí estoy jodido… amén.
Dio otra calada al porro; después, lo apagó en una piedra.
—Pero sé, en el fondo de mi corazón, que yo tenía que haber muerto aquel día.
Yo estaba allí tumbado pensando en Isabella, su miedo de la predicción del día de su muerte de Amos Jafre. ¿Fue ese realmente el día en el que se había ahogado? Después, estaba la visión que yo había tenido de ella en la bañera, el hecho de sus órganos robados y su propio terror de que su ba y su ka no se unieran y acabara en un purgatorio egipcio. Esperé que Anderson continuase. Nunca lo consideré un hombre religioso ni siquiera particularmente filosófico; en realidad, siempre di por supuesto que era lo contrario: un realista que quería trabajar para alguien por el justo precio, con independencia de su política.
—¿No pudo ser, acaso, simple suerte… el ángulo de tiro? —pregunté por fin.
Anderson se giró y me miró, con el blanco de los ojos enrojecido.
—¡Dios!, otro escéptico.
—La religión organizada es el azote del mundo. Mira lo que ha hecho en esta región.
—Eso es economía, historia colonial y territorio, y tú lo sabes. De todos modos, no estoy hablando de religión. ¡Hablo del período natural de la vida de un hombre y de qué clase de significado damos a nuestro tiempo aquí, en este condenado planeta!
La voz de Anderson era alta… estaba demasiado colocado para darse cuenta de lo alta que era. Yo miré alrededor: el lugar estaba desierto, salvo una campesina que estaba en la orilla opuesta haciendo la colada. Estaba agachada, al borde del agua; sus largas y delgadas muñecas sobresalían de su vestido; sus manos enrojecidas producían un montón de espuma de jabón mientras frotaba la ropa con un guijarro sobre una piedra. Me miró; después, siguió lavando.
Me volví hacia Anderson, preguntándome si seguirle la corriente al enorme ex soldado o ser sincero.
—¿Sabes? Una de las cosas en las que Isabella y yo estábamos menos de acuerdo era con su creencia en todo este vudú. Me asombraba que una mujer educada e inteligente pudiera creer en la astrología y en la magia del Antiguo Egipto, que una especie de fuerza invisible la dirigiera en su arqueología. Eso no me lo trago. Lo que ves es todo: la gravedad es la gravedad, las leyes de la física son inmutables y todos los misterios son explicables. Somos animales complejos regidos por nuestras hormonas y, en último término, no demasiado importantes en el gran esquema de las cosas. Nada más y nada menos.
Hice una corta pausa durante la que me di cuenta de que estábamos metidos en las divagaciones filosóficas a las que siempre lleva el fumar marihuana. Pero yo estaba en racha, no podía detenerme; era como si estuviera hablando de los eventos de las dos semanas pasadas, tratando de incluirlos en un marco de referencia que les diera cierto sentido lógico. Pero, ¿por qué estaba tan enojado? ¿Estaba enojado con Isabella por morir en busca de algo que creía que era un objeto espiritual, mágico incluso, si había que creer alguna de las antiguas explicaciones?
—Vivimos y después morimos —continué—. La gente vive en el recuerdo; ese es el único tipo de inmortalidad que tenemos, a menos que tú creas en envolver en vendas cadáveres disecados y en construir enormes tumbas triangulares sobre ellos. Yo no. Yo soy peor que un ateo; creo en una biología dilatable. Quizá por eso me aterroriza olvidar a Isabella, porque eso significaría que ella me dejó realmente: ese momento en el que ella deja de aparecer en mis sueños y yo no soy capaz de recordar su rostro.
Hubo otro largo silencio. Intoxicado, elevé la vista al inmenso azul. De repente, me di cuenta de que el punto que daba vueltas sobre mí era un halcón que acechaba pacientemente su terreno de caza.
Bill levantó sus gafas de sol y me miró; sus ojos brillaban con auténtica emoción.
—Ella nunca te dejará… lo sabes, ¿no, Oliver?
—Supongo que no.
Otro silencio cayó sobre nosotros, tan denso como un bosque.
Bill se derrumbó sobre su toalla.
—Tom, uno de los chicos que murió a mi lado en Vietnamí, un verdadero amigo íntimo, hacía esta broma privada conmigo: cuando estábamos bajo el fuego, me llamaba Jerry, Tom y Jerry, ¿ves? El humor era su forma de afrontar el terror; nadie más en aquel pelotón… demonio, en todo el planeta, conocía esta pequeña broma que teníamos entre nosotros. En todo caso, un par de semanas después de su funeral en Austin, el ejército celebró una comida de conmemoración para el pelotón, que, en su inmensa mayoría, había perecido con Tom. Así que me presento allí, vestido como un pavo del día de Acción de Gracias, pensando en lo mucho que Tom odiaba toda esa hipocresía y tanta pompa, y busco mi sitio por mi nombre. Y allí estaba: Jerry Anderson, no Bill, Jerry, en tinta negra, con un pequeño dibujo de un gato y un ratón. Fue una señal: Tom bromeando conmigo, recordándome que todavía estaba allí, mirando.
—Me encantaría creer que esos hechos aleatorios puedan tener una significación especial —dije—, pero no puedo. Quizá sea mi formación científica, ¿quién sabe?, pero, si tuviera una experiencia como esa, lo consideraría una broma de mal gusto de alguien.
—Eso es una tontería, Oliver. Yo he visto cómo trabajas… no todo se basa en la fría lógica, no en este negocio.
Incómodo con la convicción de que tenía razón, cambié de tema:
—Aún no me has dicho por qué te hiciste bombero de pozos de petróleo.
Anderson pasó una mano por el agua. Las gotas que caían de sus dedos parecían enormes: haciendo brotar deliciosamente mundos en miniatura de agua, de agua fría.
—Quizá solo tentara a los dioses. Cada vez que pongo esos explosivos, espero morir. No puedo sacudirme la sensación de que vivo un tiempo prestado.
—¿La culpa del superviviente?
—Como te dije, hermano, me salté el día de mi muerte. Es tan sencillo como eso.
Estábamos allí tumbados, aplanados por el sol, muy conscientes ambos de las palabras no pronunciadas que se levantaban, incómodas, entre nosotros. Finalmente, habló Anderson:
—Escucha, no pretendía sugerir que el accidente de Isabella fuese…
—Ya lo sé —le corté. Después, me levanté y me metí en el poco profundo lago.
A la orilla, el agua estaba templada. Me aparté de ella y entré en la parte más profunda, donde estaba más fresca. Tras una inspiración profunda, me sumergí, di cuatro brazadas a través del agua verdosa, sobre la arena del fondo, mientras las tiras oscuras de los juncos ascendían hacia la luz, como pinceles que acariciaban mi cuerpo. El chorro frío de la corriente que pasaba sobre mi piel quemada me relajaba; mis dedos, con las manos abiertas, atravesaban rápidamente el agua a la luz que se filtraba desde arriba.
Nadé más abajo y siguiendo el fondo. Un pequeño grupo de peces grandes se cernieron sobre mí, de azul metálico al sol subterráneo, alejándose después como flechas, brillantes como monedas de plata allí arrojadas. En ese momento, sentí que algo pasaba a mi lado, algo grande. No se veía nada. Los juncos me acariciaban la piel, haciendo que el pelo del cuerpo se me pusiera de punta. Flotando en posición vertical, me di la vuelta lo más rápido que pude, con el tiempo justo para tener la visión de unos pies y unas piernas desnudas que desaparecían en un bosque de algas.
Un segundo después, Isabella emergía del entramado de largas hojas flotantes, con su pelo suelto ondeando en torno a su rostro y sus pechos luminosos. Aterrorizado, me quedé helado, descendiendo lentamente, mientras ella me sonreía con tristeza; su rostro cual luna traslúcida que se filtrara a través de la hierba. Después, indicándome que la siguiera, giró y se alejó nadando con aquel movimiento de pierna característico de ella. Esto no era un fantasma, me dije, luchando contra un pánico ciego.
La seguí, aunque acabé perdiéndola en aquel laberinto sombrío. La busqué, luchando contra la peligrosa maraña, levantando nubes de barro, pero sin encontrar nada. Con los pulmones a estallar, subí hacia la superficie.
Jadeando, salí a la superficie, sacudiendo las extremidades.
Desorientado, traté de respirar durante lo que me parecieron minutos; después, traté de trepar a la orilla, donde me tumbé en el suelo.
Tomé conciencia de un extraño chirrido sordo… mi teléfono satelital estaba sonando. Me senté. Anderson estaba de pie, haciendo señas con los brazos frenéticamente.
—¿Estás bien? —gritó.
Asintiendo con la cabeza, me puse de rodillas, tratando de componerme, pero el rostro de Isabella seguía suspendido ante mis ojos. Me apoyé de nuevo en la orilla arenosa.
—Muy bien. ¡Lo que pasa es que no debería fumar y nadar! —le grité.
El teléfono satelital seguía sonando.
—¡Contesta! —grité y después volví al agua, nadando hacia él.