7

Quedé en encontrarme con Barry Douglas en el Spitfire, un pequeño bar situado en la rue de l’Ancienne Bourse, al lado de la Saría Saad Zaglul, una de las principales avenidas. Fundado en los años treinta del siglo XX, había gozado de gran popularidad entre los soldados aliados apostados en Alejandría durante la II Guerra Mundial. El propietario, anglófilo, había instalado, orgulloso, un pequeño busto de Winston Churchill, en yeso, adornado con una bandera británica en la ventana. El interior estaba en perpetua penumbra. Era uno de los bares favoritos de Barry.

Barry Douglas se había convertido rápidamente en uno de mis amigos, así como de Isabella; me atraía su sensibilidad inconformista y su clásica intolerancia australiana con las sandeces. Compartíamos un marcado desdén por el fingimiento y el esnobismo relacionado con la clase social. Lo que no compartía con él era su amor por todo lo místico y espiritual, característica que tenía en común con Isabella.

En la puerta del bar vacilé. Cuando concerté este encuentro con Barry, no tuve el valor de hablarle de la muerte de Isabella. Cada vez que tenía que contar a alguien la noticia era como vivir de nuevo el ahogamiento y me aterrorizaba aquella sensación de verme transportado de nuevo al momento aquel. Además, me dije, seguro que lo ha oído: en Alejandría, las noticias solían correr como la pólvora. Armándome de valor, entré. De las paredes colgaba una galería de fotografías antiguas, instantáneas polvorientas en blanco y negro de jóvenes sonrientes de caqui, abrazados unos a otros, mirando con afectación a la cámara: británicos, canadienses, australianos, neozelandeses, el ocasional escocés con su tam-o’-shanter.

Algunos parecían niños embutidos en uniformes que no les sentaban bien: adolescentes larguiruchos cuyos hombros se perdían en las guerreras; enormes ojos de conejo que miraban a través del tiempo, pequeñas cuentas de temor sepultadas en el centro de sus pupilas, que desafiaban la amplia sonrisa que lucía debajo. No podía ser fácil defender un territorio que muchos naturales del lugar consideraban de alguna manera robado; vérselas con una comunidad árabe ambivalente, por no hablar de los italo-alejandrinos, personas como el padre de Isabella, algunos de los cuales ya se habían marchado a luchar con Mussolini o los alemanes.

Eché un vistazo alrededor y no vi a Barry, por lo que me senté en la barra y pedí un bloody mary. Me puse a mirar las fotos y no pude evitar preguntarme cuántos de aquellos jóvenes soldados estarían yaciendo ahora en el cementerio de guerra de El Alamein. Había allí siete mil tumbas, que se extendían en aterradora monotonía, las más patéticas indicaban «siete soldados desconocidos», «cinco soldados desconocidos» y así sucesivamente, camaradas muertos y reunidos después en abrazos inimaginablemente macabros.

—¡Dios, tienes una pinta lamentable! —bramó en el bar la inconfundible voz australiana de Barry Douglas.

Acercó un taburete, lo puso a mi lado y trató de encaramar su masivo cuerpo al asiento.

—Los putos taburetes están hechos para enanos. ¡Aziz! —gritó al propietario, que estaba ocupado, secando vasos—. ¿Cuándo vas a poner unas putas sillas decentes?

Aziz suspiró, siguiéndole la corriente al australiano, que era —yo lo sabía— un cliente asiduo.

Barry se volvió hacia mí.

—Al menos, la cerveza está fría. ¿Cómo estás, tío?

Me echó un brazo enorme alrededor y me atrajo hacia sí en un auténtico abrazo de oso.

Aparté la cara, aterrorizado por que mi reserva pudiera venirse abajo. Y así habría sido si no me hubiera inundado momentáneamente el olor combinado del after-shave Brut, el sudor rancio y el hachís que emanaba de la antigua cazadora de piel de Barry. Me liberó para secarse una lágrima.

—Fue un funeral trágico. Los odio. Cuando vaya a reunirme con el gran Buda en el cielo, quiero que mis restos físicos los cocinen aquí en un delicioso estofado cordon-bleu para que mis moléculas se reciclen de un modo significativo.

Ese era el problema con Barry: nunca sabías si hablaba en serio o no.

—¿Estuviste allí? —pregunté.

Debía de haber estado zombi durante toda la ceremonia.

No lo había visto.

—No habría faltado por nada del mundo. Estaba al fondo, «colocado». No quería molestar a los nativos —dijo y se sonó la nariz en un gran pañuelo bordado—. Al menos, los católicos montan un buen espectáculo, no como los protestantes. No puedes tener un entierro decente sin un rito sangriento decente. ¿Pero Isabella? No era su hora —negó, dando un manotazo en el mostrador para enfatizar lo dicho—. ¡No era su puta hora!

Una pareja, furtiva en el rincón, levantó la vista de su tête-à-tête; un solitario marinero chipriota se volvió a mirar, y un gato callejero dio un salto debajo de una de las mesas. El casete de música se puso en marcha y una pieza de los Kinks llenó el repentino silencio: las incongruentes añoranzas juveniles de otro mundo.

Sin que nadie se lo pidiese, Aziz puso violentamente un vaso de cerveza delante del australiano.

Barry Douglas era uno de esos raros individuos cuyas actitudes inconformistas y extravagancia operaban como un choque eléctrico; su sentido infantil del absurdo era a la vez liberador e infeccioso. De cuarenta y cinco años, medía 1,90, pesaba 127 kg. y llevaba una enredada melena de pelo rubio platino y una barba a juego que le daba un aspecto de dios vikingo. Su piel, permanentemente quemada por el sol, tenía el aspecto arrugado y profundamente moreno de los caucasianos en África. Cuando bebía, parecía y se comportaba como un toro colérico, pero, cuando estaba sobrio, era capaz de encantar hasta a las mujeres más inaccesibles. Los árabes de la zona le querían y había vivido en Alejandría durante tanto tiempo que lo consideraban como un talismán de buena suerte. Sus choques con la policía municipal eran legendarios, pero incluso ellos toleraban sus periódicas escapadas con afecto. Ávido submarinista y surfista, Barry decía que se había criado más en el océano que afuera. Describía su ocupación como «marino experto», aunque nunca hubiera estado muy claro en qué.

Siempre pensé que «cazador de tesoros» era una descripción más adecuada, pero cuanto más conocía a Barry, más revelaba tener unos talentos extraordinarios en los campos más sorprendentes.

Había abandonado Australia a finales de los años cincuenta y acabó en la costa de California a principios de los sesenta, donde estuvo implicado en algunos de los primeros experimentos con LSD llevados a cabo en Berkeley. Esto condujo a una revisión completa de las ambiciones de Barry. Abandonó la universidad por la aventura y se las arregló para conseguir un empleo como submarinista con Jacques Cousteau, donde comenzó su obsesión por los naufragios. Disoluto como era cuando no iba detrás de algo, en una ocasión comenzó la arriesgada caza que le obsesionó: un auténtico tiburón. Según Isabella, el australiano fue uno de los mejores restauradores de artefactos antiguos de oro, plata o bronce y su fenomenal habilidad para datar con exactitud la madera por carbono era legendaria en la comunidad arqueológica.

Pasada la temporada con Cousteau, Barry había seguido trabajando a su aire por todo el mundo y, al final, se quedó en Alejandría. Compulsivo sexual confeso, era tan capaz de monogamia como una liebre macho y consideraba el matrimonio como una institución aberrante y anacrónica. Aunque esto no le había impedido casarse tres veces: una vez, con una hindú; otra, con una budista tailandesa, y otra más, con una musulmana; en todos los casos, desastrosamente.

—Yo quería a Isabella, ya lo sabes.

Tomó unos tragos largos de cerveza y me miró fijamente.

—Sé que eres inglés, pero, ¡por Cristo, Oliver, demuestra alguna emoción! Me alucinas, tío.

Miré mi anillo de boda.

—No puedo, aún no. Pero supongo que, en unos días, me romperé en un balbuceante caos.

La mirada de Barry me taladraba, con sus iris grises azulados nadando en un mar de capilares rotos.

—Te das cuenta —dijo, dibujando en el aire una circunferencia que recogía la barra, a los clientes, a Aziz en el rincón, acercándose a coger un cigarrillo— de que todo esto es una ilusión, esta espuma cuántica de partículas, materia, cuerpos, neuronas. Ella todavía está contigo, en tu…

Una oleada de ira me atravesó. No quería su compasión.

—Corta el rollo, Barry. Soy ateo, ¿recuerdas? No tengo ningún bonito cuentecito de hadas espiritual al que recurrir.

—No estoy diciendo gilipolleces. No puedes creer realmente que seamos solo carne y sangre mortales. Los antiguos egipcios tenían razón. Hay todo un mundo detrás de esta realidad percibida que estamos viviendo ahora mismo. Ya sabes… Yo he sido del cosmos.

—Demasiadas sustancias ilegales, si me lo preguntas. Desafiante, Barry sostuvo en alto su cerveza.

—¡Bueno, quizá tengas razón! Quizá la materia gris del viejo Barry solo esté un poco demasiado hecha cisco. Pero me he encontrado con tipos que triplican mi CI, físicos, que estarían de acuerdo conmigo. De todos modos, eso no cambia el hecho de que todavía no fuera la hora de Isabella.

Vació el vaso. Siguiendo su ejemplo, terminé mi bebida y pedí otra ronda.

—Sabes que estaba con ella cuando se ahogó. Traté de salvarla…

—Compañero, era imposible que nadie supiese que el terremoto iba a golpear allí. De ninguna manera; los terremotos subacuáticos se producen continuamente. De todos modos, ¿qué coño estaba haciendo sumergiéndose en la bahía? Está estrictamente prohibido. Déjame adivinar: tus amigos son del MI5 y estabais peinando el fondo marino en busca de secretos militares.

Aziz se inclinó hacia nosotros.

—No bromees, amigo. En Alejandría, hasta las serpientes tienen oídos.

—¿Sí? Y los ratones tienen pollas. Barry, haciéndose el paranoico, miró debajo de la mesa y después, bajo el mostrador.

Ignorando las bravuconadas del australiano, bajé la voz.

—Ya me han interrogado sobre la inmersión… durante veinticuatro horas seguidas. Al final, la compañía petrolera telefoneó al cónsul británico, que me sacó de allí.

—¡Malditos hijos de puta! No respetan ni el duelo —dijo Barry, con un cambio de tono, serio ahora—. Pero Isabella iba detrás de algo, ¿no?

Miré a Aziz, que estaba ocupado con unos vasos y no podía oírnos; sospecho que era un alejamiento deliberado. Me volví hacia Barry.

—Encontró algo, un objeto de cuya importancia histórica estaba convencida.

—¿Y?

—Necesito la datación por carbono de toda la madera que puedas encontrar. Creo que el artefacto que está en el interior es de bronce. A menos, eso creía Isabella.

Las últimas palabras de Faajir zumbaban en mi mente. Había llevado la bolsa a casa, pero no había hecho mucho más que sacar el cilindro de acero que contenía el astrario.

—Me resulta difícil mirarlo, Barry; para mí solo es historia. No significa nada… nada frente a su vida.

Barry debió de conducir el coche de la empresa de vuelta a la villa; desde luego, yo estaba demasiado borracho para hacerlo. Todas las luces estaban apagadas menos un pequeño farol encendido en la primera planta. Mientras me acercaba, tambaleándome, a la puerta principal, observé, agradecido, que Ibrihim se había quedado levantado. En los primeros días, le había oído llorar tras la puerta de su pequeña habitación. Desde el ahogamiento de Isabella, se había retraído, encerrándose en una reserva formal, como si la muerte, después de haber entrado en la casa, fuese un huésped importante al que hubiera que tratar con especial reverencia. El mayordomo había cubierto todos los espejos y había expulsado un gatito que había adoptado Isabella, diciendo que traía mala suerte conservar el animal.

Mientras rebuscaba las llaves tambaleándome, Ibrihim abrió la puerta principal. Como musulmán practicante, desaprobaba rotundamente la bebida. Frunció el ceño mientras yo entraba dando traspiés en el vestíbulo. Barry me cogió antes de que me cayera.

—El Sr. Warnock está afligido por el dolor —explicó solemnemente el australiano, antes de eructar.

Ibrihim hizo una mueca de disgusto ante el hedor a alcohol que se desprendía de mi ropa.

—Ciertamente —replicó, recuperando su compostura—. He oído que el café cargado es beneficioso para ese dolor.

¿Preparo uno?

—Excelente idea —contesté, con la esperanza de no arrastrar las palabras—. Mi amigo y yo lo tomaremos en el salón.

Barry me siguió al gran salón y dio un silbido cuando encendí las luces.

—Tío, nunca me imaginé lo lujoso que es este palacio.

Acostúmbrate a esta mierda y será el principio de tu deceso moral, por no hablar de tus credenciales socialistas.

—¿Qué credenciales socialistas? —dije, arrastrando las palabras.

—Compañero, Isabella te delató.

—Yo era estudiante… solo ingresé en el ilustre Partido Socialista de la entonces Gran Bretaña para poder echar un polvo. Lo único que quería era escapar de la casa de mis padres, sin echar raíces allí. Y lo conseguí, así que ¡dispara! —concluí, un poco más a la defensiva de lo que pretendía.

—¡Vamos, tío!, eres un fugitivo, como yo.

Barry agarró un casco británico de la I Guerra Mundial ceremoniosamente colocado sobre un aparador, se lo puso en la cabeza, ladeado con desenfado, y empezó a desfilar al paso de la oca por el parqué.

—Crees que, si te paras, todo tu pasado —tu infancia de mierda, tus jodidos amoríos, tu ética comprometida y tus orígenes de clase trabajadora— te arrastrará a una colisión catastrófica. Bang, bang, muerto.

—Algo así —dije, sentándome en el suelo, abrumado de repente por los acontecimientos de la jornada: el funeral, el duelo, así como el extraño encuentro en el cementerio—. Barry, estoy demasiado borracho y deprimido para filosofar.

Voluble, como siempre, el humor del australiano cambió al instante. Dejó el casco en su sitio y me ayudó a levantarme.

—Vale, pues, compañero; llévame al becerro de oro.

Abrí la puerta del dormitorio. Normalmente, en la villa, no cerraba con llave las puertas, pero las apremiantes advertencias de Faajir habían penetrado de alguna manera a través de la niebla de mi mente. Era lo menos que podía hacer. El cilindro de acero estaba en medio del suelo de la habitación, donde lo había dejado antes, rezumando todavía barro y agua de mar sobre la alfombra. Agachándose, Barry dio unos toquecitos en un lado del cilindro.

—Aún está ahí, ¿no?

—Según el detector de metales. Es una especie de instrumento náutico… al menos, eso es lo que creía Isabella. Ella mencionó también una especie de caja de madera.

—¿Instrumento náutico? ¿De qué época estamos hablando?

Dudé. Supongo que, si no hubiese estado bebido, quizá no hubiera sido tan cándido, pero la cara de Barry parecía tan abierta, su alborotado pelo rubio erizado como las púas de un puercoespín atacado.

—Ptolemaico, creo… la época de Cleopatra.

Sabía que Isabella había llegado hasta Cleopatra, pero no estaba seguro de si el instrumento podía ser incluso más antiguo. Ahora me gustaría haber escuchado con más atención las explicaciones, a veces complicadas, de Isabella.

Los ojos de Barry se entrecerraron.

—Imposible. Los instrumentos náuticos no son tan antiguos.

—Creía que tú eras el que siempre hablaba de cómo nos limitamos merced a nuestras percepciones y expectativas convencionales.

—La cita es: «las expectativas de nuestras percepciones», mamado hijo de puta. Compañero, me estás ocultando algo… ¿qué creía Isabella que había encontrado exactamente?

—Una especie de astrario con propiedades supuestamente sobrenaturales.

Los párpados de Barry se abrieron de par en par.

—Según Isabella —añadí rápidamente.

—Excelente… eso aclara muchas condenadas cosas. Oliver, sé que eres un escéptico, pero echemos un vistazo a la comprensión de la magia de los antiguos egipcios. Estaba inseparablemente entrelazada con el culto religioso y la actividad intelectual. Por ejemplo, Isis era conocida como la «Gran Maga», a quien se le había confiado el nombre secreto del dios Sol. El dios Tot, dios de la palabra escrita, era también un dios mago. La tarea de Tot consistía en clasificar las creaciones de las divinidades superiores: Osiris, Horus, Ptah, Amón y Ra. Esto le daba un poder tremendo.

Barry aprovechaba cualquier oportunidad para hablar de los antiguos egipcios y era obvio que estaba en su elemento.

—Cualquier mago que se respete a sí mismo, como yo, por ejemplo, tendría una biblioteca bien nutrida; se esperaba que los magos leyeran todas y cada una de las sagradas palabras, comas y libros de Tot, de manera que el saber los hiciera tan poderosos como el mismo dios. En serio, los conceptos eran mucho más condenadamente complejos de lo que dan a entender los libros de historia y quizá, solo quizá, los hijos de puta tuvieran razón.

—¿Qué tiene que ver esta chorrada con el astrario, astrolabio o cómo demonios se llame? —pregunté.

Barry metió un dedo en el barro que había en el interior del tubo de acero y lo paladeó, ajeno a mi repugnancia.

—Compañero, si esto es un instrumento que alguna vez utilizara un mago, tienes que adoptar su mentalidad y tratarlo en consecuencia… con respeto y temor. Este artefacto, como insistes en llamarlo, aún podría ser formidable en las manos adecuadas, en las manos de alguien que sepa utilizarlo. Si Isabella tenía razón, fue construido cientos de siglos antes de la Ilustración, antes de la separación de iglesia y estado, religión y ciencia, antes de la compartimentación de la psique. No espero que un reprimido hijo de puta como tú lo entienda —concluyó, afectuoso.

Indiqué con el dedo el cilindro de acero. Estaba allí, de pie, como un obelisco de malos augurios.

—Mágico o no, tenga o no poderes, recuerda que Isabella se ahogó por esa endemoniada pieza de historia irrelevante —dije, con algo más de amargura de lo que pretendía.

Barry metió la mano por la parte superior del cilindro y, con la uña, retiró cuidadosamente algo de barro para llegar a lo que parecía ser una caja de madera.

—Esto parece demasiado bien conservado para ser ptolemaico. ¿Estás seguro de que Isabella no se hizo un lío con las fechas?

—Tú conocías a Isabella… era obsesiva y exhaustiva en sus investigaciones. Pero, y esto te encantará, fue un místico llamado Amos Jafre, de Goa, quien finalmente la convenció de que existía.

—¿El Amos Jafre?

—Supongo que sí.

—Ese tipo es legendario. Era uno de los más grandes místicos de este siglo.

—Sí, junto con Houdini, Crowley y el ratón Mickey. Justificado o no, Jafre tenía un dominio total sobre Isabella. Así que ahí está: el mito hecho realidad —terminé dramáticamente, sentado yo mismo en el suelo.

Barry volvió a mirar con detenimiento el interior del tubo.

—Tendré que llevármelo a mi apartamento para desalarlo y datar después por carbono la caja de madera. ¡Dios!, Oliver, si Isabella tuviera razón, ¿sabes lo importante que puede ser esto?

Para intranquilidad mía, el rostro de Barry se iluminó con el mismo tipo de excitación maníaca que había visto tantas veces en mi mujer. Había estado dándole vueltas a pedirle o no su opinión sobre los órganos desaparecidos del cuerpo de Isabella, pero decidí entonces no alimentar más su obsesión con el misticismo.

—Llévatelo, pero, por favor, consigue rápidamente algunos resultados —dije—. Tengo que pensar qué hacer con esa condenada cosa antes de volver a Abu Rudeis la semana que viene.

Desde mi terraza, vi cómo se alejaba Barry por el callejón, visible el contorno enmarañado de su melena entre las ramas del magnolio. La noche era el ámbito natural de Barry, junto con el mundo subterráneo subacuático. No tenía miedo a nada. En realidad, yo sospechaba que no era tanto intrepidez como asunción activa de riesgos, una compulsión irresistible a buscar situaciones que desafiaran a sus facultades. Por eso sabía que aceptaría el trabajo.

Dio la vuelta a la esquina y se desvaneció. Agotado, me apoyé en la pared, dejando que el aire de la noche me diera en la cara. Empapada en sudor, tenía la camisa pegada a la espalda y caí en la cuenta de hasta qué punto había empezado a temer dormir, cuánto me estaba empezando a asustar que se desvaneciera mi recuerdo de Isabella al paso de los días y que, al final me abandonara por completo, en un terrible e infinito abandono.

Me arrastré hasta el dormitorio. La cama era grande y baja; sobre ella, una colcha bordada, con espejuelos cosidos a ella: una de las adquisiciones indias de Isabella. Me aterrorizaba dormir solo en aquella cama y el pensamiento de descubrir su ausencia por la mañana me abrumaba. La realidad de la ausencia de Isabella había empezado a aumentar como una fuerza invisible que amenazaba con eclipsar mi propio deseo de seguir vivo. Y sabía que, si no dormía ahora, probablemente me arriesgara a sufrir una crisis nerviosa.

Me quité la camisa y el pantalón y entré en el cuarto de baño. Cuando entré en el baño, golpeé un bote de polvos de talco, derramándolo sobre la repisa de la ventana. Lo miré, triste, un momento, pero comprendí que estaba demasiado bebido para ocuparme de ello. Decidí limpiarlo por la mañana.

Me lavé los dientes y, tratando de despejarme un poco, metí la cara en una palangana de agua fría. Allí de pie, con el agua entrándome por la nariz y mojándome los labios, no pude evitar pensar en la cara ahogada de Isabella y en lo que debió de sentir. ¿Había sentido pánico, había tratado de quedarse conmigo? Necesitaba saberlo, necesitaba entrar en su conciencia… Necesitaba que volviera. Durante un momento, estuve tentado de aspirar y unirme a ella.

Esperé hasta que mis pulmones estuvieron a punto de estallar; después, resoplando, levanté la cara, ahora llena de agua.

Cogí el pañuelo que había utilizado Ibrihim para cubrir el espejo del cuarto de baño y apenas reconocí el rostro, cubierto de barba, que me miraba. El agotamiento y la pena me habían vaciado las mejillas. Sorprendentemente, saludé mi aspecto alterado; delineaba la transición de la persona que yo había sido antes de la muerte de Isabella a la persona que era ahora. Resolví dejar de afeitarme de ahora en adelante para enfatizar esa delimitación. Estaba decidido: este nuevo Oliver extraño se enfrentaría a dormir en la cama vacía; apartaría de su mente las horas de amor que habían transcurrido allí, el débil aroma de Isabella que todavía persistía en las sábanas, el sabor de su piel impreso en mis sentidos.

Regresé al dormitorio y me tumbé sobre la colcha. Al cabo de unos segundos, estaba dormido.

El chasquido de una puerta me despertó. Me obligué a abrir los ojos y estiré el cuello para ver la hora en el despertador digital. Marcaba las 3:45 de la mañana, pero, cuando lo miré, parecía que los dígitos no cambiaban. El puto trasto se ha estropeado otra vez, pensé, y estaba extendiendo la mano para apagarlo cuando un ruido que procedía del cuarto de baño me hizo volverme. La puerta estaba cerrada pero se veía luz por debajo. Me quedé de piedra. No recordaba haberme dejado la luz encendida.

Después, lo oí de nuevo; era un crujido, como alguien que se estuviera moviendo. Un charco de agua empezó a salir por la rendija de la puerta del baño. Lentamente, me levanté.

En el cuarto de baño, habían encendido la lámpara art déco, iluminando los azulejos de mármol rosa. El lavabo estaba vacío, relucientemente limpio: una tranquilizante normalidad. El sonido del agua sobre la bañera rompía el silencio. Me detuve en seco. De repente, tuve conciencia de otra presencia en la estancia; el miedo me recorrió el cuero cabelludo, extendiéndose por la piel. Mi pensamiento inmediato fue que tenía que ser Isabella, aunque sabía que no era posible.

Me di la vuelta despacio. Una mano colgaba del borde de la bañera, una mano de mujer, de largos dedos, blanqueados por el agua y por la muerte. El corazón se me salía por la garganta mientras me obligaba a acercarme a la bañera. Cada paso me acercaba a un terror al que sabía que tendría que enfrentarme.

Retorcido, con la curva de una nalga pegada a la porcelana y su piel tan blanca como una sepia varada, el cadáver de Isabella flotaba en la bañera. Tenía los ojos cerrados; sus labios, de un débil color violeta. Yo estaba a punto de gritar. Sentía en la estancia como un vacío, como si hubiesen extraído todos los sonidos y el aire. No podía apartar la vista. Un corte grande y profundo sin sangre recorría el centro de su cuerpo y su pelo mojado flotaba, suspendido como zarcillos. Su otra mano yacía boca abajo en el agua, con los dedos lastimeros en encrespada súplica. Mientras miraba, paralizado, sus párpados se movieron; después, se abrieron.

Grité y desperté de nuevo en mi cama. Aterrorizado, miré hacia la puerta del cuarto de baño. La habitación estaba oscura y en silencio.