6

Nuestro coche zigzagueaba lentamente por las estrechas calles que llevaban a la casa de la familia Brambilla. Miré a Francesca; su perfil estaba rígido de dolor.

Tenía que preguntárselo:

—¿Qué pasó con el cuerpo de Isabella después de que la ambulancia lo recogiera en el muelle?

—La llevaron al depósito de cadáveres de la ciudad y después, a la funeraria, por la mañana. Los Brambilla entierran a sus difuntos rápidamente; es una tradición en nuestra familia.

—¿Estás segura de que no hubo autopsia?

—Por favor, acabamos de enterrar a mi pobre nieta. ¿Tenemos que hablar de esto ahora?

—Francesca, tú controlaste todo lo que se hizo mientras yo estaba detenido por la policía. Necesito saber si hubo una autopsia —insistí, dispuesto a obtener una respuesta directa.

—Claro que no —me contestó—. ¿Tiene esto algo que ver con el estúpido funcionario que se te acercó en el cementerio?

Creía que no se había dado cuenta, pero me miró detenidamente con dureza, empequeñecida su frágil figura por el enorme asiento de cuero carmesí, y de nuevo me sorprendió cuánto había envejecido desde el ahogamiento.

—¿Lo conocías? —pregunté.

—Alejandría es un pueblo, un pueblo de monos charlatanes que hacen daño. Aquí hay muchas verdades y algunas de ellas, peligrosas. Ten cuidado, Oliver; de lo contrario, acabarás luchando por tu propia verdad junto con el resto de nosotros.

Sobre el patio de la villa habían levantado un toldo y, debajo, habían colocado una larga mesa cubierta de una variedad de pastelitos, tanto árabes como italianos. Los camareros, silenciosos, vestidos de frac, servían café y todo el mundo hablaba en susurros. Yo sabía que Francesca no podía pagar el duelo, pero, cuando le ofrecí dinero, se ofendió. La fachada era lo único que les quedaba a muchos de la diáspora europea, pero, para ellos, era esencial mantener aquella ilusión de riqueza.

Por primera vez, tomé nota de quiénes habían asistido al funeral de mi mujer. Estaba Cecilia, la madre errante de Isabella, cuya belleza la aislaba de los demás, los pensionistas italianos, elegantemente vestidos, como de costumbre, que constituían el círculo social de Francesca; también el cónsul británico, Henries, que me había liberado recientemente de la policía de Alejandría, y su esposa. En nuestro primer encuentro, la reacción de Henries a mi acento inglés norteño había sido altanera y, cuando se dio cuenta del elevado estatus de la familia alejandrina con la que había emparentado por mi matrimonio, no hizo nada para ocultar su asombro; ninguna de sus respuestas despertó mi simpatía hacia él.

Divisé a un representante del cliente de mi compañía, la Alexandrian Oil Company, el Sr. Fartime, el hombre que me había empleado como consultor. Al fijarme en él, inclinó la cabeza en señal de condolencia. A pesar de las discusiones que solía tener con Isabella en los ocasionales cócteles, por regla general sobre cuestiones propicias, como el medio ambiente, me gustaba el hombre. Cerca de él, de pie, estaba una mujer europea, de mediana edad, que llevaba un traje de chaqueta gris, de tweed, que no le sentaba muy bien; su cara enrojecida ponía de manifiesto la incomodidad del atuendo con el calor de Alejandría. Era Amelia Lynhurst. Vi que me dirigía la mirada, pero me distraje entonces al ver a Hermes Hemiedes, todavía al lado de Francesca. Para sorpresa mía, su expresión cambió a otra de aprensión y se dio rápidamente la vuelta.

Un hombre alto, bien parecido, de treinta y pocos años, se me acercó; su esposa, con velo, iba a su lado. Era Asraf Aguad, hijo de Aadeel, el mayordomo de Francesca. Se había criado con Isabella y su amistad había perdurado en la adultez. No me gustaba pensar que Asraf pudiera ser una amenaza, pero sospechaba que su relación con Isabella se había deslizado más de una vez hacia algo muy parecido a la intimidad. Ardiente socialista y partidario de Nasser, Asraf había estudiado ingeniería en la Universidad de Moscú, lo que había despertado las tendencias izquierdistas de Isabella. Ella lo presentaba siempre diciendo: «Aquí está el nuevo Egipto»; consideraba su educación y su fervor político como la manifestación de la mejor cara del nacionalismo egipcio. Asraf nos visitó una vez en Londres, yendo de Moscú a El Cairo. Había dormido en nuestra casa y dominado nuestras comidas durante un par de semanas, cautivando a las mujeres y escandalizando a los hombres con sus fervientes discursos sobre el socialismo y Oriente Medio. Tenía la sensación de que nunca le había caído del todo bien, pero Isabella le quería mucho. En muchos sentidos, había sido el hermano que nunca había tenido. Más importante aún, a través de él, ella había visto un camino al que podía adaptarse en esta nueva sociedad post-colonial. Observando la túnica completamente negra que llevaba su esposa, y la vestimenta tradicional y la barba reciente de Asraf, me pregunté por «el nuevo Egipto». ¿Por qué y cuándo se había convertido en musulmán practicante?

Para sorpresa mía, Asraf comenzó a llorar cuando me dio la mano.

—Oliver, amigo mío, es una tragedia, una auténtica tragedia. He perdido a una hermana; tú, a una esposa. Pero Isabella, tenía valor. Quizá, más de lo que nunca supimos.

Me abrazó; violento, le di unas torpes palmadas en la espalda.

Siempre había envidiado en secreto la franqueza con la que los hombres de Oriente Medio expresaban sus emociones. Yo no recordaba que mi padre nos hubiera abrazado nunca a Gareth ni a mí. De niño, lo máximo que podía esperar era una mano en el hombro. Ansiaba la medida intimidad de aquel gesto engañosamente superficial. En Egipto, los hombres se besaban, se tomaban las manos; los padres acariciaban a sus hijos sin tapujos. Yo miraba las lágrimas de Asraf con secreta envidia. Mi dolor todavía no había estallado y querría poder llorar así ahora.

Francesca, decidida a cumplir el protocolo, interrumpió las condolencias de Asraf y me guió hasta un podio, a un extremo del toldo. Había allí tres sillas adornadas.

—Tú, como esposo, siéntate en el centro. Yo estoy a tu derecha, mientras que la madre —Francesca escupió la palabra con mal disimulado disgusto— se sienta a tu izquierda. La gente dará el pésame y nosotros nos comportaremos con el debido decoro. Después, mis obligaciones como abuela habrán terminado.

Cecilia se derrumbó en su silla. Gemía en silencio, abriéndose y cerrándose su boca pintada como la de un pez fuera del agua. Había en su dolor cierta teatralidad consciente que me horrorizaba, y me di cuenta de que Francesca la miraba con desaprobación.

A pesar de que Isabella y yo habíamos estado casados cinco años, nunca había visto a Cecilia hasta ahora. Isabella me había dicho que su madre tenía un miedo patológico a la intimidad.

—Le resulta claustrofóbico perder el tiempo con su hija —me dijo una noche después de discutir por teléfono con Cecilia—. No le gusta que le recuerden que parió. Es una mujer que huye de su pasado y le aterroriza que algún día pueda llegar hasta ella en forma de una hija resentida.

Aún podía oír resonando en mis oídos el tono desdeñoso de Isabella. Tenía razón en estar resentida. En lo que a ella le atañía, su madre la había abandonado. Viendo ahora la reacción de Francesca hacia Cecilia, sospechaba que la situación pudiera haber sido algo más compleja que eso.

Los efectos del Valium estaban empezando a desvanecerse.

Necesitaba desesperadamente alguna cosa para defenderme de la pena que me invadía y del tedio de saludar a un desfile de extraños, pero no se veía una gota de alcohol.

Un hombre me hizo un gesto desde el otro lado del toldo. Francesca me lo había señalado antes con desdén. Era el marido de Cecilia, Carlos. Le llevaba por lo menos diez años y llevaba el uniforme de los europeos ricos: sombrero de jipijapa, traje de lino, mocasines y gemelos de oro que captaban la luz del sol. Excusándome, me levanté de la silla y me acerqué a él.

Me estrechó la mano, presentándose. Después, me tomó por el brazo con familiaridad y me llevó detrás de un toldo, fuera de la vista.

—Amigo mío, toma un poco de grapa del pueblo en el que me crié. Me puso en la mano una petaca de plata.

Desenrosqué el tapón y tomé un trago largo y agradecido. El alcohol me quemaba la garganta y me abrasó hasta la coronilla, pero borró el momento, que era lo que yo quería.

—Siento sinceramente que nos conozcamos en estas circunstancias. Estas mujeres Brambilla… antes de que te des cuenta te han cogido por los huevos. Cecilia amaba a su hija; tienes que entenderlo.

—Tenía una forma extraña de demostrarlo —repliqué.

Traté de recordar qué fabricaba Carlos, pero en medio de la niebla de los tranquilizantes y la grapa, no fui capaz de hacerlo.

—Es más complicado de lo que tú o yo sepamos, amigo mío. Cuando Paolo murió, los abuelos insistieron en quedarse con la niña. Giovanni estaba loco, obsesionado con lo místico.

Podía hipnotizar a la gente, como lo hacen las serpientes. Si me lo preguntas, todos los Brambilla están como una cabra. En cuanto a Francesca, todavía está cabreada con el padre de Isabella por morirse tan joven.

Asentí, ligeramente indeciso, pero le agradecí la grapa y regresé a mi sitio. Francesca me lanzó una mirada de desaprobación, pero estaba preocupada por los invitados italianos y no podía reprenderme.

Me consternó ver que mi primera visitante de habla inglesa fuera Amelia Lynhurst. La había visto por primera vez en un cóctel en el consulado británico. La egiptóloga inglesa de mediana edad era famosa por llevar un traje de tweed incluso con el calor de pleno verano, para regocijo de los miembros árabes del prestigioso Smouha Polo Club, que habían creado un corro de apuestas en torno a estas legendarias apariciones. Yo siempre tuve la impresión de que estaba congelada en otra época, como si el Kensington de posguerra de finales de los 40 que ella había dejado, se hubiese quedado conservado en gelatina: gasómetros, racionamiento, apartamento lúgubre y niebla esperando, suspendidos en el tiempo, a su regreso. En ese primer encuentro, ella se lanzó en un apasionado monólogo sobre las prospecciones petrolíferas que destruían el mundo natural, o Gaia, como ella insistía en llamarlo, para gran irritación mía. También había tratado de contrainterrogarme acerca de las investigaciones de Isabella y me encontré tomándole una manía extrañamente intensa. Parecía hambrienta de información nueva, quizá para una tesis que restableciera su arruinada reputación. Fuera cual fuera su intención, no me fiaba de ella.

—Me sorprende verla aquí, señorita Lynhurst —dije, sin conseguir mantener cierta ambivalencia en mi voz.

—Quizá no me esperara —replicó—, pero, por favor, compréndalo. Yo quise mucho a su esposa, sobre todo durante el tiempo que estuvimos juntas en Oxford.

Se inclinó hacia adelante y bajó la voz.

—En relación con otras cuestiones, más apremiantes, espero que entienda las consecuencias de desembarcar una antigüedad no declarada, sobre todo una de tan gran valor espiritual. Este país está en trance de una delicada resurrección y estos tiempos son peligrosos. Esa antigüedad tiene poderes que usted, un hombre de intereses prosaicos, nunca podría comprender. Otras personas, sin embargo, sí. Si ese instrumento cae en manos de personas inadecuadas, podría ser muy peligroso, ciertamente.

Asustado por su franqueza, sentí que me ponía a la defensiva. ¿Tenía razón Isabella en su sospecha de que Amelia Lynhurst sabía lo cerca que estaba de encontrar el astrario? Decidí que sería prudente fingir que no sabía nada.

—Bueno, siempre mantuvimos nuestros trabajos respectivos muy al margen —repliqué con indiferencia.

Amelia parecía escéptica.

—En todo caso, Oliver, si necesita mi ayuda, visíteme en cualquier momento. No estoy segura de si Isabella sabía a ciencia cierta el valor del objeto que estaba investigando…

Su voz titubeó y ella miró por encima de mi hombro. Me sorprendió ver lo que creí que era un brillo de miedo en sus ojos. Me volví y vi a Hermes Hemiedes que venía hacia mí, seguido por el sacerdote que había oficiado el funeral.

—Ahora, tengo que irme —dijo Amelia, apretando su mano en la mía; después, se marchó.

Hermes subió al podio, con una sonrisa irónica en sus finos labios.

—Esas mujeres son peligrosas porque nunca lo parecen —señaló, mientras ambos mirábamos a Amelia que salía de la carpa.

—Oliver, la muerte de Isabella es una profunda pérdida.

Me abrazó y me envolvió una oleada de almizcle y el aroma de la colonia que llevaba, un tono herbal acre con un matiz misterioso. En mi estado emocional acentuado, olía al aroma de la descomposición física. Retrocedí, fríamente consciente.

—Gracias. Sé que Isabella te respetaba mucho, y eso no era habitual en ella.

Rió: el aullido de la hiena. Mis ojos se fijaron en un curioso colgante que llevaba al cuello: una representación de Tot, el dios babuino lunar de quien los antiguos egipcios creían que había dado los jeroglíficos a la humanidad, en nombre de Ra.

—Lo muy brillante puede ser muy arrogante —dijo Hermes—. Yo contribuí a hacerla como era: intransigente.

—Así lo entiendo.

Él se acercó más, envolviéndome de nuevo en aquel aroma nauseabundo.

—Si Isabella encontró realmente el astrario, deberías saber que el instrumento es muy valioso para mucha gente, todos ellos mucho menos escrupulosos que yo.

Sacó una tarjeta de su bolsillo interior y la puso en mi mano.

—Si respetas las ambiciones de tu querida esposa, me visitarás pronto. Al anochecer es el mejor momento.

Miré la dirección; vi que estaba en el antiguo barrio árabe, al oeste de la ciudad. Cuando levanté de nuevo la vista, el egiptólogo caminaba ya entre los dolientes, con su andar ligeramente descoordinado, abriéndose paso entre la gente. Me pregunté brevemente qué haría él con la revelación del forense.

Cansado ya del acontecimiento, decidí marcharme también. Me puse en pie, pero la mano de Francesca me agarró la muñeca, impidiéndome bajar del podio.

—Oliver, no puedes marcharte ahora.

—Puedo y lo haré —le dije—. Ya es hora de que pueda empezar mi propio duelo.

Nunca me había mostrado tan desafiante con la anciana y ella no trató de disuadirme.

Me asombró descubrir que ya estaba anocheciendo. Un hantour, una pequeña calesa, esperaba fuera de la villa de los Brambilla. El cochero, un hombre de mediana edad, flaco como un palillo, vestido con la indumentaria tradicional, estaba apoyado en el muro de la villa, fumando. Cuando me vio, tiró el cigarrillo y se enderezó.

—Por favor, suba —dijo discretamente, pero con autoridad.

Quería pasear y así se lo indiqué con la mano.

—No, para usted es gratis. Por favor, Sr. Warnock, insisto.

Dudé un momento, preguntándome si sería un miembro de la policía secreta, pero había una dignidad en su postura y algo en su rostro suplicante que me hizo confiar en él. Quizá fuese una insensatez, pero el cansancio y la pena me habían agotado. Subí y le pedí que me llevara a la villa de Roushdy.

Atravesamos los estrechos callejones de la ciudad. El aire era aromático tras la lluvia reciente y el suave ruido de los cascos me indujo un dulce adormecimiento. La sensación de movimiento que aplazaba la terrible soledad que sabía me esperaba de vuelta a la villa, me enfrentó con los vestigios de mi vida con Isabella.

La calesa aminoró la marcha al lado de un arco bajo que parecía llevar a un patio oscuro. Un hombre que llevaba un pañuelo de cabeza que le cubría la mayor parte de la cara subió de repente a la calesa. A la espalda llevaba una bolsa. Me erguí, sobresaltado. Para mi inmenso alivio, el rostro de Faajir emergió del paño azul oscuro.

—No diga nada —susurró—. El astrario está en la bolsa que está a sus pies. Le prometí a Isabella que se lo entregaría sano y salvo a usted. Me dijo que usted sabría qué hacer con él. Oliver, proteja el astrario con su vida. No sé exactamente cuáles son sus poderes, pero hay gente que cree que pueden utilizarlo para destruir todo por lo que hemos trabajado en este país: estabilidad política, paz, un futuro económico… y peor aún.

Con un repiqueteo de ruedas, salimos fuera de la villa. Enmarcada en una ventana del piso superior estaba la solitaria silueta de Ibrihim, encendiendo las luces y preparado para mi regreso.

—Debe llevar el astrario a su amigo Barry Douglas. Puede confiar en él. El podrá abrir el contenedor y datar el astrario por radiocarbono para decirle exactamente qué es. Esto debe hacerlo… por Isabella. Usted sabe que yo también la quería.

Le agarré el brazo.

—¿Por qué está arriesgando su vida, Faajir? ¿Para quién trabaja?

Sonrió enigmáticamente y apartó mi mano.

—Quede sano y salvo, amigo mío.

Saltó de la calesa y desapareció en las sombras.