5

Estuve detenido durante más de un día. La policía estaba convencida de que Isabella se había ahogado cuando sembraba minas marinas y de que yo era un espía. Me interrogaron también sobre Faajir y su relación con Isabella, diciéndome incluso que él era el amante de mi mujer, tratando de que me viniese abajo.

Con voz monótona, repetí la misma historia como si de un mantra se tratase: habíamos querido ver directamente las antiguas vistas subacuáticas; suponíamos que teníamos permiso oficial para sumergirnos en una zona militar y el terremoto nos había cogido completamente por sorpresa, causando el ahogamiento de Isabella. Una y otra vez me preguntaban por qué Isabella, como arqueóloga, no había tenido un equipo completo que la ayudase y si había oído hablar de un tal Faajir.

Una y otra vez negué su existencia. Me sentía como si todavía estuviese debajo del agua, recitando palabras que vagaban hasta el otro lado de un muro de cristal que me separara del mundo exterior.

Al amanecer, me soltaron, aparentemente gracias a una llamada telefónica de Henries, el cónsul británico. No era capaz de volver a nuestra villa; me encontré vagando por las calles hacia la casa de la familia Brambilla. El tiempo se había detenido para mí y me negaba a hundirme en la tragedia en la que se había convertido mi vida. No recuerdo cómo, pero lo que me pareció solo un minuto después, estaba de pie, bajo el arco de piedra de la entrada, demasiado petrificado para tocar el timbre. Cuando lo hice y Aadeel abrió la puerta, mi cara sin afeitar, mi ropa sucia y mi violento temblor le dijeron todo.

—Sr. Warnock, pensábamos que no le iban a soltar nunca —murmuró, lívido de dolor.

—¿Qué han hecho con el cuerpo? —pregunté.

—Ya está en su ataúd. El entierro será mañana por la tarde —dijo. La cara de Aadeel se arrugó—. La conocía desde que nació. Ella era el único motivo por el que todavía vive mi ama —susurró, con su gran figura doblándose ahora sobre sí misma, manteniendo a raya su profundo dolor.

Me acerqué a él. Le temblaban los hombros. Pero yo, el inglés, no podía llorar. La pena había bloqueado mis emociones, como un río helado cuyas aguas hubiesen quedado atrapadas en el hielo.

—Oh, Señor, acoge su alma, arrancada de entre nosotros antes de su hora, y llévala al cielo —entonó el sacerdote en italiano.

Me quedé mirando el ataúd, al lado de la tumba recién excavada, un lugar oscuro de descanso, tan enigmático como una cámara secreta. Querría destrozar la madera y rescatar a mi mujer. El dolor repentino es ilógico, irracional. Se niega a creer lo evidente. El aroma, el calor físico de la piel, el peso de su cabeza sobre tu hombro: el recuerdo de estas sensaciones permanece en suspenso, esperando que la difunta regrese y confirme la ilógica verdad interna que golpea implacable, una verdad que te dice que no ha muerto en realidad, que solo está escondida.

El sacerdote comenzó un canto en latín; sus palabras incomprensibles surgían en un murmullo solemne, y yo me puse furioso con un Dios que había permitido una muerte tan fútil, con el mundo, incluso con Francesca, por secuestrar los preparativos del funeral.

Para los Brambilla, enterrar a sus muertos en los dos días siguientes al deceso era una tradición familiar y, como Francesca no pudo ponerse en contacto conmigo durante mi interrogatorio en la comisaría, se había encargado de organizado todo, desde el velatorio hasta el funeral católico en la catedral de Santa Catalina. Todo el acontecimiento me pareció brutalmente rápido, como si, solo unos momentos antes de sepultarla, Isabella hubiera estado respirando.

Lo único que me quedaba era la lúgubre tarea de dar la noticia a mi propia familia. Había llamado primero a mi padre. Su reacción inicial fue de incredulidad, seguida de una insistencia irracional en que debía regresar a Inglaterra inmediatamente, como si mi vida estuviera en peligro. Marcar el número de mi hermano me resultó más difícil. Temía que la noticia desencadenara una de las recaídas de Gareth en la adicción, pero tenía que hacerlo. Fui directo y al grano; cualquier otra cosa sonaría a evasiva. Después, cayó en un largo silencio; a continuación, para irritación mía, inició un soliloquio de inspiración budista sobre la reencarnación. Sabía que su torpeza emocional no era intencionada, pero, aun así, me angustiaba. Su perorata acabó en llanto. Así era Gareth, siempre oscilando entre la bravuconería y la fragilidad.

El Valium que me recetó el médico de la compañía hacía que la cabeza me diera vueltas. El sol bailaba como lanzando serpentinas que engancharan unas plumas relucientes sobre los sombreros más adornados de las mujeres, un segundo de distracción visual, un breve descanso de la aplastante emoción que lo embargaba todo. No soportaba pensar. No había dormido desde el accidente, incapaz aún de cerrar los ojos sin ver el cuerpo fláccido de Isabella sobre la cubierta de madera. La última conversación que habíamos tenido sobre Amos Jafre y su terrible predicción seguía flotando en mi cabeza. Y una parte de mí se enfurecía ante la idea de que Isabella se hubiese dejado influir por ella, como si su creencia en ella la hubiese hecho real y, de ese modo, se hubiese asegurado su propio deceso.

Miré a Francesca, que estaba de pie, al otro lado de la tumba, sostenida por Aadeel. Llevaba un elegante vestido de luto que debía de ser de los años 50. La muerte de su nieta la había debilitado de la noche a la mañana. A su lado estaba Hermes Hemiedes, cuya mano acariciaba distraídamente el frágil brazo de la anciana. Él me devolvió la mirada, perdida y carente de emoción. Yo desvié la mirada.

El sonido del roce de la madera con la gravilla me sacó de mis ensoñaciones. El ataúd llegó al fondo de la tumba y sacaron las cuerdas. Un ave sobrevoló los cipreses y descendió hacia la tumba abierta; el movimiento de sus alas atrajo mi atención. Era un gavilán. Me recordó el tatuaje de Isabella, su ba. En abstracto, parte de mi mente se preguntaba si este era su espíritu liberado de su cuerpo. El pensamiento contribuyó a distraerme un momento. Me interrumpió un suave empujón en el codo; me volví y vi allí a Aadeel, sosteniendo una pala. Los parientes varones estaban esperando que echara las primeras paladas de tierra en la tumba. Tomé la pala y miré la pulida superficie del ataúd; los estratos de tierra arenosa rojiza que lo rodeaban cambiaban con la profundidad de la tumba. Un geofísico encomendaba a su esposa a la tierra; no esperaba hacerlo; no quería abandonarla.

El llanto de los dolientes se mezclaba con el ambiente del mundo que estaba al otro lado de las tapias del cementerio: el chirriar de las ruedas del tranvía, el clip-clop de los cascos de los caballos, la llamada a la oración de mediodía de una mezquita cercana, la voz del imán atravesando el aire como una fina cinta púrpura. ¿Podía oír Isabella algo de esto desde el interior de su ataúd? No podía evitar preguntármelo, tratando de distraerme de las ataduras de dolor, terriblemente ceñidas, que me oprimían el corazón y los pulmones. El trance fue creciendo en intensidad y explotó al instante siguiente, mientras permanecía allí de pie, paralizado, aterrorizado por la lluvia de tierra que caía sobre la madera, el ruido que significaba lo irrevocable.

El túmulo de la familia Brambilla era un gran altar dominado por una estatua de la Madonna. Fijadas en el mármol, en marcos circulares como relicarios, había fotografías en color sepia de los difuntos: su padre, Paolo; el bisabuelo de Isabella y su esposa; su tío abuelo que había muerto en la II Guerra Mundial; una tía soltera. Busqué la fotografía de Giovanni Brambilla, pero no estaba. Debajo de los retratos en miniatura había marcos vacíos, como bostezos siniestros. La idea de que figurara allí una fotografía de Isabella, en una pose solemne que traicionara su exuberancia, me horrorizaba.

El calor de las manos que estrechaban las mías me devolvió a la realidad. Aadeel se había acercado, quedándose detrás de mí, y juntos echamos la primera palada de tierra en la tumba.

Varios automóviles Mercedes antiguos, de color negro, permanecían a las puertas del cementerio, esperando para llevar a los dolientes al duelo. Buscando un momento de soledad, me aparté de Francesca y su séquito y me dirigí hacia una fila de cipreses. Un hombre salió de detrás de una estatua y se me acercó tan rápidamente que apenas me percaté de su presencia hasta que lo tuve delante.

—¿Monsieur Oliver Warnock?

Asustado, levanté la vista. El hombre era bajo de estatura y parecía tener unos cincuenta y tantos años; tenía unos párpados espesos que se abrían y cerraban como los de una tortuga. El traje que llevaba, que no le sentaba muy bien, y su fez bordado le daban un aspecto vagamente burocrático, y yo, desorientado, durante un momento absurdo, me pregunté si lo conocía del Ministerio egipcio del Petróleo en El Cairo. Él miró alrededor, nervioso; después, me llevó detrás de una tumba elevada.

—Usted no me conoce, pero yo a usted, sí —dijo—. Y he estado con su esposa. Por desgracia, después de su fallecimiento.

Supuse que era uno de los psíquicos baratos que operaban como parásitos con los ancianos de la comunidad europea. Él se percató de la repulsión patente en mi expresión.

—Le ruego que me disculpe; déjeme que le explique. Me llamo Demetriu al-Masri. Soy forense en el depósito de cadáveres de la ciudad. Reciba mi más sentido pésame, monsieur Warnock. Perdone esta interrupción, pero hay algo que tengo que decirle.

—¿Estaba trabajando aquella noche? —le pregunté.

—Sí, naturalmente, pero hay algo extraño. Monsieur Warnock, ¿le parece bien que le hable con franqueza?

—Sospecho que no podría detenerle.

—¡Ay!, en mi profesión hay muchas cosas que no pueden decirse con delicadeza.

Un doliente pasó ante nosotros y saludó, llevándose la mano al sombrero. Al-Masri bajó la voz.

Monsieur Warnock, por desgracia, creo que es mi deber decirle que, cuando el cuerpo de su esposa llegó al depósito, le faltaban diversos órganos internos.

Su expresión era sombría pero nerviosa, como si hubiera cometido algún delito terrible dándome la información. Mi mente se tambaleaba mientras trataba de comprender los hechos.

—¿Quiere decir que se hizo una autopsia?

—Me refiero a que varios órganos habían sido retirados antes de que el cuerpo llegara a mi jurisdicción.

Sintiendo náuseas, me apoyé en la lápida. La idea de que hubiesen profanado de aquella forma a Isabella era abominable.

—Imposible —murmuré—. ¿Qué quiere realmente?

Todavía le daba vueltas a la idea de que el hombre estuviera tratando de extorsionarme de alguna manera.

—Es terrible ser el portador de noticias tan malas —dijo él—. Pero tengo que decírselo: el hígado, el estómago, los intestinos y el corazón habían sido extirpados. Solo he visto algo así antes en una ocasión, hace veinte años. Curiosamente, la víctima era una egiptóloga y tenía más o menos la misma edad que su esposa.

—¿El corazón de Isabella no estaba?

De nuevo, el hombre miró alrededor, nervioso.

—Por favor, debe parecer que estoy simplemente presentándole mis condolencias. En Egipto, hasta las estatuas oyen.

—¿Por qué no lo ha denunciado?

—Porque, amigo mío, mi relación con las autoridades es bastante endeble sin echar más leña al fuego, ¿me entiende?

Asentí; lo entendía perfectamente. Él se acercó algo más.

—¿Sabe algo del arte de la momificación? —susurró.

—Un poco.

—Entonces, sabrá que estos órganos tenían gran importancia para los sacerdotes del antiguo Egipto. Ellos los colocaban en una serie de vasos canopes, cada uno de los cuales tenía un tapón que simbolizaba la divinidad que protegería el viaje del difunto al inframundo. Lo que no entiendo es por qué extrajeron también el corazón. Tradicionalmente, se dejaba en el cuerpo por ser esencial para el antiguo rito de la pesada del corazón. Sin el corazón, su esposa no tendría oportunidad de entrar en el otro mundo. Estaría, como dicen ustedes, los cristianos, condenada al purgatorio.

—Pero, ¿por qué cometería alguien un crimen tan repugnante? Mi esposa era católica.

Quizá no fuese del todo relevante, pero aún estaba asimilando la enormidad de aquella revelación y el hombre estaba claramente afligido por las consecuencias espirituales del robo.

—Y yo soy musulmán suní con un abuelo ortodoxo griego. En esta ciudad, la religión no es una cuestión que carezca de importancia. Espero que el espíritu de su esposa halle la paz.

Hizo una reverencia y dijo:

—Buenas noches, señor.

Después, desapareció entre las tumbas.

Yo me quedé bajo las ramas, oyendo su murmullo; una sensación abrumadora de impotencia me anclaba al camino de gravilla. ¿Cómo podía creer una persona inteligente en las dimensiones espirituales de la momificación? ¿Y por qué habían escogido el cuerpo de Isabella para aquella profanación?