De vuelta a nuestra villa, me tumbé en la cama mirando a Isabella, que se desnudaba bruscamente con esa característica eficiencia suya, como si la ropa fuese un objeto irritante que tuviera que apartar de su lado: era divertido y erótico al mismo tiempo, y me encantaba la forma con que parecía luchar contra su propia feminidad.
Extendí la mano, recogí una media que había tirado y se la devolví.
—¿Dónde encontraste a ese funcionario que te va a acompañar en la inmersión?
Ella se sentó ante el tocador.
—En una conferencia en la Sociedad Francesa de Arqueología.
—Podría trabajar para cualquiera. ¿Por qué no puedes dejar que te ayude un equipo adecuado de arqueólogos?
—Sí, y dejarlos que me roben diez años de investigación ante mis mismas narices, ¿no? Amelia Lynhurst ya sospecha que me sumerjo para buscar el astrario. Me ha llegado el rumor de que ella sabe que estoy a un paso de dar con él. Haría cualquier cosa para echarle mano —replicó en tono grave. En ese momento, solo llevaba sujetador y bragas.
Amelia Lynhurst, la mentora de Isabella cuando empezó en Oxford, había perdido mucha credibilidad tras la publicación de un discutido artículo sobre una misteriosa sacerdotisa de Isis que, según ella, había vivido en la época de la trigésima dinastía, durante el reinado del faraón Nectanebo II. El artículo era discutible porque había pocas pruebas de que la sacerdotisa en cuestión hubiese existido siquiera. A pesar de ello, Isabella había permanecido al lado de la inglesa hasta que mantuvieron una irreparable discusión durante el segundo curso de universidad de Isabella. Nunca me dijo por qué discutieron.
—¿Vas a dejar de preocuparte? —continuó Isabella, impaciente—. El primo de Faajir, que es el dueño del barco, tiene amigos que trabajan con los guardacostas.
—Cariño, si os cogen, supondrá la cárcel para Faajir y su primo y el final de tu carrera aquí.
Trataba de ir con cuidado para evitar otra pelea.
—No nos van a coger. No estoy sacando una estatua enorme, sino un pequeño artefacto de bronce. Además, tu trabajo es mucho más peligroso que el mío.
—Mi trabajo es la exploración autorizada.
—¡Bravo!, pero no parece que te preocupen mucho los peligros que corres.
Tenía razón. Estaba siendo hipócrita. Los lugares a los que me enviaba mi compañía eran terrenos invariablemente peligrosos o en un estado de agitación política. Sin embargo, al menos, mi presencia estaba autorizada, en vez de ser clandestina. No me gustaba la idea de que Isabella tuviera que vérselas con el laberinto, peligrosamente voluble, de la burocracia egipcia. Podría poner en peligro nuestras respectivas carreras.
—¿Por qué no lo dejas durante unos días? —sugerí—. Podría tratar de conseguir algún equipo extra de sonar a través de GeoConsultancy.
—Oliver —interrumpió Isabella—, esto no es negociable. Han preparado el barco. ¡Ha de ser mañana! No hay más tiempo.
El tono fatalista de su voz alejó de mí el cansancio. Me puse tenso; la miré fijamente un momento, sin comprender nada.
Después, una luz se encendió en el fondo de mi mente.
—Esto no tendrá que ver con la predicción, ¿no? Isabella, tú sabes que es una completa sandez.
Habíamos tenido este debate muchas veces antes, desde nuestro primer encuentro en Goa. Isabella acababa de regresar de ver a un místico que, entre otras cosas, le había dado su carta astrológica, que no solo incluía la fecha de su nacimiento, sino también la de su muerte. Durante años, siguió convencida de su exactitud, a pesar de todos mis razonamientos en contra.
Nunca me dijo la fecha exacta, pero debía de estar acercándose para que ella se sintiera tan aterrorizada.
Ella se apartó de mí, encolerizada.
—Tú no lo entiendes, ¿verdad? El newtoniano que llevas dentro se niega a creer que pueda haber otros principios, menos convencionales, quizá, pero igual de válidos. Por lo menos, yo soy honesta con mi metodología.
Procuré frenarme, poniéndome a la defensiva; las situaciones en las que Isabella se deslizaba hacia lo que yo consideraba un misticismo irracional me sacaban de quicio. Sintiendo mi cambio de actitud, se volvió hacia mí.
—Vamos. Te he visto ahí fuera, en el campo petrolífero, descalzo, olfateando el aire. No solo te basas en la ciencia; ¡simplemente, no quieres admitirlo!
Desnuda ahora, Isabella se echó en la cama a mi lado. De repente, me di cuenta de que estaba temblando. Horrorizado, la estreché entre mis brazos.
—¿Qué pasa?
Hubo una pausa.
—Mañana es el día que Amos Jafre predijo que moriría.
—No vas a morir —dije, por fin, con recelo—. Todo eso es una superstición sin sentido. Esta inmersión es demasiado peligrosa, Isabella.
Ella levantó la vista hacia mí, pensando.
—No —replicó finalmente—. Esta es mi última oportunidad de encontrar el astrario. Nos sumergiremos mañana.
—Yo voy contigo —dije bruscamente—. No voy a dejar que te pase nada.
Isabella se subió encima de mí; su cuerpo delgado se apretaba contra el mío mientras me miraba fija y solemnemente a los ojos. Traté de sonreír, pero su rostro permaneció serio, su mirada perforaba cualquier intento de fingimiento, como si tratara de mirar más allá de las bromas que se habían convertido en el barniz de nuestra relación. Sabía que no tenía más remedio que apoyarla. Isabella no creía en compromisos, emocionales o de otra clase. Para ella, eso hubiese sido rendirse a la mediocridad. Ella se lanzaba sin pausa de una experiencia a otra. Esa impulsividad fue una de las razones por las que me había atraído desde el primer momento. Esa característica, opuesta por completo a mi propia naturaleza controladora, había sido siempre un sano contrapeso, pero, desde hacía poco, se había convertido en algo de lo que yo no podía protegerla, por mucho que lo deseara.
—¿Qué ocurre, cariño? —le pregunté, desconcertado por su mirada fija, sin parpadear.
Parecía que estaba a punto de hablar, pero entonces vaciló antes de besarme, dejando caer su largo cabello a ambos lados de mi cara en una oleada de almizcle.
Siempre quise a Isabella. Nunca pude entender por qué; quizá las diferencias entre nosotros crearan un espacio, un lugar en el que yo podía erotizarme. No podría decir cómo; simplemente, funcionaba. El tacto de sus labios, sus dedos, el aroma de su cuello, me ponían en tensión. Ella fue la primera mujer con quien comprendí realmente la idea de deseo, un ansia que era intensamente emocional, no solo física. Para mí, era mi refugio; creamos nuestra propia y particular nación. La eché sobre mí y, por fin, sonrió.
Me desperté una hora más tarde porque Isabella se estaba retorciendo en la cama. Le di unos empujoncitos y se despertó. Su corazón latía desbocado contra mi pecho y su rostro estaba cubierto de sudor.
—¿La misma pesadilla? —le pregunté.
—Sí, excepto que no sé si es una pesadilla o un recuerdo. Esta vez era más claro, más concreto…
Titubeó, con la mirada perdida mientras se esforzaba en recordar. Esperé, a sabiendas de que, para ella, parte del exorcismo consistía en contar.
—Hay una caja celeste —dijo, despacio—, y un grupo de personas a su alrededor. Van vestidas de forma extravagante, como animales.
—Quizá sean animales —dije. Rechazó la sugerencia.
—No, son humanos, personas reales. Hay un hombre con cabeza de perro, un chacal, creo, agachado hacia una gran balanza. Después, un personaje alto, con cabeza de ave, una gran ave que sostiene una pluma, y un hombre vestido de blanco… parece aterrorizado. En su ropa hay sangre. Otro personaje lo sostiene; este tiene cabeza de halcón, y están frente a un trono. En el trono está sentada una figura… quizá el dios Osiris…
—¿Un rito, quizá?
Se quedó callada un momento; después, de repente, me aferró la mano.
—¡Increíble! Acabo de descubrir lo que es, después de tantos años. ¡Es la ceremonia de la pesada del corazón, Oliver! Te enseñé las pinturas, ¿recuerdas?
Los antiguos egipcios creían que, después de la muerte de una persona, Osiris pesaba su corazón. Dependiendo de la pureza del corazón, se permitía al difunto el paso al inframundo o se le negaba la entrada, un concepto aterrador para ellos. La idea del rito me inquietó, en parte por su carácter absolutamente esperpéntico, pero también porque me recordaba los intentos de mi madre de adoctrinarme con la idea del pecado.
—Pero, ¿por qué sueño esto? —dijo Isabella, casi más angustiada ahora—. ¿Por qué una y otra vez?
—Probablemente sea un motivo que vuelve cuando estás angustiada… ¿miedo, quizá, a que te juzguen tus colegas?
—Pero es tan claro: el detalle del tocado de Osiris, sus ojos, el terror del hombre que espera ser juzgado, el calor de las llameantes antorchas en las paredes… Te lo aseguro, es como si yo hubiera vivido esto, aunque no puedo recordarlo…
—¿Recuerdos enterrados?
El pensamiento de que ya hubiera pasado por esto pareció asustarla aún más. Por último, dijo:
—Si es así, quizá deban seguir enterrados. Inquieta, se levantó de la cama y se acercó a su mesa. —Isabella, necesitas dormir.
—Ahora no podría dormir. Además, repasar los planes para mañana me ayudará a relajarme.
Desnuda, se puso sus gafas de lectura y encendió el flexo, que iluminó varios mapas de la bahía y del fondo marino. Sabía que ella recurría a dos fuentes expertas en la geografía del puerto. Una era Kamel Abdú el Sadat, que había hecho incesantes campañas para tratar de que las autoridades egipcias financiaran la exploración. La otra era un antiguo entusiasta, Prince Thosson, que había levantado los primeros mapas aéreos de la bahía en el siglo XX. Y, ahora, tenía delante de ella los mapas dibujados a mano de estos dos hombres. Tomó una regla y un lápiz y empezó a repasar su ruta para la inmersión; la indefensión de sus hombros desnudos marcaba un inocente contraste con la intensa expresión de su rostro. Recorrí su cuerpo con la mirada, sus piernas entrelazadas debajo de la mesa, hasta el tatuaje del tobillo: un gavilán con rostro humano, vuelto de perfil. Era su ba, la representación egipcia del alma después de la muerte. Tradicionalmente, estas aves eran gavilanes, a menos que el difunto fuera un faraón, en cuyo caso eran halcones… aunque, dependiendo del período de la historia y de la escuela de pensamiento, el ba podía ser también una mariposa e incluso una garza real. Cuando la conocí, ya llevaba Isabella el tatuaje. Me dijo que se lo había hecho en una excursión a Londres para ir a beber con dos de sus amigas más desaforadas, cuando era estudiante. A Isabella le encantaba el jeroglífico de ba. Era como su tótem personal. Se consideraba que el ba estaba siempre ligado al cuerpo y solo quedaba liberado en la muerte, después de la cual podía escapar a cualquier lugar, incluso a plena luz del día.
Isabella hablaba a menudo de los bas, decía que, para los egipcios, representaba también la individualidad, las características emocionales que configuraban la personalidad, incluso la misma moralidad y la inspiración de una persona. Los otros elementos eran: ka, la fuerza vital, definida como el espíritu que entraba en el cuerpo al nacer; ren, el nombre; scheut, la sombra, e ib, el corazón. Otro jeroglífico importante era aj, que representaba la unión satisfactoria del ka y del ba, que permitían avanzar al difunto hacia la vida eterna. La entrada en el mundo eterno solo podía producirse si el ba estaba unido con el ka en el momento de la muerte. Si esta unión no ocurriera, el alma caería en el olvido, la aniquilación, que era el equivalente del infierno para los antiguos egipcios, cuya vida eterna era imaginada como un mundo paralelo lleno de entretenimientos y placeres terrenos. A Isabella, le aterrorizaba ese destino.
Cuando me levanté y me acerqué a la mesa, me di cuenta de que Isabella deslizaba un sobrecito bajo el tintero, un movimiento tan mínimo y casi imperceptible al darme la espalda que un segundo después ya no estaba muy seguro de si lo había imaginado. Ella se dio la vuelta y sonrió.
—¿Lo reconoces? —dijo, y me mostró el dibujo del astrario que había visto en el suelo la noche anterior—. Es un magnífico dibujo. Estoy convencida de que se parecerá a esto. Gareth es un genio.
—No sé a qué te refieres —repliqué bruscamente; genio o no, no podía evitar pensar en la completa incapacidad de mi hermano para cuidarse por sí mismo, tanto física como económicamente. Tomé el dibujo y lo miré. El elegante dibujo a tinta mostraba los dientes recortados de los piñones engranando con más piñones, mientras que otra perspectiva presentaba el funcionamiento interior dentro de un marco de madera. Bajo el diagrama, había una serie de seis símbolos o letras de una escritura antigua. Antes no los había visto.
—¿Qué es esto? No parece griego… ¿se supone ptolemaico? —pregunté.
—Lo es, pero esto es una clave hecha con jeroglíficos. Los dirigentes ptolemaicos aprovechaban todas las oportunidades para relacionarse con las creencias egipcias antiguas con el fin de legitimarse ellos mismos. He encontrado pruebas de que esta clave puede estar escrita sobre el mismo mecanismo. Es una frase del muro de un templo, un templo de Isis, descubierto recientemente. Le dije a Gareth que lo escribiese porque es muy bueno con los enigmas.
—¿Lo has resuelto?
A pesar mío, estaba intrigado.
—Tengo alguna idea, pero esperaré hasta tener el astrario antes de revelar mi teoría a un escéptico como tú.
—Ten cuidado con las sugerencias de Gareth —dije en tono de advertencia, devolviéndole el dibujo—. Es un conspiracionista.
Isabella alzó las manos con fingida exasperación.
—¿Ves? No es raro que no confíe en ti. Me asusta demasiado que me ridiculicen.
—Vuelve a la cama, por favor —le rogué, sonriendo.
Estaba amaneciendo tras las persianas, pero calculaba que todavía faltaba una hora para levantarnos para la inmersión. Suspirando, Isabella apagó el flexo y atravesó a saltos la habitación. Cuando se acostó a mi lado, la fragancia familiar de su cuerpo me produjo un alivio inmediato.
—Siempre te preocupas por Gareth, ¿no? El te necesita, aunque nunca lo admitirá.
—Claro que sí —respondí, procurando ignorar el tono fatalista de su voz.
Mi hermano Gareth, nacido dieciséis años después que yo, fue un bebé menopáusico inesperado, adorado por mi madre pero considerado como una carga económica tardía por mi padre. Yo conocía poco a Gareth cuando era pequeño, pero, cuando iba de visita, me lo llevaba a dar largos paseos por los páramos, describiéndole las formaciones rocosas con la esperanza de infundirle alguna ambición mayor que las aspiraciones de mis padres. Debió de funcionar, porque, a los doce años, anunció que aspiraba a convertirse en pintor paisajista. En aquella época, nos acercamos mucho y a menudo hacía el esfuerzo de viajar hasta Cumbria para verle. Sin embargo, de repente, a los dieciséis años, empezó a rechazarnos abiertamente, a mis padres y a mí. Discutía frenéticamente con mi madre y, durante días, no se hablaba con mi padre. La primera vez que me colgó violentamente el teléfono, me quedé hecho polvo por la sensación de distanciamiento. Me había encantado la viva imaginación del joven Gareth y confiaba en él; era como si otro individuo, más huraño y cerrado, lo hubiese secuestrado. Cuando llegó a Londres para empezar a estudiar en la facultad de Bellas Artes ya era drogadicto. A pesar de eso y decidido a apoyar su carrera como artista, procuré por todos los medios ganármelo de nuevo. A pesar de mis esfuerzos, en momentos de angustia, Gareth acudía siempre a Isabella; desde entonces, nuestra relación no fue nunca como había sido antes.
Suspirando, Isabella se me enroscó.
—Si me ocurriera algo, Faajir sabe qué hay que hacer con el astrario.
Me la acerqué más, su pierna sobre mi torso, y mi brazo se deslizó bajo su cintura.
—No va a pasar nada.
—No, Oliver, tienes que escucharme: debes proteger el astrario con tu vida. Si realmente el astrario es lo que creo que es, lo querrá mucha gente, pero es crucial ponerlo a salvo. No te fíes de nadie, excepto de Faajir. Sigue tu instinto… tu genio natural te guiará. Cree en ti aunque tú no creas en él. El astrario tiene un viaje que hacer y un destino.
—¿Qué quieres decir?
Bostecé, cansado de un largo día y la perspectiva de tener que levantarme pronto de nuevo.
—Aún no lo sé. Hay muchas cosas que no sabremos hasta que encuentre el mecanismo en cuestión —dijo, y suspiró—. Lo único que sé es que tengo la sensación de que, cuando encontremos el astrario, podría acarrearnos un gran riesgo. Solo tienes que confiar en mí. ¿Me lo prometes?
Asentí y, acercándome, la besé profundamente y… listo: una sencilla promesa, hecha sencillamente. En retrospectiva, me pregunto si, en caso de que hubiese discutido con ella, podría haberla persuadido de que no hiciera aquella inmersión, si le hubiese dicho que, a veces, quizá sea bueno dejar algunos tesoros sin descubrir, antiguos daños y dramas latentes sin analizar, para no volver a sacarlos nunca a la luz. Puede que sí o puede que no, pero, en aquella época, yo no era de esa clase de hombre. Después, con toda la arrogancia de un tipo joven que había alcanzado cierto estatus y que creía que la Naturaleza premiaba el trabajo duro, di por supuesto que nuestras vidas continuarían para siempre.
El barco, un pequeño pesquero acertadamente bautizado como Ra Vive, con una herrumbrosa cabina y un montón de redes de pesca a bordo, resoplaba resuelto contra la marea ascendente, navegando a través de las grandes masas de algas que había dejado la tormenta en los días anteriores. Jamal, el primo de Faajir, un hombre musculoso de baja estatura de cerca de sesenta años, con las manos callosas y llenas de cicatrices típicas de un pescador, nos guió hacia la bamboleante boya roja que marcaba el lugar de la inmersión. Él era el dueño del barco y, como me había vuelto a insistir Isabella para tranquilizarme, formaba parte de la guardia costera y, en consecuencia, se había asegurado el permiso oficial necesario para que ella embarcara e hiciera la inmersión. Yo no sabía si creerla o no. El nerviosismo de los ojos de Jamal traicionaba su constante sonrisa y sospeché que el soborno había desempeñado algún papel en todo esto, pero sabía que era mejor no preguntar.
Sobre los controles de la cabina había un Michelin en miniatura y una chica de plástico con hula-hoop y con una falda pintada de verde hierba colgaba al lado del ojo de Horus; yo me sujetaba al astillado revestimiento de madera.
—¡Cuidado!, podría caerse por la borda —bromeaba Ornar, el funcionario del que me había hablado Isabella la noche anterior.
Era un hombre regordete con la nariz rota mal arreglada y una fina cicatriz blanca que le recorría verticalmente un párpado caído hasta la mejilla. Sobre la ropa, llevaba amarrado un chaleco salvavidas de color rosa fluorescente y parecía prestar poca atención a los procedimientos. Tras padecer dos siglos de excavaciones y exportaciones ilegales de sus estatuas y artefactos antiguos, Egipto había establecido, por fin, un sistema de vigilancia que exigía que en todos los yacimientos arqueológicos estuviera presente, por lo menos, uno de sus funcionarios. No obstante, aunque Ornar fuera realmente el funcionario en cuestión y no un mero pluriempleado, yo tenía fuertes sospechas de que Isabella había minimizado deliberadamente la importancia del astrario.
Faajir estaba de pie en la puerta de la cabina. En tierra tenía una torpeza que no dejaba traslucir su elegancia en el agua. Cuando me sumergí por primera vez con él, no solo me asombró la soltura de sus movimientos, sino también su increíble habilidad para localizar objetos en el fondo marino, incluso en las turbias aguas del puerto de Alejandría. La casucha de pescador en la que se había criado tenía una serie de pequeños objetos ptolemaicos colocados de manera informal al lado de una radio o de una antigua foto familiar. Eran objetos que su padre y su abuelo habían cogido en las redes o sacado del fondo del mar durante décadas. El mismo Faajir había visto estatuas y columnas sumergidas, muchas de las cuales se habían convertido en escollos con el paso del tiempo, atrayendo bancos de peces, razón por la que los pescadores faenaban allí ante todo. Pero la pericia de buceo de Faajir llegaba a unos niveles insondables para Isabella y él se mostraba siempre extrañamente vago a la hora de contar dónde se había entrenado.
—El Mediterráneo nos hermana a todos —me dijo en una ocasión—. Es como un idioma: o lo hablas o no.
—Amigo mío, ¿te vas a atrever a bajar? —me preguntó Faajir.
No me hacía mucha gracia sumergirme, pues sentía una ligera claustrofobia debajo del agua. Además, quería mantener vigilado a Ornar.
—Quizá más tarde. Por ahora, me conformo con mirar.
—Oliver, espera hasta que veas el naufragio por ti mismo —dijo él en tono soñador—. El barco real está en el esqueleto, pero todavía puedes ver su forma. Imagínate, ¡la misma Cleopatra habría navegado en él!
Apareció Isabella, con una bombona de oxígeno colgada a la espalda.
—¿Listo, Faajir?
Faajir sonrió.
—He estudiado el mapa tantas veces que podría ir al yacimiento a ciegas.
—Con la cantidad de arena que se ha movido en las noches pasadas, probablemente vayas así. Ya sabes lo que hay que hacer. Vamos a cubrir el área de manera uniforme, lado a lado, hasta que los detectores de metales indiquen algo.
La voz de Isabella tenía el tono cortado de autoridad que adoptaba cuando estaba nerviosa y yo sentí otra punzada de aprensión.
—¿Cuánto tiempo estaréis? —pregunté.
—Hemos restringido la zona a unos pocos metros con ayuda del sonar de barrido lateral. Tenemos una ventana de oportunidad de unas tres horas.
—¡Un misterio de miles de años! Vamos a hacer historia, lo sé.
El entusiasmo de Faajir era contagioso y yo no podía evitar sonreír.
—Tened cuidado —les dije a ambos.
—No te preocupes.
Isabella estaba impaciente cuando le pasó una botella de oxígeno a Faajir.
Sobre la cubierta de madera, había dos detectores de metales, unos toscos instrumentos de diseño soviético que utilizaba la marina de guerra para detectar minas subacuáticas.
Isabella y Faajir se pusieron los auriculares sobre los oídos y probaron el sonido. Los dos estaban sentados, concentrándose, con los ojos cerrados, mientras trataban de oír el pitido sordo, plenamente concentrados ya en la tarea. El acto revestía una extraña intimidad y, por un momento, me sentí irracionalmente celoso.
El plan era bucear por el fondo a una distancia de medio metro del suelo. En cuanto oyeran algo, me harían una señal y yo bajaría un recipiente cilíndrico de acero que hundirían alrededor del artefacto de bronce. Luego se levantaría el cilindro con el artefacto preservado en el barro que lo rodeara. Después, limpiarían y desalinizarían el artefacto, primero en un baño de agua salada y después en agua dulce.
Isabella abrió los ojos, comprobó su reloj y se levantó decidida. Faajir hizo lo mismo y, solemnemente, se pusieron sus gafas de buceo. Isabella se sentó en la borda del barco antes de lanzarse hacia atrás al mar. Un momento después, Faajir, agitando las aletas como alerones negros, desaparecía en la masa azul. Jamal y yo bajamos cuidadosamente tras ellos los detectores de metales. En unos minutos, la única prueba que podíamos ver de su presencia bajo la superficie era el movimiento de la cuerda que conducía hasta ellos y la pálida luz de la linterna que se desvanecía rápidamente en las profundidades.
Ornar estaba sentado en una jaula de langostas puesta boca abajo, con la cabeza vuelta hacia el sol, como si estuviera tomando un baño de sol. Estaba convencido de que su indiferencia era falsa.
Se inclinó hacia mí.
—Sr. Warnock, estamos muy contentos con el trabajo de su esposa. Creemos que tiene mucho talento, pero quizá también esté un poco loca, ¿non?
Ocultando mi recelo, sonreí y asentí.
Me senté en cubierta y dirigí la mirada hacia Alejandría, su horizonte de hoteles y edificios de apartamentos, roto de vez en cuando por el característico alminar de una mezquita. Era difícil creer que Isabella pudiera localizar por fin su santo grial.
Me repanchingué recordando la primera vez que Isabella me habló del astrario, sentados en aquel bar de Goa. El establecimiento era una pequeña estructura de bambú y ladrillo que regían un hippy alemán y su esposa hindú. En el rincón se quemaba incienso y los Rolling Stones sonaban incesantemente a través de un pequeño altavoz. Adecuadamente bautizado como «Marlene Chakrabury’s Sanctuary from Hell», era famoso por sus bloody marys, mi cóctel favorito. El aire estaba constantemente saturado del empalagoso aroma del hachís y una carátula autografiada del álbum Abbey Road colgaba orgullosa sobre la barra.
Acababa de terminar un trabajo con Shell y me consumía el hastío que sentía siempre tras una exploración llevada felizmente a término. Entonces, vivía exclusivamente para la euforia de la caza, la sensación de emplear todos mis sentidos, el rigor intelectual de los cálculos geológicos implicados, así como el tanteo emocional, el ciego destello intuitivo que siempre me llegaba allí parado en el campo, husmeando el aire, sintiendo la vibración de la roca bajo mis pies descalzos; los peones, nerviosos, bromeaban entre ellos, mientras me veían quitarme los zapatos y los calcetines para quedarme de pie, en silencio, con los ojos cerrados, leyendo la tierra bajo las plantas de los pies.
En aquella época, huía siempre y lo más rápidamente posible al siguiente trabajo. Era la estimulante urgencia de hallar el siguiente yacimiento potencial de petróleo y no el dinero lo que me hacía escapar. De qué, nunca lo supe en realidad, no entonces; solo sabía que había estado negando algo de mí mismo desde que tenía memoria. Tenía treinta y tres años, una edad peligrosa para un hombre, un zoquete mal afeitado, de desgarbada masculinidad anglosajona, derrumbado sobre el taburete del bar.
Me había criado en Cumbria, entre el Lake District y el mar de Irlanda. Allí, tu cuerpo forma una isla, un autómata maltratado por el viento, de piernas machacadas y brazos despellejados. El aliento caliente sobre los pliegues de la bufanda templa las congeladas mejillas mientras te abrías paso a trancas y barrancas a través del paisaje antediluviano. Esta autosuficiencia, la lucha tenaz contra los elementos, empieza a definirte y antes de que te des cuenta, te has convertido en un cascarrabias, enfadado, impenetrable y preparado para hacer frente a un mundo hostil. No era la propuesta más atractiva y yo lo sabía, pero ninguna de estas características disuadió a Isabella.
Se presentó dejando caer un collar de cuentas de ámbar en mi bloody mary. Levanté la vista y me sobresaltó la vivida energía que parecía danzar en torno a su rostro, la feroz inteligencia que afilaba sus rasgos. Saqué las cuentas de ámbar, chupé el vodka que caía de ellas y, después de levantarlas a la luz, adiviné que el ámbar procedía de Yantarny, en Rusia. Para mi sorpresa, el hecho de que yo fuera geofísico le pareció interesante y, decidida a darme conversación, se sentó a mi lado y me pidió que la invitara a una copa. Recuerdo que me pareció un poco salvaje e imprudente, casi como si estuviese decidida a sacudirse algún trauma reciente. Pero, entonces, la India estaba llena de almas perdidas.
Al cabo de tres whiskies, Isabella me estaba contando su visita a Amos Jafre. Mis planes de seducción quedaron momentáneamente aparcados. Yo sentía una fuerte aversión al misticismo y me disgustaban los occidentales que no tenían dónde caerse muertos que llegaban a menudo deambulando sin rumbo, con su pelo largo y ropa que imitaba vagamente la del lugar, a través de la misma geografía que yo. Sin embargo, me di cuenta de que dejaba en suspenso mi incredulidad cuando Isabella siguió hablándome del tema de su tesis doctoral.
—Es una especie de astrario portátil, un modelo mecánico del universo que no solo muestra el tiempo medio y el sidéreo, sino que incorpora también un calendario de fiestas movibles y sus diales ilustran los movimientos del Sol, la Luna y los cinco planetas conocidos por los antiguos. Leonardo da Vinci vio uno que se construyó durante el Renacimiento; lo describió como «una obra de especulación divina, una obra inalcanzable para el genio humano… ejes dentro de ejes». Otro se encontró en 1901, el Mecanismo de Anticitera. Mi hipótesis es que existió un prototipo anterior.
—¿Y tu místico?
—Amos Jafre… tendrías que conocerlo. Es un arqueólogo verdaderamente serio, además de un astrólogo de fama mundial.
—Antes de que continúes, es mejor que te advierta que soy un completo escéptico. —No te creo.
A Isabella le entró hipo y pensé que quizá hubiese bebido algo más de lo que ella creía.
—Un escéptico no emplea la brujería para decirme el sitio exacto del que proviene mi ámbar.
—Eso no era brujería, sino entrenamiento, un trabajo detectivesco extremadamente bueno y un poco de conjetura. Además —añadí, sosteniendo de nuevo las cuentas—… el insecto fosilizado que hay en esta pieza es una avispa eslava —concluí, una treta que aplicaba a menudo para encubrir mis conjeturas, el embaucador que cubre sus huellas con un pseudodato.
Me miró fijamente, con sus enormes ojos negros abiertos de par en par.
—Me parece, Oliver, que eres un hombre que no está completamente integrado ni con su intelecto ni con su intuición, pero está muy bien; será bueno para los dos: yo puedo completarte y tú puedes protegerme.
El pintoresco uso del inglés de Isabella y su acento italiano me habían atrapado, pero su extraña observación me desasosegó. Decidí que, si me iba a la cama con ella, estaría atento para desviarla de cualquier nuevo análisis de mi personalidad.
—Déjame que adivine: tu místico te habló de un maravilloso pero profundamente escéptico caballero inglés con un interesante acento norteño…
—No, si tratas de ridiculizarme.
—Prometo mantener una mente abierta.
—¿De verdad?
Su falta de astucia era absolutamente encantadora.
—Lo juro por Newton y que muera si no es cierto.
Isabella sonrió. Después, tras acabar su copa, se me acercó.
—Hace años, a Amos Jafre le entregaron una carta de la que se rumoreaba que había sido escrita por Sonnini de Manoncourt, un naturalista que había viajado con las tropas de Napoleón. Escribió que había recibido información de que el barco que llevaba a Cleopatra, al retirarse de la batalla de Actium, hundido en la bahía de Alejandría, llevaba un famoso astrario. Algún día encontraré ese astrario; sé que lo encontraré. Tengo que encontrarlo.
Dudó como si fuese a decirme algo más, algo de mayor importancia. Después, al instante siguiente, parecía pensativa.
Recuerdo, aún hoy, aquella intensidad. Su estrecho rostro triangular se hundía en la vulnerabilidad y, para gran sorpresa mía, al instante quise rescatarla, una sensación que no hizo más que alimentar mi deseo.
—¿Puedo quedarme contigo esta noche? Apenas podía oírla con el ruido de la gente que estaba de juerga detrás de nosotros y, allí sentado, deseándola con toda mi baja autoestima, creí que había oído mal. Solo más tarde, después de hacer el amor aquella misma noche, Isabella me contó que Amos Jafre había insistido también en darle una carta astral que predecía la fecha de su muerte. Furioso por la irresponsabilidad de tal acción, me senté en la cama y traté, sin éxito, de persuadirla de que aquello no era más que una sinrazón supersticiosa. Fracasé. Nos casamos tres meses después.
Miré hacia el agua turbia, preguntándome cómo habíamos llegado desde allí aquí y sin poder menos que asombrarme de que Isabella hubiese llevado a cabo realmente su búsqueda.
Un grito de Jamal acabó con mi ensoñación: la cuerda se estaba moviendo. ¿Era posible que hubiera encontrado algo? En contra de mis reservas, sentí algo de la euforia que Faajir había manifestado antes. Si así fuese, este era un acontecimiento memorable en la historia. Tiré de la cuerda, la señal para Isabella de que estaba preparado, y ella respondió con cuatro tirones. Sujeté el clip de acero que enganchaba el grueso cilindro al cable y lo hice descender al agua; en unos segundos, había desaparecido, deslizándose hacia donde estaban los submarinistas.
Jamal metió la mano en el bolsillo trasero de sus tejanos y sacó un abollado paquete de cigarrillos Lucky Strike, que ofreció tanto a Ornar como a mí. Yo había dejado de fumar un año antes porque me di cuenta de que me estaba afectando mi sentido del olfato, un elemento esencial para mi búsqueda de petróleo, pero esa mañana encendí un pitillo.
—Ahora, a esperar —anunció pesadamente Jamal; después, empezó a tararear por lo bajo Stayin’ Alive, de los Bee Gees, mientras Ornar miraba fijamente el horizonte. Intercambié unas miradas con Jamal. Era como si nuestros pensamientos ascendieran con el humo de los cigarrillos: formas independientes rizándose una alrededor de la otra, que se mezclaban después en una secreta ansiedad compartida: ¿qué pasaría si nos atrapaban?
Una lancha rápida, que, aparentemente, no había salido de ningún sitio pasó rugiendo. Asustado, mi estómago se tensó mientras me armaba de valor para una intervención de los guardacostas. Pero Ornar se puso en pie de un salto y agitó la mano. Un hombre que iba a bordo de la otra embarcación le devolvió el saludo y siguió adelante.
Ornar sonrió, viendo mi expresión.
—No se preocupe, es amigo. Además, no tenemos nada que ocultar.
Tuve la clara impresión de que estaba disfrutando con mi inquietud.
Inmediatamente después, una bandada de palomas nos sobrevoló. Los dos hombres levantaron la mirada hacia las aves que revoloteaban.
Jamal maldijo en voz baja y echó una ojeada nerviosa a la costa.
—Eso no es bueno —murmuró.
—Un mal augurio —confirmó Ornar en tono grave, siguiendo con la mirada el descenso de la bandada.
—Solo son palomas —dije, preguntándome por qué estaban tan inquietas.
—Mire de nuevo, amigo —dijo Jamal, y señaló—: son aves de tierra que vuelan alejándose de la tierra.
—Quizá estén volando hacia una isla.
—¿Qué isla? No hay islas; solo Chipre, demasiado lejos para las palomas. No, hay algo que va mal. Quizá esté volviendo la tormenta o quizá algo más peligroso.
Cuando Isabella y Faajir salieron a la superficie, en medio de una gran avalancha de burbujas plateadas, me sentí aliviado. Cuando levantó hasta la frente las gafas de buceo, apareció el rostro extático de Isabella.
—¡Lo encontramos, Oliver! ¿No es asombroso? ¡Lo tenemos! ¡Hundimos el cilindro y lo aseguramos! ¡Solo tenemos que sacarlo! ¡He encontrado el astrario!