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Dos horas más tarde, me desperté. Isabella estaba de pie, en la puerta abierta del balcón; desnuda frente a la mañana, su cabello volaba libremente, mientras las cortinas se arremolinaban como derviches impulsados por el viento.

—¡Isabella, hace un frío que pela!

Ignorándome, miraba fijamente las atronadoras nubes bajas sobre los árboles. Me levanté de la cama, agarré una bata y la envolví en ella; después, cerré la puerta.

—Por favor, ¿podemos dormir un poco?

—Yo no puedo, Oliver. ¿Cuántos años hace que trabajo para encontrar ese astrario: diez, quince? Y será hoy, ¡lo sé!

Eché un vistazo a la ventana; el cielo estaba tan oscuro como ayer.

—El tiempo no está como para bucear. —De todos modos, bucearé.

—¿No puedes esperar un par de días, hasta que pase la tormenta?

—No, Oliver; no lo entiendes…

No acabó la frase, mirando a lo lejos. Decidí cambiar mi argumento.

—Supongo que llevas gente de apoyo contigo, a algunos arqueólogos franceses, a los italianos…

Aparte de una arqueóloga inglesa, Amelia Lynhurst, y un nuevo y joven universitario francés que acababa de abrir unas oficinas cerca del estadio, la Arqueología marina era prácticamente desconocida en Alejandría, a pesar de los rumores sobre el palacio de Cleopatra, hundido en la bahía. Hasta poco tiempo antes, la situación política, con la pobreza y las necesidades de los ciudadanos de Alejandría, tenía prioridad.

Isabella sonrió sarcástica.

—Pánico me da que vayamos solo Faajir y yo.

Faajir Alsayla era un joven submarinista con quien Isabella había estado trabajando los últimos meses. Aunque era de confianza y entusiasta, además de ser un magnífico submarinista, el joven árabe no era arqueólogo.

—¡Dios, Isabella!

Yo hubiese preferido que formara parte de un equipo autorizado. En Egipto, un país comprensiblemente nervioso, tanto por la vigilancia militar clandestina de sus enemigos como por el saqueo de sus antiguos tesoros subacuáticos, era peligroso bucear ilegalmente. La única manera de hacerlo legalmente era ir acompañada de un funcionario egipcio y un equipo reconocido de arqueólogos extranjeros, normas a las que, en realidad, nunca se atuvo Isabella. Era una rebelde en su propio campo y por eso no caía bien. Sin embargo, con independencia de su prestigio profesional, a menudo tenía suerte en los sitios escogidos por ella. Esta misteriosa precisión era una bendición ambigua, pues era causa tanto de sospechas como de temor de sus colegas.

Parecía que compartíamos este don de la adivinación, cosa que me negaba a comentar. Siempre me había dado la sensación de que reconocer esta intuición común a los dos no solo me suponía debilitar mi formación científica, sino también el decidido ateísmo que había adoptado frente a mi estricta educación católica.

—Hablemos de eso más tarde —dije, tratando de llevar a Isabella de vuelta a la cama, sin conseguirlo.

—Oliver, ¡tengo que bucear hoy! Está todo planeado. Hemos encontrado el lugar de un naufragio de Ra que estoy segura de que pertenece a Cleopatra. Data de la batalla de Actium. El astrario pudo haber estado a bordo: el historiador griego Sículo menciona que un objeto así fue entregado a Cleopatra en su coronación.

—¿Qué prisa hay? Has esperado años. Seguro que puede esperar unos días más.

—No tengo unos días más.

Su desesperación parecía haber alcanzado nuevas cotas y yo no acababa de entender la naturaleza de su angustia; lo único que sabía era que Isabella podía hacerse intratable con facilidad. La miré, buscando otra táctica.

—Cariño, toda el área es zona militar —dije, deslizando un brazo alrededor de su cintura.

—He tomado mis precauciones. Irá un funcionario en el barco.

—¿De veras, o se trata de algún personaje dudoso al que has sobornado?

Se deshizo de mi brazo.

—¡Pase lo que pase, voy a hacer esa inmersión!

Sin embargo, bajo su enojo superficial, me dio la sensación de que estaba preocupada. Quizá fuese por nosotros, por el matrimonio, por nuestras carreras profesionales, aunque, si no la conociera mejor, quizá hubiese pensado que era miedo.

—¿Crees, entonces, que el astrario estuvo a bordo de ese barco? —pregunté, en tono más conciliador—. ¿Por qué iba a llevarlo Cleopatra consigo en medio de una furiosa batalla naval?

—Estaba desesperada. Las alianzas políticas de la época habían cambiado, dejándola a ella y a Marco Antonio en una situación peligrosa, mientras Octavio trataba de asentar su poder. Sabía que la supremacía militar de Marco Antonio era ilusoria. Sabía también que, si ganaba Octavio, mataría a su amante y sacrificaría a sus hijos. Era una mujer que lo había apostado todo a ganar. Sículo describe el astrario como una poderosa arma que podía predecir cuándo navegar y cuándo atacar. Debió de llevarlo para ayudar a su amante.

Traté de mantener una expresión neutra. Creía en un mundo de causas y efectos: el carbón sometido a presión hacía diamantes; la piedra caliza a presión, mármol; el material orgánico comprimido, petróleo. Este era mi mundo: palpable, explotable. El mundo de Isabella era mucho más espiritual: había una lógica kármica para las consecuencias de los acontecimientos; lo personal tenía una influencia inmediata en lo político, lo micro en lo macro. Yo pensaba que esta era una percepción errónea, una perspectiva antropocéntrica que alimentaba la complacencia; la inversión del determinismo con la idea del destino significativo.

—Si Cleopatra tenía el astrario y este era capaz de influir en el resultado de la batalla, ¿por qué huyó y abandonó a Marco Antonio dejándolo en manos de Octavio? —pregunté.

—No lo sé. Pero, si hubiese sido yo, habría luchado para cambiar mi suerte hasta el último minuto. El astrario la habría salvado, lo sé.

Su tono obsesivo me preocupaba. Una vez más, me invadía el deseo de protegerla, pero sabía que interponerme entre Isabella y su investigación significaba el fin de nuestro matrimonio y, desde luego, del respeto que pudiera tenerme. Era una mujer extremadamente independiente, que se había enfrentado conscientemente a su familia y a su cultura por el derecho a seguir su profesión; no tenía más remedio que confiar en su juicio. No obstante, había algo inquietante en esta inmersión concreta y yo no podía adivinar qué era; toda su obsesión parecía abocar a este único acontecimiento.

Afuera sonó un trueno enorme. Una violenta ráfaga de viento abrió la cristalera y tiró un sillón de mimbre.

—Esto es un ciclón —le dije mientras aseguraba las puertas—. ¡Hoy no vas a bucear!

—¡Es demasiado peligroso para mí no bucear! —gritó ella.

Ahora, Isabella estaba casi histérica y comprendí que no tenía sentido seguir discutiendo.

—Puedes bucear mañana, al amanecer —dije, abrazándola—. Yo iré contigo, ¿vale? Pero hoy es para nosotros. Haremos algo agradable. ¿No es el aniversario del nacimiento de tu abuelo? Podríamos visitar a tu abuela. Mañana por la mañana, la tormenta habrá amainado y la visibilidad será mucho mejor.

—No lo entiendes —murmuró en mi pecho, pero se dejó llevar hasta la cama.

Entonces, creí que teníamos todo el tiempo del mundo.

El fuerte olor salado del aire marino ya podía distinguirse por encima de los gases de los tubos de escape y del aroma del incienso que salía de los tarros colocados en el exterior de los puestos nocturnos, un olor teñido por el omnipresente aunque débil olor de las aguas residuales. Isabella subió la ventanilla del taxi; íbamos por La Corniche, el largo paseo marítimo que seguía la rutilante curva del puerto Oriental. Paramos en un semáforo en rojo y eché un vistazo a los cafés de la acera. Apiñados en torno a las mesas bajas, había grupos de hombres, unos vestidos con chilabas beis y turbantes azules, la vestimenta tradicional de los felajin; otros llevaban ropa occidental; todos compartían los grandes narguiles, con sus tubos flexibles y policromos que serpenteaban hasta la boca de los fumadores. En el interior de uno de los cafés, un pequeño grupo de hombres y de jóvenes estaba delante de un televisor en blanco y negro. Se estaba jugando un partido de fútbol. Iba a tirarse un penalti y una ovación repentina catapultó a los hombres, recordándome Inglaterra y las largas tardes pasadas viendo el fútbol con mi padre y con mi hermano.

Me volví hacia el Mediterráneo. El vacío del panorama contrastaba drásticamente con la frenética metrópoli acurrucada a su lado. Al liberar la vista, este minimalismo elemental era siempre un descanso para mí. Me apartaba de la humanidad, de los errores que cometemos, del ruido de la vida. En Alejandría, como en el resto de Egipto, esta polaridad era exagerada. El desierto tocaba el mar, del mismo modo que la fecundidad verde del delta que rodea el Nilo y sus canales embestía la arena. Se decía que Alejandría tenía una puerta delantera, una puerta trasera y poco más.

Al noroeste de la bahía, bajo las olas, está el emplazamiento arqueológico de Isabella, el lugar en el que se libró la gran batalla naval entre Marco Antonio y Octavio. Era fácil imaginar los antiguos barcos de guerra de madera, con los remos crujiendo mientras avanzaban unos contra otros y los esclavos encendían unas bolas de fuego para catapultarlas por encima de las olas, con los arietes preparados. Isabella se había criado entre los mitos de la ciudad subterránea de Cleopatra, Heraklión, y las historias contadas por los amigos de la familia acerca de nadar entre estatuas, ruinas y palacios extraños y sumergidos, historias profundamente enterradas en su psique, que la acercaban irremediablemente a su misterio. Yo no podía dejar de sentirme orgulloso de la exploradora que había en ella, con independencia de cómo influyera esto en nuestra relación. Acercándome, tomé su mano mientras el taxi seguía su marcha hacia la villa de su abuela.

El acaudalado suburbio de Bolkly conservaba aún algunas de sus mansiones originales, con sus verjas de hierro forjado que daban paso a los jardines de buganvilias, lotos y cactos en flor, con sus palmeras. La familia de Isabella, los Brambilla, habían sido una de las dinastías claves en la extensa e influyente comunidad italo-alejandrina. El padre de Isabella, Paolo, murió poco después de la crisis de Suez, en 1956, cuando, como reacción al ataque militar de franceses, británicos e israelíes contra Egipto (un ataque desencadenado por la decisión del presidente Nasser de nacionalizar el canal de Suez después de que los Estados Unidos y Gran Bretaña declinaran una oferta para financiar la presa de Asuán), Nasser asumió el control de todas las compañías propiedad de extranjeros y exilió a gran parte de la antigua clase colonial. Presidente del Italian Rowing Club, del Rotary Club y propietario de una gran y muy exitosa fábrica de tejidos de algodón, de la noche a la mañana Paolo se vio transformado de propietario en director gerente y la fábrica que procesaba la semilla de algodón pasó a manos de los felajin que habían cultivado durante siglos los campos de algodón. La humillación había sido excesiva para el don, que murió de un ataque al corazón unas semanas después. Cecilia, su joven esposa, se volvió a casar en el mismo año y regresó a Italia, dejando a su hija de ocho años con su familia política para que la educase.

Al cabo de estos años, Isabella apenas había hablado con su madre. Su abuelo, Giovanni Brambilla, un hombre destrozado por la muerte de su hijo y el declive de su familia, se refugió hasta su muerte, hacía diez años, en las dos pasiones que siempre le habían llamado la atención: la caza y la Egiptología.

Su viuda, Francesca Brambilla, que había estado empeñando durante décadas sus joyas, se vio obligada a alquilar el piso superior de su villa. No obstante, retuvo a su leal asistente sudanés, Aadeel, que había llegado con ella como parte de su ajuar. Aunque ahora Aadeel era un inquilino oficial de la villa y no un empleado obligado a trabajar en la casa, todavía llevaba el uniforme de la servidumbre pre-revolucionaria: un turbante rojo y el tradicional atuendo masculino egipcio. Era el último acto de un drama que ambos estaban decididos a representar: papeles anticuados de una época pasada.

La villa Brambilla, aunque destartalada, seguía siendo impresionante. Cuando el taxi se detuvo frente a la entrada con sus columnas de mármol, se despertó en mí la conocida sensación de aprensión. La familia de Isabella era rica de cuna, aunque se hubiese perdido la mayor parte del dinero. Sin embargo, yo venía de la nada. Yo me había criado con un padre minero y una madre católica irlandesa, profundamente religiosa; sin embargo, ella había ofendido a sus padres casándose con un protestante. Siempre había tenido la sensación de que ella nunca había perdonado del todo a mi padre por haberla seducido, alejándola de su propia familia. Era una profesora de piano que tenía para sus hijos mayores aspiraciones que mi pragmático y profundamente estoico padre, que pensaba que, para sus hijos, era bastante bueno que lo siguieran a la mina. A pesar de este desacuerdo, en el matrimonio de mis padres había reinado un gran amor y, después de la muerte de mi madre, un par de años antes, mi padre se había quedado tan perdido como un barco sin timón.

Mi infancia me enseñó que, si había un dios, era obvio que había abandonado a mis padres a sus penurias. Tenía la sensación de que cuanto más pobre fuese uno más probable era que fuese religioso: la abdicación de la asunción de la responsabilidad de la propia suerte, y eso me había empujado a abandonar el catolicismo y a abrazar las tendencias socialistas en la universidad y, finalmente, a mis aspiraciones materiales.

Cuando ambos bajamos del taxi, nos percatamos de la presencia de un coche deportivo Fiat, de color amarillo.

—Es el coche de Hermes —dijo Isabella, con un tono de voz receloso—. Será un encuentro interesante.

La miré, un tanto sorprendido. Normalmente, a Isabella le habría entusiasmado ver a Hermes, uno de sus pocos mentores.

—Creía que Francesca le odiaba.

—Exactamente, pero hoy habría sido el cumpleaños de mi abuelo y Hermes la visita siempre, como hacía en vida de mi abuelo. La abuela está demasiado bien educada para rechazarlo.

Hermes Hemiedes, egiptólogo, había sido un buen amigo del abuelo de Isabella. Cuando Giovanni Brambilla murió, Hermes había entablado una relación con la nieta, compartiendo su fascinación —obsesión, pensaba yo— por el misticismo, la astrología y las filosofías espirituales. Él, un intérprete de gran reputación, e Isabella pasaban horas juntos, estudiando minuciosamente los jeroglíficos que ella tenía que traducir. Isabella confiaba plenamente en él y, aunque yo no aprobaba la influencia de Hermes sobre Isabella en cuestiones místicas, tenía una agudeza que me resultaba atractiva.

Habíamos terminado de comer y estábamos tomando café en el invernadero, esperando la tradicional fuente de mermelada que completaba la comida. Francesca y Hermes estaban sentados frente a frente, Francesca en un sillón que evocaba un trono barroco de madera del siglo XVIII, una de las antigüedades que no había tenido que vender. A los ochenta años, la matriarca todavía tenía el porte erecto de una bailarina y era la encarnación de la clásica elegancia europea. Me recordaba la Roma de los años treinta del pasado siglo, con su cabello negro teñido, esculpido en una corta y escueta onda, la arrugada tez aceitunada pegada a los huesos de un linaje engendrado para el poder y la belleza.

En contraste, Hermes estaba repanchingado en un sillón de cuero. Llevaba el pelo largo y sus raíces plateadas emergían en mechones teñidos de rojo oscuro que descendían hasta los hombros. Casi podía pasar por una mujer mayor, ilusión reforzada por la notable ausencia de barba. Sus ojos eran de un marrón dorado con un matiz amarillo en los iris, que indicaba alguna curiosa mezcla étnica en sus antepasados. La forma de su rostro apuntaba al Sudán, mientras que la delgadez de sus labios le daba un aspecto europeo. Sus manos, nudosas por la artritis, daban testimonio de su auténtica edad, que Isabella me había dicho rondaba los setenta.

Sobre la mesa, colocaron una fuente de plata llena de mermelada; diez cucharas de plata a juego surgían curvadas de la espesa pasta dorada cual cuellos de cisne. Representaban a los miembros de la familia, la mayoría de los cuales habían muerto mucho tiempo atrás. Aadeel puso cuatro vasos de agua sobre la mesa de madera con incrustaciones de nácar. Rápidamente, me enjuagué el sabor agridulce de la mermelada con el agua, alcanzando después la tacita de viscoso café.

Isabella no podía relajarse. Se levantó, se acercó a la ventana y abrió los postigos. Su inquietud parecía un conductor para el relámpago que iluminó el cielo. Un momento después resonó el trueno distante.

Francesca suspiró, exasperada.

—¿Crees que puedes ahuyentar el tiempo, Isabella? Siéntate, me estás poniendo nerviosa con toda esa energía acumulada.

—Tu nieta necesita estar fuera, luchando contra los elementos para encontrar su santo grial —dijo Hermes con cierto sabor teatral—. La Arqueología es una noble vocación. Define al explorador que llevamos dentro.

—Por favor, Hermes, no la animes —dije yo—. Al menos, no con este tiempo del demonio.

—Barry Douglas ha hecho inmersiones con un tiempo peor —dijo Isabella, mirando aún el cielo oscuro.

—Barry Douglas es un imprudente confeso —repliqué—. Solo le interesa lo descaradamente ilegal y que implique conquistas sexuales.

Isabella reprimió una carcajada mientras Francesca me lanzaba una mirada de desaprobación.

Barry Douglas era un mutuo amigo nuestro, un extravagante australiano que había vivido muchos años en Alejandría.

Restauraba artefactos arqueológicos, su especialidad eran los objetos de bronce. Cuando no estaba trabajando, podía encontrárselo en los bares, donde me reunía a menudo con él; su humor y su franqueza irreverentes eran un alivio del frenético ritmo de la ciudad.

Francesca se volvió hacia mí.

—Tienes que decirle a mi nieta que abandone esta ridícula búsqueda suya. Es exactamente el tipo de obsesión que destruyó a mi marido.

—Francesca, a Giovanni lo destruyó la nacionalización —murmuró Hermes.

Francesca dirigió una mirada nerviosa hacia Aadeel. Incluso yo me di cuenta de que Hermes se había pasado; era peligroso manifestar en voz alta esas opiniones en un país todavía atrapado en la difícil transición de un pasado de feudalismo colonial a un socialismo más democrático. Y últimamente, los esfuerzos del presidente Sadat para introducir Egipto en el mercado del mundo libre habían provocado disturbios a causa de los precios de los alimentos. De la noche a la mañana, las tarjetas de racionamiento perdieron todo su valor y, como se hizo casi imposible conseguir arroz, pan y hasta gas para cocinar, la gente se levantó.

—¡Chss! ¡En mi casa, no tolero esas ideas radicales! Tengo que pensar en la seguridad de mi familia —dijo entre dientes.

La hostilidad manifiesta entre los dos antiguos socios era ahora palpable. Isabella intervino:

—¡Basta! Abuela, este descubrimiento va a aumentar mi reputación; espera y verás.

—Acabará contigo —replicó Francesca en tono inquietante—. Nunca deberíamos haberte dejado ir a la universidad.

Tenía la sensación de que se avecinaba una discusión. Isabella entusiasmó a su abuelo, pero horrorizó a su abuela cuando se fue a Oxford a estudiar Arqueología en el Lady Margaret Hall; Francesca era tradicional y había imaginado un matrimonio prestigioso para Isabella. En cambio, me escogió a mí.

—Entonces, ¿habrías estado orgullosa de mí si hubiera pescado a un millonario, como hizo mi madre? —respondió bruscamente Isabella.

Francesca hizo el movimiento de escupir en la palma de su mano. Odiaba a su nuera.

—Supongo que debería estar agradecida porque, al menos, te hayas casado —dijo—. El hecho de que sea inglés no me hace muy feliz.

Se volvió hacia mí y dijo bruscamente.

—Sabes que los ingleses internaron a mi marido en un campo de concentración, en el desierto, durante la guerra.

—Junto con todos los demás nacionalistas que se oponían a las fuerzas aliadas; no tenían más remedio. El abuelo se habría presentado voluntario para luchar con Rommel; los ingleses se protegían a sí mismos. Además, llamarlo campo de concentración es exagerado, abuela. Después de todo, el abuelo era miembro con carné del partido fascista —intervino Isabella, antes de que yo tuviera ocasión de responder.

—Era nacionalista, amaba Italia y, sí, llevó la camisa de Mussolini hasta que el Duce promulgó aquellas ridículas leyes raciales. Fueron el punto final para el partido aquí, en Alejandría. Entonces, nos conocíamos todos: judíos, coptos, católicos, griegos. No era ningún problema en aquella época.

Francesca suspiró profundamente y, visiblemente, se contuvo para no hacer la señal de la cruz.

—Británico y no creyente también. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

—Es científico… y, por supuesto, es ateo, Francesca —intervino Hermes.

—Fue una elección consciente —le dije—. A usted le encantará saber que fui una amarga decepción para mi madre, católica irlandesa.

A pesar mío, no pude evitar el tono defensivo de mi voz. Hubo una pausa. Después, Francesca habló con una intensidad que nunca le había oído antes.

—La ciencia no puede explicarlo todo, Oliver. La vida encierra muchos misterios.

—Por una vez, Francesca tiene razón. Hermes me sonrió con una encantadora sonrisa abierta, casi como la de un niño. Era difícil desconfiar de la cordialidad de este hombre.

—Así que de ella heredaste tu misticismo —le dije a Isabella, señalando con la cabeza a Francesca.

La anciana se inclinó hacia adelante y me agarró el brazo con una fuerza sorprendente.

—Te equivocas. Lo heredó de mi marido. Giovanni era el místico. Yo conservo la poca fe que tengo para mi colección de postales de santos.

Me soltó, dejándome en la carne la huella de sus afiladas uñas.

—Él era el mago, un visionario —añadió Hermes con un suspiro y, por un momento, una curiosa tregua surgió entre los dos ancianos, casi como si el mismo Giovanni hubiese entrado en la estancia.

Isabella volvió rápidamente de la ventana.

—Cuidado, abuela, he protegido a Oliver de nuestros secretos familiares más oscuros. No quiero que crea que estamos todos locos.

—Pero todos lo estáis —dijo Hermes, y ambos rompieron a reír.

Ignorándolos, Francesca se volvió hacia mí.

—Oliver, esto es Egipto. Yo tengo mi propio dios, pero hay muchísimos más. Y, a veces, las personas más racionales se encuentran atrapadas en lo inexplicable. Como mi nieta y esa búsqueda de lo imposible.

—Encontrará el astrario, lo sé —concluyó Hermes.

Pronunció la afirmación con una suficiencia profética que me irritó. Aparentemente, produjo un efecto similar en Francesca.

—Por otra parte, quizá la búsqueda de Isabella, en sí misma, sea una metáfora —repliqué, antes de que ella pudiera hablar.

—¿Una metáfora de qué? —preguntó Francesca, sonriendo irónicamente.

—De su búsqueda para saber adonde pertenece realmente.

Se hizo un incómodo silencio durante el cual caí en la cuenta de que había dado con una verdad que resonaba en cada uno de los que estábamos en la sala. De repente. Isabella se levantó de nuevo.

—¡Ninguno de vosotros comprende lo importante que es esto!

Furiosa por haberle hablado como a una niña, comenzó a caminar con impaciencia.

—Supongamos que se demostrara que el Mecanismo de Anticitera pudiera seguir las órbitas de los planetas y la posición del Sol. ¿Os dais cuenta de que esto demostraría que los antiguos griegos sabían que la Tierra no era el centro del universo? Ahora, imaginad que yo descubriera un prototipo anterior, pongamos que babilonio o incluso egipcio, que hiciera la misma función. ¡Mi descubrimiento cambiaría por completo nuestra visión de la antigüedad! No solo obligaría a hacer una revisión completa de nuestras ideas sobre la ingeniería antigua, sino que la existencia de un dispositivo así modificaría también nuestras ideas sobre la navegación antigua y retrotraería radicalmente la fecha de nuestra comprensión del primer astrolabio. Podría demostrar que la Edad Oscura fue, en realidad, mucho más oscura de lo que imaginamos. Pero no solo eso; el astrario podría darnos muchas respuestas. Sería el descubrimiento de mi vida.

—Descubrimiento o no, Isabella, estás loca al querer sumergirte en la bahía —dijo Francesca enfáticamente—. No solo por el tiempo, sino porque, antes o después, tendrás problemas. Nos vigilan, nos siguen adonde vayamos, los militares, la policía secreta, el amigo en el que crees que puedes confiar.

—Tu nieta tiene experiencia. Estará a salvo.

Hermes tendió la mano a la anciana para tranquilizarla. Ella, deliberadamente, la ignoró.

—Nadie está a salvo. Todo el mundo sospecha que todos los demás son espías. Públicamente, recibimos con agrado la política de puertas abiertas de Sadat, pero la inflación nos ha desesperado a todos. Recuerda que, cuando nos miran, todavía ven el antiguo orden. Ten cuidado, nieta. No te engañes. Todo el mundo te vigila, esperando que cometas un error.

—Sé cómo cuidar de mí misma —replicó Isabella, desdeñosa—. Además, mi grande y fuerte marido viene conmigo a bucear.

Isabella me tendió la mano y escondió los dedos, un pequeño puño caliente, en mi mano. Una amnistía.

Me volví para sonreírle a Francesca, pero ella miró hacia atrás, con hostil indiferencia.

—Oliver, es una locura pensar que tu dinero del petróleo os protegerá.