La ola humana

Acabó por amanecer de verdad, aunque sólo sirvió para alumbrar la tragedia.

Solara se dormía y despertaba cada pocos segundos, mientras yo la abrazaba con fuerza. El suelo del sótano no estaba alicatado y comenzaba a notar las piernas y el trasero entumecidos a causa del contacto con el cemento desnudo. Había niños llorando y sus padres intentaban consolarlos. Los que no tenían hijos que consolar, hablaban sobre lo que había ocurrido y lo que iban a hacer. «¿Nos marchamos ya?» «¿Y la radiactividad?» «¿Habrá más bombas?» ¿Y si habían bombardeado el país de una punta a otra? ¿Y si el único sitio seguro era aquel sótano? Un hombre no paraba de consultar su WEPS para comprobar si había conexión con la red, para informarnos de la situación. Su mujer le instó a que lo dejara.

Solara y yo compartimos una bolsa de palomitas rancias que ella llevaba en un bolsillo, el caramelo se había fundido con el maíz a causa del intenso calor de las bombas. Solara partía trozos y me los pasaba. Acabé con las manos sucias y pegajosas. Un pequeño grupo de gente subió para ver cómo estaban las cosas en el exterior. Otros bajaron para ocupar su sitio. Un chico, un adolescente, subió y volvió al rato para informar a su padre. Dijo que había un éxodo en marcha. El padre comentó que lo mejor era dejar que las cosas se calmaran. No estuve de acuerdo.

—¿Quieres salir de aquí? —le susurré a Solara.

—Sí.

—¿Podrás hacerlo? ¿Cómo te encuentras?

—Bien. Lo conseguiré.

Me arranqué la manga de la camisa para vendarle el tobillo que se había torcido, y volví a calzarle la zapatilla de deporte.

Le dio las palomitas que quedaban a un niño que estaba sentado a su lado. Su padre nos dio las gracias. Me puse de pie y fui a ayudar a Solara, pero ella negó con la cabeza y se levantó apoyándose en la escopeta. Nos despedimos deseándole buena suerte a todo el mundo y subimos por la escalera.

Cuando llegamos a la cocina nos recibió una confusión de voces. Miré por encima del fregadero, a través de las cortinas baratas de la ventana, y contemplé el patético desfile descompasado de los supervivientes. Intenté echar las cortinas a un lado y cayeron sobre el fregadero. Distinguí un cielo gris y sucio, como si lo hubieran pintado con una brocha impregnada en cenizas. Una lluvia monótona se abatía sobre la ventana, cada gota tiznada de hollín. Subió más gente a la cocina para asomarse por la ventana. Casi todos se mantuvieron callados ante el espectáculo. Sólo algún «Jesús bendito» y «Hostia puta» rompieron el silencio. Yo mismo solté eso varias veces.

Solara y yo abandonamos la casa y nos sumergimos en la marea humana. Desde el este, una oleada de humanidad emergía desde las carreteras y las arboledas cubriéndolo todo como las aguas turbulentas de una inundación. El aire era espeso y asfixiante, parecía la atmósfera malsana de Venus. Miles y miles de personas se desplazaban tierra adentro, ocupándolo todo. Una muchedumbre invasora. Reptante. Que abarrotaba el horizonte de un extremo al otro. Una multitud que acudía a un concierto de rock que jamás tendría lugar. La mayoría iban armados. Había gente que se había detenido, dormía en el interior de sus coches o en los tejados de algunas viviendas. Otros habían fabricado hamacas y colgaban entre los árboles como frutas demasiado maduras. Y también los había que dormían sobre las ramas, los robles semejaban viviendas improbables.

La masa de gente se dirigía hacia el oeste y la inmensidad de su número me hizo sentir un extraño consuelo. La alambrada que rodeaba el recinto había sido derribada y pisoteada a conciencia. Solara y yo nos unimos a la procesión, siempre cogidos de la mano. Inspiré y fue igual que respirar un aire, tan espeso como el sudor. Todo parecía muy precario. Manadas de perros sin dueño se abrían paso entre la gente, como ratones que se colaran por las grietas de un muro. A poco más de medio kilómetro vimos el fuselaje de un electroavión partido por la mitad y en llamas. Las concentraciones de cadáveres de víctimas de la gripe bovina salpicaban el paisaje como una cosecha de carne y sangre. Cada centímetro del suelo estaba ocupado por seres humanos que conformaban una topografía humana.

Algunos habían encendido hogueras y bailaban alrededor de las llamas completamente borrachos. Vi a un tipo, desnudo, con un cartel que rezaba: Bienvenido al fin del mundo. Otro tipo, rubio, borracho y colocado, se acercó a nosotros.

—¿Adónde vais? —nos preguntó.

—No lo sabemos —respondí.

—¿Por qué no paráis? Tomadlo con calma, disfrutad del tiempo que nos queda.

—No sé…

Pegó un trago de una botella de vodka Popov que llevaba en la mano.

—¿Joder, no lo pillas, tío? Somos estrellas del rock. Todos somos estrellas del rock. Hemos vivido rápido y moriremos jóvenes. ¡Todos! ¡Nos marchamos cuando estamos en lo más alto! ¡Nos convertiremos en leyendas! ¡Putas estrellas del rock! —De pronto, tropezó con una mujer que dormía en el suelo, y allí se quedó.

Llegamos a una autovía abarrotada de vehículos inmovilizados. Si a alguno le quedaba algo de batería, estaba tan encajonado que no le iba a servir de nada. Todos los centros comerciales y restaurantes a la vista tenían los escaparates rotos y las puertas hechas trizas. Pasamos al lado de propiedades amuralladas con hombres armados haciendo guardia, listos para defenderse de cualquier intruso. Diminutas ciudades estado cuyos habitantes vivían la fantasía de la independencia, cuando en realidad dependían de todos los que estábamos en el exterior, les gustara o no. Le indiqué a Solara que nos desplazáramos en dirección oeste sudoeste para alejarnos de las zonas amuralladas. Comenzamos a caminar hacia la izquierda, atravesando la corriente humana y cruzando la mediana de la autovía. Miré a lo alto y vislumbré un cielo cada vez más sombrío y fantasmal.

Desde algún punto a nuestras espaldas nos llegó el estrépito de unos disparos. Me volví, las detonaciones venían del este. Miembros de bandas avanzaban entre la multitud desatando el pánico. Eran Verdosos. Los que iban por delante de los alborotadores se volvieron y al observar lo que ocurría, echaron a correr empujando a los que iban delante para abrirse paso. La repentina marea derribó al suelo a los desprevenidos y menos capaces, y otros tropezaron con ellos y acabaron arrollados por los miles de pies que huían presas del pánico. Los heridos, moribundos y muertos comenzaron a amontonarse formando murallas de dolor y tragedia.

Saqué mi pistola y corrimos para apartarnos del camino que seguían los atacantes. La gente nos empujaba. Agarré a Solara por el brazo acercándola a mí todo lo posible. A cierta distancia, se alzaba un recinto de la IDH. Una densa multitud rodeaba ya la muralla y vi hombres subiéndose unos a los hombros de otros para alcanzar la parte superior del muro; formaban una columna en precario equilibrio. Dos de los hombres en lo alto de la incierta torre ofrecieron las manos a otros que subían, con la idea de impulsarlos hacia arriba, por encima del muro.

Los colectivistas armados de lo alto suplicaban a la gente que se detuvieran y empujaban a los que se ponían a su alcance, o les disparaban en el hombro. Nos encontrábamos a treinta metros de distancia del recinto y seguimos avanzando a pesar de lo que estábamos presenciando. Los guardas de la IDH consiguieron despejar el muro a tiros, pero en seguida se volvió a llenar de gente que intentaba trepar. Me abrí paso con Solara a mi lado y rodeamos el recinto hacia el oeste, donde el muro daba a una zona boscosa. La banda seguía aproximándose, pero en lugar de ir hacia la IDH, eligieron un parque empresarial que quedaba a nuestra derecha y al que también estaba yendo el gentío. La banda avanzó atropellando sin piedad a vivos y muertos.

Solara y yo alcanzamos el muro oeste y levanté la vista, para encontrarme a un guarda que me apuntaba al hombro con su rifle.

—¡¿Sabes quién es David Farrell?! —le chillé.

—¿David Farrell? —repitió.

—¡Sí, David Farrell! ¡¿Sabes quién es?!

—Sí.

—Soy su padre. ¿Puedes ayudarnos? —Le mostré la licencia de EC que seguía llevando al cuello.

—¡Eres un ejecutor, joder!

—¡He dimitido! ¡Lo juro!

Puso los ojos en blanco y desapareció detrás del muro. Un coche estalló a poca distancia y todo el mundo se agachó.

—¿Crees que nos dejará entrar? —preguntó Solara.

—Creo que nos va a tirar aceite hirviendo.

El guarda reapareció y colocó su rifle sobre el muro. Con disimulo, dejó caer una bola de papel a mis pies. La cogí de inmediato, y Solara y yo nos adentramos entre los árboles para leerlo. Cuando juzgué que no había nadie cerca, deshice la bola de papel. Allí indicaba que fuéramos primero trescientos pasos al oeste y luego otros tantos al sur, en busca de un Chevrolet blanco. Crucé una mirada esperanzada con Solara. Nos aguardaba un refugio, aunque fuera temporal.

—Lo hemos conseguido —le dije.

—Vamos —respondió.

Nos dimos la vuelta para darnos de bruces con un hombre de corta estatura, calvo y verde. Iba vestido por completo de negro: zapatos, calcetines, pantalones, cinturón y una túnica de mangas largas con el aspecto de una cazadora puesta al revés. Me dirigió una sonrisa demente, el gesto de alguien que ha esperado mucho tiempo a que se produjera un encuentro. Era un rostro nuevo y viejo a la vez. Sentí una punzada en las costillas y cuando bajé la mirada, observé la empuñadura que me sobresalía del costado. El Verdoso extrajo la navaja y la sangre brotó como el champán de una botella. Volvió a mostrarme su dentadura destrozada y soltó una carcajada estridente.

—¡Tienes un aspecto de lo más cómico! —aulló.

Y se marchó, clavando su navaja a todo el que le salía al paso de manera indiscriminada. Solara apuntó con la escopeta y disparó. El Verdoso estalló como si una mina hubiera detonado en su interior. Se tambaleó, pero recuperó el equilibrio y siguió hacia adelante, sin dejar de usar su navaja, hasta que desapareció entre la muchedumbre. Sólo pude maldecirle, deseándole la peor de las muertes. Oí gritos y llantos cerca de mí, pero las fuerzas me abandonaban con celeridad y caí sobre una rodilla.

Solara me agarró del brazo e hizo que me pusiera de pie.

—Ahora no puedes rendirte —me dijo.

Me arrastró los trescientos pasos que había que recorrer hacia el oeste, apoyándose de vez en cuando sobre las espaldas de los que nos precedían para recuperar el resuello. Llegamos a una roca de buen tamaño y fue allí donde el dolor del costado decidió manifestarse en todo su esplendor. Me retorcí igual que la víctima de un exorcismo, estaba desangrándome y mis entrañas parecían haberse declarado la guerra entre ellas. Solara me cogió un brazo, se lo echó por encima de los hombros y dio el primero de los trescientos pasos al sur. La gente que huía hacia el oeste, tropezaba con nosotros, desviándonos de nuestro rumbo. Me sentía cada vez más débil, mientras Solara forcejeaba con la gente. Se me metió polvo en los ojos, irritándomelos, y apenas podía ver a través de las lágrimas. Mi pie derecho chapoteaba en algo húmedo y, cuando bajé la mirada, lo vi empapado en sangre. Solara no conseguía agarrarme bien, y me sentí como un barco mal amarrado al muelle. La gente consiguió interponerse entre nosotros y no tardaron en separarme de ella, con lo que acabé cayendo al suelo. Con los ojos empañados por las lágrimas, contemplé cómo la marea humana la arrastraba lejos de mí, y muy pronto, una barrera insalvable se interpuso entre los dos. La llamé, pero mis gemidos se perdieron sin remedio entre el rugido de la multitud. Otros cuerpos tropezaron conmigo y cayeron encima de mí. No tardé en verme enterrado vivo. La sangre que corría desde mi costado se detuvo cuando me vi aprisionado por el peso de los que se amontonaban sobre mí. Intenté arrastrarme hacia afuera en vano. Estaba inmovilizado.

Entonces oí el disparo de una escopeta. Tercer disparo.

—¡Arriba, joder! ¡Quitaos de encima! —chilló Solara.

Cuarto disparo. La montaña se desplazó.

—¡John!

—¡Solara!

Quinto disparo. Los cuerpos comenzaron a moverse, liberándome. Comencé a sangrar de nuevo. El dolor hincó sus garras con ferocidad.

Sexto disparo. La mano de Solara me agarró del hombro y me ayudó a ponerme en pie. Distinguí su rostro y mi único deseo en ese momento fue disponer de un minuto de paz y un metro cuadrado, a solas con ella. Mi última voluntad para lo que me quedaba de vida.

Me arrastró hacia el Chevrolet blanco. Había cuatro personas durmiendo dentro, pero Solara adivinó que el interior del vehículo era lo de menos. El coche estaba aparcado encima de una alcantarilla abierta hacia la que corría un agua oscura que arrastraba desechos y sangre. Solara me apoyó contra el lateral del coche y luego me dejó caer con suavidad al suelo, hasta quedar medio escondido bajo el coche. Giré la cabeza hacia la alcantarilla y vi al guarda de la IDH mirando hacia arriba, desde el interior. Me indicó que bajara. Me arrastré hacia él. Ya estaba a punto de alcanzarle cuando oí el disparo.

Solara gritó de dolor. Me volví hacia ella. La vi retorcerse como una peonza que pierde impulso, y cayó al suelo, al otro lado del coche. A su lado, se levantaban dos botas negras de motorista, inmóviles entre la inagotable procesión de los que huían. El autor del disparo la pisó en la espalda y luego se unió al desfile sin mediar palabra. Agarré a Solara como pude y la arrastré debajo del coche, a mi lado. Allí disfrutamos de unos instantes de seguridad.

La miré a la cara y vi que seguía viva. El proyectil había impactado en su pecho, y la camisa que llevaba estaba tan empapada en sangre y suciedad que parecía que se hubiera disuelto, dejando solo la piel. Palpé su espalda y encontré el orificio de salida, justo debajo del omoplato. Apreté la herida de la espalda y la besé en la mejilla. Volví a mirarla a la cara, su expresión era de un profundo alivio, como quien acaba de desprenderse de un peso insoportable para siempre.

Me mostró la escopeta antes de dejarla caer.

—No quedan más disparos.

—Casi hemos llegado.

El guarda seguía esperándonos. Le agarré la mano que nos tendía con mi izquierda, mientras sujetaba a Solara con la derecha. El guarda tiró de nosotros hacia la alcantarilla, hasta que caímos encima de él, en el interior de la oscura y húmeda oquedad. Nos alumbró con una linterna.

—No tenéis muy buen aspecto —nos dijo.

—Déjame aquí, pero llévatela a ella —le dije.

—No. Hay alguien que quiere verte.

Unos brazos fuertes me cogieron por el torso. El apretón sirvió para que brotara la poca sangre que me quedaba. Echamos a andar, o mejor dicho, me dejé llevar a rastras. Otro guarda ayudaba a Solara. Vi sus pies arrastrándose por el suelo de la alcantarilla y la sonrisa que iluminaba su rostro. De pronto, sufrí una alucinación, y el hombre que tiraba de mí se convirtió en un porteador que me paseaba por algún lugar exótico. Pero la realidad se impuso cuando mis tripas se retorcieron en un espasmo de dolor. Comencé a sudar con profusión, y el guarda tuvo problemas para mantenerme agarrado. Cada pocos metros se tenía que detener para cogerme bien. Mientras él se esforzaba para no dejarme caer, tuve la sensación de que una boa se abría paso hacia el exterior desde mis entrañas. Vi más gente corriendo por el túnel en todas direcciones. No sé si eran gente de la IDH o refugiados en busca un lugar seguro.

Al cabo de un rato, noté que abrían una puerta frente a nosotros y que me arrastraban al interior de un vestíbulo limpio y bien iluminado. La intensa luz que se reflejaba en el suelo hizo que no pudiera ver nada. Los brazos que me sostenían en pie me dejaron con suavidad en el suelo. Me sentí como un bebé al que van a cambiar los pañales. Al volver la cabeza, vi a Solara. Seguía viva, aguantando. Recé en silencio para que llegaran a tiempo de salvarnos. Recé para que nos fuera concedido ese tiempo.

Un hombre de aspecto grave, pelirrojo, vestido con pantalones de color caqui y una camisa vaquera, se arrodilló a mi lado.

—¿Es usted John Farrell?

—Sí.

—Soy el reverendo Samuel Jeffs. Lo siento, pero no tenemos ningún médico disponible.

—Ella está embarazada.

Enarcó una ceja.

—¿Ah sí? ¿De cuánto?

—John, no… —comenzó Solara con voz entrecortada.

—Catorce semanas —respondí.

El reverendo se echó para atrás y se rascó el mentón, pensativo. Llamó la atención de un hombre que pasaba a nuestro lado.

—¡Chuck! ¡Un médico para ésta! —gritó y señaló a Solara.

Oí que el tal Chuck corría en busca de un médico. Solara tendió la mano y me acarició. Tuve la certeza de que todo iba a ir bien.

—Hay algo que quiero contarle, señor Farrell —dijo Jeffs—. Su hijo le salvó la vida. No sé si es consciente de lo que hizo. Durante veinte años, nuestra congregación de No Va lo ha estado vigilando. Han presenciado cómo mataba a un número incalculable de inocentes, violando la santidad del cuerpo humano. Ha cometido pecados mortales, y sentimos el impulso de castigarlo por sus ofensas. El reverendo Steve Swanson me comentó que estuvo a punto de encerrarle en un lugar oscuro y profundo. ¿No lo sabía?

—No.

—Pero no lo hizo. ¿Sabe por qué?

Sí que lo sabía.

—David —pronuncié su nombre con la misma urgencia que sientes cuando te despiertas en un lugar desconocido a las cuatro de la mañana y buscas una mano amiga.

—Correcto. Su hijo fue un héroe. Murió por ayudar el prójimo. Y ha sido su memoria la que le ha concedido la vida en libertad que ha llevado estos últimos veinte años. De no ser por él, no habría disfrutado de ese tiempo. Es un regalo que le hicimos en su nombre. Es un hombre muy afortunado, señor Farrell. He creído que debería saberlo. Crió a una persona maravillosa.

Aparté la mirada, avergonzado. Me entregó una botella de agua. Le di las gracias y di un trago, aunque sabía que no merecía sus atenciones. Solara comenzó a temblar.

—Cásenos —solté de pronto.

—¿Qué?

—Cásenos, por favor.

Nos miró entre sorprendido y divertido.

—Claro —respondió. Se puso de pie y asumió un aire formal, como si estuviera ante un altar—. Por el poder que me ha concedido el estado de Virginia, y con el hombre como testigo, os declaro marido y mujer. Enhorabuena.

—Gracias —dije.

Volvió a arrodillarse a mi lado.

—Tengo que volver arriba y asegurarme de que no destruyen la iglesia. Espero que lo entienda. Pronto acudirá un médico para atender a su esposa. Pueden descansar aquí, mientras tanto. No puedo prometerle que no vayan a molestarle, pero creo que dispondrán del tiempo que necesitan a solas.

Volví a darle las gracias. Alguien me agarró y me dejó sentado con la espalda apoyada en la pared. Me eché la mano al costado y lo noté pegajoso a causa de la sangre coagulada. Retiré la mano, con los dedos ensangrentados. Intenté separarlos a continuación. No pude. Colocaron a Solara a mi lado y nos cogimos de la mano. Dos rastros de sangre corrían por el suelo desde donde nos encontrábamos. Por encima de nosotros, el inacabable desfile humano seguía avanzando. Solara se apoyó en mí porque no le quedaban fuerzas para mantenerse erguida. Me deslicé hacia la derecha hasta tumbarme de nuevo sobre el suelo y allí nos quedamos, yo debajo y Solara encima de mí. Nuestra sangre se entremezcló con la suciedad del suelo. Me besó en la oreja.

—Sólo tú puedes oírme, John —susurró—. Será nuestro secreto, nadie más lo sabrá.

—De acuerdo.

—No me has defraudado, John. Tenías razón, no podían hacernos daño. Siempre he buscado al hombre apropiado con el que compartir todo esto. Tú eras el hombre adecuado. Todo va a ir bien a partir de ahora. No pienso abandonarte.

Negué con la cabeza.

—No. Tienes que marcharte. Tienes que huir de mí otra vez.

—No puedo. Estoy acabada.

—No lo estás —le dije—. Tienes la posibilidad de seguir hacia adelante y tienes que aprovecharla. Sigue viviendo. Tienes que hacerlo. No sabes qué te depara el futuro.

Comenzó a llorar. Tuve la certeza de que habría querido dormirse y no volver a despertar jamás.

—No quiero saberlo. No me importa el futuro.

—Dios, Solara, estuve años sin saber que eras lo que siempre había querido. Eso es lo que hace esto tan especial, tan perfecto. Por favor, Solara, márchate.

—No.

—Por favor. De los últimos ochenta y cuatro años, sólo han tenido sentido los últimos cuatro días. No permitas que se pierda lo único bueno que he hecho.

Suspiró y acabó cediendo. Un médico llegó y examinó a Solara.

—Creo que podremos salvarla, señora Farrell —dijo y dio un paso hacia atrás.

La besé por última vez.

—Te quiero, Solara.

Enterró la cara en mi cuello.

—Suena igual de bien que la primera vez.

El médico se la llevó sin que opusiera resistencia. La vi desaparecer por el pasillo que arrancaba desde el vestíbulo. Hice un esfuerzo e imaginé un futuro perfecto para ella y su hijo, un futuro que sabía imposible. Pero aun así, lo imaginé y recreé todas las cosas maravillosas que había planeado para los dos. Y cuando lo hice, me sentí satisfecho. No necesitaba más.

El suelo tembló por tercera vez.

En una ocasión conocí a un viajero que me aseguró que viviría para ver el fin de los tiempos. Me mostró todas las vitaminas que se tomaba y me aseguró que dormía siete horas todas las noches, ni una más, ni una menos. «Puedes vivir para siempre —dijo—. Todo depende de ti.» Dijo que sobreviviría a todas las guerras y las epidemias, el tiempo suficiente para recordarlo todo, y también para olvidarlo. Sería el último hombre vivo cuando el sol se hundiera bajo su propio peso y llegara el fin de los días. Me comentó que había encontrado el lugar más seguro sobre la Tierra, un sitio en el que podría refugiarse hasta que las puertas al más allá se abrieran ante él dentro de mil generaciones. Lo imaginé en alguna montaña remota y nevada. Imaginé los cielos abriéndose y a Dios felicitándolo por su perseverancia. Vi que Dios le invitaba a contemplar a su lado la muerte del sol, y que todos los planetas abandonaban sus órbitas perdiéndose en el vacío, y lo que parecía eterno se deshacía en la nada. Y lo vi iniciando una vida celestial.

Pero en el fondo, sabía que era todo mentira. Siempre lo he sabido. No puedes ocultarte del resto del mundo. Acabarán dando contigo. Siempre lo hacen. Y ahora han dado conmigo. Mi segundo de inmortalidad ha caducado. Lo que me aguarda es la nada, igual que a todos. La batería de la WEPS se está agotando. Tengo la jeringuilla con el fluoracetato de sodio lista. No tengo miedo. Sólo certeza.

Fecha de modificación

29/6/2079, 10:01 p.m.