Abandonamos el recinto Fairfax a las 10:00 p.m. y nos alejamos de las zonas urbanas por la I-66. Supongo que si tuviera que enfrentarme a La Gran Berta, mi coche acabaría aplastado. Pero tenía las puertas y ventanas reforzadas, y la mayor parte de los indigentes, incluso los más violentos, y hasta los miembros de la D36, preferían meterse con vehículos más endebles.
Vimos fogatas con gente a su alrededor a lo largo del muro que delimitaba la autopista. Del muro habían decorado la parte donde se habían establecido, como si fuera la pared de un imaginario dormitorio. Nos sobrevolaban electroaviones, silenciosos como ataúdes, visibles gracias a sus luces, que atravesaban la sempiterna neblina. En ellos viajaban los que eran asquerosamente ricos, de un lado a otro. Habíamos recorrido unos treinta y cinco kilómetros cuando advertí que la batería del coche estaba agotándose. Había un recinto seguro ocho kilómetros más adelante, que contaba con una estación de recarga. Tomé la salida correspondiente. Abrieron la puerta, franqueándonos el acceso.
En el interior del recinto había colas y más colas de camiones conectados a puntos de recarga y listos para pasar la noche. Aparqué el coche y lo conecté a un punto de recarga. El indicador de carga marcaba sólo siete minutos de autonomía.
En un pequeño local comercial vendían comida, bebidas y camisetas con la leyenda Virginia es para los amantes, el tipo de regalo ideal para quien prefiere no complicarse la vida buscando algo original. Pasé con Solara al interior y le compré un paquete de seis botellas de plástico de Dr. Pepper y unos Cheerios. Tenían un puesto de sushi en el interior, pero opté por un perrito caliente. Cenamos en la intimidad del coche. Solara se bebió una botella de refresco y, cuando la dejó, me apresuré a besarla en los labios.
—Eres un ladrón de besos —se rió.
Decidí abrirme a ella.
—Quiero casarme contigo. Quiero casarme contigo y ser el padre de tu hijo. No tienes que decir nada, ni contestar, si no quieres. Sólo quería decírtelo porque me siento bien al hacerlo. Es lo único en lo que puedo pensar cuando te miro.
Volvió reírse.
—¿Quién eres?
—Desde luego no la persona que creía ser.
Se reclinó en el asiento y comenzó a comer de la caja de cereales.
—Consigues que sea consciente de la edad que tengo, John.
—Lo siento, no era ésa mi intención.
—No, no es malo, es algo bueno. Nadie consigue que me sienta así. Quieres compartirlo todo, es agradable. Siento que podría pedirte cualquier cosa.
—Hazlo. Si quieres algo más, voy ahora mismo a comprarlo.
—Estoy bien, gracias. —Terminó el refresco que estaba bebiendo y abrió otro—. Entre los veinte y los treinta años, siempre salía con hombres más mayores. Con Randall, claro está. Pero hubo otros. Cuando rompí con él, me cambié de nombre y me instalé en Los Ángeles. Allí salí con unos cuantos tipos mayores que yo. No me refiero sólo a su edad, también a su aspecto. Si un tío tenía cuarenta años, pero una edad Cura de veinticinco, no me interesaba. Pero si tenía una edad Cura de cuarenta o cuarenta y cinco, ése era mi tipo. Estoy convencida de que en el fondo buscaba una figura paternal o algo así. Uno de los tíos con los que estuve fue un tal Bobby, un productor de cine importante, que tenía unos cincuenta años.
—¿Te dio trabajo?
—Sí, me ofreció algo —respondió—, pero no quise por miedo a que me localizaran. En esos días Los Angeles era… No sabría describirlo bien. Todo el mundo se había hecho la Cura y todos querían ser estrellas de cine. El problema es que no había sitio para todos. Cuando había un casting para una película, las colas daban tres y cuatro vueltas a los estudios. Nadie tenía dinero, pero todo el mundo era joven y guapo. La gente se enrollaba en todas partes: en restaurantes, en la calle, por las esquinas. Se había organizado una inmensa orgía que te repelía tanto como te fascinaba. La ciudad entera apestaba a sexo, sudor, y todo lo demás. Me cansé tanto de todo que al final no salía de casa ni siquiera para asistir a los estrenos de Bobby.
—¿Era de verdad un pez gordo?
—Sí. Era uno de los gordos, de los más gordos. Siempre decía: «¡Nena! ¡Voy a convertirte en la estrella de esta ciudad!». Era como vivir en 1942, y como si yo fuese una pueblerina ingenua. Estaba como una cabra, pero parecía mayor y me daba sensación de seguridad, de firmeza. No sé si tiene lógica, pero es lo que sentía. Tú eres como él, aunque tengas el aspecto de alguien más joven. Tienes ese aire de hombre maduro. Pero tu aspecto no es tan decrépito como el suyo, y eso es agradable.
—¿Por qué no te quedaste con él? ¿Por qué no te quedaste en Los Ángeles?
—Andaba detrás de todas las que se ponían a su alcance. Los hombres son así. Hasta cuando tienen lo que siempre han querido, lo arriesgan todo por liarse con otras. En cuanto a Los Ángeles… —Agachó la cabeza—. Mi hermana y yo éramos gemelas. Somos gemelas. Quiero decir que… Es complicado…
—Inténtalo.
Se quedó callada un instante, como si estuviera haciendo acopio de fuerzas.
—Se hizo orgánica, lo que tiene su gracia, teniendo en cuenta que a mí me persiguen por ser un terrorista pro-muerte. Pero ella lo quiso así. Se negó a aplicarse la Cura y acabó liada con un abogaducho ecológico al que conoció en la red. A partir de entonces, cada vez que la veía era como contemplar mi propio retrato envejeciendo en el desván. Y por si fuera poco, ella me lo recalcaba. Me preguntaba cómo me sentía. Me provocaba. Me preguntaba por qué quería vivir para siempre. ¿Qué aportaba al mundo? ¿Qué objetivos perseguía? Nunca supe qué responder. La última vez que la vi y me hizo la misma pregunta, sólo fui capaz de comentarle que no quería dejar de vivir. Que no podía. No volvimos a hablar después de eso.
—Lo siento.
—¡Fue sobrecogedor! De niñas éramos inseparables. Teníamos la típica conexión que tienen todos los gemelos. Hablábamos nuestro propio idioma. Nos comunicábamos con una simple mirada. Era mi clon. Porque eso es lo que son los gemelos, clones. Estaba más cerca de ella que de cualquiera, porque en cierto sentido, yo era ella. Y desde que papá se marchó, ella se convirtió en todo mi mundo. Estaba convencida de que nuestra relación era tan firme como una roca. Que ella siempre estaría allí. Entonces eso cambió y el mundo se convirtió en un sitio frío, inseguro.
—¿Qué pasó?
—Está en una residencia. Alzheimer. Sacan su imagen todas las semanas en el boletín del centro, pero prefiero no mirar. No soporto que haya acabado así. Pensar que yo podría tener ese aspecto… Supongo que muy pronto la gente como tu jefe irá a por ella. Arrasarán la residencia.
—¿Y tu hermano?
—Muerto. Atropellado por un coche.
—Dios.
—Era un yonqui. No era más que un despojo cuando murió. —Levantó la vista—. Toda la gente en la que he depositado mi confianza me ha fallado, John. Pero sigo buscando, no puedo dejar de hacerlo. Espero que algún día venga alguien que no me abandone. —Me cogió de la mano y apretó—. Aunque no sé si existe gente así.
—Sí que la hay.
—¿Qué hay de tu familia?
—Muertos. Doscientos mil millones de habitantes y los únicos que me importaban están muertos. Menos tú.
—Menuda putada.
Justo entonces el WEPS zumbó enloquecido. Abrí la pantalla y vimos el titular parpadeando:
DETECTADOS TRES MISILES DE EE. UU. APROXIMÁNDOSE A ESPACIO AÉREO RUSO
Las puertas de los camiones estacionados junto a nosotros se abrieron, y los camioneros se dirigieron como un solo hombre al local comercial. Los WEPS desplegaron sus pantallas por todo el recinto, y el resto de gente se apresuró también hacia la tienda.
—Comida… —le dije a Solara.
—Agua… —añadió ella.
Cogió la escopeta. Yo agarré dos pistolas y una bolsa de plástico. Salimos del coche a toda prisa y corrimos hacia la tienda. El saqueo ya había comenzado. No quedaban ni agua ni leche.
Vi padres con sus bebés en brazos peleándose entre ellos por unos pañales o unos botes de polvos de talco. Los camioneros que habían conseguido lo que buscaban agitaban sus lápices de memoria de crédito, gritándole al encargado de la tienda que se cobrara lo que hiciera falta. Vi una caja de botellas de una bebida proteínica con sabor a frutas. Agarré todas las que pude y las metí en la bolsa antes de que un tipo me echara a un lado para coger él también. Solara cogió unas cajas de cereales con miel y unos paquetitos individuales. Los apretó contra el pecho, protegiéndolos contra la gente que quería arrebatárselos. Abandonó la tienda a toda prisa con su escaso botín, yo la seguí en dirección al coche. La cola de vehículos para abandonar el recinto era cada vez más larga. La gente había recogido lo que necesitaba y ahora quería escapar de allí.
Entonces se fue la luz.
Toda la luz. No fue un corte parcial, fue total. Tan brusco que la luz que mantenía a raya la noche desapareció, y fue como si se encendieran de golpe las estrellas en el cielo. Igual que si la atmósfera se hubiera volatizado y nos rodeara el vacío del espacio.
Alguien gritó. Luego alguien más. Oí ruido de cristales rotos en la tienda. Arrancamos y nos pusimos en la cola para salir del recinto. La conexión a red de mi WEPS se había caído. Nadie tenía conexión. Habían destruido o inutilizados los satélites de comunicaciones. Por primera vez en mi vida, desde que era un crío, mi mundo se redujo a mi entorno inmediato. Solara. Yo. La gente atrapada en el recinto con nosotros. Nada más. La batería del coche tenía carga para cuarenta y ocho horas. La comida que habíamos conseguido no duraría tanto.
La cola de vehículos se internó en la autopista. Mantuve una mano sobre del volante y con la otra sujetaba una pistola. Solara tenía la escopeta entre las piernas, con el cañón apuntando hacia el suelo. Conseguimos avanzar quince kilómetros, y entonces la circulación comenzó a colapsarse. Es posible que algunos decidieran hacerse fuertes en los recintos, pero la inmensa mayoría de las personas habían cogido sus coches, motos, ciclomotores y cualquier cosa que les permitiera alejarse de la costa lo más de prisa posible. Un par de horas más tarde, muchos de los vehículos comenzaron a quedarse sin energía. El resto empezó a circular evitando los obstáculos, sin importar por dónde se tuvieran que meter. La mediana y el arcén se llenó de coches. Gente a pie pasaba a nuestro lado, algunos golpeaban los cristales exigiendo que les dejáramos entrar. Nos sentimos asediados. No dejamos entrar a nadie.
Un fuerte golpe impactó en la ventanilla del pasajero y Solara dio un respingo asustado. Un tipo joven vestido con traje de camuflaje estaba aporreando el cristal con la culata de una escopeta. Toqué el claxon y le enseñé mi pistola. Siguió golpeando. Pateando. Otro tipo con aspecto militar se unió a él. Eran desertores, no cabía duda. Los dos golpearon el cristal con violencia. Solara levantó la escopeta y apuntó en su dirección. Uno de ellos se apartó, forzó el maletero de otro coche y devoró la comida que encontró dentro. Luego volvió, uniendo de nuevo sus esfuerzos a los de su compañero. Los golpes se redoblaron.
—No pueden entrar —le dije a Solara—. Al final se rendirán.
—¿Y por qué no lo dejan ya?
Los dos soldados se detuvieron y apartándose a un lado, comenzaron a hablar entre ellos. El corazón me dio un vuelco.
—Tenemos que salir de aquí —gimió Solara.
—Es justo lo que pretenden. Mantén la calma. Tranquila.
—No puedo. Tengo que salir de aquí.
—Solara, no…
—¡Van a disparar!
Uno de ellos apuntó al coche con la escopeta. Todo se detuvo durante unos instantes y entonces, la ventanilla tembló con violencia a causa del impacto. Vi al cabrón que había disparado caer. Le había alcanzado la bala, rebotada. Pero el cristal se había agrietado y el otro soldado estaba golpeando sobre la fisura con su pistola, como si fuera un muro carcelario y él un preso intentando escapar.
Le dije a Solara que me diera su escopeta. Me la entregó y yo le di mi pistola. La cogió como si su vida dependiera de ella, lo cual era cierto. El soldado seguía golpeando el cristal y vi cómo las grietas se abrían igual que una telaraña. Bajé mi ventanilla, pero él no lo advirtió. Solara me habló sin apartar la vista del soldado.
—¿Qué haces? —susurró.
Me desabroché el cinturón, salí por la ventanilla y me senté en el marco, con los pies apoyados en el volante. Cogí la escopeta y apunté al soldado por encima del techo del coche. Levantó la vista justo cuando apretaba el gatillo. Su cabeza voló en pedazos y cayó al suelo.
—¡Hostia! —exclamó Solara.
Me dejé caer en mi asiento y subí la ventanilla. La grieta seguí allí, pero ahora estaba manchada de sangre y restos humanos. Conduje alejándonos del lugar. Apreté la rodilla de Solara.
—Dios bendito, John.
—No pasa nada —respondí—. Después de esto, nadie se meterá con nosotros. Hay un chaleco de Kevlar y cinta adhesiva en la bolsa, cógelo y mira a ver si puedes hacer algo con el cristal.
Hizo lo que le había indicado, intentó asegurar la grieta del cristal. No habíamos recorrido ni doscientos metros, cuando se produjo otro parón. No había ni un solo hueco por el que colarse. Solara miró el indicador de la carga con nerviosismo.
—No podemos quedarnos aquí —dijo.
—Tenemos energía para un par de días.
—Si no nos movemos, soy yo la que no aguantará. Tengo miedo de perder al crío. Tiene que haber algún recinto donde podamos refugiarnos. Algo que sea más seguro que esto.
—De acuerdo. Mañana, en cuanto amanezca, buscaremos un sitio seguro. En cuanto haya algo de luz. Pero ahora descansa. Cierra los ojos, aunque no puedas dormir.
Ella asintió con la cabeza y cerró los ojos. A nuestro alrededor el desfile continuó, pero nadie más se metió con nosotros.
—¿Todavía quieres casarte conmigo? —preguntó.
—Sí.
—Casi no queda tiempo para nada.
—Lo sé, por eso me importa tanto.
—De acuerdo, acepto —dijo abriendo los ojos.
—¿Estamos casados?
—Sí, estamos casados. Soy tu esposa y tú eres mi marido. ¿Valdrá así?
—Sí. —Me incliné hacia ella y la besé—. Jamás te abandonaré —prometí.
—Lo sé.
Desde detrás nos llegó un aullido y vi llegar al primer soldado que nos había atacado. En su chaleco antibalas destacaba la señal del impacto de la bala rebotada. Pero no estaba herido. Y gritaba, chillaba y gruñía como un animal rabioso que no concibe que le puedan negar lo que necesita. Agarró una palanca del maletero de otro coche y comenzó a golpear nuestra ventanilla una y otra vez. Se había acabado la luna de miel. No sentí miedo. Al contrario, me notaba más fuerte que nunca. Bajé mi ventanilla de nuevo y me asomé con la escopeta como la primera vez. Pero advirtió mi presencia antes de que pudiera disparar y me apunto con su arma.
—¡Baja la puta pistola! —chillé.
No se movió.
—Quiero toda la comida que lleves y también a la mujer.
—Voy a contar hasta tres.
—¡Que te jodan!
Amartilló su arma. Lo mantuve encañonado. Y entonces unas manos me cogieron por detrás. Era otro soldado, que me arrojó al suelo, me puso boca abajo y se colocó encima de mí, inmovilizándome. Oí que el otro soldado daba la vuelta e intentaba meterse en el coche por la ventanilla. El estruendo de un arma surgió del interior del vehículo y el cabrón cayó a mi lado con un hermoso agujero en la cabeza. Tenía un orificio sangrante en la frente por el que escapaba el contenido de su cráneo como si fuera un huevo roto. Su colega se incorporó y noté sus rodillas sobre mi espalda.
—¡Zorra asquerosa! —le gritó a mi esposa, en tono amenazante.
—Estoy embarazada y te pegaré un tiro si no te vas a tomar por culo —le respondió ella con frialdad.
El soldado sacó su arma.
—¡Dame la comida!
—¡He dicho que te vayas a tomar por culo o dispararé!
El soldado se apartó dos pasos, fuera de la línea de tiro de Solara, luego levantó su arma y apuntó. Intenté levantarme, pero una bota me pisó la cabeza. El soldado amartilló su arma.
—Tú lo has querido, nena.
—¡No! —chillé.
Y en aquel instante, todo se volvió blanco. Un fogonazo nauseabundo de puro blanco, tan intenso como cuando miras fijamente al sol durante un buen rato. Una blancura que lo absorbió todo y alteró la realidad. Parecía que hubieran abierto las puertas a un cielo imposible. Y cuando comenzó a difuminarse, llegó un trueno tan poderoso como si todas las nubes del planeta se hubieran concentrado en el mismo punto. El suelo palpitó y onduló igual que el agua en un estanque.
Noté que las rodillas que me inmovilizaban caían a un lado y vi al soldado en el suelo, echándose las manos a los ojos. Una ráfaga ardiente nos envolvió. Contuve la respiración por temor a que me abrasara las entrañas. La ráfaga se perdió y la blancura desapareció del todo, cediendo el paso a un artificial amanecer, un resplandor anaranjado procedente del este, que disparó todas mis alarmas. Había sucedido algo terrible e irrevocable.
El soldado permanecía tirado en el suelo. Me levanté y tendí la mano hacia Solara. Los cristales tintados del coche la habían protegido en parte del fogonazo blanco. Me dio la mano, tiré de ella y echamos a correr. Miré hacia atrás y sobre el horizonte brotó una aureola achatada y blanca, que parecía la cabellera de una estrella veinte veces más grande que el sol. El aura del ángel de la muerte. La oscuridad comenzó a recuperar sus dominios tan de prisa que la capa fotorreceptora de mis ojos no fue capaz de adaptarse al cambio, y me fue imposible distinguir otra cosa que no fueran sombras y bultos delante de nosotros. Mis ojos seguían padeciendo el impacto del fogonazo. Veía el mundo a mi alrededor como si lo hiciera a través de una lente rayada. Tropecé y caí varias veces. Miré de nuevo hacia atrás y contemplé cómo el falso amanecer anaranjado iluminaba el paso de un espeso muro negro que se extendía, amenazando con cubrir todo el horizonte. Un muro de cenizas y polvo avanzaba hacia nosotros.
Corrimos. Agarré la mano de Solara con todas mis fuerzas. Encontramos gente tirada en el suelo, a la que ayudé a ponerse en pie, indicándoles que se marcharan a toda prisa hacia el oeste. Había familias enteras sentadas en sus coches, abrazadas entre sí, incapaces de reaccionar. Nos apartamos de la autopista, abriéndonos paso entre la multitud aturdida y esquivando a los que seguían caídos en el suelo, cegados o catatónicos. Bajamos por un terraplén y alcanzamos una zona boscosa por la que nos desplazamos, intentando evitar las ramas secas caídas en el suelo. Solara se torció el tobillo y gritó a causa del dolor. La cogí del brazo y lo pasé por encima de mis hombros, y así atravesamos los arbustos y el suelo pedregoso.
Al volver de nuevo la mirada, vi que el muro negro ocupaba todo el horizonte. Pensé en la gente que estaba a merced de la ola negra: Matt. Ernie. Virginia Smith. Todos abrasados, reducidos a polvo. Aparté el pensamiento de mi mente. Llegamos a una alambrada sin espino en su parte superior. Al otro lado había una urbanización de casitas estilo Monopoly. Era un recinto chapucero, mal diseñado y peor protegido. Trepamos por la alambrada, y un buen número de fugitivos de la autopista siguió nuestro ejemplo. Todas las casas del recinto estaban a oscuras y las plazas de aparcamiento estaban vacías en su mayor parte. Corrimos hacia una casa con aspecto de estar abandonada. Una familia de seis se unió a nosotros y, juntos, derribamos la puerta de la vivienda. Nos metimos dentro con la misma urgencia que si fuéramos a coger un tren a punto de partir. Bajé las persianas del salón y buscamos la puerta del sótano. En la cocina encontramos una puerta de madera y de aspecto frágil. Giré el pomo en vano, estaba cerrada. Entre tres derribamos la puerta a patadas. Bajamos la escalera a toda prisa y encontrarnos a un grupo de unas doce personas que habían convertido el espacio en su refugio. Al vernos, se encogieron atemorizados.
Me disculpé por la intrusión y respondieron que no pasaba nada. Me cobijé en un rincón con Solara, el resto se repartió como pudo, y nos apretujamos todos en el sótano. Solara se acurrucó contra la pared y le ofrecí una de las botellas que había cogido de la tienda y que había ocultado bajo el chaleco. Aceptó la bebida y de un trago se bebió más de la mitad. Me miró ofreciéndome el resto. Negué con la cabeza y apuró la botella.
Esperamos. Alguien preguntó si había sido una explosión nuclear lo que habíamos visto. Otro respondió que sí. El rugido de la ventisca atómica azotó la casa. Podíamos oír el repique del polvo y las cenizas contra las ventanas, como una plaga que quisiera abrirse paso hasta nosotros. Un pequeño temblor sacudió la casa y la gente gritó. Abracé a Solara con fuerza y hundí la cara en su cabello. «Nunca te dejaré. No quiero que esto acabe aquí. No cuando por fin te he encontrado.»
Una luz brillante cubrió los escalones que descendían hasta el sótano. Me pregunté si habría vuelto la corriente. Entonces, hasta nosotros llegó la voz de un hombre desde la cocina:
—¡Han tirado otra!
El cielo aulló y todos nos encogimos, impotentes. Aquí seguimos. Paralizados.
Fecha de modificación
29/6/2079, 6:09 a.m.