Me acomodé en la parte de atrás de La Gran Berta mientras Ernie llamaba a Matt para contarle que había fastidiado la ejecución. Matt no pareció darle demasiada importancia. Me quedé tumbado e intenté teletransportarme a casa, junto a Solara. No lo conseguí.
Apenas conseguíamos avanzar por la circunvalación. Oí los habituales golpes y gritos de los chiflados que intentaban venderte cualquier cosa o te exigían que les dieras algo. Imaginé que era un montón de chatarra en un desguace, intentando avanzar sobre una cinta de transportadora estropeada.
Ernie puso la radio del WEPS y oímos más boletines sobre el bombardeo que había arrasado Khabarovsk. Repetían la misma noticia cada media hora. Había una tragedia aguardando a ser escrita. Y sin embargo, estoy ya tan inmunizado que podrían estar hablando sobre un espectáculo de focas en el circo. Ernie cambió de emisora y surgió la voz de Allan Atkins reclamando que había que bombardear a los rusos ahora que estaban distraídos. Ernie sintonizó una emisora liberal y reclamaban lo mismo que Atkins. Todas las tendencias se habían puesto de acuerdo, algo que sólo ocurre en circunstancias excepcionales.
Empecé a imaginar cosas allí tumbado; habría jurado que nos poníamos en marcha. Y cuando me asomé, seguíamos detenidos. Volví a tumbarme y conté hasta mil en silencio. Por fin, reanudamos la marcha.
En la rampa de salida a la Ruta 50, Ernie se hizo a un lado para que pudiera bajarme. Me incliné hacia el asiento delantero y le di la mano.
—Gracias, Ernie.
—No te quites la licencia del cuello —me dijo—. Nadie sabe que lo has dejado.
—Lo haré.
—Intentaré convencer a Matt de que archive lo sucedido como una renuncia con dos semanas de aviso previo. No te pagará la indemnización, pero te dará un margen para que puedas decidir lo que vas a hacer.
—¿Crees que Matt estará de acuerdo?
—Sí. Lo de esta mañana fue duro para él también. Vete. Salva a quien quieres salvar.
Cogí dos pistolas y una caja de jeringuillas con fluoracetato de sodio. Abrí la puerta, salté y corrí por la rampa. Estaba oscureciendo. El recinto quedaba a ocho kilómetros de distancia. Bajé a toda prisa por la 50, esquivando los edificios en ruinas y los campamentos de coches. El sol se derretía sobre el horizonte, y todo mi afán era acercarme a Solara. Se me secó la garganta. Cuando vi el recinto, aceleré mi carrera, como si quisiera escapar de mi propia piel. Conseguí llegar a la entrada antes de que se hiciera de noche. Mi piso quedaba a un kilómetro y medio desde la entrada. Caminé un trecho para recuperar el aliento. Luego corrí. Volví a caminar y acabé por correr el resto del trayecto.
Llegué al bloque y, cuando me detuve, comencé a sudar a chorros. El sudor formó riachuelos que nacían en mi frente y descendían por mis mejillas y mi mentón hasta precipitarse sobre la camiseta naranja brillante de la empresa, sobre la que trazó un reguero desde el cuello hasta perderse bajo el pantalón. Fui a la máquina de bebidas y me gasté veinte dólares en una botella de agua. La vacié tan de prisa que apenas me sació. Subí en el ascensor y me detuve ante la puerta del piso, dominado por las ansias de verla, pero intentando prepararme para la posibilidad de que ya no estuviera, que se hubiera marchado.
Abrí la puerta con toda normalidad y me encontré con un salón vacío. La puerta del cuarto de baño estaba abierta. Nadie. Miré en la cocina. Nadie. Fui al dormitorio y la encontré encima de la cama, vestida con una falda vaquera, una camiseta nueva de mala calidad y una pistola con la que apuntaba hacia la puerta. Al verme, bajó el arma. Sentí deseos de abrazarla, pero me dominé.
—Aquí estás —dije.
—¿Y dónde iba a estar, si no? —Examinó mis ropas empapadas en sudor—. ¿Qué te ha pasado?
—Tenemos que marcharnos.
Empecé a hacer el equipaje con todo lo que tenía algo de valor.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—No han cerrado tu ficha, sigues en la nube. Y acabo de dejar mi trabajo.
—¿Por qué?
—Quieren que matemos a los viejos.
—Joder.
—Tenemos que marcharnos. Emitirán una orden de ejecución contra mí dentro de dos semanas. O puede que antes. Tenemos que salir de aquí. Han hecho público nuestro encuentro en Fredericksburg. Si alguien nos saca una foto aquí dentro y nos localizan, estaremos perdidos. Coge lo que tengas que coger.
—¿Y por qué tengo que ir contigo?
—Tengo un vehículo blindado. Tengo armas. Tengo provisiones. Tengo dinero. No el suficiente para alquilar un electroavión, pero una buena cantidad. Puedo llevarte a donde quieras. México. Canadá. Nos desplazaremos con lentitud, pero nos desplazaremos.
—Ya he estado en México —dijo con tono hastiado—. También he estado en Canadá. Y he tenido bastante barbarie para lo que me queda de vida.
—Sólo queda barbarie. Y no tenemos más opciones.
Se enfadó.
—Me has mentido.
—¿De qué hablas?
—Me has mentido. Está claro. Dijiste que jamás mezclabas el amor con la muerte, pero lo haces constantemente. Para ti son lo mismo. Contéstame una pregunta, ¿por qué tanto empeño en ayudarme? Dime la verdad. De todas las vidas que has arrebatado, ¿por qué me has elegido a mí y a mi hijo para protegernos?
—Porque así es como actúa la gente, Solara. A lo largo de nuestras vidas decidimos quién vale la pena y quién no vale una mierda. Y cuando has elegido, sólo te queda rezar para haber acertado, que la gente con la que te quedas sea la buena, y que no has dejado marchar a alguien que hubiera encajado contigo. Yo te he elegido a ti. Es puro instinto, nada más.
—No cuela.
Decidí dejarme de rodeos.
—De acuerdo. Tienes razón, te mentí. Pero no fue por capricho. Lo cierto es que siento un deseo irrefrenable de estar contigo como no lo he sentido jamás. Sensaciones que creía muertas para siempre han renacido con más fuerza que nunca. Supongo que ése es el motivo por el que me aferró a este planeta de mierda.
Suspiró.
—Te lo advertí: estoy cansada de que los hombres se enamoren de mí.
—Me importa un carajo.
Me acerqué a ella y comencé a besarla. La estreché entre mis brazos. Quería abrazarla hasta que los sesos le salieran por las orejas. Me devolvió el beso y entonces el cielo se desplomó y el Universo fue absorbido por un agujero negro, hasta que alcanzó nuestro tamaño, con una densidad tan brutal que el paso de un trillón de años no le habría hecho mella. La arrojé sobre la cama y le arranqué la camiseta. Besé sus pezones y lamí los números y los cortes de su vientre. Ella me quitó la camisa y los pantalones, y yo le subí la falda y la penetré, y fue como introducirme en un volcán. La besé una y otra vez, y deseé con todas mis fuerzas que el momento fuera eterno y poder desprenderme del resto del tiempo. Olvidarlo para siempre. Me dejé caer a su lado. Cogió el faldón de mi camisa y me enjugó el sudor. Su cuerpo parecía brillar.
—No quiero morir —le dije.
—Yo tampoco.
—Sé que el cielo no existe. Sé que después de esto, no hay nada. Pero tengo miedo de que en ese vacío quede algo de nuestra esencia. Un resto con conciencia propia. Un residuo que te añorará siempre. Una mota de alma aprisionada, y esperando por toda la eternidad. Esperándote a ti, la luz, todo.
Me acarició el pecho con los dedos y sonrió. Me habló y su voz grave, me recorrió como un bálsamo, apaciguando mi inquietud.
—No habrá nada de nada, John. Aprovecha todo lo que puedas ahora.
—De acuerdo. —La besé—. Vamos a acabar de recoger.
Se puso seria.
—¿Tenemos que irnos ya?
—Estaremos bien. Nadie nos hará daño.
Fui a buscar mi viejo baúl. Mi padre me lo compró hace siglos, una vez que me fui de campamento. Era un trasto grande, azul e impresionante. Las hebillas eran de latón y la cerradura pesaba tanto como un buen pisapapeles. Tenía dos correas, una a cada lado de la cerradura. El maletón estaba hecho de un material barato, algo que era más resistente que el cartón, pero no mucho más. Para transportarlo eran necesarias dos personas, y las dos acabarían con las espinillas llenas de moratones a causa de los golpes que se pegarían sin remedio cargando con semejante trasto. Abrí el baúl. Tenía dos pisos, el de arriba estaba lleno de balas. Lo aparté para acceder al de abajo, donde tenía mis armas. Saqué una escopeta de aire comprimido y se la mostré.
—¿Sabes usar una de éstas?
—Tengo una ligera idea.
Cargué la escopeta.
—Tienes seis tiros.
Fecha de modificación
28/6/2079, 11:58 p.m.