El metro no funcionaba hoy. Fui andando por los túneles, me reuní con Ernie en el recinto de la Iglesia de East Falls y nos subimos a La Gran Berta. En el camino a Bethesda, nos metimos en un atasco que nos detuvo en pleno puente de la Legión Americana. Aproveché para echarle un vistazo a las aguas abundantes y tóxicas del Potomac que discurrían por debajo. Los pequeños muelles sobresalían irrumpiendo en la corriente contaminada. Vi hombres navegando en góndolas de fabricación casera que impulsaban con remos largos; me pregunté qué buscarían ahí abajo. Había algunas fogatas en la orilla, y alrededor de las llamas se arremolinaban yonquis y desesperados sin nada que perder, que se conformaban con mirar el baile del fuego. Eran los descartes, gente a la que las bandas habían arrebatado todo lo que se podía arrebatar y que habían quedado abandonados a su suerte. Sorteando los coches, había una sucesión interminable de hombres que afirmaban ser veteranos de la guerra del Ártico, y que intentaban vender margaritas, o cualquier hierbajo de colores que hubieran podido arrancar del suelo.
Aparté la vista del río y me concentré en el interior de La Gran Berta. Solara se había teñido el pelo esta mañana. Elegí un tinte de color castaño. Creo que fue una elección casual, pero no estoy muy seguro. Cuando salió del cuarto de baño y se soltó el pelo, todos mis pensamientos se centraron en una sola idea: deseo carnal. Al observar a Solara, me acordé de Alison y las dos se fundieron en un solo ente, distinto y perteneciente a otro mundo. Un ente mejor de lo que jamás había conocido. Se acercó a mí y me sentí como un tornado encerrado en una caja. Le preparé el desayuno y me marché de casa a toda prisa. No pude dejar de pensar en ella ni un solo instante; con franqueza, no creo que pueda dejar de pensar en ella durante bastante tiempo.
—¿Quieres pegarle un vistazo a la ficha de hoy? —preguntó Ernie.
—No.
Decidí fantasear con todo lo que me apetecía hacerle a Solara. Los indigentes aporreaban nuestro coche y yo apenas advertía su presencia. Ernie había encendido la radio del WEPS y me pareció entender algo sobre que China había bombardeado Khabarovsk por error en el transcurso de una operación de autoerradicación. Lo oí, pero no prestaba atención. Le había advertido a Solara que no intentara hablar conmigo mientras estaba trabajando, y me odié por haberlo hecho a pesar de que era la decisión más lógica. Inmerso en mis propios pensamientos, llegamos al recinto de Bethesda.
La dirección que nos habían dado era el 4912 de Cedarcrest Drive, una vivienda de dos plantas situada en el interior de los muros del Instituto Nacional de Salud. El terreno alrededor de la casa estaba diseñado con un gusto exquisito: un sendero de losas blancas conducía hasta la entrada y un seto recortado con esmero rodeaba el jardín. Dentro del jardín, repartidos sobre el césped, había varios macizos de magnolias. Acababan de echar abono sobre el césped y olía igual que cuando pisas la mierda de un perro. Un chucho pequeño, blanco y negro, atado a un poste con una correa retráctil, corrió hacia La Gran Berta, hasta que la correa alcanzó el tope. Comenzó a ladrar desesperado, mientras intentaba seguir hacia adelante. Parecía a punto de ahogarse.
Abrí la ficha del WEPS y me encontré con la imagen de una señora mayor. El nombre que figuraba en la ficha era Virginia Smith. Llevaba unas gafas con cristales con diámetro diminuto. Lucía una fina cadena de oro colgada del cuello y un colgante con la silueta de una niña pequeña. Su cumpleaños era el 1 de marzo de 1950. Tenía una edad Cura de setenta y cuatro años.
—¿Qué es esto? —pregunté a Ernie.
—La ficha.
—Esta mujer no es una insurgente. ¿Una voluntaria? ¿Matt nos ha dado una consumación voluntaria?
—La mujer no ha solicitado la consumación.
—¿De qué coño va esto, Ernie?
Ernie me miró como si se le hubiera olvidado algo importante y no tuviera la menor idea de lo que era.
—Es vieja, tío. Sólo eso.
El perro ladraba, se levantaba sobre las patas traseras y a continuación se caía hacia atrás, una y otra vez. Virginia Smith abrió la puerta de su casa y se encontró con La Gran Berta, un monstruo de color naranja que desentonaba con su perfecta casa de cuento. Nos observó y me entraron náuseas. Se dirigió hacia nosotros.
—¿Por qué no me has advertido?
—Estabas ocupado con tus cosas. No parecías muy interesado en el encargo.
—Voy a llamar a Matt.
—No creo que le importe.
La señora Smith dio unos golpecitos en mi ventanilla. La bajé. Parecía el boceto de un ser humano, un mal boceto. Vio las licencias que llevábamos al cuello.
—¿Puedo ayudarles, caballeros?
Mentí.
—Lo lamento, señora. Mi amigo y yo nos hemos perdido y tenemos que reprogramar el GPS.
—Oh, seguro que puedo ayudarles. ¿Adónde se dirigen? Conozco estas calles muy bien.
—El problema es que tampoco tengo las señas correctas —seguí mintiendo—. Tengo que llamar a un amigo para que nos las diga.
—¿Les apetece un poco de agua, o un trozo de bizcocho? Acabo de sacarlo del horno.
—No, gracias, señora. La dejaremos tranquila en un abrir y cerrar de ojos.
—Muy bien. Espero que lleguen a donde tienen que ir.
—Gracias.
Se dirigió al perro.
—¡Momo, deja de ladrar! —El perro la ignoró y siguió intentando llegar hasta nosotros. La mujer se quedó en el jardín, observándonos.
Llamé a Matt a toda prisa. Estaba pintando la cubierta de su barco.
—¿Llamas por lo del ataque chino a Rusia por error? —preguntó—. Es una putada muy grande.
—¿De qué coño va esto?
—¿De qué coño va qué?
—Virginia Smith.
—¡Ah, eso! Es nuestra primera incursión en el Programa de Disposición de la Tercera Edad.
—¡Dios bendito!
—¿Qué mosca te ha picado? Llevamos años hablando sobre el tema.
—Cierto, y siempre te he dicho que pasaba de hacer algo así. Y dijiste que tú también pasabas.
—Todo el mundo se niega a hacer las cosas hasta que tiene que hacerlas.
—¿Qué quieres decir? —pregunté. Me giré hacia Ernie—. ¿A qué se refiere?
—Se refiere a que nos obligan a aceptar el programa —me explicó Ernie.
—Si nos negamos, nos retiran la licencia —intervino Matt—. A todos. Perdemos los beneficios. Nos quedamos sin la protección del gobierno. Y no sólo eso, a todos los que se niegan los incluyen en el programa. ¿Qué te parece? Tengo ciento cuatro años, John, demasiado viejo para librarme. Y tú también.
—No pueden hacer algo así —dije.
—El Congreso lo ha aprobado. ¿Qué quieres, que te diga que no ha ocurrido?
—Pero ya han muerto millones de personas.
—Y aún faltan muchos más. Lo sabes. Es como con los topos, te cargas uno y salen veinte. Venga ya, sabías que iba a pasar. Era lógico.
Momo, el perro, consiguió al fin arrancar el poste al que estaba atado y se abalanzó sobre el coche. Arañó la chapa sin dejar de ladrar. Podía verle el morro por el cristal cada vez que saltaba. Virginia Smith siguió observándonos desde donde estaba, su afabilidad había dado paso a la suspicacia. Noté que me ardían las mejillas.
—No podemos hacerlo —le dije a Matt.
—No hay elección.
—Ya he usado ese pretexto antes. No me vale esta vez.
—¿Así que éste es tu límite, Johnny Boy? ¿Aquí es dónde dices basta, no me apetece seguir?
—Es un asesinato.
—¡Santo Dios, pero si es la misma mierda de siempre! Su sangre es igual que la de los demás. Si llego a pintar a la señora de verde, le habrías volado la cabeza sin problemas. Sólo quieres ponerte un límite para tranquilizar tu propia conciencia.
—No lo haré.
—En ese caso, tengo que despedirte.
—¿Ya está? ¿Veinte años trabajando juntos y acabamos así?
Le dio un bocado a un pretzel que llevaba en la mano y siguió hablando con la boca llena.
—Sí. ¿Para qué te voy a mantener en plantilla si no vas a hacer lo que te pido? ¿Quieres decirme para qué coño te necesito?
Me quedé ahí sentado mientras el perro intentaba arrancar la puerta de nuestro coche y la señora Smith se metía en casa para recoger su WEPS y llamar a alguien. La observé. Era una mujer diminuta y asustada que, al parecer, había agotado el tiempo que le correspondía. Y entonces me acordé de Julia, la primera persona que maté. La maté en el momento que ella eligió y quiero pensar que la expresión feliz y sosegada de su rostro marca la diferencia entre un crimen y un acto de piedad. Aunque al final, todo acaba en lo mismo: la muerte, espléndida, desagradable y deprimente. Volví a dirigirme a Matt, lo hice con una sensación de afecto en mi interior, porque sabía que era la última vez que hablaríamos.
—De acuerdo. Lo haré.
—¿Ves? No ha costado tanto. Por cierto, no llegué a cerrar la ficha de Solara Beck.
—¿Por qué no?
Enarcó una ceja.
—Porque eres un patético mentiroso. Pero no te culpo, la tipa es espectacular. Ésa te la paso. Pero ésta no. Llámame cuando esté hecho. —Cortó la llamada.
El perro aulló. La señora Smith comenzó a ponerse muy nerviosa. No había forma de que pudiera ponerme en contacto con Solara sin correr riesgos. De pronto, el Potomac que se interponía entre los dos adquirió la extensión del Pacífico.
—Le he mentido a Matt —le dije a Ernie.
—Ya lo sé —comentó—. Y creo que él también.
—¿Y tú, eres capaz de hacerlo?
Me ofreció una sonrisa forzada.
—Es lo que hay. Tengo a mi mujer y a mis hijos, y mis otros hijos, y los nietos, y mis otros nietos, en los que pensar. Tú no. No estamos en el mismo barco. Tengo que velar por mi mundo. No es que me guste, pero es lo que hay. Tú tienes más libertad para decidir en este caso. Ya no me puedo permitir tener principios. Todo se reduce a hacer bien mi trabajo.
Urdí un plan apresurado y recé para que saliera bien, sin considerar las posibles consecuencias.
—Esto es lo que vamos a hacer —le expliqué a Ernie—. Nos marchamos. Le cuentas a Matt que me volví loco, que te apunté con el arma y que te obligué a que nos marcháramos sin matar a la mujer. Adórnalo como quieras. No volverás a verme.
—¿Y qué esperas conseguir? Hay un montón de Virginias Smith a las que vamos a cargarnos cuando tú te largues.
—Me trae sin cuidado. Haz lo que tengas que hacer. No te lo voy a echar en cara. Pero no la mates a ella. Es lo único que te pido. Por favor, Ernie. Cuéntale lo que te he dicho a Matt, no me obligues a hacerlo de verdad. Eres mi amigo, no quiero llegar a ese extremo.
La señora Smith nos observaba con una expresión de terror desfigurando su rostro. Le chilló al perro para que se apartara del coche. Luego le suplicó. Ernie lo pensó y acabó por encogerse de hombros.
—Vale —dijo—. La dejaremos vivir.
Puso en marcha a La Gran Berta y volvimos al exterior, dejando a Virginia Smith con su perro, intentando adivinar por qué dos especialistas en consumaciones se habían detenido a las puertas de su casa durante un rato tan largo. Espero que nunca averigüe la respuesta. Tiene ciento veinte y nueve años.
Fecha de modificación
28/6/2079, 5:03 p.m.