La chica del cumpleaños

Reservé una habitación en un hotel dentro del recinto de Fredericksburg. No quería conducir de noche por la I-95. Le pregunté a Solara si prefería una habitación para ella sola. Respondió que una con camas separadas estaría bien. Fui a recepción yo solo. Solara se quedó esperando en el coche y cuando terminé el papeleo, usamos la escalera de incendios para llegar a la habitación.

Tenía miedo de que Solara quisiera marcharse por la mañana, pero decidí resignarme. No quería retenerla contra su voluntad. Intenté centrarme, todavía no había planeado cómo iba a simular su ejecución. Se necesita un permiso especial de Contención para llevar a cabo una consumación simulada y luego eliminar la ficha del sujeto. Y dudaba mucho que fueran a darme el visto bueno para una terrorista convicta.

Solara durmió con la ropa puesta. Siempre llevo camisas limpias en el coche y le comenté que podía usar una el día siguiente.

Había bebido demasiada cerveza y me desperté a las tres de la mañana porque el alcohol me provoca insomnio. Miré hacia la cama de Solara y distinguí su figura bajo las mantas. Seguía conmigo. Se removió inquieta, y pensé que la había despertado. Pero siguió dormida. Guardé mi arma debajo de la almohada.

Desvelarse por la noche es como encontrarse de golpe en una celda. No hay nada que hacer, sobre todo si compartes el dormitorio con alguien. No podía encender el WEPS o leer un libro. Y tampoco quería marcharme dejando a Solara sola en la habitación. Además, estaba agotado. Me dio envidia que Solara pudiera dormir con tanta placidez. No quería abrir los ojos ni levantarme. Pero no iba a poder seguir durmiendo y lo sabía. Presté atención a los sonidos procedentes de otras habitaciones, algunas ocupadas por familias enteras. Había bebés llorando desconsolados. Mi mente se llenó de recuerdos que preferiría no haber convocado. Mi madre y mi padre. Mi hermana. Katy. Alison. David, Sonia. Pronuncié sus nombres en silencio. Susurré el nombre de David como si estuviera a mi lado y aún fuera un bebé. No distinguí su rostro, pero sentí su piel sonrosada, cálida contra la mía. «¡Hola, pequeñín! ¡Hola!» Abracé la almohada como abrazaba a mi padre cuando nos encontrábamos en la estación de Waterbury. Es algo que hago a veces. Imagino que estoy acompañado. Me reconforta. El efecto no tarda en desvanecerse y me siento solo de nuevo.

Pensé en los clientes y en la cantidad de objetivos aprobados por el gobierno que tenía que eliminar. Los trols. Los secesionistas atrincherados en sus búnkers neofeudales. Los insurgentes. Los defraudadores fiscales. Pensé en todos ellos con objetividad, cualquier deseo de venganza se había difuminado hacía ya mucho. Entonces los aparté de mi mente arrojándolos al foso que mi conciencia había cavado para ese tipo de pensamientos. Y pensé en follar. Tuve que hacer un esfuerzo para no fantasear con la mujer que tenía a escasos cuatro metros de distancia. Podía percibir su aroma corporal desde mi cama. Era un aroma embriagador, tanto que sentí ganas de gritar. Miré la esfera luminosa del anticuado reloj del hotel. Eran las tres y media.

Logré adormilarme a eso de las siete y media de la mañana. Apenas conseguí descansar y cuando abrí los ojos, vi a Solara poniéndose una de mis camisas. Estaba en el rincón de la habitación y me daba la espalda. Cuando se dio la vuelta, vi la piel de su vientre antes de que la camisa la tapara. Estaba surcada de cicatrices. Abrí los ojos de par en par.

—No quería despertarte —dijo, malinterpretando mi gesto—. No pensaba largarme.

—Ya lo sé. Es que he visto las cicatrices.

—No quiero hablar sobre ellas.

—No, no. No lo entiendes. Los Verdosos también me pillaron a mí. —Me subí la manga de la camiseta y le enseñé el abultamiento que tenía en el hombro—. Era la fecha de mi cumpleaños —expliqué—. Pero hice que me la borraran. Lo hicieron lo mejor posible.

—Lo mío no fueron los Verdosos. Fue Randall.

—Joder.

—Se enteró de que me había hecho el tratamiento. Hizo que un amigo me inmovilizara y cogió una percha. Dibujó su propio Picasso sobre mi piel.

—Lo siento.

—No lo sientas. Me dejó tirada después de eso. De haber sabido que para librarme de él, sólo tenía que dejarme marcar, lo habría provocado mucho antes. Él es a lo que le tengo miedo. A lo que siempre he temido. Incluso ahora, que ha muerto. Sobre todo ahora, que ha conseguido transmitir su odio a tantos seguidores. No sé quiénes son, o cuándo vendrán a por mí. Nunca sé si me tropezaré con uno de ellos al volver una esquina. La policía, los especialistas en consumaciones, los putos chiflados de las tierras salvajes, ninguno de ésos me preocupa. Pero sé que los seguidores de Randall me buscan. Estoy condenada, lo sé. Tengo fecha y hora concertada con la muerte.

Se levantó el faldón de la camisa. La fecha estaba grabada con trazos alargados, igual que si la hubieran escrito con un tenedor.

27/6/99

—Mañana cumplo ochenta años. Y entonces vendrán a por mí. Eso fue lo que él me dijo. Mi fecha de caducidad es mañana.

—Puedo hacer que te quiten eso.

—No eres el primero que me lo propone.

—Sí, pero es posible que sea el primero de mi profesión en intentarlo. —Acababa de decidir en ese preciso instante que iba a escenificar su muerte y archivarla como una ejecución real. Me traían sin cuidado las consecuencias si me pillaban—. Puedo hacer que eliminen la cicatriz y también tu ficha. Luego te buscaré alojamiento en un recinto donde la insurgencia jamás podrá tocarte. Además, prefieren objetivos más sencillos. Mejor aún, en mi casa. No tengo compañero de piso. Tendrás libertad total para hacer lo que quieras.

—¿Por qué harías algo así por mí?

—Ya te dije el porqué.

—No. No creo que sólo sea por eso. —Bajó la mirada hacia su vientre. Su camisa (mi camisa) seguía apartada a un lado. Llevaba la falda por debajo de la cintura y la forma de sus caderas era visible; aprecié su piel tersa sobre esas insinuantes curvas. Sentí el rugido del deseo en la sangre, una energía con la que habría sido capaz de arrasar una galaxia. Ella se cubrió la piel expuesta con la camisa, y me miró—. ¿O sí lo es?

Supongo que esperaba que me abalanzara sobre ella como un idiota babeante. No lo hice.

—Lo es —asentí—. No hay mucho de lo que pueda presumir, pero si de algo estoy orgulloso es que me tomo muy en serio mi trabajo.

—¿Entonces, tus intenciones son desinteresadas?

—Del todo.

Suspiró.

—Estoy harta de que los hombres se enamoren de mí. —Ya me lo imagino. Pero estoy en esto desde hace veinte años. No me gusta mezclar el amor y la muerte.

Me mantuvo la mirada y yo se la devolví, intentando parecer lo más indiferente posible. La amaba desde el momento en que la vi en el mercado. Es posible que la amara desde mucho antes.

Pero se lo tragó.

—De acuerdo —dijo—. Supongo que ha llegado el momento de que me mates.

Me duché y guardé mis cosas. Solara vomitó en el váter. Sabía que su muerte iba a ser fingida, pero no podía evitar sentirse inquieta.

Saqué el cuestionario y repasé las preguntas con ella. Le indiqué que lo mejor era que se mostrara agresiva, desafiante. Le mostré la solución salina que sustituiría al fluoracetato de sodio. A continuación estudié un plano del hotel que había pegado en la puerta de la habitación y preparé nuestra actuación. Me colgué la licencia del cuello, saqué el arma y la apreté contra su espalda. Salimos fuera. Por el pasillo transitaban familias enteras y hombres solitarios vestidos con trajes baratos, abarrotándolo todo como si fueran una plaga. Conduje a Solara hacia la escalera de incendios y bajamos hasta el vestíbulo. Anduvimos por otro pasillo abarrotado hasta que vi al fondo una puerta que daba a la cocina. Le di la señal a Solara. De pronto, salió corriendo y atravesó la puerta de la cocina. La perseguí y una vez dentro, le hice un placaje que acabó con los dos cayendo con violencia sobre un lavavajillas. Solara comenzó a golpearme y me arañó la cara, hasta que disparé al aire para que se detuviera.

—Te pegaré un tiro si no te estás quieta —advertí.

Se rindió. Preparé la grabación y después le grité al personal de cocina:

—¡Despejen la zona!

Salieron a toda prisa.

Comencé a grabar.

—Necesito que me confirme que es usted Solara Beck, de Santa Mónica, California.

—No.

—¿Lleva alguna identificación encima?

—Bésame el culo.

—¿Tiene algún familiar al que desee que notifiquemos su muerte?

—No tengo por qué contestar a tus preguntas de mierda.

—Mis archivos me indican que es usted tía de Kitana Beck y Elise Beck, de Arlington, Virginia. ¿Desea legarles sus pertenencias? No hay que pagar impuestos por este tipo de transmisiones patrimoniales.

—¡Que te jodan!

—Venga ya. Dales algo a las crías. Haz algo bueno por una vez en tu vida.

Acabó cediendo, como hacen todos.

—Vale.

—Fue usted juzgada in absentia como cómplice de los atentados con bomba contra nueve consultas médicas en la ciudad de Nueva York, el tres de julio de 2019. Se le asignó un abogado de oficio llamado Vincent Scagdiviglio… —Solté todo el rollo hasta el final—. ¿Desea hacer una declaración reconociendo su culpabilidad y mostrando su arrepentimiento?

Apartó la cara unos instantes y luego volvió a mirar con un gesto agresivo. Fue tan convincente que pensé que no era la primera vez que se enfrentaba a una cámara.

—¿Culpabilidad? ¿Arrepentimiento? ¿Estás de coña, cabrón? No he hecho nada malo. ¿Me perseguís durante décadas y ahora que me vais a matar, queréis que sea yo la que se disculpe? ¿Por qué? ¿Para que os podáis sentir bien? ¿Para sacar pecho y decir que habéis hecho algo bueno por la humanidad? Sois los hipócritas de mierda más grandes que jamás han pisado el planeta. Tendréis vuestro merecido, lo juro por Dios. Y cuando eso ocurra, tendré un asiento en primera en el cielo para ver cómo os desangráis. Que te jodan.

Dejé el WEPS en marcha para que lo grabara todo, saqué la jeringuilla con la solución y se la clavé en el muslo. Puso los ojos en blanco y los cerró. Soltó un suspiro y contuvo la respiración durante diez, veinte, treinta, cuarenta… Fingí que le tomaba el pulso y dictaminé la hora de la muerte. Cuando apagué el WEPS, Solara se quedó inmóvil, tirada en el suelo, tal y como habíamos acordado. Saqué fotos del «cadáver» para el archivo, luego cogí el WEPS que ella llevaba en el bolsillo de la camisa, y lo tiré al suelo. Lo aplasté con mi bota. Me disponía a arrastrar fuera a Solara, cuando entró un cocinero.

—¡Saca el puto culo de aquí! —chillé. Se marchó corriendo.

Le pasé mis brazos por detrás y enlacé las manos justo por debajo de sus pechos. La saqué a rastras de la cocina y abandonamos el hotel a través de la zona trasera, donde había aparcado el coche. Abrí la puerta trasera del coche y recosté a Solara sobre el asiento. El WEPS comenzó a zumbar cuando le echaba una manta por encima. Cerré la puerta del coche y atendí la llamada. Era Matt.

—¡Solara Beck! —gritó entusiasmado—. ¡Solara Beck! ¡Joder, pillaste a esa petarda!

—Sí.

—Te dejo elegir la comida cuando vuelvas. En serio. Te dejo elegir lo que te dé la gana y yo iré en persona a comprarlo.

—Ahora estoy cansado. Quiero irme a casa. Pasaré mañana.

—¿Y el cuerpo? Mosko le quiere echar un vistazo.

—Encontré a un tipo en el recinto de Fredericksburg que se ha encargado de ella. El cuerpo ya no está. Se acabó.

—¿Lo dices en serio?

—Sí.

Pareció decepcionado, como si hubiera organizado una fiesta por mi cumpleaños y no lo hubiera invitado.

—Vale, está bien así.

—Una cosa más —añadí—. No quiero hacer más limpiezas. No quiero encargarme de más víctimas de la gripe. Que lo hagan los de prácticas. Mañana quiero un troll. O un insurgente. Alguien a quien pueda patearle la boca.

—Vaya, nos hemos puesto duros, ¿eh? ¿Es que los de DES te han hecho una oferta? Igualo cualquier oferta que te hagan ellos. Siempre y cuando no sea mucho más de lo que ganas ahora.

—Nos vemos por la mañana, Matt. —Corté la conexión y miré a Solara—. ¿Cómo estás?

—Muerta.

—Ésa es la idea.

Nos pusimos en marcha. Tenía que llevar a Solara a su nuevo hogar.

Fecha de modificación

26/6/2079, 5:17 p.m.