Solara se adormiló en el asiento del pasajero de mi coche, mientras recorríamos la I-95 en dirección sur con la misma rapidez que el bolo alimenticio recorre los intestinos. Había granujillas, críos abandonados, durmiendo en los arcenes de la carretera y también familias enteras sentadas en el suelo. Cada dos por tres, algún autoestopista llamaba a la puerta del coche, sus manos protegidas con harapos para evitar el contagio de alguna enfermedad. Transcurrieron las horas y el tráfico se hizo más fluido. La lluvia arreció y tuve que acercarme al parabrisas para ver bien. Alcanzamos los sesenta kilómetros por hora en algunos tramos. Observé a Solara, que se había echado una manta naranja por encima. Abrió los ojos y contempló la carretera. Se relamió los labios y desperezó.
—Un viaje largo —comentó.
—Todos son largos.
—¿Adónde me llevas?
—A hacer una limpieza. Víctimas de la gripe bovina.
Aparqué el coche en el arcén junto a un indicador. Solara se había puesto la Clave Esqueleto, así que no hubo necesidad de tomar medidas preventivas con ella. En el arcén no había nadie más, a excepción de una caravana que se encontraba unos cincuenta metros más adelante. Desde donde estábamos, vimos un grupo de negros que escuchaban música a la vez que atendían una barbacoa. Se volvieron hacia nosotros y articulé la palabra: «Oveja». Me entendieron e hicieron el gesto de que estaban vacunados con la Clave Esqueleto.
Nos dirigimos hacia una zona boscosa. Oímos a gente. A lo lejos. Y también cerca. Sonidos procedentes de todas direcciones. El bosque estaba lleno de gente y zumbaba como si fuera una colmena gigante. Pero no había nadie a la vista. Los árboles estaban empapados y ennegrecidos a causa de la pertinaz lluvia. Miles de ramas tronchadas alfombraban el suelo, el resultado de las tormentas que se sucedían un año tras otro. Y la basura. Estaba por todas partes. Envoltorios, botellas de plástico, piezas de coche, aparatos electrónicos… Cosas que habían perdido su utilidad. Basura.
Atravesamos la zona de bosque bajo y nos guiamos por la pantalla del WEPS hacia los puntos blancos que aparecían en ella. Mis botas caminaban sobre la hierba mojada y la pinaza sin hacer ruido. Vimos a un grupo de cuatro personas entre la maleza. Estaban desnudas y se habían montado una pequeña orgía. Les advertí en susurros del motivo de nuestra presencia. Se separaron de inmediato y echaron a correr con sus partes pudendas aleteando de un lado a otro como animales muertos.
Más adelante nos encontramos con una pelirroja apoyada en el tronco de un árbol. Estaba arrodillada al lado de una rama y la roía como si se tratara de un hueso. Nos miró.
—¿Has visto a unas ovejas? —le dije.
—Los he visto —me dijo—. Están por ahí. —Me observó con atención. Tenía ojos de un verde apagado, del mismo tono que los cristales que llevan años perdidos en el mar.—. Sé por qué están enfermos. Sé por qué el mundo está enfermo. ¿Y tú, lo sabes? —No respondí, pero no hizo falta, siguió hablando—. Son los espíritus de los muertos. Son los espíritus los que han hecho esto. Puedo oírlos. Siento cómo se acercan a mí cuando estoy dormida en el suelo. Los espíritus no están contentos con nosotros. Han visto que nuestras vidas son mucho más largas que las suyas y están enfurecidos. Aúllan, agitan sus cadenas y han jurado que se vengarán de nosotros por todo lo que hemos conseguido y ellos no. Son los espíritus los que han traído la enfermedad. No se la puedes jugar a los espíritus. Son mucho más numerosos que nosotros y siempre lo serán. Tú espera y verás. Acabarán con todos.
Saqué una chocolatina y se la di. La devoró con envoltorio y todo y luego volvió a su rama.
Seguimos caminando. Divisamos un claro. Se oía gente deambulando entre la espesura y gemidos. Gente gimiendo. Al poco, el suelo embarrado y enmarañado del bosque dio paso a un tapiz de blancos y violetas. Enfermos. Víctimas de la enfermedad tiradas por el suelo. Unas boca arriba y otras boca abajo, como si fueran las cartas de una baraja que alguien hubiera arrojado al aire. Algunas ya estaban muertas. Pero era imposible distinguir a los vivos de los muertos. Los fui empujando suavemente con el pie para ver si reaccionaban. Solara se quedó inmóvil al lado de un árbol en el borde del claro.
Me puse manos a la obra sin perder un segundo. Separé a los vivos entre el montón de desechos humanos y usé un rotulador grueso para marcar su ropa. Los registré a ver si llevaban algún tipo de identificación, mientras abría mi equipo y sacaba las dosis. Me arrodillé al lado de la primera víctima, una chica con una edad Cura de unos veinte años. La cogí del hombro sacudiéndola con suavidad como si fuera un bebé. Abrió los ojos. Derramaba lágrimas espesas y verdosas. Una baba cobriza le caía por el mentón y de ahí al suelo, colándose entre las hojas muertas y la pinaza hasta alcanzar el suelo. Infectándolo todo de muerte. Encontré su carnet de conducir. Se llamaba Olivia.
Me miró.
—¿Estoy muerta?
—No. Estás muy enferma. No creo que te queden más de seis, máximo ocho horas de vida. —No reaccionó ante la noticia. Comencé la grabación—. Necesito saber si tienes familia, amigos, alguien a quien informar. Gente a la que quieras dejar tus posesiones.
Giró la cabeza hacia un hombre que estaba tirado en mitad de un charco de agua fétida; estaba boca arriba y tenía los brazos y los ojos abiertos. Parecía disfrutar de su muerte, casi daban ganas de invitarle a una copa. No lo había marcado con el rotulador.
Le pregunté a la chica si tenía posesiones. Me mostró un viejo WEPS.4. Lo encendí y la pantalla se iluminó con un zumbido. La batería estaba en buen estado, pero la humedad había estropeado media pantalla. Metí el aparato en una bolsa aislante y lo guardé para destruirlo luego. Le mostré la dosis.
—Me llamo John Farrell y trabajo para una empresa subcontratada por el Departamento de Contención de Estados Unidos. Contención ha emitido un decreto por el que hay que eliminar a todas las víctimas de la gripe bovina para impedir futuras infecciones. Lo que te estoy enseñando es una dosis de un centímetro cúbico de fluoracetato de sodio que acabará con tu sufrimiento y también con tu vida. No sentirás sufrimiento ni dolor alguno, excepto los que la propia gripe ya te está ocasionando. También tengo una vacuna robot que te curaría. La vacuna robot tiene un coste de quinientos dólares. Contención sólo admite pagos inmediatos por ingreso bancario. ¿Cuentas con medios para costearte la vacuna?
Negó con la cabeza.
—En ese caso, tengo que administrarte la dosis.
Le subí la manga, pero me detuvo cogiéndome de la mano.
—Espera —suplicó—. Sólo un minuto. Por favor, un minuto.
Me senté en el suelo. Me volví hacia Solara, que no apartaba los ojos de Olivia. La mujer miró hacia el cielo a través del dosel de ramas húmedas. Las hojas brillaban como papel de regalo. El cielo se mostraba gris y monótono, como si siempre hubiera sido así. Sus ojos iban de un lado a otro. Tenía el rostro empapado en sudor a causa de la fiebre. La lluvia cayó desde las hojas en lo alto, sobre su frente, limpiándole parte del sudor. Tuvo un momento de tranquilidad, aunque fugaz. De pronto, los iris de sus ojos se contrajeron como si se hubiera producido un fogonazo. Las pupilas se redujeron al tamaño de la cabeza de un alfiler.
—No era esto lo que esperaba —se quejó—. Quería más.
—Lo siento, Olivia.
—No pasa nada.
Asintió con la cabeza. Apagué la grabadora y le puse la inyección. Su cuerpo se relajó de inmediato, hundiéndose en el suelo de hojarasca. Seguí con la limpieza. La mayoría de los enfermos no podían hablar. Cuando terminé, podía sentir los espíritus a mi alrededor, oprimiéndome. Miré hacia arriba y me imaginé en el fondo de un océano envuelto por espíritus pálidos que semejaban hordas de medusas colosales. Su número se multiplicaba por momentos, un ejército de muertos cada vez más grande, más denso que llenaba el vacío a mi alrededor. Estaban enloquecidos. Chillaban. Se agolpaban encima de mí. Me estrujaban y me robaban el aire. Se introducían en mi boca con cada inspiración. Me chillaban en silencio, como si los estuviera observando desde un cuarto insonorizado. Me aplastaban. Aguanté la respiración. Solara se acercó y puso una mano en mi hombro. Tenía el pelo rojo apelmazado a causa de la lluvia.
—¿Te encuentras bien? —preguntó, preocupada.
—Estoy bien —asentí—. ¿Y tú?
—No. Yo estoy fatal.
—Vamos. Tengo cerveza en el coche.
Vacié unas cuantas bolsas de cal sobre los cadáveres y tracé un círculo rojo a su alrededor. Por último, clavé un cartel advirtiendo del riesgo de infección. Tomé a Solara de la mano y corrimos de vuelta a La Pequeña Berta. Abrí su puerta, eché el llavero sobre el asiento del conductor, cerré la puerta de Solara y di la vuelta para ocupar mi asiento. Intenté abrir, pero la puerta estaba cerrada. Miré por la ventana y vi a Solara con una mano en el cierre centralizado, en la otra sostenía el llavero. Me escudriñó en busca de señales de trastorno mental. Pero me encontraba bien. Supongo que en su lugar, yo también me lo habría planteado después de ver mi comportamiento ahí fuera. Acabó por abrirme la puerta.
—Lo siento —dijo.
—Tranquila, no pasa nada. —Sentí que el aire acababa de enrarecerse entre los dos.
—¿Haces muchas limpiezas de éstas?
—No tantas como antes. Lo normal es que dejen que el brote siga su curso, salvo que surja cerca de Washington. Es un acto piadoso, la intervención quiero decir.
—Da escalofríos verlo.
Cogí dos cervezas de los asientos traseros y las abrí. Le ofrecí una. De entrada, la rechazó, luego pareció pensarlo mejor y la cogió.
—Mi hermana murió así —le dije—. Me llamó una noche y tuve una premonición, una nefasta. ¿Nunca has recibido una llamada que no quieres contestar porque sabes que te van a dar una noticia horrible?
—Sí.
—Pues yo soy de los que siempre responden. He intentado ignorar algunas llamadas, pero nunca paso del tercer timbrazo.
—A mí me pasa lo mismo.
—Acabé por abrir la pantalla. En primer plano aparecía la pata de la mesa de café de Polly. Al fondo, su sofá. Me llegó el sonido de una respiración trabajosa fuera de pantalla. La llamé a gritos, pero sólo me respondió un susurro ininteligible. De pronto, apareció una mano. Estaba cubierta de manchas violáceas desde los dedos hasta la muñeca. Tengo grabado el recuerdo de esa mano, esa cosa. Cogió el WEPS y lo enfocó hacia la parte superior del sofá. Vi a Polly tumbada sobre el sofá. Tenía la mejilla manchada donde se había apoyado en la almohada, llena de babas amarillentas. Y también las orejas y el pelo, era un mejunje espeso que lo embadurnaba todo. Sus ojos tenían el color desgastado de los periódicos viejos. Tosía y resollaba. Tuve la impresión de que yo tenía sujeta a Polly de una mano y que ella estaba suspendida en el vacío. Y la gravedad estaba ganando el pulso.
—¿Podía hablar?
—Apenas. Cada frase la acercaba a la muerte a pasos agigantados. Me había acompañado al hospital hacía unos meses cuando sufrí un infarto. Se produjo un brote de gripe bovina en el hospital y, no sé, supongo que pilló el virus. Habían puesto en cuarentena a Polly y a su marido. Me dijo que los de DES iban a por ella. Le supliqué que no lo hiciera, que esperara a que descubrieran una cura. Yo no quería enfrentarme a la realidad. Pero eso era lo que ella quería. Me dijo que no soportaba vivir con miedo. Que lo único que le quedaba era eso: miedo. Sentía un profundo alivio porque era la última decisión que iba a tener que tomar. —Me estiré para coger otra cerveza. Solara permaneció en silencio, a la expectativa. Necesitaba compartir todos mis tormentos con ella y necesitaba hacerlo lo antes posible—. Lo peor era que no estaba con ella, a su lado. Sólo tenía su imagen en el WEPS. Parecía todo tan… irreal. Soltó el WEPS y vi a su hijo entrar en pantalla. También estaba enfermo. Pero no se daba cuenta de lo que pasaba. Para él todo seguía igual que antes de la enfermedad. Era demasiado joven para que algo así lo afectara. Ojalá pudiera ser así. Estar por encima de todo, estar en el mundo, sin formar parte de sus miserias. Pero no puedo… Fue la última que vi a mi hermana y su familia.
—¿Y tú no caíste enfermo?
—La verdad es que pensé que acabaría cayendo. Pensé que si había estado en el hospital, era sólo cuestión de tiempo. Pero no. Aquí estoy. Soy el último. Las sobras. —Apuré la cerveza en tres tragos—. Siento lo de ahí fuera, se me fue un poco la cabeza.
—No pasa nada. Yo también presencié en el WEPS cómo moría mi segunda madre.
—¿Segunda madre?
—Mi madre, la auténtica, se suicidó cuando yo tenía catorce años.
—Vaya, siento haber preguntado.
—No lo sabías —comentó apretando los labios—. Mi padre era un hombre rico, pero nos abandonó cuando yo tenía cuatro años y formó otra familia. A ellos los reconoció, fueron los afortunados. A mi madre, mi hermano, mi hermana y a mí nos trató como la porquería que se acumula en los rincones. Abandonó a mi madre para que se apañara como pudiera. Y la carga debió de ser demasiado para ella porque descubrieron que padecía un trastorno bipolar. Era la reina entre los maníaco depresivos. Cada conversación era como jugar a la ruleta, una constante incertidumbre. Un día mi hermano la encontró en su dormitorio… Nunca quiso describirnos lo que vio. Yo tenía una amiga y su familia nos acogió. Su madre se convirtió en nuestra madre. Y entonces, hace diez años… Eso.
—Comprendo.
—La vi morir en pantalla y tuve que luchar contra el impulso de apagar el WEPS. Era la opción más cómoda, apartar la vista, distanciarme. Tratarlo como algo ajeno. Pero no lo hice. Entonces se la llevaron y se acabó. Otra víctima inocente. —Apretó la mano alrededor de la lata—. Esta cerveza está buena.
—Ya hemos esperado bastante —dije—. Vamos a arreglar lo tuyo.
Puse el coche en marcha y volvimos por la autovía, dejando atrás todos los espíritus y fantasmas que habíamos convocado.
Fecha de modificación
25/6/2079, 12:04 a.m.