Se puede llegar al recinto de Eden Center desde el recinto de la Iglesia de East Falls a través de una red de túneles subterráneos bastante estrechos y que sólo se pueden recorrer a pie. Una cooperativa de tenderos vietnamitas se encargó de cavar los túneles a toda prisa. No estaban dispuestos a renunciar a la clientela de nuestra parte de la ciudad cuando la aislaron. Cavaron túneles que conducían a nuestro recinto y también a los recintos de Arlington y McLean. Los túneles eran la versión subterránea de una zona comercial suburbana.
Me gusta recorrer esos túneles. Son como toperas gigantes, con halógenos en el techo y un desfile tan incesante de gente como el de la sangre por las venas. La tierra compacta de ahí abajo está fresca al tacto y hay días, como ayer, que me gusta recostarme contra ella, mientras la gente pasa por mi lado. La sensación es la misma que si metieras la mano en un manantial de agua fresca.
A lo largo de veinte años, Matt ha tenido el detalle de pedir comida para todos en la empresa pero, por otra parte, también ha sido siempre una fuente de conflictos. Siempre nos pregunta qué queremos y luego descarta todas nuestras sugerencias. El problema es que la discusión se puede alargar hasta más allá de las dos de la tarde. Por eso, muchas veces me voy a las doce y media y me compro algo de comer para mí, porque en demasiadas ocasiones han dado las tres y seguimos sin habernos llevado nada a la boca.
Los miércoles, el aparcamiento de Eden Center aloja un mercado donde se puede comprar fruta, verduras, conservas e incluso algo de carne. También puedes comprar pescado en salazón y marisco, pero cuestan una fortuna. El restaurante Cuatro Hermanas tiene un puesto donde prepara tortas de harina de arroz rellenas de tofu, menta, fideos y cebollino. Era justo en lo que iba pensando mientras caminaba por el túnel hacia la plaza del mercado. Llevaba el arma y la licencia de EC, colgada del cuello.
La rampa embarrada por la que subía dio paso a una alfombra de linóleo. Acababa de llegar a la galería principal del recinto. Más allá de las puertas de cristal estaba el mercado. Las crucé y me sumergí en el caos típico de la hora de la comida. Había trabajadores andando de un lado para otro, transportando cajas de lechugas sobre sus cabezas; y oficinistas de pie, con café y sándwiches, buscando un sitio donde sentarse. Observé que habían abierto un montón de pequeños puestos de bisutería casera, que no debían dar muchos beneficios. Fui derecho hacia el puesto de Cuatro Hermanas y me puse en la cola para la comida. Abrí la pantalla del WEPS y le pregunté a Matt si quería que le comprara algo. Respondió que me fuera a tomar por culo.
Corté la conexión y advertí por el rabillo del ojo el paso de algo rojo tan intenso como el de las fresas. Ese pelo destacaba sobremanera entre la multitud, compuesta en su mayoría por vietnamitas. Me giré y vi la espalda de una mujer que vestía una falda vaquera ajustada y una camiseta de tirantes roja. Tenía un cuerpo imposible. Caminaba con una gracia que te invitaba a seguirla en su cimbreo majestuoso. Esa criatura se contoneaba con tanta sensualidad que despertaba un deseo irrefrenable. Dejé la cola y me fui tras ella, esquivando y sorteando a la gente que comía o que estaba trabajando. Saqué el WEPS y le hice una foto para obtener una identificación. Las proporciones encajaban. Se detuvo en un puesto de café a unos cien metros de donde yo me encontraba, pidió algo y esperó a que se lo sirvieran. Caminé hacia ella procurando confundirme con la multitud. Iba de un lado para otro, acercándome, pero sin hacerlo de forma directa. Procuré no entrar en su campo visual. No quería que sospechara.
La jodí. Tropecé con un tipo que cargaba con una caja llena de melones. Cayeron al suelo y se desparramaron por el asfalto. Me puse en pie para ayudar a recogerlos sin decir una palabra. Mantuve la cabeza baja, sabía que en ese momento tendría todas las miradas puestas en mí. Al cabo de unos segundos, cuando calculé que ya había dejado de ser el centro de atención, levanté la cabeza y vi que se había marchado. Me incorporé de un salto y aún alcancé a ver el pelo rojo dirigiéndose a un extremo de la plaza. Eché a correr detrás de ella. El restaurante Cuatro Hermanas estaba en el extremo izquierdo de la plaza y la vi correr en esa dirección. Corrí a través de la multitud, apartando a la gente a mi paso sin contemplaciones. Un hombre intentó cortarme el paso y comencé a chillar:
—¡¡EC!! ¡¡EC!! ¡¡EC!! —La gente se apartó a toda prisa.
La mujer se giró y me miró. De pronto, me encontré en el puente de Queensboro, ella era rubia y la octava planta del número 400 de la calle Cincuenta y Siete acababa de estallar en mil pedazos. Y entre esos pedazos volaban los de mi amiga. Solara Beck tenía la misma expresión de hacía sesenta años, una mezcla de miedo y contrariedad que en su momento me resultó incomprensible, pero que hoy entendía muy bien. Estaba delante de mí otra vez, y el tiempo que había transcurrido desde la primera vez que la vi se disolvió como una mosca en las garras de una araña.
Entré en el restaurante detrás de ella. Había un acuario enorme que servía de separación entre la entrada y el comedor del restaurante, y la vi a través del cristal huyendo entre caballitos de mar, peces payaso y otra fauna marina incomestible. Atravesé la zona de mesas redondas de color negro corriendo, hacia la parte de detrás del restaurante. Lu, una de las cuatro hermanas, y la única que habla inglés, me saludó con la mano cuando me vio pasar. Le devolví el saludo. Solara desapareció por la salida de emergencias que daba al aparcamiento y a la zona donde guardaban los contenedores de reciclaje de aceite usado. La seguí y me encontré con un montón de coches destartalados. No estaba por ningún lado. Saqué el arma. El aparcamiento se extendía a mi izquierda y el muro exterior del restaurante se prolongaba a mi derecha. Corrí siguiendo el muro hasta el final y eché un vistazo al llegar a la esquina. La chica estaba a unos treinta metros de distancia y trepaba por el muro exterior. Corrí hacia ella. Se volvió hacia mí, pistola en mano, y disparó. Me cubrí detrás de una furgoneta. Reventó la ventana trasera y los neumáticos del vehículo. Eché un vistazo y vi que seguía subida a la pared. Corrí de nuevo hacia ella y me tiró el arma, que me impactó en el hombro. Gruñí a causa del dolor, y ella aprovechó para seguir trepando, acercándose al alambre de espino de la parte superior.
—¿Qué vas a hacer cuando llegues arriba? —pregunté—. Eso es alambre de espino.
—He superado obstáculos peores.
—Baja. No voy a matarte.
—Que te jodan.
Di un salto y la agarré por el tobillo. Tiré hacia abajo. Cayó sobre mí y se revolvió dándome una patada en la cabeza. Luego me pegó otra patada en la mano con la que sujetaba la pistola, pero no consiguió que la soltara. Corrió hacia el otro extremo del aparcamiento. Me levanté y la seguí.
Era una corredora excelente. Se notaba que dedicaba tiempo a entrenarse para maratones, carreras de obstáculos y cualquier tipo de competición que exigiera desplazarse con las piernas. Lamenté no poder presumir de lo mismo. Empezó a dejarme atrás, así que hice un disparo al aire para detenerla. Y lo hizo, se detuvo, me echó un vistazo y reinició su carrera olímpica. Se fue hacia la parte trasera del centro y de ahí cruzó las aceras de la plaza, hasta alcanzar la entrada principal. La zona estaba llena de gente y los dos tuvimos que bajar el ritmo. Miró hacia atrás y le devolví la mirada. Pasó a la galería y desde ahí a los túneles. Los dos teníamos que avanzar en fila india, había gente yendo y viniendo, y era casi imposible adelantar. Aun así, conseguí avanzar varias posiciones a base de empujones. Y ella, al verme, intentó hacer lo mismo. Tropezó e hizo caer con ella al hombre que iba delante. Aproveché para darle alcance y cogerla por el hombro para ver si estaba bien. Se giró con rapidez y me dio un puñetazo en el estómago. La agarré del brazo con fuerza, como hace un padre que ya está harto del comportamiento de su hijo, y la empotré contra la pared del túnel. A nuestro alrededor la gente comenzó a protestar porque no podía pasar. Le clavé la pistola en la espalda y la llevé hacia el exterior. Fueron los doscientos metros más complicados de mi vida. Volvimos a la parte de detrás del Eden Center. Ella se revolvió para pegarme otra vez. No aflojé mi presa y mantuve el arma apuntando a su espalda.
—Solara, deja de pegarme.
—Te has equivocado de persona, no tengo ni idea de quién coño eres.
—Me llamo John Farrell y soy un especialista en consumaciones. Tengo una orden de ejecución a tu nombre, Solara.
—Me llamo Ingrid.
—Sí, ése es tu alias actual. Ingrid Malmsteen. También has sido Michelle Turin, Liza Harvin y Jenna Frank. Está todo en tu ficha. Me la sé de memoria.
—Genial, pero te equivocas. No tengo una ficha. Buscas a otra, que debe estar en otro sitio.
—Déjalo ya. No quiero sacarte otra foto para verificar algo que ya sé. —Le mostré el WEPS donde aparecía su foto en la ficha que tenían en Contención.
—Vale, tienes mi orden de ejecución, ¿por qué no me has disparado? —Vacilé antes de responder. Al verme, llegó a la peor de las conclusiones, y quizá no fuera del todo desencaminada—. No me jodas, tío.
—No es por eso —me apresuré a defenderme.
—Y una mierda. Sé quién eres. El tipo raro de Manhattan que intentó ligar conmigo.
—Sí, justo cuando tú te cargaste a mi mejor amiga.
—Yo no maté a nadie.
—Tu ficha no dice eso.
—La ficha miente. ¿De verdad crees que toda la gente de Contención lo sabe todo? ¿Eres idiota? ¿Por eso vas pegando tiros por ahí?
—Se te juzgó in absentia y te declararon culpable.
—Igual que a todo el mundo.
—Eres culpable. Te vi huir ese día.
—¿Y no se te ha ocurrido pensar que en realidad sólo quería evitar que un capullo intentara ligar conmigo?
—Lo que se me ocurre es que alguien como tú cuenta con más recursos para quitarse a un capullo de encima que echar a correr.
—Vale, ¿y qué me dices de esto? —Señaló hacia sí misma. La contemplé. Quizá más de lo debido dadas las circunstancias—. ¿He envejecido? No. Soy una posmortal. ¿Aún sigues creyendo que soy una terrorista pro-muerte? No conozco a muchos promuerte que se hayan hecho el tratamiento.
—Ya. Pero estabas relacionada con Randall Baines y te vieron en dos atentados más en los tres meses siguientes al del tres de julio. Y no creo que fuera una coincidencia. Dudo mucho que estuvieras huyendo de unos capullos. —Aparté el arma. Ella no se movió—. Katy Johannson era mi mejor amiga —dije—. Iba a hacerse el tratamiento el día que te vi. Estaba en la consulta del médico cuando estalló la bomba. No quedó ni rastro de ella. No encontraron ni un diente, ni una uña… algo que pudiera enviarle a la familia para su entierro. Acabó pulverizada. Tengo permiso para matarte, pero quiero saber por qué echaste a correr. Eso es todo. No soy tan engreído como para creer que las mujeres sólo están esperando a que se lo pida para echarse en mis brazos. Pero tú echaste a correr porque eras culpable. Quiero saber de qué.
Le cayó un mechón de pelo en la cara que apartó con irritación, como si fuera una mosca. Se sentó sobre el capó de un polvoriento Nissan blanco y estuvo callada durante tres minutos. Acabó por levantar la cabeza y mirarme.
—Era mi novio —explicó—. Randall. Me pidieron que acudiera a la consulta para inspeccionar el terreno. No me hice lo de la Cura entonces. Sólo me hice pasar por una paciente. Pero no puse las bombas. No maté a nadie. Sólo tenía que vigilar, por si aparecía la poli o alguien por el estilo.
—¿Por qué lo ayudaste?
—Porque era violento. Tan violento que me convenció de que estaba por encima de todo. Y yo era una puñetera imbécil, lo admito. No me siento orgullosa de lo que hice, pero no soy una asesina. Siento que tu amiga muriera.
Me asaltó el deseo de acercarme más a ella. Era alguien en quien había estado pensando durante los últimos cincuenta años. Los recuerdos de toda la gente de esa época se habían difuminado. Mi padre. Mi hijo. Sus vidas se habían terminado hacía tanto tiempo que ya casi no me pertenecían. Si hacía un esfuerzo, podía recordar cómo eran. Sus rostros, su aspecto. Podía recrear momentos que habíamos compartido. Pero también había momentos en los que eran como fantasmas, recuerdos maravillosos que no era capaz de recrear con precisión. Pero con Solara Beck era distinto. Su recuerdo había estado presente todo ese tiempo sin esfuerzo alguno por mi parte. Era como si siempre hubiera estado a mi lado. Recordaba el aspecto que tenía entonces. Conocía cada mechón de su cabello y eso tras haberla visto sólo dos veces y cincuenta y ocho años atrás. Como si hubiera sido ayer mismo. Era hermosa y extraña. Es posible que por eso la llevara grabada en la memoria. Pero había más. Tuve la sensación de que había conservado su recuerdo porque sabía que acabaríamos por volver a encontrarnos. Aunque también es posible que estuviera intentando justificar una simple atracción carnal. Lujuria. Tampoco me importaban demasiado los motivos. El caso es que me sentía atraído por ella. Siempre había creído que, en cuanto la viera, le pegaría un tiro. Que acabaría igual que cualquier otro encargo: con un disparo o una inyección letal. Pero no. No sé si era lo correcto, pero no quería hacerlo. Ya no estaba furioso con ella. Al contrario, me sentí revivir. Fue como poner en marcha un viejo motor V-6 que hubiera estado acumulando polvo durante años.
—Presta atención —le dije—. No importa de qué color te tiñas el pelo o que utilices nombres falsos, la orden de ejecución es vinculante y mi empresa no es la única a la que han contratado para llevarla a cabo. DES anda detrás de ti también. Eres una presa apetecible para mucha gente. No se van a detener hasta acabar contigo.
—¿Y qué se supone que he de hacer? ¿Esconderme en un desván el resto de mi vida y escribir un diario?
—No lo sé. ¿Por qué no acudiste a la policía para explicarles lo que había ocurrido?
—Porque Randall me habría matado.
—Pero él está muerto.
—Pero su causa no. Me matarán. Y no me preguntes por qué no me entregué hace veinte años, cuando el gobierno averiguó quién era y me llevó a juicio. A fin de cuentas, era todo cierto, y no creo que les importara una mierda mis motivos. No voy a entregarme para que me maten.
Había algo en ella que me impulsó a actuar sin lógica.
—Puedo ayudarte.
—¿Y por qué habrías de hacerlo?
—Porque yo llevé a Katy a ese médico —dije—. Fue culpa mía. A ella no puedo recuperarla, pero si te ayudo, conseguiré que el karma recupere su equilibrio. Salvo que me estés mintiendo.
—No estoy mintiendo.
—Entonces puedo ayudarte. —El simple hecho de ofrecerle ayuda me hizo recuperar la sensación de que estaba vivo por primera vez en mucho tiempo.
—¿Qué vas a hacer?
—Hacer que te mato, si comprendes lo que quiero decir.
—O sea que…
—Si grabo el cuestionario final y archivo tu ejecución dándola por completada, se acabó la búsqueda. Es algo que hacemos de vez en cuando, por orden del gobierno.
—Así que fingís ejecuciones. Los rumores eran ciertos.
—Sí. Antiguos analistas de la CIA que quieren vivir tranquilos, testigos de crímenes, contribuyentes de campañas electorales con un fichero policial demasiado extenso… Van todos a parar a nuestros archivos de ejecutados.
Soltó una carcajada despectiva.
—Es todo tan retorcido…
—Bueno, en el fondo todo tiene su lógica y los que controlan todo esto la aplican.
Me contempló, valorando que lo más probable es que yo era la última opción que le quedaba.
—De acuerdo. ¿Cómo vamos a hacerlo?
—Te lo explicaré cuando lleguemos a mi coche. —Le ofrecí la mano para ayudarla a levantarse del Nissan—. Puedes negarte y echar a correr otra vez, no voy a disparar. Pero te puedo ayudar porque, no sé… Siento que es lo correcto y ya está.
Lo pensó un rato y al final aceptó la mano que la había tendido.
—Está bien.
La ayudé a levantarse. Entonces recibí una llamada en el WEPS. Era Matt. Tenía una misión urgente para limpiar una zona en el sur, cerca de Fredericksburg. Ernie estaba ocupado con otro encargo. Tenía que hacerlo yo solo. Me volví hacia mi nueva compañera.
—Ven conmigo. Me temo que tu muerte va a tener que esperar.
Fecha de modificación
24/6/2079, 10:09 p.m.