«Espere ahí»

Scott acudió a mi dormitorio y se encontró con una chica desnuda muerta en mi cama y yo retorciéndome de dolor a su lado. Era como si alguien hubiera atado una goma elástica alrededor de mi corazón y tirara de ella para apretarla al máximo. Scott corrió hacia mí.

—¿Qué coño pasa aquí?

Apenas fui capaz de pronunciar unas palabras.

—Ella… cliente… Hospital.

Scott contactó con el hospital y solicitó una ambulancia. Cubrió a Julia con una manta. Me cogió de la mano cuando sufrí una convulsión tan violenta que arqueé la espalda hasta parecer un contorsionista. Intentó ponerme los pantalones, pero las piernas me temblaban de forma descontrolada y fui incapaz de meterlas por las perneras del vaquero. Scott acabó por echarme una sábana encima y me quedé allí tumbado, junto a Julia, los dos próximos a la muerte, aunque cada uno a un lado de ella.

Tuve la sensación de que había un diminuto troll dentro de mi cuerpo y que me estaba estrujando el corazón con una mano, mientras que con la otra me apuñalaba en el diafragma. Mi respiración se había limitado a unas inspiraciones breves y trabajosas. Scott me observaba, apretándome la mano como si desaprobara lo que hacía. Al final, y a la vista de mi estado, concluyó que esperar a la ambulancia no era buena idea. Metió mis vaqueros en una bolsa de gimnasia y ajustó un cinturón alrededor de la sábana que me había echado encima. Parecía que llevase una toga. Intentó que me pusiera de pie, pero rechacé su ayuda.

—Primero… ella.

—Puedo volver luego a por ella —me dijo.

—No… podemos dejarla… ¡Dios bendito!

Un fogonazo me recorrió el pecho y giré la cabeza con tanta violencia que casi conseguí colocar la oreja sobre la espalda. Me desmayé a causa del dolor, y cuando desperté estaba en el coche de Scott. Julia iba en el asiento de atrás, tapada con una manta de la que se le escapaban algunos mechones de cabello.

El tráfico estaba colapsado, con cuellos de botella cada cuarenta metros a causa de los grupos de vehículos que se detenían en el arcén y el carril derecho, formando improvisadas poblaciones automovilísticas. La presión del pecho cedió durante el viaje y pude sentarme bien. Eché un vistazo al cuerpo de Julia. No quería ignorarla. Luché contra el recuerdo de su muerte y también, contra el recuerdo de que, al ver su rostro complacido en su hora final, me había puesto cachondo. Llegamos a la entrada de Urgencias del hospital, y Scott salió corriendo dejando el motor en marcha.

Las inmensas puertas de cristal de Urgencias estaban abiertas de par en par y la cola de la gente que esperaba se perdía por detrás del edificio. Había gente en sillas de ruedas. Otros estaban tumbados en el suelo, demasiado débiles para tenerse en pie. Scott hizo intención de entrar en el edificio en busca del principio de la cola. Había gente por todas partes, el acceso a urgencias estaba abarrotado. Más allá de las puertas de cristal, sólo pude distinguir una sucesión de cuerpos. Cada vez que se abría un hueco entre dos personas al empujarse unas a otras surgía un cuerpo que lo ocupaba de inmediato. Scott acabó por rendirse, no había forma de pasar al interior, y volvió a la carrera.

En el exterior del acceso a Urgencias había una rotonda con una zona de césped en el centro. Scott me arrastró hasta allí y me dejó en el suelo, al lado de un buen número de heridos de bala, toses cavernosas, quemaduras y una lista inacabable de dolencias. Y me quedé sobre el césped, junto a los demás enfermos, expuestos al fresco de la noche, tirados sobre el suelo, disolviéndonos como una tableta efervescente en un vaso de agua.

—Te dejo aquí —me dijo Scott—. Mientras, voy llevarla a ella a la morgue con los papeles de la consumación. Luego vuelvo a por ti y te ingresamos. No tardaré.

—Gracias.

La zona de césped comenzó a abarrotarse con la llegada de más enfermos, que fueron rodeando el espacio donde me encontraba. Cada cierto tiempo, uno de los focos del techo del hospital efectuaba un barrido de la zona y la luz se abría paso con fuerza a través de mis párpados cerrados. El dolor surgió de nuevo y tuve la sensación de que un bloque de cemento me aplastaba el corazón.

Scott volvió y vio que seguía tumbado en el suelo. Antes de intentar incorporarme, echó un vistazo a su alrededor para ver si alguno de los otros acompañantes se ofrecía a echarle una mano. Nadie movió un dedo. Lo ignoraron como se ignora a alguien que busca asiento en un tren abarrotado. Me cogió por detrás, bajó mis brazos, y tiró hacia arriba. La presión sobre el pecho aumentó y me pareció que mis costillas se resquebrajaban como si fueran palillos.

—Lo siento, colega —me dijo—, pero tienes que estar presente en tu ingreso.

Me arrastró a la cola y nos quedamos allí esperando. Pasaron las horas. Me senté en el suelo. Cuando la cola avanzaba, Scott me empujaba con el pie para hacerme avanzar, como se hace con una bolsa. Llamé a David para decirle que lo quería. Quiso acudir para estar a mi lado, pero le insistí para que se quedara en Nueva York. Una hora más tarde, un colectivista muy agradable llamado Ken vino a nuestro encuentro y se ofreció para relevar a Scott. Scott aceptó y se fue a casa a dormir. Ken abrió la riñonera que llevaba y me dio unas zanahorias y un refresco dietético. También me trajo ropa limpia (una camisa vaquera y unos pantalones de color caqui ¡Cómo no!) que me puse como pude, sin levantarme del suelo. Me comentó que podía llamar a un sanador de la Iglesia para que me impusiera las manos. Le dije que no. La cola siguió avanzando. Una enfermera muy grande y muy severa nos aguardaba.

—¿Nombre?

Me puse de pie y le di mi nombre con voz entrecortada.

—¿Síntomas?

Le dije que estaba sufriendo un ataque al corazón.

—¿Fecha de nacimiento?

Respondí que el uno de octubre del año 2030. Me dedicó una mirada desdeñosa.

—¿Un ataque al corazón con veintinueve años? No me lo creo. Aguarde allí.

Señaló hacia una sala enorme con un cartel que rezaba: Unidad de Triaje para Posmortales (UTP). Ésa era mi sentencia, esperar en un lugar donde mi ataque al corazón evidenciaba que no merecía ser tratado de inmediato.

Justo en el instante en el que la enfermera señalaba hacia la sala de espera, mi hermana entró corriendo a toda prisa en Urgencias. Acababa de llegar desde Nueva Jersey, y se abría paso entre la gente a codazos. Ayudó a Ken a llevarme hasta la UTP y me recostó con suavidad sobre la moqueta del suelo. Me acarició el cabello. Sentí un ligero mareo e intenté no desvanecerme otra vez, aunque por otra parte, tampoco era mala idea quedarse inconsciente de nuevo. Me desmayé.

Desperté. El dolor había remitido de nuevo. Podía respirar. No con toda normalidad, pero al menos mi pecho ya se expandía de nuevo. Continuaba en la UTP. Un joven negro con una herida de bala en el hombro estaba sentado con su madre cerca de donde me encontraba. Apretaba una toalla contra la herida. La sangre de la toalla se había secado hacía mucho y ahora ofrecía una tonalidad marrón. Me vio abrir los ojos.

—¿Has dormido bien? —preguntó—. Ojalá yo pudiera dormir así.

—Llevamos veintiséis horas en el hospital —intervino su madre—. No tuve que esperar tanto cuando lo traje al mundo.

Miré a Polly y a Ken. Contemplaban la pantalla plana que ofrecía noticias sobre China. Las cadenas sólo disponían de fotografías fijas para ofrecer al espectador. Imágenes de sombras fundidas en el suelo. Cuerpos ennegrecidos. Un zapato solitario que acabó volatilizado. Imágenes de montañas de escombros donde antes se habían erguido bloques de viviendas y que ahora parecían inmensos caminos de grava. Las fotos aparecían de forma esporádica. La mayor parte del tiempo en pantalla la ocupaba comentaristas hablando sobre la situación. Conseguí grabar fragmentos de los comentarios en mi grabadora LifeRecorder:

«Hace mucho que circulaban rumores procedentes de China sobre que estaban preparando algo así, Tom…»

«No veo razones para que Norteamérica intervenga más allá de expresar su repulsa. ¿Qué se le hace a un país que se ha bombardeado a sí mismo? ¿Bombardearlo de nuevo?»

«Estoy horrorizada ante la indiferencia de la comunidad internacional ante la tragedia, David.»

«Pienso que esto es sólo la primera fase. Hay un montón de ciudades más que los chinos estarían encantados de "reiniciar", por utilizar uno de sus típicos eufemismos.»

«Con toda sinceridad, Jill, ¿qué se puede esperar de un país que tatúa a sus recién nacidos?»

«La gente que creó Vectril hoy se ha llenado las manos de sangre, Karen. Durante décadas han estado suministrando Vectril a China a través de Rusia. Existen pruebas de sobra que lo demuestran. ¿Acaso cree alguien que es una mera coincidencia que la misma empresa que fabrica el Vectril haya apoyado el desarrollo del TEZAC, un método para borrar tatuajes? Han colaborado de forma activa en el crecimiento brutal de la población china, hasta el punto de que su gobierno se ha visto abocado a… ¡esto! ¡Es una locura! ¡Una locura!»

Aparté la mirada. Intenté no pensar en ello, porque percibía la goma elástica tensándose de nuevo alrededor de mi corazón. Algunos de los pacientes en la UTP empezaban a perder los nervios y comenzaron a insultar al personal sanitario. Acosaron a preguntas a las enfermeras que pasaban cerca, pero ellas apresuraban el paso, evitando mirar a nadie, como hacen los camareros que no tienen intención de servirte. En mi mente surgió una imagen en la que tenían a los médicos del hospital encerrados tras unas puertas acorazadas. Hice un esfuerzo para aislarme de todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Encontré un pequeño folleto a mi lado en el suelo. Lo cogí y lo leí una y otra vez. Mi WEPS se había quedado sin batería, así que era la única lectura que tenía, lo único que me permitió abstraerme de las noticias sobre la devastación desatada al otro lado del mundo. Y también era lo único que me permitió no recordar que acababa de hacerle la eutanasia a alguien. Ahora puedo recitar el folleto de memoria.

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Polly me vio leyendo el folleto.

—Dudo que eso sirva de algo contra un ataque al corazón.

—Pero sí para entretener la espera —comenté.

—No sirve para nada en absoluto. Lo he probado. ¿Por qué vas vestido como un colectivista?

—Yo le dejé la ropa —intervino Ken—. Es mía.

—¿Por qué necesitabas ropa? —me preguntó Polly—. ¿Y por qué sufriste un ataque al corazón?

—No quieras saberlo —respondí. Cambié de tema—. No sabía que estuvieras tomando Claustrovia.

—Si son pastillas, las he probado.

—¿Estás deprimida?

—Por épocas. Ya me conoces. Cuando tengo tiempo para sentarme y pensar el desastre en el que se ha convertido mi vida…

—Tienes buen aspecto.

—Porque es temprano, todavía. Siempre tengo mejor aspecto por la mañana, antes de que el día comience a hundirme.

—¿Cómo está el pequeño?

—¿Tony? Le ha dado por trepar —contó—. Se sube a todas partes: escaleras, cajas, estanterías, mesas. Es como si pensara que acaba de ganar una medalla de oro y tuviera que subirse al podio para recibirla. Es una monada. Todo va bien. Todo va muy bien. Dave y Tony están muy bien. Todo el mundo es feliz y está bien de salud. Y podemos permitirnos comprar agua y con eso me basta.

—¿Has vuelto a saber de Mark?

—Lo vi en la galería comercial hace un par de semanas. Iba con su nuevo hijo. Nos limitamos a mirarnos desde lejos y saludarnos con la mano. Nada más. —Hizo una pausa—. Sigo viéndolo como mi marido. Lo veo con los hijos que tiene ahora, y mi cerebro sufre un cortocircuito, echa humo y chispas y todo eso. Es algo que no acabo de asimilar. Es como si me hubiera reencarnado, y Dios, o quien quiera que maneje el cotarro, hubiera olvidado borrarme la memoria. Cuando vuelvo a casa al lado de Dave, no puedo evitar pensar que sólo es una copia burda de Mark. Y mi hijo en realidad debería ser mi nieto, y lo lógico sería que una nuera que no tengo, una chica agradable y sensata, viniera a recogerlo de un momento a otro. ¿Cuántos maridos voy a tener? Quizá dentro de doscientos años, caiga en la cuenta de que he olvidado cómo eran mis últimos cinco maridos. A veces salgo a comprar un par de naranjas y termino liada en un conflicto existencial como éste. Me como la cabeza a base de bien. —Abrió una bolsa de aperitivos—. ¿Un Dorito?

Entonces una enfermera dijo mi nombre. Me puse de pie de un salto para llamar su atención. No quería perder el turno y que me tocara volver al final de la cola. Me indicó que pasara. Le di un abrazo torpe a Ken y le agradecí lo que había hecho. Se marchó sin pedirme que le devolviera la ropa.

Nos llevaron a Polly y a mí a la sala de Urgencias y me dejaron sentado en una solitaria silla en medio de la sala. Todavía no estaba lo bastante enfermo para merecer una habitación. Había docenas de pacientes en sillas de ruedas y camillas con ruedas. Me quitaron la camisa, me afeitaron en seco el pecho, me conectaron a una pantalla WEPS y me hicieron un electrocardiograma. Luego se marcharon y nos dejaron a Polly y a mí esperando otras tres horas. Nos entretuvimos apostando cuál de las enfermeras que pasaban por el pasillo tropezaría dejándose los dientes en el suelo. No le hablé sobre Julia.

Mientras apostábamos, observé que trasladaban a un pariente y que le estaban dispensando la atención que realmente merece una urgencia. Estaba rodeado de enfermeras y médicos. Yo no había conseguido ver a un solo médico en todas las horas que llevaba ahí dentro. Era como ver a una estrella de cine sobre la alfombra roja. «¡Ahí está!» Y estaban actuando con rapidez, como si tuvieran auténtico interés en salvarle la vida. Algo nada habitual en los hospitales de hoy en día.

El hombre parecía mayor, cincuenta y muchos. Estaba tumbado boca arriba, con la cabeza girada hacia mí, por lo que pude verle bien. Tenía la piel llena de manchas, sobre todo en la cara. Eran telarañas violáceas que se extendían desde sus mejillas hasta el cuello, desapareciendo por debajo de la camisa. Le caía una baba cobriza por la comisura de la boca, como si hubiera comido demasiada miel. Tosía y resollaba con tanta violencia que parecía que estuviera sufriendo arcadas. Atrajo la atención de todos los que estábamos presentes. Lo metieron a toda prisa en una de las habitaciones. Una de las enfermeras del batallón que acompañaba al enfermo se descolgó del grupo, cogió una bolsa de suero y un vial de un carro que había en el pasillo. A continuación, se quitó unos guantes de látex que llevaba y vino hacia mí. Hizo intención de cogerme el brazo. Vi restos de la baba cobriza en su muñeca. Retiré el brazo.

—Tengo órdenes de ponerle este fluido intravenoso —me dijo.

—¿Le importaría lavarse las manos primero?

No sé si el comentario la avergonzó o la jodió.

—Claro.

Fue a un dispensador sanitario para manos, apretó una vez y se frotó las manos. Volvió de nuevo a mi lado.

Me eché para atrás de nuevo.

—Con agua y jabón, por favor.

Ahora sí que estaba cabreada. Fue al cuarto de baño y cuando salió, se secó las manos en la bata. Me colocó la bolsa intravenosa y se marchó. Dos horas más tarde me hicieron una resonancia magnética. Otras dos horas más tarde aún, con el día siguiente a mi llegada bien avanzado, el respaldo de la silla de plástico y mi espalda se habían fundido formando un todo. Entonces acudió un médico. No perdió el tiempo. Lo más seguro es que ya estuviera pensando en los diez próximos pacientes.

—Su electrocardiograma parece estable, señor Farrell —me dijo—. Pero en la resonancia hemos observado que una de sus arterias está obstruida en un noventa y cinco por ciento. Es evidente que ha sufrido un infarto leve. Mientras esa arteria siga obstruida, va a seguir padeciendo la sensación de opresión en —¿No pueden despejar la arteria? —pregunté.

—No hay un seguro médico que cubra la operación. No con su edad. ¿Cuenta con medios para pagarla? Podría darle una cita para diciembre.

—¿Diciembre? Joder, no lo sé.

—Tampoco tiene que decidirlo ahora. Váyase a casa y consúltelo con su esposa.

—Es mi hermana.

—Entonces hable con su familia. Pero no tarde en tomar una decisión. No le interesa que nos metamos en el 2060.

—¿Qué hago mientras tanto?

—No haga cosas que puedan perjudicar su corazón.

—¿No podría ser algo más concreto?

—No mucho. Intente tomárselo con la mayor tranquilidad posible. Y tome esto. —Me dio una receta y se marchó. Polly me llevó hasta su coche. Treinta y seis horas en el hospital y no me habían hecho nada. Polly sacó su bolsa de Doritos y comenzó a comer. Tendí la mano para coger uno, pero me acordé del baqueteado músculo que palpitaba en mi pecho y me contuve. Polly dejó de comer al darse cuenta de lo que ocurría. Me observó sin poner el coche en marcha. No quería arrancar hasta estar segura de que yo estaba listo para marcharnos.

La paciencia que me había esforzado por mantener desapareció, y dio paso a una profunda irritación. El hospital no era más que una fachada, los cuidados médicos inexistentes. Les importaba una mierda. Permitían que la gente sufriera por ahí tirada, sin prestarles la atención adecuada. Pensé en Julia, en su dulce muerte. Yo la había tratado mejor que cualquier médico. La había ayudado. Me había esforzado por complacerla.

Reviví con placer los últimos momentos que habíamos pasado juntos. Me aferré a ese recuerdo. Y de pronto, la situación dio un vuelco. Dejé de encontrarme deprimido e impotente. Me encontraba fortalecido. Quería volver al trabajo en ese mismo instante, de inmediato. Matt tenía razón. Hasta la noche anterior, mi visión del trabajo no era como la de ellos. Pero ahora sí. Ahora sabía lo que significaba.

Polly me dio unas palmadas en el hombro y me pasó una botella de agua.

—Todo va a ir bien, John —me dijo. Debió de creer que todavía estaba asustado y abatido.

Me erguí en el asiento, como si no tuviera el más mínimo problema de salud.

—Ya lo sé. Y sé también lo que voy a hacer.

—¿Sí?

—Puedes arrancar. Estoy listo.

Fecha de modificación

30/6/2059, 12:02 p.m.