«No pueden evitarlo»

Intenté dormir pero no pude. Cada vez que cerraba los ojos me asaltaban imágenes de trolls y nubes chinas en forma de hongo, y robots diminutos y estrictos reverendos colectivistas, viejos posmortales ahogándose en el océano. La bebida no me sirvió de mucho. Necesitaba hablar con alguien o, simplemente, estar con alguien. A las tres de la mañana de un día laborable, las opciones de conseguir compañía se reducen a una sola.

El catálogo de «amistades» describía a Julia como una posmortal rubia que hacía visitas a domicilio y estaba disponible las 24 horas, 7 días a la semana. Pocas chicas de la lista hacían servicios a domicilio. Julia me pareció la mejor de las que sí iban a domicilio. Le mandé un mensaje pidiéndole que se reuniera conmigo en el portal del complejo de apartamentos, porque no quería despertar a Scott, mi compañero de piso. Me fumé una pipa de hierba, cogí el arma del texano, bajé y me dispuse a esperar. Supongo que resulta patético, pero me excitaba la perspectiva de conocerla, ver cómo era en persona. El catálogo incluía fotos de las chicas, pero rara vez la imagen coincide con la realidad. Me sentía inquieto, como un adolescente en plena pubertad. Iba a tener una cita a ciegas. Algo nuevo, justo lo que necesitaba.

Una hora más tarde, un coche viejo entró en el aparcamiento y de su interior bajó una chica que apenas aparentaba los dieciocho. Vestía unos vaqueros y una ajustada camiseta blanca. La miré y me sentí un viejo verde. Me devolvió la mirada y corrió hacia la puerta, llevaba una pequeña pistola en la mano. Le abrí la puerta, subimos por la escalera y entramos en el piso, sin decir palabra. Le llevé una botella de agua de la nevera y la conduje al dormitorio, donde encendí la luz. Comenzó a quitarse los pantalones. La detuve.

—Espera, espera.

—¿Qué?

La miré a la cara. Allí fuera, me había parecido una adolescente, pero dentro, a la luz, su piel tenía un aspecto tirante, como si se la hubiera estirado. Su bronceado tenía manchas: el tipo de piel que consigues cuando has tomado el sol durante años sin ningún tipo de protección. Y tenía arrugas en el mentón, como las de un pantalón mal planchado. He conocido a muchas chicas con el síndrome de la mujer perfecta. Julia era una de ellas. Era joven de una forma natural y artificial a la vez.

—¿Qué edad tienes? —le pregunté.

—Dieciocho, cariño.

—No, me refiero a la edad que tienes de verdad.

—Cuarenta y dos.

—Joder.

Me senté en la cama, ella se dejó caer a mi lado.

—Mi edad Cura es dieciocho —me aclaró—. Me pagaron diez mil dólares para que me hiciera el tratamiento.

—¿Quién?

—Franz Hornbacher.

—¿El diseñador?

—Sí. El mismo.

—¿Formaste parte del proyecto Ciudad Hermosa?

—Sí —respondió ella—. Fue algo extraño. Un día paseaba por la calle en Adams Morgan, cuando ese tipo, muy alto, peluca rubia y gafas rojas al que acompañaban seis personas más, me señaló y dijo: «Ella vale. Tiene lo que hay que tener».

»Se estaba comiendo un plátano cuando lo dijo. Comía unos treinta plátanos al día. No comía otra cosa. Creo que lo hacía para potenciar su virilidad.

—¿Ya está? ¿Así de fácil?

—Sí. Me metieron en un avión que me llevó a una isla de las Bahamas con otros elegidos. Luego nos metieron en unos bungalós y nos dejaron a nuestro aire.

—¿No tenías que hacer nada?

—Me aplicaron la Cura y me pidieron que estuviera siempre guapa y arreglada. Tenían equipos de filmación y de diseño recorriendo la isla constantemente. Nos sacaban fotos, nos hacían probarnos ropa y nos invitaban a acostarnos con otros modelos de la isla. Para ser sincera, pasé tanto tiempo bebiendo champán y esnifando coca que apenas me acuerdo de nada. Recuerdo que recibimos la visita de Keith Richards un día. Fue flipante.

—¿Qué aspecto tenía?

—Bastante bueno. Creo que ése es su secreto, todo el mundo espera ver una especie de cadáver ambulante y cuando lo ves en persona y compruebas la buena pinta que tiene, te quedas bastante impresionada. Él y Franz se dedicaron a recorrer la isla en su cochecito de golf de oro mientras Franz nos gritaba con su megáfono: «¡Eh, guapos, ¿no es genial ser taaaaan hermososssssss?!». Molaba.

—¿Y qué pasó? ¿Por qué no te quedaste allí?

—No quería quedarme embarazada. Más adelante, averiguamos que eso era lo que perseguía Hornbacher cuando nos llevó a la isla. Intentaba aparear gente diferente con físicos distintos para ver qué ocurría. Creo que quería conseguir un híbrido perfecto, o algo así. Tenía la esperanza de que produjéramos una musa eterna y perfecta con la que poder trabajar siempre. Una modelo. Por eso estábamos allí. Buscaba la modelo perfecta.

—Escalofriante. Es como buscar una raza superior.

—No creo que fuera ésa su intención, aunque sí que daba mal rollo. Quiero decir que no buscaba ese rollo de la supremacía de la raza blanca. Había negros, latinos, brasileños y toda clase de gente allí. Pero era muy quisquilloso y podía darte puerta por cualquier tontería. Un día fueron a decirme que me tenía que marchar. Franz no fue capaz de decírmelo en persona, y eso que habíamos mantenido algunas conversaciones muy agradables. Me llevaron en avión hasta Dulles, me dieron una compensación económica y me quedé tirada en la terminal del aeropuerto. También me comentaron que tuviera cuidado con el sol, que me podía estropear la piel a pesar de la Cura. —Se señaló el rostro—. Los diez mil dólares no son nada en comparación a lo que me he gastado en operaciones de estética.

—Tienes buen aspecto.

—Sí, siempre que la luz no sea muy fuerte. ¿Y tú? ¿Qué edad tienes tú?

—Sesenta y ocho. Edad Cura, veintinueve.

—No está mal. Tú sí que tienes buen aspecto. Aparentas tu edad Cura.

Miré por la ventana. Cuando estuve en México con Keith, algunas noches dormimos en la calle. Recuerdo que todas las casas estaban protegidas por muros de cemento con cristales rotos coronando el borde superior del muro. También recuerdo que en Cuernavaca, incluso a las tres de la mañana, nunca era noche cerrada. Había demasiadas farolas y la contaminación era tan densa que reflejaba la luz artificial. En lugar de un cielo oscuro, nos rodeaba un resplandor etéreo y extraño. Era fluorescente, como si una gigantesca luciérnaga volara por encima de tu cabeza. Y ahora estaba presenciando el mismo efecto a través de mi ventana. La noche como tal también ha desaparecido por aquí. El mundo no llega nunca a detenerse. Me volví hacia Julia.

—Por dentro no siento mi edad Cura. Cada mañana me miro al espejo y contemplo un cuerpo que es una gran mentira. Tengo la sensación de que mi cuerpo no es más que una cáscara, que si lo golpeas se resquebrajará. Y debajo sólo hay un viejo enfermo. Este cuerpo es sólo un escondrijo.

—Por lo menos estás bien formado —dijo ella—. Eres un hombre. Mírame, ¿qué soy yo? Durante los últimos veinte años no he sido más que una lolita. Nadie me toma en serio porque piensan que sigo siendo una adolescente descerebrada. Los únicos hombres que se fijan en mí son los cerdos que buscan experiencias al filo de la ley. Y no va por ti.

—Lo sé.

—Veo a las mujeres de veintiséis y veintisiete años en la calle y pienso: «Dios, son mujeres. Mujeres de verdad. Mujeres que pueden ponerse ropa formal y parecer profesionales. Mujeres que tienen carreras y maridos eventuales, y bebés y toda esa mierda que yo nunca tendré». —Se inclinó hacia mí—. ¿Sabes lo peor de todo? Que actúo como si mi auténtica edad fuera la del año que me aplicaron la Cura. No puedo evitarlo. Como parece que tengo dieciocho, siento la necesidad de interpretar ese papel. Me emborracho. Tonteo con los chicos. Estuve en una fiesta hace poco, y un tío me preguntó algo sobre China y yo hice como que no sabía nada sobre China. Y es mentira. Sé un montón sobre China: Mao Zedong, la plaza de Tiananmen, el período de apertura, la vuelta al aislacionismo. ¿Tienes algún conocido en China? ¿Perdiste a alguien en los bombardeos?

—Que yo sepa, no…

—Tampoco yo. El caso es que sé todas esas cosas. Pero la mitad del tiempo cedo al impulso de actuar como una cría tonta y malcriada.

—Es tu cuerpo el que le dice a tu cerebro cómo has de comportarte.

—¡Exacto! Cuando voy a leer un libro o algo parecido, surge una vocecita en mi interior que me dice: «Eh, nena, ¿por qué no te vas de fiesta por ahí?». Pero me harté de esas cosas hace mucho tiempo. Cuando me quedo en casa un viernes por la noche, la chica que veo en el espejo me dice que soy una aburrida. Pero soy una mujer de cuarenta y dos años. No tiene sentido que salga a hacer el salvaje. No tiene sentido que siga vistiendo prendas ajustadas y, sin embargo, tengo los cajones llenos de ropa así. No sé… Ojalá hubiera podido convertirme en la mujer que iba a ser.

Bebió un poco de agua. La dejé seguir.

—¿Por qué me estás haciendo estas preguntas? —preguntó—. No me digas que estás buscando una novia formal, o algo por el estilo.

—No, no. No va por ahí. En serio. Es sólo que… no podía dormir y necesitaba compañía. Supongo que estoy bastante solo, aunque es algo en lo que prefiero no pensar.

—Ya. Comprendo. —Entonces la luz se fue. Quedamos sumergidos en el espectral resplandor procedente del exterior, que procedía de las farolas que no se habían visto afectadas por el corte del suministro—. Pasé dos años en un sitio llamado Honey Ranch en Los Angeles —continuó ella—. El dueño era un canalla dedicado al porno. Y siempre había un montón de actores y deportistas que venían a fumar hierba y pegar un polvo en la piscina. Bueno, a lo que iba, el tipo este vivía allí con su madre. ¡Su madre! Una cincuentona de aspecto bastante vulgar. Maude. Ése era su nombre. Creo que controlaba todo el tema financiero del rancho. Y se paseaba por ahí cuando todo el mundo estaba en pelotas jugando al voleibol o en la piscina. Solía contemplarla. Yo no podía dar dos pasos sin que alguien me metiera mano, pero Maude, no. Nadie la molestaba. Los hombres la ignoraban, e imagino que una mujer no siempre busca que la dejen tranquila. Pero aun así, la dejaban en paz. Tenía libertad para ir por dónde quisiera. Y cuando los hombres hablaban con ella, hablaban con ella. No la miraban a las tetas y comenzaban a presumir de credenciales para impresionarla. Creo que era, no sé… guay. Me habría gustado madurar hasta el punto en el que la gente me tratara así.

—¿Quieres tener cincuenta años?

—Uf, cincuenta no. Son demasiados años.

—Sí, lo son.

—Háblame de ti, ahora ya lo sabes casi todo sobre mí.

—Soy un especialista en consumaciones.

—¿De verdad?

—Bueno, casi. Soy el asesor.

—¿Cómo funciona eso? Quiero decir, ¿cómo los matas?

—Con una inyección. Resulta indoloro.

—¿Cuánto cuesta?

—Depende de tus ingresos —expliqué—. A la mayoría de los clientes con ingresos bajos, los subvenciona el gobierno.

—Así que si no gano demasiado, me harías un buen precio, ¿verdad?

—Sí, pero no te interesa hacerlo.

—¿Porque lo digas tú?

—Requiere un proceso. Tienes que rellenar un formulario. Tienes que hacer testamento. Y necesito tu carnet de conducir o algo que te identifique.

—Tengo mi carnet aquí y no tengo una mierda que dejar en un testamento.

—Aunque lo tengas todo, no puedo hacerlo. No soy el que pone la inyección. Mi compañero se encarga de eso y es un poco tarde para pedirle que venga hasta aquí.

—Hazlo tú. Venga. —Se acercó aún más a mí—. Será divertido. Tu primera vez… como perder la virginidad.

—No puedo actuar sin estar conectado a la nube.

—Y una mierda. Sé cómo trabajáis los especialistas en consumaciones. He oído lo que hacéis en los orfanatos con los bebés que han recibido la Cura.

—Los de DES puede que hagan cosas así, pero mi empresa no.

—Házmelo como un favor personal. Ya he disfrutado todo lo que tenía que disfrutar. Se acabó lo que se daba, cariño. Puedes darle mis honorarios a la caridad.

—Mira, es tarde y estoy colgado. Deberías tomarte un día para pensarlo.

—No —insistió ella—. Esto no es un acto impulsivo. He pensado en ello muchas veces. Nuestro encuentro de esta noche no es casual. Quiero que me lo hagan ahora y quiero que seas tú el que lo haga. Nadie me ha hecho un favor jamás, y me gustaría que tú fueras el primero.

Estaba decidida. Fui al baño y llamé a Matt, que nunca duerme. Se conectó desde su WEPS en el taller. Estaba trabajando con un viejo BMW, de color naranja, claro está.

—¿A qué se dedica la chica esa? —preguntó—. ¿Es una prostituta?

—Sí.

—¿Y qué hace una fulana en tu casa a las tres de la mañana?

—¿De verdad tengo que responderte a eso? Creo que la voy a mandar a paseo.

—No lo hagas. Eso es tirar el dinero. Es una transacción perfecta para ti. ¿Está sobria?

—Diría que sí.

—¿Tienes el material?

—En el coche.

—Pues ve y búscalo. Comprueba su identidad y hazlo. Puedo conseguirte el permiso para que administres la dosis. Venga, muévete.

—¿Estás seguro de que esto está bien?

—La verdad es que me importa una mierda si lo está o no. Pero presta atención, porque hay algo que deberías saber antes de hacerlo. Y no lo interpretes como una amenaza o un intento de asustarte, es un hecho.

—¿A qué te refieres?

—A que algo así, exige cierta entereza emocional, Johnny Boy. Y es una buena ocasión para comprobar si la tienes. Cada cliente que ejecutes, se llevará un trocito de ti con ellos.

—Eso ya lo sé.

—No de la manera en que Ernie, Bruce y yo lo sabemos. Te sorprenderá. Ya lo sabes. Buena suerte.

Encendió un soldador y se despidió con un gesto. La llamada se cortó y yo volví con Julia y le pedí que esperara mientras iba a buscar el material. Volví con la dosis, me senté a su lado en la cama y le entregué el formulario para que lo completara. Lo hizo y me lo devolvió.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Te haré un cuestionario —le dije—, y luego te pondré la dosis.

Me dirigió una mirada suspicaz.

—Me parece que te olvidas de algo. —Colocó su mano sobre mi muslo.

—No tenemos por qué hacerlo.

—Sí que tenemos que hacerlo. Soy buena, muy buena. Lo más jodido de todo el asunto es que ésos son los únicos momentos en los que consigo que un hombre se dé cuenta de que soy una mujer de verdad. —Deslizó la mano hacia arriba. Me gustó—. Me prepararon para esto.

—Me siento un cabronazo.

—No pasa nada. A veces es bueno sentirse un cabronazo. Disfrútalo. —Se dio la vuelta para quitarse la camiseta. Comenzó a respirar con fuerza. Seguí su ejemplo—. Los hombres saben que no les convengo, John. Siempre saben lo que no les conviene. Pero no pueden evitarlo. Porque, joder… es tan… placentero… —Lanzó una mirada a la jeringuilla sobre la mesilla de noche y me susurró al oído—. Quiero que me la claves cuando me esté corriendo.

—No puedo hacerte eso.

—Puedes. Puedes porque quiero que lo hagas. No necesitamos hacer tu cuestionario. A nadie le importa lo que alguien como yo tenga que decir. Quiero irme en cuanto empiece a correrme. Hazlo. Sé buen chico.

Comenzó a besarme y su mano subió aún más. Me tumbé y la dejé hacer. Me bajó la cremallera y me quitó los vaqueros. Me revolví, la puse a cuatro patas y comencé a follármela. No tardó en liarse a gritos:

—¡Ahora! ¡Ahora!

Extendí la mano hacia la mesilla y cogí la jeringuilla. Se la clavé en la espalda. Me lanzó una última mirada entre maliciosa y agradecida, y luego dejó caer la cabeza sobre la almohada, donde quedó inmóvil. Tenía los ojos medio abiertos, como si estuviera borracha. Su sonrisa empezaba a desaparecer, era la de alguien que lo está pasando bien, pero que sabe que lo mejor ya ha pasado. Contemplé su rostro inerte. Luego miré la jeringuilla vacía que aún sostenía en la mano.

Y entonces me dio un ataque al corazón.

Fecha de modificación

29/6/2059, 4:56 a.m.