Hoy no he hecho nada en todo el día, guardaba fuerzas para cuando llamara a David. Tenía que explicarle que su gente me había salvado y amenazado, todo en el mismo día. Le estaba muy agradecido a David. Y a la vez, estaba enfadado con él. Y para rematarlo, me sentía culpable por estar enfadado. A fin de cuentas, era yo el que lo había abandonado. Y la suma de tantas emociones contradictorias consiguió que me sintiera más confuso todavía. Al final, decidí llamarle justo antes de cenar. Atendió la llamada en seguida. Sabía que era yo.
—Imaginé que estarías descansando —dijo—. No te he querido llamar para no molestarte.
—Me amenazaron, David.
—Jamás te harían daño.
—Lo sé. Ya me explicaron que cuentan con otros métodos de presión sin necesidad de recurrir al dolor físico.
—Son amenazas vanas. Nada más. El reverendo Swanson conoce de sobra los contactos que tiene tu empresa.
—¿Por qué me amenazaron?
—¿De verdad creías que convertirte en un EC no traería consecuencias, John? Estoy preocupado. Y no lo digo por proselitismo. Admito que la Iglesia no es lo tuyo y lo respeto. Pero me preocupas. Me preocupa tu seguridad. Me preocupa tu paz interior.
—No tienes por qué preocuparte. Estoy muy bien. Soy yo el que debería preocuparse por ti.
—No quiero ofenderte, pero ambos sabemos que eso es algo que no se te da muy bien.
Solté un largo suspiro.
—Lo siento —dijo.
—No lo sientas. Me lo tengo merecido.
—¿Cuál fue tu último encargo? Me refiero al anterior a éste. ¿Cómo fue? Quiero comprender. Quiero entender de qué va esto.
—¿Te importa si me preparo una copa antes de comenzar?
—Adelante, por favor.
Me serví un bourbon con hielo hasta que la copa rebosó como si la hubieran puesto a hervir al fuego. Pegué un trago generoso y comencé mi relato. El cliente había sido un tipo muy rico que vivía en Herndon. Su mujer acababa de fallecer y él quería legar su fortuna a su hija sin pagar los impuestos de sucesión. Se había criado en Massachusetts y quería morir ahí. Fletó un avión privado para nosotros, consiguió el permiso gubernamental de vuelo (no sé cómo) y Ernie y yo volamos a su encuentro. Nos llevó a la gigantesca propiedad que tenía en la costa, donde había preparado un festín digno de un rey, e invitó a toda su familia y amigos. Sirvieron langostas y almejas y pollo a la cerveza. Había botellas de buen vino por todas partes. Todo el mundo bebía, charlaba y parecía satisfecho. A las tres ya se habían marchado todos los invitados y entonces, nos indicó a Ernie y a mí que estaba listo.
Nos pidió que le lleváramos en un pick-up hasta una playa en la bahía de Cape Cod. La marea había bajado. Podías caminar de un extremo al otro y el agua no te llegaba a los tobillos. Paseamos juntos por la bahía y observé la superficie que habitualmente estaba bajo el agua. Las crestas menudas de la arena me hicieron pensar en la superficie de algún planeta viejo, lejano y desconocido. Era como un cráter enorme donde antes se había alojado un mar, desaparecido para siempre. Los pequeños cangrejos ermitaños surgían en busca de los hilos de agua que corrían por la arena, ya que eran la única opción que tenían para desplazarse.
Había madurado su plan a lo largo de los años. Lo tenía todo previsto, hasta el más mínimo detalle. En la trasera del vehículo había cargado un par de bloques de hormigón con unos grilletes incrustados. Nos indicó que colocáramos los bloques en mitad de la bahía, a continuación ajustamos los grilletes a sus muñecas. Y se quedó esperando a que subiera la marea.
Nos comentó que, cuando el agua volvía a llenar la bahía al atardecer, la luz del sol se reflejaba en la superficie y que entonces presenciabas cómo un océano de oro cubría las arenas, ansiosas de agua.
—Las olas menudas y suaves, te van envolviendo hasta cubrirte por completo. Me voy a quedar aquí sentado y aguardaré a que suba el agua —nos dijo—. Esperaré a que vaya cubriendo mi cuerpo. Primero las rodillas, luego la cintura, el pecho. Voy a permitir que me envuelva por completo. Voy a flotar mientras se apodera de mí y entonces, me dejaré llevar, y que me arrastre a su seno. Será el fin de mi esposa. El de mis padres. Sus recuerdos morirán conmigo. La vida es un monumento de hechos pasados, y el mío ya está acabado. Quiero marcharme ahora, antes de que todo lo que creía que era eterno se vea reducido a nada. Antes de que busque en mi interior y no encuentre nada.
Ernie cerró los grilletes y nos quedamos a su lado hasta que el agua comenzó a volver. No veías subir la marea a simple vista, pero en cuanto apartabas los ojos, el nivel había ganado un centímetro. El viejo se mantuvo impasible. No vaciló. Ni una sola vez. Ernie volvió a la orilla, pero yo me quedé allí. Con la ropa puesta. Dentro del agua. Observándole a él, que contemplaba su última puesta de sol. Vi cómo el agua llegaba a su barbilla, a la boca y por último, comenzó a burbujear bajo sus fosas nasales. No se movió, no mostró la menor señal de inquietud. Vi cómo el agua ascendía hasta sus ojos y ni parpadeó. Parecía que estuviera en casa, sentado en una mecedora.
Le relaté todo esto a mi hijo y reconozco que había envidia en mis palabras.
—Fue… romántico, David. Y ejemplar. Ese hombre tenía algo en su interior de lo que yo carezco, y no pienso abandonar este mundo hasta averiguar qué era.
—Sé dónde puedes hallarlo —declaró David.
—No estoy de acuerdo.
—Lo estarás. Estoy en el camino hacia la misma serenidad que tu cliente descubrió. Me atrevería a decir que estoy bastante más cerca que tú. ¿Quieres apostar sobre quién llegará antes?
Me negué. Sé muy bien cuándo llevo las de perder.
Fecha de modificación
22/6/2059