La sorpresa de mi Día de la Cura

Mi WEPS me despertó ayer estridentemente. Abrí la pantalla. Me encontré cara a cara con Matt. Llevaba una gorra de la que le salía el pelo como unas alas naranjas. Lo primero que hizo fue eructar.

—¿Te ha gustado?

—Maravilloso.

—Eh, me han dicho que hoy es tu Día de la Cura. Me lo contó Bruce. ¿Qué edad Cura tienes?

—Veintinueve.

—¿Sí? Pues no aparentas más de sesenta, chaval. Bueno, hoy tienes que ir a Annandale. Es tu regalo sorpresa de tu Día de la Cura. Tienes que matar un glampiro.

—Joder, ¿uno de esos vampiros blandengues?

—Exacto. Con la cara pintada de blanco y sus estúpidos rituales satánicos. Será divertido. Llevaos la comida.

—¿Dónde está el archivo del caso?

—Ni idea. A mí no me preguntes. Ernie se ocupa de toda esa mierda. Yo tengo que marcharme al río a vender este fuera-borda Chris-Craft. ¿Te gustan los Chris-Crafts? Éste es genial. Reconstruí el casco yo mismo. También le he montado un motor eléctrico nuevo que no vale una mierda. Pero ahí está.

—Vivo en la habitación de una casa desde la que no se ve el agua.

—Pero la verás algún día. Te lo vengo diciendo hace tiempo: el agua se va a convertir en nuestra tierra.

—¿Y qué se supone que voy a hacer yo con una barca?

—¡Siempre tan negativo! Te habría ofrecido un buen trato. Podrías haberte convertido en el rey de las barcas de Falls Church.

Pero la acabas de joder. Ve y cárgate al glampiro, y luego prueba a divertirte sin una barca.

Ayer el tráfico estaba peor que de costumbre. Un buen número de vehículos se había incorporado desde el arcén al carril derecho de la autovía. Ya eran las dos cuando Ernie y yo llegamos a la casa. Estaba situada en una zona de Annandale bastante tranquila, pero yo seguía sintiendo pánico ante la posibilidad de que se repitiera el incidente del sudeste de Washington. Me mordí las uñas durante el trayecto. Arranqué la parte blanca de cada uña con los dientes y conseguí hacerme sangre. Entonces ataqué la piel que había debajo de la uña devorada, arrancando pequeños trozos aquí y allá. Ernie me miró. Cerré la mano para que no me viera los dedos.

Intentó tranquilizarme.

—Todo va bien, John. Nos iremos bastante antes de que anochezca.

—Tengo un amigo al que atacaron los glampiros hace mucho tiempo —le conté—. Intentaba ligarse a una tía con tendencias suicidas y ella lo arrastró a una reunión de mierda de los glampiros en medio de un bosque. Aguantó todo el ritual porque… Bueno, por lo que sea. Supongo que quería estar con ella. Entonces le pasaron una copa con sangre y bebió, y cuando se dio la vuelta, vio un perro muerto a unos metros de distancia, entre los árboles. Intentó largarse, pero el vampiro jefe lo agarró y le arrancó un trozo de hombro de un mordisco.

—¿Fue grave?

—Le tuvieron que dar cincuenta puntos. Ya sé que en el fondo son unos payasos, pero no me gusta la idea de que puedan atacarme.

—Tú tranquilo. En cuanto vean la escopeta, se les quitarán las ganas de presumir de colmillitos implantados. Vamos.

Bajamos del coche y fuimos hacia la casa, que estaba toda pintada de negro. Ernie llamó a la puerta. No hubo respuesta. Giró el pomo, empujó y la puerta se abrió. Pasamos al interior, dejando la puerta abierta para que entrara aire y luz. Todas las habitaciones estaban vacías y, a excepción de los suelos de madera, pintadas por completo de negro. Pasamos a la cocina, también pintada de negro. Abrimos la nevera, también negra. La luz del interior era morada, un poco a lo hippy. Había varias botellas de dos litros en el interior, medio llenas de un líquido espeso y grumoso. Cada una tenía su etiqueta correspondiente:

PERRO, GATO, RATA, etc.

Mi mirada se cruzó con la de Ernie.

—¡Qué asco! —dije.

—Dime una cosa —comentó él—. Si creyeras que eres un vampiro, ¿dónde pensarías que tienes que pasar la mayor parte del día?

Miré detrás de Ernie y vi una puerta en el pasillo, bajo una escalera medio derruida que conducía al piso de arriba, que probablemente nadie usaba. Miré a la puerta y luego a Ernie, y asentimos a la vez. Sacó la escopeta del petate. Yo hice lo propio con el arma del texano. Nos acercamos a la puerta y la abrimos con cuidado. La escalera tras la puerta se internaba en la oscuridad. Accioné un interruptor que había al lado de la entrada. Nada.

—¿Dónde están las antorchas de las paredes para que podamos coger una? Esto es como un videojuego.

Ernie sacó una linterna y bajamos al sótano. Era un espacio bastante amplio con un techo desnudo en el que las vigas de sujeción estaban cubiertas de cables. En el centro de la estancia, sobre el suelo de linóleo negro, reposaban dos docenas de grandes contenedores hechos de espuma de poliestereno y pintados de manera que parecieran estar hechos de piedra. Estaban dispuestos en filas de seis, con el espacio justo entre cada fila para permitir el paso de una persona. En cada tapa se habían practicado unos orificios. Oíamos respirar a la gente dentro de los contenedores. No había placas con los nombres de cada ocupante, cosa que me fastidió.

—¿Y ahora cómo averiguamos quién es el nuestro? —le pregunté a Ernie.

—Sin problemas. ¡Tyler McKinnon!

No hubo respuesta. Seguíamos oyendo la respiración rítmica procedente de cada ataúd y nada más.

—Sí que se lo toman en serio, ¿verdad?

A Ernie no pareció impresionarle mucho.

—Pues ya pueden empezar a mover el culo. —Le arreó una patada a la tapa de uno de los ataúdes, con la fuerza suficiente para arrancar la tapa de un ataúd de verdad, y no lo que eran éstos en realidad: neveras de heladero. El resultado fue que volcó el trasto entero. Se agachó y, al retirar la tapa, el desagradable chirrido del poliestereno rebotó entre las paredes. No había nada dentro del ataúd, excepto una pequeña manta raída.

Ernie retiró otra tapa que reveló otro alojamiento desocupado. Me arrodillé al lado del siguiente ataúd y coloqué la oreja sobre la tapa para ver si oía algo dentro. Nada. Ernie comenzó a sacudir los ataúdes. Decidí hacer lo mismo. Los dos siguientes no tenían nada dentro. Entonces, al sacudir el tercer ataúd, oímos el traqueteo de algún pequeño objeto en su interior. Levanté la tapa.

Dentro encontré un altavoz WEPS diminuto, sin cables y del tamaño de la uña de mi pulgar. Los sonidos de gente respirando provenían de allí.

—Qué raro es todo esto. —Nada más decirlo, Ernie sacudió un cuarto ataúd. Con la segunda sacudida, la tapa salió volando y del interior surgió un Verdoso armado con una navaja.

—¡Hola! —graznó y apuñaló a Ernie en el muslo, soltando una carcajada que despertó los viejos fantasmas que habían poblado mis pesadillas durante los últimos treinta años. Una puerta cercana se abrió de golpe y docenas de Verdosos invadieron la cripta como los virus de una infección. Mi cerebro me ordenó que cogiera el arma del texano, apuntara a donde fuera, y abriera fuego. Las órdenes no llegaron ni al hombro, ni al brazo, ni a la mano. Una masa informe de rabia y terror se apoderó de mi mente e impidió cualquier reacción. Los Verdosos se echaron sobre mí en cuestión de segundos y justo entonces, rompí mi bloqueo y fui capaz de enfrentarme a ellos. De una manera bastante estúpida e inútil, la verdad.

—¡Soltadme! —chillé.

Ernie se retorcía de dolor en un rincón. Un Verdoso bastante gordo había sacado una navaja de buen tamaño y apretaba el filo sobre mi párpado izquierdo.

—Buen ojo —dijo—. Buen ojo. Podría sacar una pasta por él. No te muevas tanto. A ver si te corto una vena sin querer… ¿Qué tenemos aquí?

Uno de los otros me subió la manga de la camisa y pasó sus mugrientos dedos verdes sobre la cicatriz del hombro. Me clavó la uña del meñique con fuerza. La típica uña larga que usan los cocainómanos. Brotaron unas gotas de sangre.

—Así que ya nos conocemos de antes, ¿verdad?

—Adelante, grábalo otra vez —le dije—. Me da igual.

—¡Por favor…! ¿Otra vez? Ya no resulta tan divertido como antes.

Vi a otro troll pasarle a Ernie un trapo empapado por la cara.

—No, lo que vamos a hacer es cortaros los pies y las manos. Eso es mucho más creativo. Así te pasarás el resto de tu vida como Mister Miao. —Me mostró un gato de trapo. Sus brazos y piernas eran simples muñones—. ¡Hola, Mister Miao! ¿Has visto que gatito tan mono?

—¡Que te jodan!

Una mano que surgió a mis espaldas me cubrió el rostro con un paño blanco. Un vapor penetrante invadió mis fosas nasales y, de pronto, me sumergí en un estado de vívida inconsciencia, distinta a cualquier sueño que hubiera tenido jamás. Me tiré por un tobogán y caí en un foso lleno como de goma de neumáticos. Me quedé tumbado en el foso, botando de un lado para otro como si estuviera en la Luna. Cerca del tobogán, había alguien columpiándose. Giré la cabeza para ver quién era y descubrí una rubia inconfundible con un cuerpo espectacular. Me dijo «hola» con su característica voz grave. Yo le dije «hola». Ella sonrió. Me sentía genial.

La escena cambió. Estaba sentado en el asiento al lado de la ventana de un avión. Nos encontrábamos en plena tormenta. A mi lado se sentaba la rubia, impasible, mientras el avión se preparaba para aterrizar. Miré por la ventana y comprobé que la nieve cubría el ala. El aparato descendió hacia Manhattan y aterrizó con suavidad sobre el gélido río Hudson. Cientos de barcos se alineaban a los dos lados, iluminando una improvisada pista de aterrizaje. El agua, azul como el contenido de una botella de Barbicide, comenzó a cubrir la ventana como si me encontrara dentro de un acuario. Permanecí inmutable, sentado. No me resistí. No intenté levantarme, me limité a contemplar el caos que se desataba a mi alrededor.

A continuación, como si me hubieran aplicado las palas de un desfibrilador, volví a la realidad de golpe. Estaba tirado sobre el suelo del salón de la casa del glampiro, desnudo. Rodeado de paredes negras. La noche caía en el exterior. Proferí un aullido gutural, como si acabara de escapar de una inmersión bajo el hielo. Levanté los brazos.

Ahí estaban. Mis manos. Las dos. Unidas al resto de mi cuerpo.

Bajé la mirada a mis piernas y comprobé que mis pies seguían pegados a los tobillos.

Me conté los dedos, del uno al diez, igual que había hecho con David cuando vino al mundo. Estaban todos.

Busqué a Ernie y lo encontré sentado en el suelo con la espalda apoyada contra una de las paredes negras, donde dos hombres le curaban la herida de la pierna. Me fijé en sus pies y manos. Seguían en su sitio. Me palpé en busca de heridas o vendajes. Nada. Me relajé de golpe, aliviado.

Tres tipos vestidos con camisas vaqueras y pantalones de color caqui estaban de pie ante mí. Un rastro de sangre discurría desde sus pies hasta la puerta de la calle, donde varios hombres con la misma vestimenta que los de la casa deambulaban de un lado para otro. Los tres que estaban ante mí me miraban con severidad. Pensé que debería estar preocupado, pero me sentía tan aliviado al ver que no eran trols y que no llevaban navajas (que yo supiera, al menos), que lo demás me traía sin cuidado. Y además, conservaba mis manos y pies. Los tres hombres tenían salpicaduras de sangre en la ropa, pero ninguno presentaba indicios de haber empleado la violencia. El hombre en el centro sostenía el petate de Ernie. Tendría unos cuarenta años, y unas generosas entradas que intentaba disimular peinando el pelo de la parte de detrás hacia adelante. El efecto era que no podías dejar de mirar tanto el pelo desplazado como los claros que intentaba cubrir.

Habló despacio y en voz baja:

—Qué coincidencia tan curiosa.

—¿Quién es usted?

—Soy el reverendo Steve Swanson. Éstos son mis compañeros de congregación, Jack y Brandon Fordyce. —Hizo que uno de los gemelos me diera una botella de agua—. Eso es un regalo.

—Gracias. Y gracias por… lo que sean que han hecho. ¿Qué hicieron? ¿Dónde están los trols?

—¿Los Verdosos? No volverás a saber de ellos durante mucho tiempo. Ese grupito era muy desagradable. Desagradable de verdad.

—Quiero saber dónde están.

—Chist, chist. Silencio. —Sacó un chicle y comenzó a mascarlo. Con parsimonia. Mucha parsimonia. Movía la mandíbula una vez y dejaba pasar unos segundos antes de seguir. Jamás había visto a alguien hacer algo así—. Tu amigo se va a poner bien. Pero tengo unas cuantas preguntas para ti, John Farrell. Creo que no eres un miembro de la IDH.

—No. No, señor.

—Ajá. Y es evidente que los Verdosos os atrajeron hasta aquí con algún engaño. Pero tengo curiosidad por saber qué os trajo aquí. Me refiero a vuestras intenciones. —Me mostró el petate de Ernie—. Tu amigo tiene algunos juguetes muy interesantes aquí. Escopetas… Explosivos… ¿Y qué es esto? —Sacó la jeringuilla—. ¡Una dosis de fluoracetato de sodio! Algo muy poco habitual, incluso para estos tiempos.

De pronto recordé algo.

—Swanson… Me suena el nombre.

—Claro que te suena. Tu hijo es un joven muy trabajador y voluntarioso. Deberías estar orgulloso de él.

—Me temo que no he jugado un gran papel en su vida.

—Ha contado en la Iglesia a lo que te dedicas. No te enfades con él. Conocer las actividades de vuestro… sector… es una parte importante de nuestra misión. Nuestra intención es que os planteéis la legitimidad de vuestras acciones, aunque supongo que es algo que ya sabes. Ha habido suerte porque el peor grupo de Verdosos del condado de Fairfax también os había echado el ojo. Una feliz coincidencia, ¿no crees? Tu hijo te ha salvado la vida hoy. La divina bondad de su interior le impulsó a actuar como lo ha hecho. Deberías reflexionar sobre ello, y más después de lo que ha sucedido. —Me observó con atención. Imaginé que me sacaban de ahí a rastras, siguiendo el reguero de sangre del Verdoso, hacia un destino desconocido y letal.

»Así que eres un especialista en consumación. ¿Y cómo te va? ¿Resulta emocionante? ¿Viajas mucho? ¿Conoces a gente y luego la matas?

—No mato a nadie —dije—. Soy un asesor.

—¿Qué me dices de tu amigo? ¿Qué papel juega él? ¿Crees que encontraré una capucha negra en el petate si busco bien?

—¿Qué quiere de nosotros, reverendo?

Se arrodilló a mi lado, su cara contrastaba vivamente con la pared negra del fondo.

—Supongo que estaremos de acuerdo en que mis compañeros y yo os hemos hecho un gran favor, ¿no?

—Sí.

—Los hombres que os atacaron son escoria. Son tan malos como las bandas, incluso peores, porque están compinchados con los traficantes de órganos, que son los peores de todos. Son culpables de violar la sagrada integridad del cuerpo humano. Confío en que también estaremos de acuerdo en esto.

—¿Los han matado?

—No matamos a nadie. Y tampoco hacemos daño a nadie. Son actos aborrecibles y sacrílegos. Te doy mi palabra de que los Verdosos son los únicos causantes de la sangre que se ha derramado. Atenderemos a estos caballeros a nuestra manera. Se les dará la oportunidad de volver a tratar a su prójimo con dignidad y respeto.

Lo último me irritó.

—No le pertenecen —le dije—. Iban a serrarme los pies y las manos. Quiero devolverles el favor.

—¡Vaya! ¡Cuánto valor ahora que estás a salvo!

—Ya basta, reverendo. No me fío de su gente igual que no me fio de los Verdosos. ¿Qué les van a hacer? ¿Y si no consiguen convencerles? ¿Y si se niegan a convertirse en colectivistas?

—Eso nunca ha sido un problema —respondió—. Harás bien en creerme si te digo que empleamos métodos que no causan daño alguno, pero que no querrías probar nunca.

—Y lo creo. A pies juntillas.

—En ese caso hoy te voy a hacer dos regalos. El primero es tu vida. El segundo es permitir que medites sobre la vida que llevas, y que lo hagas por tu cuenta, sin nuestra intervención. Y ése es un regalo excepcional. No solemos ofrecer este tipo de acuerdos, sobre todo a los que son como tú. Los trols, las bandas, los traficantes de órganos, son todos viles, pero vosotros sois los más perversos de todos. Os respalda el gobierno y la gente está convencida de que lo que hacéis es correcto, incluso noble.

—Y usted no está de acuerdo.

—Correcto. No estoy en absoluto de acuerdo. —Se acercó a mí—. Quiero que dejes de matar gente. ¿Comprendes? Detente.

—No tengo adónde ir si lo dejo.

—Tonterías. Cualquiera que diga que no tiene opciones es porque es demasiado perezoso para abrirse camino. ¿Cuántas horas desperdicias por la noche intentando justificarte a ti mismo lo que haces? No tienes por qué matar gente y lo sabes. ¿A qué te dedicabas antes de matar gente?

—Era abogado.

—¿Qué clase de abogado?

—Divorcios.

Se rió.

—Joder, no vuelvas a dedicarte a eso tampoco. Si necesitas trabajo, podemos ofrecerte algo.

—Gracias —respondí—. Pero creo que no.

—De acuerdo, pero te lo repito: deja de matar gente.

—Quiero a los Verdosos bajo mi custodia.

—Eres lento, ¿verdad? Tienes suerte que no te llevemos con ellos. Deja de matar gente. ¿Entendido? Si no, volveremos a vernos y pasarás los próximos diez años leyendo libros de Historia en una habitación individual a veinte plantas de profundidad bajo mi plaza de aparcamiento. —Se dirigieron a la puerta—. Díselo a tu amigo. Disfruta de nuestros regalos.

Fecha de modificación

21/6/2059, 11:58 p.m.