Una excursión a la Comunidad McLean de la Iglesia del Hombre

Le prometí a David que acudiría a un servicio colectivista y que lo haría con una mentalidad abierta. Anoche intenté dormir, pero me mantuvieron despiertos los ecos fantasmales de los indigentes que acechaban bajo mi ventana. Me levanté unas cuantas veces, pistola en mano, y me asomé para ver quiénes eran. No había nadie. Estaba inquieto, era capaz de relajarme. Mi visita a una congregación religiosa no podía llegar en mejor momento.

Conduje desde casa a Old Dominion Road, hasta llegar a la zona donde se alzaban los edificios de la Iglesia del Hombre (IDH) que atendían las necesidades de las distintas comunidades étnicas presentes en la ciudad: la IDH coreana, la IDH china, la IDH hispana. Cada comunidad tenía un cartel de bienvenida colgado en el exterior del doble muro fortificado que rodeaba el enclave (más tarde averigüé que las comunidades están conectadas entre sí por túneles). Al final de dicho enclave se encontraba la Iglesia de la Comunidad de Amigos, que ofrecía los servicios religiosos en inglés. Decidí que ése sería mi destino, ya que era la IDH de habla inglesa más próxima.

Llegué temprano, para evitar la hora punta de la mañana. Aun así, había cola para entrar en el recinto, y un policía de tráfico dirigía el tránsito desde Old Dominion. Sólo tuve que aguardar unos escasos veinte minutos antes de llegar a la verja de entrada, donde fui recibido por un voluntario de la Iglesia, un tipo sonriente llamado Jack. Vestía pantalones de color caqui y una camisa vaquera. Me solicitó mi carnet de feligrés.

—No tengo uno —le dije—. Ésta es mi primera visita.

No se inmutó.

—¡Eso no es ningún problema! Yo mismo puedo inscribirte. Sólo necesito tu nombre y una cuenta de correo electrónico, o el nombre de un blog.

—¿Bastaría con mi nombre? Prefiero no dar los otros datos.

Me sonrió igual que el maître de un restaurante cuando te dice que sin reserva no hay mesa. El tipo de sonrisa que convierte la negativa en algo más ofensivo.

—Por desgracia, necesitamos una cuenta de correo o un blog.

Le di la cuenta de Matt. Me había robado el almuerzo de la nevera la semana anterior, así que me debía una.

—¿Y tu empleo?

—Soy asesor técnico.

—¡Suena interesante!

—No lo es.

—De acuerdo. Adelante, pase. Por favor, no aparque en los niveles P1 ni P5. Son los reservados para nuestros Superamigos donantes. ¡Que el mundo del hombre lo bendiga y lo guarde!

Pasé por la verja y me encontré ante una gran villa estilo californiano. Estucada en blanco. Tejado con tejas de color rojo. La iglesia estaba dispuesta alrededor de un patio, con edificios en cada vértice y caminos entre las construcciones. En el centro del conjunto se extendía un césped perfecto en el que cada brizna de hierba se alzaba sin entrar en contacto con sus vecinas. Vi familias tomando el desayuno sobre manteles puestos sobre la hierba y grupos de gente joven (de apariencia joven, al menos), concentrados en sus lecturas. Me recordó a la Universidad de Stanford. La verdad es que nunca he estado en Stanford, pero me la imagino justamente así.

Conduje hasta el aparcamiento y dejé el coche en el nivel P8. Me metí en el ascensor y un hombre calvo, bajo y que vestía pantalones de color caqui y una camisa vaquera, corrió hacia el ascensor detrás de mí. Llevaba una pulsera que decía: Jesús es nosotros. Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a subir. Se detuvo en cada nivel, donde iban subiendo más miembros de la Iglesia, hasta que el calvo y yo acabamos aplastados al final del aparato. Algunos de los que subían, iban vestidos con los típicos pantalones de color caqui y camisa vaquera. Todos —hombres, mujeres y niños— saludaron sin falta al hombre que estaba a mi lado. Se dirigían a él como «reverendo». Parecía alguien importante. En un momento dado, se dirigió a mí.

—No me resultas familiar —me dijo—. Suelo aparcar adrede en los niveles inferiores para ver llegar a la gente nueva.

—Soy nuevo. Mi hijo me ha pedido que acuda a uno de los servicios de la Iglesia. Imagino que hoy es un día tan bueno como cualquier otro.

—Vaya, eso está muy bien. Me llamo Carl Derron. Soy el reverendo de esta congregación.

—John Farrell. —Nos dimos la mano—. Carl, ¿puedo hacerte una pregunta? ¿O debo llamarte reverendo Derron?

—Carl está muy bien. Pregúntame todo lo que quieras.

—Mi hijo lleva la misma indumentaria que tú. ¿Tiene algún significado?

Cerró los ojos y asintió con vehemencia.

—Buena pregunta, muy buena pregunta, John. Los miembros de la Iglesia pueden vestir como deseen. No hay ningún problema. Nos aceptamos los unos a los otros, no le damos importancia a nuestro aspecto. Pero algunos de nosotros, incluido yo mismo, creemos que las ropas ostentosas, los tatuajes y los piercings y todos esos adornos sólo sirven para difuminar la importancia que tiene la persona en sí, su pureza y su relación con los demás. La ropa que yo llevo puesta es anodina. Y la quiero así porque de esa manera la gente se concentra en lo que yo soy, en mi esencia. Ése es el motivo de que existan colonias nudistas de la IDH. Aunque si te soy sincero, eso ya me parece exagerar un poco las cosas y además, la gente acaba distrayéndose por otros motivos.

—¿Siempre vistes igual?

—Cuando juegan los Skins, no, amigo mío. Cuando juegan los Skins, no.

Las puertas del ascensor se abrieron y salimos a la capilla principal, que, a primera vista, me recordó el estudio de alguien con mucho, mucho dinero. Había estanterías en las paredes desde el suelo al techo, repletas de libros. Docenas de escaleras rodantes servían para acceder a los volúmenes, aunque varias de ellas servían de asientos provisionales para algunos de los presentes. Numerosos hechos históricos estaban representados en vidrieras de colores: Ben Franklin volando la cometa con la llave atada en plena tormenta. El día D en Normandía. Neil Armstrong en la Luna. Graham Otto y las moscas de la fruta, etc. Había un puñado de sillas plegables colocadas en la parte de delante para uso de la gente de más edad y los discapacitados.

El resto permanecía de pie. Era como una fiesta multitudinaria. Todo el mundo hablaba con alguien y la algarabía de las conversaciones ascendía hasta el techo, desde donde descendía en forma de eco. La gente se acercaba a mí para presentarse, pero no conseguía entender lo que me decían. Me limité a sonreír y gritarles mi nombre.

Vi a Derron abriéndose paso entre la muchedumbre, estrechando manos y haciéndole carantoñas a los niños más pequeños, hasta alcanzar un pequeño escenario. Desde donde me encontraba, sólo podía ver el brillo de su calva. También distinguí a algunos miembros de la banda de música sentada detrás del reverendo. Éste alzó una mano y la banda comenzó a tocar. Interpretaron With a Little Help from My Friends. La versión de Joe Cocker. La mitad de los presentes se puso a bailar y la otra mitad siguió hablando a gritos. Me entregaron unas fotocopias grapadas con las lecturas y canciones del día. Las hojeé intentando calcular cuánto podía durar el acto. La banda acabó su interpretación, y Darren volvió a levantar la mano. El silencio fue repentino y absoluto, como el de un velatorio. Comenzó a hablar.

—Buenos días —saludó.

La congregación respondió al unísono:

—¡Buenos días!

—Hoy os iba a hablar sobre el mismo rollo de siempre, lo de ser bueno con el prójimo y la importancia de estudiar a fondo el libro de historia de la IDH. Pero no, al final he decidido que quiero hablaros sobre… volar.

Se oyeron risitas entre los asistentes.

—He estado consultando horarios de vuelos porque quiero ir a ver a mi nieta a Nevada el próximo otoño. No sé por qué lo hice, tengo muy claro que no me puedo permitir el coste de un billete. Pero di un vistazo, por curiosidad. El viaje de ida y vuelta, sin incluir las tasas por equipaje, cuesta 12.230 dólares.

La gente jadeó, asombrada ante la cifra.

—Sabía que no podía pagar esa cifra salvo que dispusiera de forma irresponsable de los fondos de la Iglesia. Así que me sentí bastante descorazonado porque mi única opción era emprender el viaje en coche, un viaje interminable. Entonces vi algo que me deprimió más aún. Era un artículo sobre el avión que se estrelló a principios de esta semana. Estoy seguro de que también lo habéis visto. El avión era un prototipo del que se esperaba mucho. Era el primer avión a reacción de pasajeros propulsado por baterías eléctricas. Y se estrelló en su viaje inaugural. Murieron dos personas: el piloto, Wyatt Embry, y el consejero delegado de la compañía, sir David Paul Furniss. El artículo comentaba que un año atrás, la primera versión del prototipo había conseguido despegar y mantenerse en el aire durante quince minutos. También afirmaban que la nueva versión tendría una autonomía de vuelo de una hora, más que suficiente para viajes regionales de corto recorrido. Furniss convocó una rueda de prensa y declaró que el VA717 estaba «listo para despegar». Hasta había bautizado al aparato con el atractivo nombre de La Avispa Escarlata. Y el avión tenía un interior espectacular; diseñado por Layla DiGiorno contaba con ventanas panorámicas de Lucite, duchas y un restaurante tipo bufete en la cabina de pasajeros. Lo mejor de lo mejor. Algo grande. Y lo que ocurrió fue lo siguiente: Embry y Furiss se subieron al avión y recorrieron la pista frente a una tribuna de invitados, donde se encontraban familiares, empleados de la empresa y espectadores. Voy a leer el artículo: «Los testigos declaran que el avión despegó y en seguida comenzó a descender hasta estrellarse en un huerto cercano».

»Esto es una tragedia por muchos motivos. El más evidente es que dos personas perdieron la vida y sus seres amados están desolados. Por otra parte, nuestras esperanzas de conseguir un medio de transporte ecológico y económico, uno en el que podría haber volado para visitar a mi nieta, han sufrido un serio varapalo. Tengo la certeza de que, a pesar de los temores que podamos sentir hacia el hecho de volar, a todos nos gustaría que fuera un transporte al alcance de cualquiera, ¿verdad?

Todo el mundo asintió.

—Y por eso mismo me sentí triste. Odio ver que el progreso sufra contratiempos. Sin embargo, al meditar sobre el asunto, llegué a la conclusión de que había una enseñanza en todo esto. Una enseñanza maravillosa. Dos hombres, Furniss y Embry, entregaron sus vidas persiguiendo una idea que habría mejorado las vidas de todos los que habitamos este mundo de posmortales. Lo dieron todo para ofrecernos esta oportunidad. ¿Y por qué lo hicieron? ¿Por dinero? Sí, seguro que ése fue uno los motivos. ¿El deseo de pasar a la historia de la aviación como pioneros?

También estoy convencido de que tuvo su peso. La ambición siempre cuenta. Pero esa ambición es un regalo, es el impulso que conduce a un hombre a ayudar a la sociedad y que consigue que la tecnología avance, obteniendo logros que mejoran lo que había hasta ese momento. ¿Sois conscientes de las maravillas que pone a nuestro alcance la ambición? Es un don con el que todos estamos bendecidos. Por lo tanto, aunque esta noticia es una tragedia, mis sentimientos son de esperanza. Con la tragedia aún reciente, entrevistaron a Juan Ozuma, vicepresidente de Voltair y esto fue lo que declaró: "Puedo asegurar que nuestro propósito es alcanzar la meta que nos hemos trazado".

»¿Pensabais que la empresa iba a abandonar sus planes a causa de la muerte de estos dos hombres? ¡No! Seguirán hacia adelante. Van a seguir empeñados en su lucha a pesar de la tragedia, y no cejarán hasta que los aviones eléctricos sean una realidad. ¿Y sabéis que creo? Que van a lograrlo. Es posible que no lo consigan ahora. No, es poco probable. Pero a la larga, alguien dará con la solución. Porque siempre hay alguien que lo hace. Sólo tenemos que leer la historia de la humanidad para darnos cuenta de que es así. Se hacen descubrimientos. Se superan obstáculos.

Estaba siguiendo el discurso de Darren con mucha atención y me pareció todo muy razonable. Pero entonces vi cómo se tensaba la piel reluciente de su calva, y sus cejas comenzaron a subir y bajar con un ritmo frenético por encima de la cabeza del tipo rubio que tenía delante y no me permitía ver más. El tono del discurso cambió.

—Esto es la divinidad. A esto nos referimos cuando hablamos sobre la colectividad, esa inmensa e incontenible fuerza vital que impulsa el progreso. Es la bendición con que hemos agraciado a este planeta. Otras congregaciones no valoran esta gracia como es debido. Yo no cometo ese error. Somos los dioses de este mundo. Que nadie crea lo contrario. Cuando una hormiga, una diminuta hormiga, mira hacia arriba y ve a un ser humano, ¿qué es lo que ve? Un titán. Un poder superior que escapa a su comprensión. Un ser que posee un control absoluto de su destino. Somos el destino. Y la muerte de esos dos hombres, maravillosos y emprendedores, no contradice lo más mínimo esta realidad. Hoy, cuando volváis a casa, quiero que meditéis sobre la ambición del ser humano y el poder impresionante que poseéis sobre la tierra y las criaturas que la habitan. Porque ellas os pertenecen. Quiero que…

En ese instante, alguien entre los congregados, comenzó a gritar. No podía ver quién era, pero le chillaba a Derron.

—¡Eres un jodido monstruo! ¡Reverendo Carl Derron! ¡¡Esta puta iglesia arderá!! ¡¡Yo mismo la haré arder!! ¡Y lo haré ahora mismo!

Una exclamación horrorizada se extendió por los presentes y, de repente, me encontré atrapado en una estampida hacia las puertas de la capilla. Entre la multitud presa de pánico, distinguí a un grupo de hombres que se habían tirado encima del provocador. Me pareció ver el brillo de algo metálico: un puñal, un arma, un bastón… No estoy seguro. Todo lo que vi fue algo que brillaba. Me di la vuelta y corrí hacia las puertas, a la vez que un grupo de guardias jurado con equipo antidisturbios irrumpían en la capilla. Oí a Derron tranquilizar a los asistentes al decirles que el provocador había sido sometido. A mí no me tranquilizó lo más mínimo, y decidí abandonar la Iglesia del Hombre. Mi mentalidad abierta se había cerrado por completo.

Mientras aguardaba para salir del aparcamiento, le envié un mensaje a David para contarle lo ocurrido. Le describí el tono fanático con el que había concluido Derron su discurso y el presunto intento de asesinato.

Me respondió que había elegido el centro religioso equivocado. Me rogó que lo intentara de nuevo. Que eligiera otro centro y volviera a intentarlo. No le prometí nada.

Fecha de modificación

14/6/2059, 12:03 a.m.