Una de las pegas que tiene el cuestionario final es que hay clientes que están ansiosos por colaborar. Demasiado ansiosos. A fin de cuentas, toda esa información va a parar a un expediente público. No deja de ser un legado para la posteridad. Y la gente habla. Y habla. Y algunos hablan aún más. Matt me ordenó que no permitiera que la conversación se me fuera de las manos. Hay que tener cierto talento para impedir que alguien siga divagando y conseguir que vuelva a centrarse en el tema. Dominar ese talento es igual que aprender a ser un buen presentador de televisión. Es una forma de ahorrar tiempo y dinero. Matt se enfada cuando derrochamos el tiempo y el dinero. Como dueño de la empresa, él es libre de hacerlo siempre que le viene en gana. Y lo hace. Nunca le he visto trabajar en la oficina. La mayor parte del tiempo está metido en tratos para comprar piezas de coches antiguos, o venderlas. Es el tipo de cosas que puedes hacer cuando eres el dueño.
Matt tiene otro motivo para exigir que el papeleo relacionado con la consumación sea lo más breve posible: no quiere que Ernie y yo estemos por ahí fuera al caer la noche. Y hasta ayer siempre habíamos conseguido evitarlo. Ninguno de nuestros encargos nos había llevado más allá del atardecer. Al menos, ninguno localizado en zonas peligrosas. Al anochecer, ya estábamos en casa, en la oficina o en el coche, pero circulando por un vecindario seguro. La única vez que no lo conseguimos fue durante un encargo que hicimos en Great Falls, Virginia. El cuestionario se prolongó hasta más tarde de las 10:00 p.m. Pero en Great Falls no había mucho peligro de que aparecieran las D36. Dormimos dentro del coche, protegidos por las murallas de la ciudad.
Hace cuatro días recibimos una llamada procedente de un barrio de viviendas sociales en el sudeste de Washington. El cliente era un hombre con una edad Cura de setenta y ocho años, y dolores crónicos de espalda. Había sufrido varias operaciones en la zona lumbar y sintió la necesidad de contarnos los detalles de todas y cada una de las intervenciones. Procuré recuperar el control de la entrevista, pero había dormido muy mal la noche anterior y, además, el encuentro con mi hijo de la semana anterior me seguía afectando. No estaba acertado. Nada de lo que decía iba a impedir a ese hombre seguir hablando de su ciática. Recurrí al lenguaje corporal para ver si el tipo se daba cuenta e iba al grano. Bostecé. Miré el reloj. Ernie se impacientó y preparó la dosis antes de que el hombre hubiera terminado. Pero siguió hablando, y la oscuridad se hizo cada vez más evidente. Cuando el reloj dio las nueve, la irritación de Ernie dio paso al temor. Temor que me contagió. El sudeste de Washington no es Great Falls. Al final, le dije al cliente que lo teníamos que dejar.
—¿Qué?
—Tenemos que dejarlo, señor. Podemos volver mañana. —Ernie me dio una patada por debajo de la mesa—. Pero ahora nos tenemos que marchar.
—Pero estaba listo para terminar esta noche —se quejó.
—Lo siento, señor. No nos queda tiempo para acabar hoy.
—En ese caso, creo que voy a llamar a DES, de la competencia. A ver si ellos acaban el trabajo.
—Si piensa que es lo mejor, estaremos encantados de pasar su caso a…
Ernie se puso de pie.
—A callar. Los dos.
Oímos jaleo procedente del exterior. Abajo, en la calle, gritó una mujer. Ernie proyectó el WEPS sobre la pared. Abrió una aplicación de población en pantalla. Trazó un mapa en 3D del barrio en el que nos encontrábamos. Dos calles discurrían en paralelo a cada lado del edificio en el que nos encontrábamos y por detrás de un almacén abandonado en la finca de enfrente. Dos aglomeraciones rojas avanzaban con lentitud desde ambos lados del almacén en nuestra dirección.
Ernie frunció el ceño.
—¡Mierda! —gruñó y se fue a por el petate. Miró al viejo—. ¿Qué sistema de seguridad tiene el edificio?
—¿Sistema de seguridad?
—¡Doble mierda! Bien, Thomas, es su día de suerte. No tendrá que llamar a los del DES para que acaben con usted. La gente que viene hacia aquí lo hará sin problemas.
—¿Llamamos a la policía? —preguntó el viejo.
—¿Aquí en el sudeste? ¿Bromea? Sí, bromea. —Ernie se volvió hacia mí—. Tenemos que llegar abajo ahora mismo. Si nos quedamos aquí arriba, estamos muertos. Vamos. ¡Vamos!
Saqué el arma del texano que llevaba en la cintura del pantalón y salí a toda prisa del piso del viejo. La puerta estaba justo enfrente de una de las escaleras del edificio. Vimos vecinos asomándose a las puertas al oír nuestros pasos precipitados hacia la planta baja. Saltamos sobre un grupo de vagabundos que dormía en los escalones. Una negra con una bata nos interceptó en la tercera planta. Exigió que le dijéramos lo qué ocurría.
Ernie respondió sin detenerse.
—Vienen hacia aquí. Salga de aquí. ¡Todo el mundo fuera!
El aviso voló escaleras arriba al instante. Las puertas de las viviendas se abrieron dando paso a gente que se precipitó hacia la escalera. Ernie y yo nos vimos detenidos en medio de una masa de gente cuando alcanzábamos la planta baja. Ernie cabeceó con satisfacción.
—Esto es bueno —me dijo—. Mucha gente. Demasiada para que la manejen con facilidad. ¿Eres bueno con la automática?
—No lo sé.
—Vale. Voy a considerar eso como un «no». Guárdala y toma esto. —Me alargó una escopeta del petate—. Comentaste que ya habías tenido algún encuentro con estos payasos, ¿no?
—Grupos de tres o cuatro. Bastaba con enseñarles el arma para que se largaran. Nada que ver con esto.
—Vale. Esto es lo que hay. La escopeta se recarga por bombeo. Tienes seis tiros. Eso son cinco recargas. Cuenta cada disparo. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Cuando llegues al sexto más vale que te hayas abierto paso para escapar.
—¿Disparo a dar?
—Sí.
—No puedo hacerlo.
—¿Por qué no?
—Porque no.
Me miró a los ojos, la única parte de mi cuerpo que no estaba temblando, y se dio cuenta de inmediato que jamás había disparado, mucho menos matado a nadie. Hasta cuando tuve que disparar en casa de Swift, apunté alto adrede. Ernie me dio unas palmaditas en el hombro.
—Créeme, hermano, cuando un rebaño de esos payasos vaya a por ti para arrancarte la cabeza, podrás disparar. Te lo prometo. Proyectaré la imagen del WEPS frente a nosotros. Corre hacia donde veas que no hay puntos rojos.
—¿Y si están armados? —pregunté.
—Seguro que algunos lo están. Dispara y procura que no te disparen.
Alcanzamos las puertas acristaladas del portal y corrimos al exterior. El centro de la calle se llenó de vecinos rápidamente, muchos de ellos armados. Por lo demás, todo era quietud. Las calles laterales, donde el WEPS delataba la presencia de los sitiadores, estaban en calma aparente. No había ni rastro de ellos. El coche estaba aparcado a doce manzanas dirección oeste, en la planta veintisiete de un aparcamiento. Fuimos allá sin dilación. Un puñado de vecinos nos siguió. Llegamos al cruce y miré a la derecha, al lateral del edificio. Una muchedumbre de indigentes venía en nuestra dirección. Cuando era un crío, mi padre me tenía dicho que jamás mirara a los ojos a un indigente. «Si lo haces —me decía—, irá a por ti.» Y eso fue lo que nos pasó. Nos quedamos mirando a la muchedumbre y la fastidiamos. De inmediato, un grupo de ellos se separó de la muchedumbre y vino a por nosotros. Nos arrojaron una botella de vino que impactó en un hombre delgado que corría junto a mí. Se desplomó sobre el asfalto. Ernie y yo seguimos corriendo. Alguien disparó a nuestras espaldas y agaché la cabeza por instinto. Aferré la culata de la escopeta con todas mis fuerzas. El arma me daba más apoyo moral que protección.
Al aproximarnos al siguiente cruce, surgió otro grupo tras la esquina. Ahora los teníamos delante y detrás. Cruzamos al otro lado de la avenida, pero ellos hicieron lo mismo.
—¡¿Adónde apunto?! —le grité a Ernie volviendo la cabeza.
Ernie proyectó la WEPS sin dejar de correr. No fui capaz de leer nada en la pantalla. Lo veía todo borroso a causa del pánico. Entonces algo se me metió en el ojo y tuve que cerrarlo.
—¡Hacia adelante! —chilló Ernie—. ¡Dispara a través de ellos! ¡Apunta al centro del grupo!
Nuestro pequeño grupo adoptó una formación improvisada, colocándonos uno al lado del otro, hombro con hombro. Vi cómo la multitud enfurecida y borracha frente a nosotros se preparaba para la lucha. Eran casi todos hombres adultos, desastrados y sucios. Habría unos cien; quizá doscientos. No se me da bien calcular cosas así. Lo único que había libre de mugre entre ellos, eran las brillantes y afiladas cuchillas metálicas que esgrimían en nuestra dirección. Ernie fue el primero que disparó a aquella escoria. Seguí su ejemplo, pero a causa de los nervios apunté demasiado alto.
Uno.
Otro disparo resonó a nuestras espaldas y vi a uno de los vecinos del grupo caer al suelo como si se hubiera abierto una trampilla a sus pies. Ernie disparó de nuevo. Estábamos a menos de diez metros del grupo que teníamos delante. Distinguí un espacio libre en su formación, justo en el centro, hacia donde habíamos disparado. Otros dos integrantes de nuestro grupo abrieron fuego hacia el mismo punto y el claro se hizo más evidente. La manada de indigentes comenzó a perder efectivos conforme algunos de sus miembros optaban por buscar presas menos agresivas. Encogí los hombros, aterrorizado ante la proximidad del inminente choque. Ernie disparó otra vez. Ahora los teníamos a nuestro alrededor. Uno de ellos intentó agarrarme del brazo, pero conseguí soltarme disparando hacia el dueño de la mano.
Dos.
Vi a mi objetivo desplomarse. No pude evitar detenerme para verlo bien. Era joven. Seguía vivo. Tenía aspecto de veinteañero, aunque hoy en día eso no significa nada. Mi titubeo me costó caro. Me agarraron por la espalda y me tiraron al suelo. Un gigante de al menos ciento cuarenta kilos se dejó caer encima de mí y comenzó a clavarme los dedos en el pecho. Tenía sangre seca en la barba, un coágulo que descendía desde la boca hasta el mentón. Yo estaba aterrorizado hasta la médula y eso le divirtió. Sonrió, los dientes sucios, la boca roja como una herida sangrante.
—¡Voy a devorar tu corazón!
Sus dedos hurgaron con fuerza en mi pecho y noté que la piel comenzaba a ceder. Entonces oí un disparo y su cara reventó igual que una calabaza estrellándose en el suelo. Cayó sobre mí como un saco de ladrillos. Conseguí quitármelo de encima, aunque su hedor siguió aferrado a mi ropa y a mi piel. Cuando me ponía de pie, vi que había sido Ernie quien acababa de salvarme con su cuarto disparo. Los asaltantes y vecinos del barrio luchaban todos revueltos, los dos bandos indistinguibles el uno del otro. Vi que un grupo de ellos derribaba a uno de los nuestros y comenzaba a apuñalarle. Les disparé por solidaridad con el caído.
Tres.
Ernie me agarró arrastrándome con él hacia donde habíamos dejado el coche.
—No malgastes munición. Tenemos que abrirnos camino.
Los asesinos no mostraron mucho interés por nosotros, éramos de los pocos que íbamos bien armados. Preferían cebarse en la gente más indefensa: mujeres, niños, gente mayor. Ernie y yo volvimos a disparar para despejar el paso. Ahora podía distinguir con mayor claridad la pantalla del WEPS y observé que se abría una mancha oscura entre el amasijo de puntos rojos. Seguí corriendo hacia adelante. Había menos gente al final de la manzana.
Ernie me ordenó que no mirara hacia atrás, pero no pude evitar hacerlo. Eché un vistazo y vi cómo una horda de repugnantes guerrilleros callejeros se abatía sobre las personas que vestían pijamas y batas. Corrían en tropel hacia el edificio de nuestro cliente para reclamar su botín de agua y comida. Observé a uno de los pordioseros abalanzarse sobre un niño de cinco años y morderle en la pierna. Di la vuelta y fui hacia ellos.
—¡Suéltalo!
Disparé.
Cuatro, cinco, seis.
El hombre huyó, indemne. Ni un solo impacto. Corrí hacia el niño y lo ayudé a ponerse de pie. Cuando me di la vuelta para reemprender mi camino, comprobé que estaba de nuevo bloqueado. Cargué la escopeta a pesar de que sabía que no me quedaba munición. Pero al verme, comenzaron a dispersarse. Ernie, que se encontraba a sus espaldas, abrió fuego y pronto pude volver a correr sin obstáculos.
Había disparado seis tiros.
Ernie otros seis.
No nos quedaba ninguno.
Corrimos hacia el oeste, alejándonos de la batalla, yo llevaba al niño en brazos. Oímos el sonido de más disparos y de gente chillando. Poco a poco fuimos dejando el caos atrás. Oímos unos helicópteros a lo lejos. Cuando alcanzamos la entrada del garaje, el fragor de la batalla apenas era un recuerdo. Pulsamos el botón de llamada del ascensor. No funcionaba. Emprendí la lenta y extenuante escalada por la escalera con el niño a mi espalda. No se veía un alma, lo que sólo sirvió para ponernos más nerviosos. Ernie y yo nos turnamos para cargar con el niño, haciendo relevos cada cinco plantas. Alcanzamos la vigésimo séptima, resoplando en cada escalón. Me dejé caer contra el muro de cemento helado del aparcamiento, suspirando de alivio. Estuvimos descansando durante diez minutos.
Ernie abrió la puerta que daba acceso al aparcamiento. La cruzamos. Un indigente saltó ante nosotros y corrió hacia Ernie con un cuchillo en las manos. Su rostro estaba contraído en una mueca de rabia. En un único y fluido movimiento, Ernie se metió la mano en el bolsillo, sacó la jeringuilla con la dosis que el viejo charlatán no había llegado a recibir, y se la clavó a nuestro atacante en el pecho. Murió con la misma rapidez con la que había aparecido.
Me quedé inmóvil, incapaz de procesar lo que acababa de suceder.
—¡Joder!
Llevamos al niño a un hospital próximo al taller de Matt y lo dejamos ingresado. He intentado conciliar el sueño desde entonces, pero no he podido. El repugnante hedor del grandullón que intentó abrirme el pecho ha penetrado por mis poros y ahora inunda cada rincón de mis entrañas como el abono que se extiende en un campo de cultivo. Apesto como una hamburguesa que han sacado de la nevera y de la que se han olvidado. Me sentía infectado como si un auténtico zombi me hubiera mordido transformándome en un muerto viviente. Cada vez que cierro los ojos, me encuentro con un tipo enorme y asqueroso sentado encima de mi barriga, que intenta abrirse paso hacia mi corazón con sus manos desnudas. Jamás volveremos al sudeste.
Fecha de modificación
13/6/2059, 5: 12 a.m.