No había vuelto a ver a David desde que tenía un año. Le había visto en la WEPS. Había hablado con él. Recuerdo haberle visto en pantalla cuando tenía cuatro o cinco años. A esa edad, los críos hacen una cosa muy peculiar; me refiero a que cuando ven algo que les gusta de verdad, sonríen con tanto entusiasmo que fuerzan los músculos faciales a tope. Tienes la sensación de que si fueran capaces de extender su sonrisa desde la Costa Este a la Oeste, lo harían. Su felicidad es tan pura que por mucho que lo intentan, son incapaces de expresarlo con un solo gesto. Pero lo intentan. Suele ocurrir en presencia de un helado. No conozco a ningún adulto que sonría así. Recuerdo que esa clase de entusiasmo iluminaba el rostro de David cuando me veía, con independencia de la hora, el día o el mes. Pero conforme se hizo mayor y su mundo creció con él, verme saludándole desde Ecuador, o donde quiera que me encontrara en ese momento, comenzó a perder su encanto.
Seguí su trayectoria como jugador de baloncesto en el instituto (era mucho mejor jugador de lo que yo jamás fui). Era mi manera de mantenerme cerca de él, a través de las renovaciones de su equipo y las reseñas de los partidos. No lo veía, pero lo seguía de forma obsesiva. Me entrometía sin más en su feed y de vez en cuando, le daba algún consejo sobre chicas o qué propina era la adecuada en un bar. A veces me respondía y entonces sentía un escalofrío. Otra veces me ignoraba. Era así. Jamás se lo eché en cara.
Sonia me preguntó si quería ir a verlo con ocasión de su cumpleaños. Hacía más de siete años que no había hablado con él, tiempo en el que, según me comentó su madre, se había convertido en un colectivista extremadamente devoto de la Iglesia del Hombre.
Ésa fue la primera vez que me invitaron desde que había vuelto a Estados Unidos. (No me gustaba la idea de volver y presentarme si más delante de David. Pensé que ya llegaría el momento.) Acepté la invitación con alegría.
Recuerdo cuando David era un bebé y dormía en un cuarto al lado del mío en mi antiguo piso. Había un osito de cartón en la puerta con su nombre escrito. Cuando pasaba por la puerta, me detenía para leer el cartel. Era como pasar por el camerino de una estrella del rock. Era un fan de mi propio hijo. Ahí de pie, delante de su puerta, me invadía la sensación de que estaba a punto de encontrarme con alguien a quien quería conocer por encima de todo. ¡El chico de las fotos está detrás de esa puerta! Esa especie de añoranza me ha acompañado siempre, en especial desde que empezamos a perder el contacto.
La perspectiva de que iba a encontrarme de nuevo con David después de tanto tiempo adquirió la misma importancia que si me hubieran regalado entradas para un concierto de Elvis. Sentía el mismo temor a fastidiarla. Ensayé todo lo que quería decirle. Imaginé todas sus respuestas, ya fueran crueles o amables. Preparé la ropa que iba a ponerme, preocupado por ofrecer una buena imagen. Nunca hago cosas así. No era el de siempre.
Nate y Sonia se habían mudado a Morning Heights después de que el paso del huracán Jasmine hubiera arrasado el centro de la ciudad. El autobús tardó doce horas en llegar a Port Authority, pero gracias al WEPS estuve entretenido todo el viaje. Le envíe a David varios pings avisándole de mi llegada, pero no me respondió. La pequeña petaca llena de whisky que llevaba encima, consiguió que el tiempo pasara más de prisa. Cuando llegó el autobús, bajé y me sumergí en un mar de cuerpos en el que sentí una opresiva sensación de asfixia. No había vuelto a Manhattan desde que la habían cerrado por completo al tráfico rodado. La diferencia era brutal. Todo me pareció distinto a como lo recordaba. Era como si acabara de aterrizar en una ciudad teletransportada desde China. Todo el mundo se movía a mi alrededor con la rapidez de un rayo. No había nada que los desviara de su trayectoria y en más de una ocasión me encontré entorpeciendo el paso de otros. Los ciclistas volaban por las calles con tanta destreza como si fueran sobre raíles. Distinguí la entrada al metro y comencé a desplazarme hacia ella entre la multitud. Los años que había pasado viajando con Keith habían servido para darme aplomo en cualquier situación. Los demás chocaban contra mí, pero mientras no hubiera un contacto inaceptable, todo iba bien. Me adapto a todo.
Me estrujé en el interior del tercer tren que se detuvo en la estación y, cuando llegué a Morning Heights, me encontré con un entorno más tranquilo que el que acababa de abandonar. Llegué a la dirección que tenía y llamé. Sonia abrió la puerta. Estaba embarazada.
—¡Coño! —exclamé, sin pensar.
—De prisa, entra. —Estaba sola. David había salido con su hermanastra y Nate a tomarse una pizza.
—¿De cuánto estás?
—Cinco meses.
—Así que vas en serio. Genial. Me alegro mucho por ti.
Se dejó caer en el sofá y se llevó una mano a la frente.
—¿Estás bien? —pregunté—. ¿He dicho algo malo?
—Cada día es más complicado ocultarlo, John. Me estoy quedando sin ropa extra grande. El otro día lo intenté con un sari y parecía que me hubiera vestido para una fiesta de disfraces. Cuando Nate y yo decidimos ir a por el bebé, sabíamos que no iba a ser sencillo. Pero los cuatro meses que tengo por delante van a ser horribles. Me aterroriza la idea. La gente me mira mal.
—Es Nueva York. La gente te mira mal aquí por respirar a su lado.
—Ése es el problema. Puedo sentir cómo me miran la barriga. Sé lo que piensan: «¡Oh, Dios, otra boca que alimentar!». ¿Te has enterado de que han matado a otra embarazada en Queens la semana pasada? Una panda de cabronazos la despedazó.
Le di unos golpecitos de ánimo en la pierna. Me dirigió una mirada de gratitud. Hacía ya mucho que los gestos de afecto entre Sonia y yo eran sólo fraternales.
—Todo irá bien.
—Eso no lo sabes —dijo ella.
—Lo que importa es que la gente a tu alrededor te haga sentir segura, aunque no puedas vivir detrás de un campo de fuerza o algo por el estilo.
—Necesito un campo de fuerza. Es posible que me quede en casa durante una buena temporada. Hasta puede que tenga al bebé aquí. Sólo tengo que ampliar el WEPS y proyectar la imagen de una montaña sobre la pared, así evito la claustrofobia.
—¿Qué piensa David sobre todo esto?
—Se siente protector, igual que tú. Quiere que bauticemos al bebé en la Iglesia del Hombre.
—¿Estás de acuerdo?
—Sí, claro. Nate y yo hemos ido a algunas de las actividades organizadas por la Iglesia. No están mal. Todo muy normal. Ya sé que las sectas llaman mucho la atención, pero la Iglesia es inofensiva. El bautismo es una ceremonia muy sencilla. Dan tarta. Está buena.
Fui a la cocina y le preparé un vaso de agua y unos frutos secos. Desde allí, oí que abrían la puerta de la calle. Agarré el vaso con fuerza para no derramar el agua cuando viera a David. La puerta se abrió y entraron los tres. Allí estaba. Justo delante de mí. Me quedé mirándolo. No pude evitarlo.
—Joder, eres clavado a mí.
Apartó la mirada, incómodo ante el comentario. Lo había visto en pantalla desde que nació. La publicidad dice que el WEPS es como la realidad, que es como estar allí. Pero no, nada es comparable con la realidad. Su presencia ante mí era dual. Por un lado, la del hombre en que se había convertido y por otro, el recuerdo del bebé llorón que vi surgir del cuerpo de su madre hacía años. Me sentí empequeñecido. Intenté romper el incómodo silencio.
—¿Queréis agua?
—Sí —respondió David. El simple hecho de oír su voz me pareció irreal. Me entraron ganas de coger ese «Sí» y guardarlo en un frasco.
Volví a la cocina para servir el agua. Se parecía a mí, sólo que era algo más fornido. Más musculado. Era una versión mejorada del original. No me sentía su padre. Me vi como si fuera su sombra. Ante David, no percibí la autoridad paternal que emanaba de mi propio padre. Al contrario, me inundó una profunda sensación de inmadurez. Él tenía veintinueve años. Yo tenía veintinueve años. Me sentí como si sólo tuviera cinco. La súbita comprensión de mi negligencia como padre durante veintiocho años, me golpeó con la fuerza de un martillo neumático. En mi mente presencié la muerte del espíritu de ese bebé en su cuna. La pérdida permanente de una parte de mi vida, el peso insoportable de la responsabilidad que había eludido, todo eso me hizo sentirme menos que nada.
Volví con el agua. Nate, Sonia y Ella iniciaron una conversación para evitar la incomodidad de antes. Hice algunos comentarios, aunque todo lo que dije me pareció inapropiado y fuera de lugar, igual que en una primera cita en la que todo sale mal. Decidí que necesitaba beber algo. No quería perder el tiempo. Prefería correr el riesgo de que David se formara una mala imagen a que la situación siguiera tan tensa.
—David, ¿te apetece que vayamos a tomar algo?
Lo pensó durante un momento que se me hizo interminable. Al final, sonrió y dijo que de acuerdo. Bajamos por el ascensor en silencio. Había un pub irlandés cerca. Aún era pronto para la habitual afluencia de bebedores de las dos de la tarde y el pub estaba bastante vacío. David se sentó mientras yo pedía las bebidas. Él pidió un agua mineral, ya que era abstemio. Existe un momento, cuando vas a un pub con alguien con quien te mueres de ganas de hablar, en el que el nerviosismo te lleva a entretenerte en la barra para aplazar el momento del encuentro. Me había bebido la mitad de mi cerveza cuando me dirigí hacia la mesa. David vestía unos pantalones de color caqui y una camisa vaquera con el emblema de la Iglesia del Hombre.
—Así que ahora vives en Virginia —comentó.
—Sí.
—Mamá dice que eres un especialista en consumación.
—Técnicamente, no. Soy el asesor del equipo. Me encargo del papeleo y los formularios. El que se encarga de la ejecución es otro.
—Así que matas gente.
—Sólo intento ayudar.
Se volvió a formar un silencio incómodo. Eché un vistazo al menú para ganar tiempo. No iba a pedir nada. Me asaltó el horrible pensamiento de que si yo me hubiera salido con la mía veintinueve años atrás, David no estaría sentado conmigo. Se me revolvió el estómago.
—Pareces incómodo en mi compañía.
—No es por ti —dije—. No me siento cómodo conmigo mismo. Estoy aquí sentado contigo y me siento fuera de lugar. Y lo cierto es que lo estoy. No puedo dejar de pensar en cuánto siento no haber sido un buen padre y en lo que poco que te ayuda mi arrepentimiento.
—No tienes que disculparte. He aceptado y comprendido lo que ocurrió.
—Eso es muy generoso de tu parte.
—No tiene importancia. La Iglesia nos enseña que ése es el camino a seguir. Nos enseña que la bondad y la generosidad del hombre siempre acaba por imponerse. El hombre posee esa maravillosa virtud. Sabía que mantendríamos esta conversación algún día y también sabía que todo iría bien. Era sólo una cuestión de tiempo. El hombre siempre acaba buscando su redención.
El encuentro había dado un vuelco, la incomodidad daba paso a la cordialidad. David me cogió de la mano.
—Estoy bien, John. De verdad. Quizá te cueste creerlo, pero me has ayudado mucho. En serio. Estaba reflexionando sobre esto mismo antes de que llegaras. Sabía que estaba destinado a ser un emisario de los hombres gracias a ti. Me crié sin padre y sin embargo, tengo un padre. Tengo a Nate que es un hombre maravilloso. Tengo una madre maravillosa y una hermana maravillosa. Hay otra preciosa hermana en camino. Tengo una novia a la que quiero mucho y con la que me casaré algún día. Y cuento con la Iglesia. Lo tengo todo. Mucha gente que me apoya y que jamás dejará de hacerlo. La Iglesia no morirá nunca. Tengo un corazón, pero no está en mi interior. —Hizo un gesto hacia el exterior—. Está ahí fuera. Tú eres la prueba de ello. Te convertiste en alguien superfluo en mi vida y sin embargo, aquí me tienes, en paz. Feliz. Capaz de estar sentado contigo sin rencor. Eso es un milagro, John. Es un milagro que celebra la Iglesia a diario. —Me apretó la mano con fuerza y me observó con curiosidad—. Únete a nosotros. Pareces… Pareces solitario. Desconectado. ¿Te sientes solo?
—No sabría decirte. No es algo a lo que le dé muchas vueltas.
—Nuestra parroquia del norte de Virginia es la segunda más grande de todo el país. La iglesia del reverendo Swanson tiene capacidad para cinco mil personas y a pesar de ello, todos los días se queda gente fuera. Piensa en eso. Medita en lo que supondría saber que cuentas con el apoyo de toda esa gente. La energía de miles de personas, que ni siquiera conocías, te impulsa hacia adelante. Es posible que sean miles de millones. Piénsalo.
—No creo que me haga falta tanto apoyo.
—Yo creo que sí te vendría bien. Te podrían ofrecer un empleo. Un empleo de verdad, apropiado. Ya no tendrías que trabajar en la consumación. Dejarías de matar gente y podrías abandonar esa vida deprimente. Puedo ver la tristeza en tus ojos y eso que sólo me has mirado tres veces. Veo… resignación. Tienes un talento que le podría ser de gran utilidad a la Iglesia. Existe una insurgencia que está asesinando gente. Trols que mutilan y desfiguran inocentes. Actos repletos de maldad. Actos de extrema crueldad contra hombres y mujeres. Una violación constante de lo más sagrado, el ser humano. La Iglesia ha emprendido una cruzada para detener la violencia y tú podrías ser parte de ella. No me digas que no es algo mucho más digno que lo que haces ahora. —David advirtió la cicatriz que asomaba por debajo de la manga de mi camisa. Me soltó la mano y acarició la marca de la agresión—. Podrías luchar a nuestro lado.
Parte de mí quería decir que sí, pero otra parte abrazar una causa religiosa me aterrorizaba. Siempre he pensado que las religiones son un pretexto que emplea la gente para sus propios fines; el tiempo no ha conseguido eliminar esa creencia. Incluso es esos momentos, a pesar de la amabilidad y la gentileza de David, me resistía a cambiar de parecer. Me pareció que se dirigía a mí más como cliente que como miembro de su familia.
—Me vengué de quien me infligió esta herida hace mucho tiempo —le conté—. Fue un acto del que me arrepiento y del que tú también te arrepentirías. Más de lo que crees. Quiero unirme a ti, David. Pero no puedo. No soy un alma perdida. No me metí en lo de la consumación por casualidad. Elegí ser lo que soy. Vi cómo mi padre —tu abuelo— se hacía el tratamiento para la Cura y luego se arrepentía. Y mucho. Vi cómo moría con las entrañas carcomidas por el cáncer. Y murió agradecido porque era la única manera que tenía de morir. No quiero que nadie tenga que pasar por eso jamás. Y si él tomó la Cura fue porque yo lo animé a que lo hiciera. Nunca te lo había contado, pero es así. Hay personas que tienen bastante con una vida, no sienten necesidad de más, y si yo puedo ofrecerles un final apropiado, lo haré encantado. Trabajo para aquellos que tienen la fortuna de saber qué destino buscan. Es posible que, al ponerme a su servicio, pueda averiguar cuál es el mío.
—¿Sientes que te falta algo?
—Sí. Y con mi comportamiento como padre, pasarán muchos años antes de que consiga superar esa sensación.
Pareció decepcionado, pero no se rindió.
—Ven a uno de los servicios de la Iglesia. Ven sin prejuicios y conoce la Iglesia. Si no es lo que buscas, estupendo. No te lo reprocharé. Sólo te pido que vengas una vez. Así comprenderás de lo que estoy hablando. ¿Qué te parece?
—Bien —acepté—. Me parece bien.
Se puso de pie.
—Llegará un día en el que necesitarás a la Iglesia. Ya sé que piensas que todo esto es un fraude, pero no lo es. Es justo lo que necesitas. Y cuando llegue el momento, yo estaré allí para darte la bienvenida. Te lo prometo. La Iglesia es el futuro del hombre. —Me ofreció la mano y yo le di la mía—. Te deseo serenidad.
Se marchó y sentí que me relajaba de inmediato. Tomé un trago de cerveza y comencé a ser el de siempre. Relajado. Me entraron ganas de volver a casa, a Virginia, lo antes posible.
Fecha de modificación
3/6/2059, 4:35 a.m.