Cuestionario final: Edgar DuChamp

Matt me pidió que fuera con él al cuarto de atrás. Pasé al lado del barco de color naranja y me hundí en el sofá. Sobre la mesa había un enorme gallo disecado. Toda una novedad. Los cuadros de las paredes eran distintos. Ernie me comentó que a Matt le gustaba renovarse cada seis meses.

—¿Qué es eso? —pregunté, señalando al gallo.

—Un gallo. Lo encontré en un contenedor. El local de subastas que hay al final de la calle lo había tirado. ¿Puedes creértelo?

—Sí que puedo.

—Atiende. Quiero contratarte por libre a jornada completa.

—¿No hay cierta contradicción en eso?

—¿Quieres el empleo, o no? Lo has hecho muy bien con los viejos hechos polvo y los chiflados. Va siendo hora de que comiences a trabajar en serio.

—¿Vas a enviarme a los suburbios?

Sus ojos brillaron, burlones.

—Sí. ¡Prepárate para ir al peligrosísimo barrio marginal de Potomac, Maryland! ¡Es muy probable que no salgas con vida!

Ernie y yo cogimos el coche, recorrimos la circunvalación durante noventa minutos, cruzamos el Puente de la Legión Americana y nos internamos en Potomac, una dimensión de plácida normalidad que ha conseguido sobrevivir a la locura que reina en el resto de Washington. No importa lo que nos depare el futuro, guerras, epidemias, lo que sea. Estoy convencido de que siempre existirán lugares como Potomac: una sucesión de mansiones en plena campiña, habitadas por gente que poseen el dinero suficiente para hacer lo que les viene en gana. Protegidos por muros que rodean sus propiedades y el encanto inherente a su forma de vida.

Observé las casas y mansiones y pensé que, en una vida alternativa, habría podido llegar a vivir en un lugar así. Habría sido una vida en la que nunca hubiera abandonado la abogacía, me habría casado, tenido hijos y mi hogar estaría en una urbanización perfecta, donde el tiempo habría pasado con placidez. Cada casa que veía era como un recordatorio de lo que podría haber sido y no fue. Ya nunca viviré en un lugar como éste y no sé si lamentarlo o no.

Condujimos lentamente por una de las carreteras locales hasta llegar a un camino secundario de gravilla blanca que desembocaba en una pequeña meseta, que se elevaba sobre la campiña que se extendía a sus pies. Una enorme verja metálica, encastrada en un enorme arco de ladrillos encalados, cerraba el acceso a la propiedad. En el frontón del arco había un escudo de armas donde figuraban las alas de Mercurio. La verja en sí era una doble puerta de hierro forjado. Sin barrotes. Impenetrable como la oscuridad en un cuarto sin ventanas. Nos detuvimos al final del camino de gravilla.

Ernie contempló la meseta.

—He visto esta verja antes. En la tele. Reconozco el escudo de armas.

—Es el logotipo de RideSwift —dije.

—¿RideSwift?

—Eso es.

RideSwift. El sello discográfico. La marca de ropa. La marca de mezcal… En una ocasión, compré unas sábanas RideSwift en Dafffy's. No fue una buena compra.

Consulté el expediente del caso en mi WEPS. El nombre era Edgar DuChamp. No había mirado el nombre del cliente cuando salimos. Y ahí estaba: Edgar DuChamp. Swift. Y acababa de solicitar una consumación.

Pulsamos el botón del intercomunicador que había en la entrada. Una voz llena de agresividad nos contestó de inmediato y preguntó qué hacíamos allí. Explicamos de dónde veníamos y lo que nos había llevado hasta ahí. La voz, muy enfadada, nos ordenó que nos marcháramos. Pero entonces oímos otra voz de fondo que se dirigía a nuestro interlocutor.

—¡Charles! ¡Charles! ¡Son ellos! ¡La gente que él quería ver!

El intercomunicador enmudeció y la verja se abrió. Había dos hombres muy corpulentos detrás. Los dos tenían armas. Se aproximaron a nuestro vehículo, vestían trajes negros y pajaritas de color naranja. Era el uniforme oficial del movimiento colectivista negro. Conozco pocos detalles de la Iglesia del Hombre Negro, nadie me ha invitado a uno de sus servicios. Los hombres se colocaron cada uno a un lado del coche y llamaron a la ventanilla. Ernie bajó la suya. Uno de ellos se asomó y señaló hacia delante.

—Conduce hasta el final del camino —dijo—. Hay una rotonda donde se puede aparcar frente a la casa. Aparca a las nueve en punto del círculo. Tomad como referencia que la casa está a las doce y aparcad a las nueve. No aparquéis frente a la casa, ¿de acuerdo? Rompería la estética del conjunto. Y dejadle las llaves a Terry, en la puerta, por si tiene que mover el coche o ir a por algo de comer.

Seguimos las indicaciones que nos habían dado y bajamos del coche. El muro de la propiedad corría en paralelo al camino y descendía por la cuesta como una gigantesca cremallera blanca. Otro hombre, vestido con el mismo traje que los anteriores, salió a nuestro encuentro y nos escoltó a través del enorme pórtico de madera al interior de la casa. Había esperado que la opulencia reinaría por doquier dentro de la casa de Swift: carteles enmarcados de sus películas, barandillas de oro, una cocina digna del mejor restaurante… Todo lo que el dinero puede comprar y que sirve para despertar la admiración y envidia de los demás. Nada más lejos de la realidad. En lugar de eso, nos encontramos con una versión lujosa de la típica cabaña de madera. Troncos de madera de alerce recubrían las paredes y se ensamblaban unos con otros a la perfección en las esquinas de cada estancia. Gruesas vigas de madera sostenían el techo. Había mantitas de colores cubriendo las barandillas y butacas del lugar. El vestíbulo tenía sofás grandes y mullidos por todas partes. Un bloque de carnicero del tamaño de la isla de Manhattan servía de separación entre la estancia principal y la cocina. Sobre nosotros pendía un candelabro hecho de cornamentas de reno. Era el tipo de hogar donde el arma del texano se encontraba a sus anchas.

Bajamos unos escalones tras los dos hombres uniformados hasta llegar al salón y allí nos dieron dos botellas de agua. A continuación nos condujeron por un corredor revestido de madera de pino lleno de fotos de Swift acompañado de todos los famosos de los que hayas oído hablar, en una pantalla o sobre un escenario. Al final del corredor había otra escalera que nos llevó a la gruesa puerta aislante de un estudio de grabación. Uno de los hombres la empujó y al abrirse, hizo el mismo sonido que uno de esos botes de cacahuetes envasados al vacío cuando los abres por primera vez. Tras la puerta estaba un tipo menudo de origen asiático, sentado frente a una mesa de mezclas, donde estaba manipulando los miles de mandos que tenía a su disposición. A su lado, con vaqueros y una sencilla camiseta marrón, estaba Edgar. Sin su habitual vestimenta llamativa, Swift exhibía un físico impresionante. La luz procedente de la mesa de mezclas perfilaba un mentón firme. Tenía un cuerpo vigoroso, firme como el de un boxeador. No nos saludó cuando entramos, estaba demasiado ocupado rascándose la perilla.

El ingeniero de sonido se echó hacia atrás en la silla y se giró hacia Swift.

—¿Qué opinas?

—No estoy muy seguro.

—Yo creo que suena de lujo.

—Tú crees que todo suena de lujo. Eres el tipo más lujoso que conozco, coño.

—¿La paso otra vez?

—No, tanto oírla consigue que pierda la perspectiva. —Me miró—. ¿Te gusta el hip-hop?

—No demasiado.

—Bien. Escucha esto y dime qué te parece.

Le hizo un gesto al ingeniero y de pronto el cuarto se vio inundado por un ritmo staccato que retumbó en mi interior, y me agitó igual que un tambor. Cada acorde iba acompañado del sonido de unas trompetas y el punteo singular y grave de un bajo combinados a la perfección. Casi me puse a seguir el ritmo con la cabeza como haría cualquier blanco, pero me contuve a tiempo. Swift apagó la música.

—¿Y bien?

—Me gusta. Suena a rock.

El comentario hizo que sus ojos se iluminaran. Chasqueó los dedos, satisfecho.

—¡Eso es! Rock and Roll. Justo eso. ¿No os dais cuenta? Mucha gente cree que el hip-hop es un tipo de música. No lo es. El hip-hop es toda la música. Es un compendio de la música. Y por eso jamás desaparecerá. Por eso sigue sonando a pesar de que la mayor parte de los blancos creyó que estaría acabada hace más de cincuenta años.

—¿Es para tu nuevo disco?

—Mi último disco. Mi legado. No habrá más después de éste. Por eso le he dedicado nueve años. Escucha esto. —Hizo que el ingeniero reprodujera parte de otra pieza. Mis entrañas volvieron a vibrar—. ¿Te ha sonado distinto al de antes?

—Sí, juraría que he oído unos cimbales con las trompetas.

—¿Y te ha gustado más o menos que antes?

—No sabría decirte.

—Mierda. Quedas despedido como director artístico. —Se dejó caer en su silla, cogió un montón de pistachos de un plato que tenía a mano (había comida por todas partes) y comenzó a comérselos—. Esto es un infierno, tío. Un infierno. He estado haciendo lo mismo toda mi vida y siempre ha sido igual de complicado. Estás creando algo de la nada y tienes que elegir entre un billón de posibilidades, como la que te acabo de plantear. Podría tirarme años trabajando con esto y aun así, no sabría si vale una mierda hasta que lo oyera el resto del mundo y me diera el visto bueno. Vamos, que no tengo ni idea. Puedo pensar que acabo de hacer la mejor canción del mundo y luego va y resulta que no le gusta a nadie. ¿Os acordáis de Dulce diversión?

—Adoraba esa canción —dijo Ernie.

—¿Sabéis lo que me costó componer esa canción? ¿Escribirla, grabarla y revisarla? Veinte jodidos minutos. Aquí, el amigo Jason encontró el ritmo sin problemas, yo puse la voz y ya está. Habíamos estado trabajando en otra canción durante quince días, cuando de pronto surgió Dulce diversión. Pero yo estaba convencido de que sería la otra canción la que iba a ser un bombazo. Y ahí tenéis, cuatro meses más tarde todo el mundo estaba cantando eso de: «Tengo el dulce que buscabaaaas, ven y dale un chupetón». ¡Y la otra canción ni siquiera llegó al disco! No tiene sentido. Es algo que me mata… Venid conmigo.

Se puso de pie, despidió a los guardaespaldas y nos llevó a través de un segundo corredor que se internaba en las entrañas de la vivienda. En esta ocasión las paredes estaban decoradas con unas magníficas ilustraciones hechas a tinta de superhéroes desconocidos. Músculos abultados, definidos, pujantes. Bíceps y más bíceps. Tríceps y más tríceps. Algún octóceps que otro.

—¿Son obra tuya? —pregunté.

—Sí. Los dibujé cuando tenía dieciséis años. A los chicos blancos del cole les compraban coches, a mí un estuche para dibujar. Ése fue el origen de Swift, todo comenzó en un papel.

Se detuvo ante uno de los dibujos, era un joven negro vestido con un mono azul y que guardaba cierto parecido con Edgar. Tenía los puños apretados y mostraba los dientes en una mueca feroz. Presentaba una enorme brecha en el pecho de la que surgía una intensa luz blanca.

—Éste es Supernova —explicó—. Cuando se altera, su cuerpo despide una luz incandescente que desintegra todo lo que hay a su alrededor. Es justo cómo me sentía conforme me iba haciendo mayor. Quería sacar lo que llevaba dentro. Tenía la sensación de que mi corazón ocultaba un reactor nuclear en su interior. Refleja lo que sientes cuando eres joven y lo quieres todo.

Continuamos nuestro recorrido. Se detuvo de nuevo ante el dibujo de un hombre cuyo cuerpo era de cristal púrpura.

—¿Y éste? —pregunté.

—Es Eterno. Otro superhéroe. Su poder consistía en que podía vivir para siempre. No tiene nada de súper, ahora, ¿verdad?

Al final de nuestro recorrido había una sala de reuniones con el techo a nueve metros de altura y una inmensa mesa de madera en el centro. El tablero era el producto del corte transversal de lo que debía haber sido el árbol más grande del mundo. Era lo bastante sólida y grande para construir un edificio de veinte plantas sobre ella. Swift se sentó y nos invitó a hacer lo mismo.

—¿Os apetece comer algo, chicos?

—Gracias, pero estamos bien —respondí.

—¿Seguro? Puedo ofreceros pescado a punto de extinguirse. Un mero sabe mucho mejor cuando sabes que ha costado mil pavos.

—Creo que no, gracias. ¿Qué tal si empezamos?

Me lanzó su permiso de conducir por encima de la mesa y empezó a hablar. Le di al botón de «Grabar».

—No hay mucho que explicar. Quiero que este disco sea el mejor de todos. Quiero convertirme en una auténtica leyenda. El más grande de todos los tiempos. Pero no lo conseguiré a menos que… ya sabéis. Quiero ser canonizado, inmortalizado, idealizado.

Le devolví el permiso de conducir.

—¿Y por qué no sacas el disco y esperas a ver qué tal funciona?

—Porque a nadie le importa una mierda hasta que ya no estás. —Apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó las manos—. No soy tonto. Sé muy bien en qué punto se encuentra mi carrera. El último disco se lo descargaron cincuenta mil personas. Ni una más. Antes conseguía cincuenta mil descargas en una hora. Conseguía que cientos de miles se pusieran de pie cuando salía a un escenario. Pero eso se ha terminado. A la gente ya no le importo, o no tiene ni un solo centavo. Antes, los pobres en este país solían tener algo de dinero para estas cosas ¿sabes? De todas formas, la gente deja de quererte. Se cansa de ver siempre la misma cara en los discos. O en los griales.

—Estuve a punto de comprar uno de tus griales en una ocasión.

—¿El DX3490?

—Ese mismo.

—Esos trastos eran una mierda. Como iba diciendo, la gente evoluciona. Sólo existe una forma de recuperar su amor. Largarse. Recordarles lo que se están perdiendo.

—Pero a mí me parece que eres feliz. Pareces tenerlo todo.

—Y lo perderé todo muy pronto. Todo lo que ves en la casa es alquilado. Desde los muebles hasta los hermanos que controlan la entrada. Se lo llevarán todo. Y no quiero estar aquí cuando eso ocurra. Joder, no se suponía que iba a durar tanto, la verdad. Estoy acabando con mis últimos ahorros. Vosotros sois mi billete a la eternidad. Ése es el objetivo, vosotros me llevaréis al panteón. —Simuló una pistola con la mano y se apuntó a la sien—. ¿Me explico?

—¿Quieres que te peguemos un tiro?

—Quiero que me asesinéis. El impacto mediático será brutal. Así es como se marchan las figuras. Cualquier otra muerte es para mediocres.

A Ernie no le gustaba disparar a la gente.

—John y yo no aceptamos trabajos como ése —dijo—. Podemos darte la inyección y tú lo montas para que parezca cualquier cosa.

—Ni de coña. Eso rollo no me va. Tiene que haber sangre. Tiene que haber sacrificio y dolor. La sangre es el toque final. Pagaré un extra, no me importa.

—¿Y cómo habías pensado que lo hiciéramos? —pregunté.

—A ver. Paso de que me peguéis un tiro a través del parabrisas del coche o cosas así. Vamos a hacerlo fácil. Voy a dormir aquí esta noche. Vosotros esperáis fuera y cuando veáis por la ventana que estoy en la cama, cogéis un rifle y me disparáis a la cabeza. Después, salís de aquí echando leches.

—Imposible —declaró Ernie—. Esta conversación ya forma parte de un expediente abierto. Lo estamos grabando y remitiendo al despacho.

—Por favor. Ya he hablado con vuestro jefe sobre este tema. ¿Cómo se llama? ¿Matt? ¿No os ha dicho nada?

—Matt nunca nos cuenta nada —intervine yo.

—Dije que podríamos llevar esto con discreción. Venga. No es tan complicado. Vuestro trabajo consiste en ayudarme, así que ayudadme. ¡Quiero volver a ser el número uno! —Sacó un fajo de billetes de cien dólares—. Es dinero fácil. Estaré tan drogado que ni me enteraré. Un par de tiros y se acabó. Adiós. Dejad que vuelva a ser Supernova por última vez.

Detuve la grabación y me disculpé. Contacté con Matt a través del WEPS y no me molesté en disimular mi malestar.

—¿Tú le has dicho a este tío que podíamos ejecutar su consumación en privado? ¿Sin subirlo a la nube?

—Sí —respondió Matt—. No le he dicho nada a los de Contención sobre este caso.

—¿Por qué no nos lo dijiste antes de venir?

—Sí que te lo dije, John. Te dije que se habían acabado los casos sencillos. Ahora lárgate. Estoy pujando por un elevador para barcos y estoy ganando.

Cuatro horas más tarde estábamos plantados frente a la ventana del dormitorio de Swift, sobre el césped próximo a la parte más baja del muro que rodeaba la propiedad. Teníamos el coche aparcado justo en la entrada, para poder escapar en cuanto hubiéramos acabado con el encargo. Ernie sostenía el rifle, y mis entrañas se agitaban igual que en el estudio con la música de Swift. Uno de los guardaespaldas colectivistas negros abrió las cortinas y nos hizo un gesto de asentimiento. Ernie apuntó con el rifle y luego me permitió que echara un vistazo por la mira telescópica. Swift estaba tumbado boca abajo, babeando sobre una almohada de algodón que costaba más que mi coche.

—Ernie, ¿por qué nos habrá contratado este tío a nosotros para hacerlo?

—No lo sé. Algo me huele mal en todo este asunto.

—Cuando contratas a un especialista en consumación es para que sea de dominio público. Y está el tema fiscal, las desgravaciones y toda esa mierda. Sin nuestro certificado, cualquiera podría hacer esto. Cuentan con suficientes hombres armados ahí dentro. Esto no me gusta, No deberíamos haber aceptado.

Ernie volvió a coger el rifle y miró por el visor de nuevo.

—¿Quieres saber algo más extraño todavía? Ése no es Edgar.

—¿Qué? —Agarré el rifle y pegué un vistazo. El hombre que había en la cama tenía el cuerpo firme y vigoroso. Tenía perilla. Retiré el rifle para secar el sudor de la frente. Volví a mirar. La luz de la luna se reflejó en el rostro, el mentón decadente. No era Swift. No era el jodido Swift—. ¡Tienes razón. No es él. No es él!

—Sigue apuntando con el rifle —dijo Ernie—. Que no parezca que estamos vacilando. —Abrí el ojo izquierdo y comprobé que Ernie estaba escudriñando cada ventana y arbusto que teníamos a la vista. Sus ojos se desplazaban con rapidez intentando averiguar si alguien nos tenía a nosotros en el punto de mira. Al cabo de un rato, me habló en susurros—. ¿Ves el arbusto que hay al lado del compresor del aire acondicionado?

Miré con el ojo izquierdo. Vi el arbusto, pero nada más.

—Lo veo.

—A la de tres, apunta hacia allí y dispara. Un tiro. Y corremos. ¿Listo?

—No.

Me concedió un segundo.

—¿Listo? Dispara.

Apunté y disparé al arbusto. Oí a alguien blasfemar por encima del estruendo. Alguien nos disparó desde algún punto cercano. El hombre del dormitorio seguía inmóvil. Corrimos hacia el muro y conseguimos saltar sin demasiada dificultad. Sonó otro disparo a nuestras espaldas, pero ya corríamos hacia el coche. Arrancamos cuando las inmensas puertas de hierro se abrían. Conduje como un loco de vuelta a la ciudad. No tardamos en encontrarnos inmersos en un atasco de medianoche cerca del centro de la ciudad. ¡Bendito atasco! Jamás volveré a maldecir uno.

Llegamos a Falls Church y le conté a Matt que nuestro cliente había intentado burlar a la muerte. No le dio demasiada importancia.

—Tenéis el dinero, ¿verdad?

Ernie tiró el fajo de billetes de cien sobre la mesa de cristal.

—Perfecto —dijo Matt—. ¿Y el novato se olió la trampa? Excelente. Por eso estás con nosotros, chico listo. Enhorabuena. Vas a ir a comprar comida china para todos.

Nos prometió que no habría más consumaciones alegales, pero me quedé con la sensación de que lo sucedido no era más que el principio de algo y no el final. Algo que no me gustaba.

Fecha de modificación

1/4/2059, 4:23 a.m.