Alison me llevó a tomar pizza y cerveza después de la fiesta de cumpleaños de David y fue la primera vez desde la muerte de papá que me sentía con ganas de salir. En cuanto bebí la cantidad adecuada de cerveza, fui capaz de relacionarme con todos los que me rodeaban. Me fijé en los tableros de cobre de las mesas y en la malhumorada camarera italiana (debía de ser la dueña del garito, o estaba casada con el dueño) que gritaba a los cocineros mexicanos que trabajaban en la cocina. Vi a otros dos críos que también celebraban sus cumpleaños. Eran las nueve de la noche y como padre no me pareció que fueran horas para una celebración de ese tipo.
Pedí un bourbon.
—Antes siempre me tomaba uno —le dije a Alison.
—¿Antes? Diría que nunca has dejado de hacerlo.
—No me refiero a eso. Antes siempre pedía uno después de comer. Mi padre venía a verme a veces y me invitaba a comer. Cuando acabábamos de comer, siempre me pedía un bourbon y él renegaba porque decía que era un presuntuoso. Cuando me traían la bebida, solía decir: «¿Qué bourbon es ése? Voy a probarlo». Y se tomaba la mitad. Nunca pidió uno para él. Prefería tomarse la mitad del mío y luego refunfuñar porque lo había pedido. Era un viejo complicado.
—Entonces, tendré que beberme la mitad del que acabas de pedir.
Estuvimos un rato más compartiendo el bourbon. Sentí el agradable calor del alcohol en la garganta después de apurar la copa. Me levanté, cogí a Alison de la mano y salimos a la calle. Cruzamos la Avenida East End y nos entretuvimos mirando el río desde el puente.
Un grupo de corredores nocturnos y otro de estudiantes borrachos pasó cerca de nosotros. Yo mismo estaba borracho y disfrutaba del momento, libre de preocupaciones. Retomamos nuestro camino al cabo de un rato, y nos dirigimos hacia la Primera Avenida. No había nadie por la calle. Entonces vi a alguien que caminaba por la calle delante de nosotros. Era calvo y cuando nos acercamos, vi que tenía la cabeza teñida de verde.
—Es un Verdoso —dije.
—Demos la vuelta —dijo Alison.
Me negué. Tenía ganas de jaleo, la cerveza me hacía sentir bien.
—¡Eh, gilipollas!
El verdoso se dio la vuelta y me vio. No era un verdoso cualquiera. Si hubiera estado en la rueda de reconocimiento, lo habría señalado sin vacilar. Sonrió mostrando sus dientes afilados.
—¿Cómo te va, cumpleañero?
Desde que sufrí la agresión, nunca salía por la noche sin la automática del texano. Me la guardaba detrás, en la cintura del pantalón, y procuraba que Alison no la viera. Su compañía había conseguido paliar mis miedos, pero el arma los eliminaba del todo. De hecho, con ella encima, el temor había dado paso a un deseo ardiente de que se hiciera justicia. En ocasiones, cuando estaba en la calle por la noche, echaba mano del arma y la apretaba con suavidad. Soñaba con que algún día la usaría para ajustarle las cuentas a quien intentara joderme. Era una especie de paranoia emocionante en la que estás convencido de que alguien te acecha, y te encantaría que fuera cierto.
El Verdoso sacó una navaja. Yo saqué el arma del texano. Era la primera vez que Alison la veía.
—John, no lo hagas.
El troll la miró.
—¿También quiere su cumpleaños?
Estallé. Eché a correr hacia él a toda velocidad. Él se dio la vuelta y echó también a correr. Alison me siguió con la intención de detenerme. Sentí el suave tacto metálico del arma al levantarla. El Verdoso se metió en un callejón, tropezó y cayó al suelo. La navaja salió volando y acabó fuera de su alcance.
Me abalancé sobre él y aplasté su cabeza contra el suelo. Luego le clavé el arma en la sien.
—¡¿Qué me dices?! ¡¿No te hace gracia?! —grité.
—Te faltan pelotas.
—¡Mírame! ¡Mírame!
Giró la cabeza y me miró. Seguía sonriendo. Odiaba esa sonrisa. La detestaba. La odiaba con toda mi alma. Y decidí acabar con ella. Cogí el arma por el cañón y le golpeé con la culata en plena boca. Los dientes se hicieron pedazos como si estuvieran hechos de porcelana. El dolor le hizo retroceder; sangraba a borbotones por la boca. Le agarré por el mentón y volví a golpearle una y otra vez, hasta destrozar todos los dientes que tenía en la jodida boca. Di rienda suelta a todo el odio, rencor y miedo que había ido acumulando en mi interior. ¡Zas, zas, zas! Su sonrisa se había desvanecido. Yo sí sonreía. Su sangre me había salpicado la cara y notaba cómo me corría entre los dedos. Seguí sonriendo, quería que supiera cuánto estaba disfrutando al destrozarle la cara.
—Si vuelvo a verte —le dije—, te arrancaré los ojos y las orejas a tiros.
Se desmayó. Dejé caer su cabeza contra el suelo. Me volví hacia Alison. Yo no había dejado de sonreír. Ella me vio. Vio cómo había disfrutado. Se apartó de mí dando un paso hacia atrás. Y luego otro. Y otro más.
—Alison.
Otro paso hacia atrás y aún otro. Intenté acercarme a ella. Pero ella siguió retrocediendo. Parecía aturdida. Llegó al final de la acera y siguió caminando de espaldas, cada vez más lejos.
—Alison, por favor. Alison.
La distancia entre los dos iba en aumento. No oyó el camión. No lo vio al bajar de la acera. Tampoco al colocarse en su trayectoria. Ni siquiera se dio la vuelta cuando la abatió como una segadora. Todo discurrió con una rapidez fulminante, perfecta, como si hubiera sido ensayado una y otra vez.
Corrí hacia ella y la acuné en mis brazos. Era igual que coger un saco lleno de piezas sueltas; estaban allí, pero no había cohesión entre ellas. La miré a la cara, quería despedirme, decirle algo. Pero ya era tarde para eso. Se había ido. Sentí que se me encogía el corazón. Miré hacia el callejón. El arma seguía allí, pero el troll no. Lo vi corriendo calle abajo, su cabeza cada vez más pequeña, desapareciendo en la oscuridad como el puntito de luz de esos televisores antiguos cuando los apagas.
El sonido de las sirenas llegó amortiguado, entre algodones, como las conversaciones que oyes cuando estás en un duermevela. Vi a los enfermeros corriendo hacia mí. Intentaban ocuparse de Alison, pero yo me resistía a soltarla. ¡Había esperado tantos años a tenerla entre mis brazos! Me apreté contra ella, intentaba fundirme con ella. Se la llevaron. La mejor parte de mi vida acababa de finalizar. Fue un fogonazo de algo bueno y hermoso al que intentaré aferrarme durante el resto de la eternidad, mientras se desvanece como una mota de polvo en las arenas del tiempo. Conservaré el recuerdo de cuando volví a encontrarla y le dije que la amaba, y ella me respondió que también me amaba a mí. Te amo. Te amaré para siempre. Debería haber muerto al mismo tiempo que tú. Ni un segundo más tarde. Habría sido el momento perfecto. Ahora todo se ha perdido y nada volverá a ser igual.
Cuando la policía me interrogó, fui consciente de que mi ataque al troll me habría sentenciado a muerte en Texas. Ojalá viviera allí. Estoy desquiciado. Tengo que marcharme, alejarme del mundo que he construido antes de que me engulla. He de irme, así todo lo que quedará detrás será un espectro que se difumina con rapidez.
Fecha de modificación
23/6/2031, 3:07 a.m.