Papá estaba empeorando mucho más de prisa de lo que yo había previsto. Hace tres semanas tuvimos que contratar un servicio de enfermería permanente. Subí esos tres fines de semana para ayudar, a pesar de las amenazas de bomba de los activistas pro-muerte. Hace dos días, una de las enfermeras llamó para comunicarnos que fuéramos en seguida para quedarnos haciendo guardia, que el final estaba próximo. Alison y yo alquilamos un coche eléctrico, fuimos a casa de Sonia, recogimos a David y conduje tan rápido como pude.
Cuando llegábamos a la casa, distinguí a la enfermera a través del ventanal de la cocina. Era una mujer negra y esbelta llamada Toni. Me había acostumbrado a llegar a casa de mi padre y que él tuviera algo preparado para comer. Eso ya pertenecía al pasado. Pero Toni, quien a lo largo de las últimas semanas había conseguido, a pesar de lo dramático de la situación, que nos sintiéramos lo más cómodos posible, nos había preparado un par de vasos de agua y un plato de cereales Goldfish. Le di un abrazo en señal de agradecimiento. Toni está bastante acostumbrada a que la gente la abrace.
Nos acompañó hasta el dormitorio de papá y mamá, en la planta baja de la casa. Todavía lo llamo «el dormitorio de papá y mamá» porque para mí siempre lo será. Cuando mamá murió, papá lo dejó todo tal y como estaba. Hasta mantuvo los artículos de aseo de ella en su sitio, al lado del lavabo. Si algún artículo empezaba a estropearse u ofrecía mal aspecto, lo sustituía por otro nuevo. Limpiaba la habitación los martes por la mañana, igual que había hecho ella. No quitó ni una de las numerosas almohadas que cubrían la cama, a pesar de que habían sido el origen de muchas discusiones entre él y mamá. Y seguía durmiendo en el lado izquierdo de la cama, dejando libre el lado de ella. Me comentó que en una ocasión había dormido en mitad de la cama, pero que le había resultado muy incómodo.
Ese espíritu era lo que le había hecho mantener la habitación limpia y ordenada. No es que quisiera mantener la ilusión de la presencia de mi madre, aunque uno de los efectos era ése. Era más bien porque quería que las cosas se mantuvieran igual que cuando ella estaba viva. Le gustaba que el dormitorio estuviera así y no quiso modificar nada.
Alison y yo entramos al dormitorio. Toni se acercó a la cama para despertar a papá. Tenía que incorporarse porque era la hora de su medicación.
Hacía apenas una semana que lo había visto por última vez, pero el cambio era brutal.
Estaba tumbado de costado. Se cubría con una delgada manta azul que lo tapaba desde el cuello. Estaba encogido de tal manera que la espalda sobresalía formando un bulto informe, mientras las piernas se doblaban por las rodillas, con lo que su cuerpo parecía un gran signo de interrogación. Su torso era tan liviano que apenas provocaba una arruga en la manta. Sus piernas, antaño fornidas, se habían erosionado hasta quedar tan descarnadas como las de un potrillo recién nacido. Bajo la manta, se perdían hasta quedar en nada. No había forma de adivinar dónde estaban sus pies sin palpar antes. Tenía el aspecto de una vela que se va consumiendo desde la base.
Toni le dio unos golpecitos en el hombro. Papá se removió en la cama. Se humedeció los labios. Tenía restos resecos de mucosidad amarilla alrededor de la boca. Toni cogió un paño húmedo y se los limpió. Luego se volvió hacia mí.
—No está produciendo bastante saliva —comentó—, así que hay que procurar mantenerle la boca húmeda. —Sacó una pequeña botella de agua equipada con un dosificador y le echó un chorro de agua en la boca. Papá se echó hacia atrás igual que un crío al que obligan a comer espinacas—. Tiene las encías y las mucosas tan inflamadas que hasta el agua le irrita.
Nos miró a los tres: Alison, David y yo. Tenía la cara bastante más delgada y, curiosamente, le hacía parecer más joven; como si fuera una versión enferma de sí mismo, pero veinte años más joven. Intentó coger sus gafas, pero le fallaron las fuerzas. Toni las cogió de la mesilla de noche y se las colocó con suavidad.
Papá dirigió la mirada a Alison, cuando habló, su voz era apenas inaudible.
—Eres una mujer muy hermosa —musitó.
—Gracias —susurró ella, temerosa de que hablar en alto pudiera causarle dolor.
Cogí la mano de papá.
—Estamos haciendo planes de boda —le dije.
—Bien. Eso está bien. ¿Dónde está tu hermana?
—Ha salido una hora después que nosotros. No tardará.
—Bien. Puedo esperar.
—¿Estás cómodo?
—Sí.
—¿Estás contento?
Se humedeció los labios con la lengua.
—Sí, sí. Esto está bien, John.
Senté a David en un lado de la cama. El bebé miró a papá como si fuera un peluche nuevo y no estuviera muy seguro de si le iba a gustar o no. Papá le dijo «hola», y David respondió con un «baaaa» y se volvió hacia mí.
Pronto cumplirá un año. Cuando veo a David, sólo soy capaz de verlo tal cual es. No conservo la imagen de su aspecto de hace dos meses, para recordarlo tengo que verlo en una foto. El recuerdo de su aspecto anterior pierde relevancia ante el actual.
A continuación, me volví hacia papá. Examiné su aspecto actual: demacrado, debilitado, moribundo. Intenté evocar su apariencia de cuatro meses atrás y no pude. El rostro que debería tener grabado a fuego en mi memoria se difuminaba ante el del hombre desvalido que tenía ante mí. El cáncer se había encargado de liquidar al hombre que había sido —el hombre real— por completo.
Polly llegó. Alison se llevó a los hijos de mi hermana y a David a por unas pizzas y nosotros nos quedamos al lado de papá.
Mi hermana palmeó con afecto el hombro de papá.
—Estoy aquí, papá.
—Bien.
—¿Quieres que te traigamos algo?
—No, estoy muy bien. Os tengo a todos aquí. Me basta con eso.
Emitió un suspiro que duró más de un minuto. Su espíritu abandonaba el cuerpo. Su destino le pertenecía. Abrió los ojos de par en par, y nos cogió de las manos, antes de pronunciar sus últimas palabras.
—Gracias. Esto está bien. Esto está bien.
Luego se recostó hacia atrás y expiró.
Y eso fue todo. Me quedé ahí sentado con Polly durante cuarenta minutos, los dos tan inmóviles como el cuerpo que había en la cama. Ocurre algo extraño cuando alguien a quien amas se muere. Te has pasado tanto tiempo cuidándolo que cuando fallece, no sabes qué hacer. Has cumplido con tu obligación. No hay que dar más consuelo, ni aliento. De pronto, te encuentras con la sensación de que dispones de todo el tiempo del mundo, y te sientes liberado y, también, abatido.
Oímos la puerta de la calle y a Alison y los niños que entraban.
Polly corrió para hablar con sus hijos. Yo fui al comedor y miré a Alison. David estaba sentado en el suelo, mordisqueando un libro de cuentos. Alison lo supo en cuanto me miró a los ojos. Corrió y se abrazó a mí, enterrando el rostro en mi pecho. Cuando hablamos sobre el matrimonio unas semanas antes, le había dicho que estaba convencido de que podría casarme para siempre. Y sin embargo, había persistido una ínfima sombra de duda en el fondo de mi mente. Era el instinto atávico del macho que se resiste a cualquier tipo de relación que no conlleve una total libertad sexual. Había esperado a Alison durante todos esos años. Había soñado, más allá de lo razonable, con que algún día estaríamos juntos. Y al final lo había logrado. Era mía. Toda mía. No pertenecía a nadie más que a mí. Para siempre, si yo quería. Y a pesar de ello, mi instinto animal no se daba por satisfecho, seguía añorando rubias de cuerpos espectaculares e ideales desconocidos. Me llegué a preguntar si algún día conseguiría dominar ese instinto.
La respuesta era que sí. Cuando Alison me abrazó, mientras mi padre yacía muerto en su dormitorio, el último vestigio irracional se evaporó como por ensalmo. Ya no albergaba ni la más mínima duda. Sabía lo que quería.
Toni abrió una botella de vino y me ofreció una copa. Acepté y me senté en el sofá frente al televisor. Ella cogió a David.
—¿Te molesta si juego con él?
—En absoluto.
Le limpió la boca y le dio un pellizco juguetón en la nariz.
David se quejó. Miró a su alrededor y empujó a Toni, en un vano intento de escapar. Quería que lo dejaran en el suelo y explorarlo todo. Coger todo lo que se pusiera a su alcance. Metérselo en la boca para examinarlo a fondo. Se volvió en mi dirección y me miró como sólo puede hacerlo un bebé. Todo en el mundo es un enigma para ellos, un rompecabezas que han de resolver. La esperanza y el terror son sentimientos que se confunden.
—Se parece a ti —dijo Toni.
—Y a su abuelo, también.
—Es un encanto… ¡Sí que lo eres!
Señalé al vino.
—¿Te apetece una copa?
—No, no. No bebo. Mis nietos me esperan en casa.
—Venga ya. ¿Ya eres abuela?
—Tengo tres nietos y otro en camino para finales de enero.
—Es asombroso. Eres la abuela más joven que he visto jamás.
—Y seré la tatarabuela más joven que hayas visto jamás. Si algo sé hacer, son hijos que quieren tener hijos. Cuantos más, mejor. Ése es mi lema. Dios me ha concedido las fuerzas para hacerlo y pienso aprovecharlo. Voy a tener una familia tan grande que va a necesitar su propio gobierno para organizarse. Le tengo dicho a mi marido que no quiero un árbol genealógico, lo que quiero es una jungla entera. He visto a mis hijos criar a sus hijos y veré a sus hijos criar a los suyos, y a éstos criar a los suyos y así para siempre. Es un milagro.
—Suena muy bien.
Miré a Alison. David daba saltitos sobre la rodilla de Toni y lanzaba chillidos de alegría.
Fecha de modificación
24/5/2031, 3:08 a.m.