«¿Sabías que les ponen aceite de almendras a los cigarrillos?»

No le he contado a mi padre lo de la agresión. Nada de nada. No le he hablado sobre la cicatriz, ni de lo ocurrido en la rueda de reconocimiento. Como hace frío, he podido ocultar la marca del brazo usando ropa de manga larga. No quería disgustarle, alterar su vida tranquila, sin sobresaltos. No quería enturbiar su pacífica existencia con el relato de cómo habían asaltado a su hijo y luego lo habían dejado tirado en un callejón, dándolo por muerto. Desde el nacimiento de David, he comprendido a qué se refiere mi padre cuando habla de la preocupación constante por un hijo. No importa dónde esté o lo que pueda estar haciendo, siempre te preocupas por un hijo. Por eso, como no quería que mi padre se preocupara, había decidido no contarle nada. Aunque al final, todo eso quedó en un segundo plano. Fui a visitarle y en cuanto entré en su casa, me lo soltó.

—Tengo cáncer.

—¿Qué? ¿Dónde?

—En el páncreas. El peor de todos.

—¡Joder! ¿Lo sabe Polly?

—Se lo conté cuando vino a verme la semana pasada.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Me lo dijeron el mes pasado.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Quería decírtelo en persona. Sabía que vendrías hoy, así que he esperado.

—¿Tan malo es?

—Al parecer ha afectado a los nódulos linfáticos. Se ha extendido, y eso no es buena señal.

Cuando mi madre enfermó, intenté mantener una actitud optimista hasta el mismo día de su muerte. Me hice el mismo propósito con mi padre.

—Muy bien. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Qué tratamiento te han dado?

—No hay tratamiento.

—¿Nada de quimio? ¿Radiaciones? ¿No te han ofrecido nada?

—Bueno, me hablaron sobre la quimio. No la quiero.

—¿Por qué?

—Porque no.

—Pero podrías curarte. Al menos, vivir más tiempo.

—¿Para qué? Vi lo que tuvo que sufrir tu madre. Yo paso. —Me cogió de la mano—. Esto es bueno, John. Es bueno. Quiero que ocurra. Joder, hasta lo he provocado. Durante los últimos tres meses me he zampado una buena tajada de bacon y medio kilo de helado de chocolate para cenar todas las noches. Hasta he intentado fumar, un hábito asqueroso, por cierto. ¿Sabías que le ponen aceite de almendras a los cigarrillos? Resulta grotesco. Es como fumarse un pastelillo.

—¿Te estás matando?

—No me estoy matando. No es un suicidio. Suicidarse es cuando te pegas un tiro en la cabeza. Jamás haría algo así. Intenta comprenderme, cometí un error al hacerme lo de la Cura. No lo quiero. No es que quiera morir, pero la idea de que va a ocurrir no me quita el sueño. No me importa. He tenido una buena vida. He visto crecer a mis hijos. He visto nacer a mis nietos. Tenía todo lo que deseaba. ¡Y entonces van y encuentran un cura contra la vejez! ¿No te parece asombroso? No puedo creer que haya vivido para ver algo así. No creo que nadie vaya a hacer un descubrimiento igual. En mi opinión, hemos alcanzado la cumbre. He tenido una buena vida y la he disfrutado de sobra. No soy un viejo deprimido con ideas suicidas. Sólo quiero una salida digna. Un camino que me lleve al lado de tu madre. Y aquí está. Un tumor. Un tumor grande, gordo y maravilloso. Si pudiera, le daría un beso.

Permanecí sentado, mirándolo. No supe si abrazarlo, darle un puñetazo o proponer un brindis en su honor. Se dio cuenta de mi confusión.

—Lo siento —dijo—. No era mi intención ser tan frívolo.

—Tranquilo. Lo entiendo.

—No es una tragedia, John. No lo es, en serio. La muerte no tiene por qué ser una tragedia. He vivido mucho y bien. No puedo quejarme.

—¿Cuánto te queda?

—Un año, como mucho. Aunque espero que no se prolongue tanto. Voy a tirar todos los adornos navideños cuando pasen las fiestas de este año. No quiero volver a ponerle más lucecitas al condenado árbol. —Señaló al árbol—. Ahora sólo puedes utilizar esas ridículas lucecitas, los leds. Son horrorosas. Parece que los árboles los diseñe la compañía eléctrica.

—Ya, pero así el árbol puede vivir para siempre.

—¿Quién querría un árbol que vive para siempre?

—Fabrican oxígeno.

—Vale, para ti. Te puedes quedar el árbol eterno y todo su oxígeno. A mí me importa una mierda.

Sirvió un par de copas y nos pusimos a charlar. Lo curioso fue que conseguimos mantener una conversación de lo más normal. Me sentí alarmado ante la facilidad con que había aceptado que mi padre se moría. Había dejado bien clara su postura y, también, que no quería darle más vueltas. Respeté eso. Incluso decidí aceptar que era lo mejor, así paliaba mi propio dolor. Adopté una actitud positiva, igual que había hecho en su día con mi madre. La única diferencia era que, en este caso, el desenlace mortal era el deseado. Miré por la ventana del salón de estar. La luz de la luna perfilaba las ramas de los árboles, que, al carecer de relieve en la oscuridad, dibujaban el mapa más intrincado del mundo: uno con millones de destinos distintos, todos por descubrir.

—¿Te importa si me quedo uno o dos días? —pregunté.

—¿Y tu nueva novia? ¿No tienes que volver a su lado?

—Puede esperar.

—No la hagas esperar demasiado por mi culpa.

—Tranquilo, no lo haré.

Levanté mi copa.

Fecha de modificación

28/12/2030 8:12 a.m.