«Sí, es uno de ellos»

Ayer me llamaron de una comisaría de Midtown. Al principio creí que me llamaban para pedirme un donativo para su asociación benéfica, algo que hacen todas las semanas. Puedes ser grosero con todos los teleoperadores y creadores de spam del mundo, pero no si te llaman del Departamento de Policía de Nueva York. Y ellos lo saben. Y se aprovechan. Lo considero algo mezquino por su parte.

—Ya os lo dije la semana pasada: os adoro chicos, pero no estoy interesado.

—Señor, no lo llamo para pedirle un donativo. Sufrió usted una agresión en el West Village la noche del 29 de octubre, ¿verdad?

Contemplé mi brazo.

—Sí.

—Hemos arrestado a un verdoso aquí, en Midtown, está relacionado con un caso distinto al suyo. Pero también queremos averiguar si es uno de los que le agredió usted. ¿Vendría a identificarlo en una rueda de reconocimiento?

—Sí.

Me levanté de la cama, me vestí y salí a la calle. Dejé el arma del texano en casa para evitar problemas con el detector de metales de la comisaría. Pensé que no podía seguir pensando en ella como «el arma del texano». Ahora es mía. La llevo a casi todas partes. Supongo que, si pienso que no me pertenece, me siento menos agresivo.

Fui hasta la comisaría, que estaba tan concurrida como la Estación de Pennsylavania. La temperatura del interior sería de unos cuarenta grados, y la humedad tan elevada como la del fondo de un pozo de alquitrán. La comisaría conservaba el mismo aspecto que tendría allá por 1977, hasta las tazas de café y los bigotes parecían los mismos. Grupos de indigentes iban custodiados hacia las celdas de retención. Los polis encargados del papeleo corrían de un lado para otro intentando solucionar los problemas según iban surgiendo. En una pantalla colocada en lo alto, los boletines se sucedían a toda velocidad. Me acerqué al mostrador.

—Estoy aquí para una rueda de reconocimiento.

La recepcionista no se molestó en levantar la cabeza y se limitó a hacerme un gesto señalando un banco que había arrimado a la pared. Los asientos estaban ocupados por diez indigentes y un tipo trajeado que tenía un brazo roto. Permanecí de pie. Saqué mi tableta y pasé el rato tonteando con ella. Al cabo de dos horas, dijeron mi nombre.

Un agente un poco mayor me condujo a través de las entrañas de la comisaría, que por fuera tenía un aspecto muy sencillo y por dentro parecía tener el tamaño del Pentágono, como por arte de magia. Me escoltaron a un cuarto diminuto, donde me esperaban dos agentes más frente a una ventana con un cristal opaco.

—¿Está listo, señor Farrell? —preguntó uno de los agentes.

—Sí.

—Antes de comenzar, debe tener en cuenta que es posible que su asaltante no se encuentre entre los sospechosos.

—De acuerdo.

Pulsó un interruptor y el cristal se alzó. Tenía cinco hombres frente a mí. Sólo uno de ellos era un verdoso. El segundo por la izquierda. Era bajito. Calvo. Tenía toda la cabeza pintada de verde. Dientes en mal estado. No lo reconocí. No era uno de mis trols.

—Señor, ¿reconoce a alguno de estos hombres?

El verdoso sonrió en nuestra dirección. No era uno de los tipos que me cortó. No me importó. Me bastó con que sonriera. Miré al agente y mentí.

—Sí, es uno de ellos. El Verdoso. Es uno de los que me rajó.

Me dejaron marchar y fui caminando a casa. No me arrepiento de nada.

Fecha de modificación

6/12/2030,3:41 p.m.