Cuando me levanto por la noche para mear, y estoy de pie delante del váter, no puedo evitar pensar que hay tres chiflados verdes esperando a que salga del baño. Tres trols sonrientes y armados con navajas al otro lado de la puerta. Estos días dejo abiertas todas las puertas del piso y me pongo a cantar si presiento que voy a sufrir un ataque de ansiedad. A pesar de todos mis intentos, el recuerdo de los trols no tarda en asaltarme de nuevo. Se ríen mientras me cortan la piel.
Cuando estoy en la cama, aguanto las ganas de ir al baño hasta que noto la vejiga tan llena que parece que me va a estallar. Entonces los trols vuelven. Tomo Vicodina y bebo, porque es lo único que tengo para combatir el miedo. Y lo peor es que no tengo ni idea del tiempo que voy a tardar en superarlo. Ignoro cuándo voy a dejar de despertarme cubierto de un sudor frío, con la almohada empapada. La expectativa del miedo en sí ha acabado por convertirse en lo que me aterroriza, y no parece que vaya a desaparecer nunca.
A veces, olvido lo que me hicieron en el brazo hasta que por casualidad reparo en la herida, y todo vuelve de golpe. Entonces se me encoge el corazón. Se supone que me quitan los puntos la semana que viene. Después iré a ver a un cirujano plástico, aunque dudo que pueda borrar la cicatriz del todo. Siempre quedará un recuerdo.
Una noche intenté dormir con la pistola del texano debajo de la almohada. Aguanté una hora. Tengo un sueño muy inquieto y pasé la hora muerto de miedo por si me pegaba un tiro sin querer.
Me levanto cada hora y enciendo la tele para sentirme acompañado. O me siento aquí y escribo. Pero estoy todo el rato mirando por encima del hombro. Siempre los siento cerca de mí, esgrimiendo sus navajas.
Fecha de modificación
2/11/2030, 5:22 a.m.