Anoche fui a un restaurante con Callie, una compañera de trabajo, para celebrar que se acababa de quedar embarazada. Invitó a doce amigas suyas que se liaron a dar saltitos y a chillar, a llorar y a tocarle la tripa, preguntándole si ya tenía náuseas. Me aparté del follón pre-mamá y me acerqué a la barra, donde me tomé una copa. Me alegró saber que podía beber cuanto quisiera, al contrario que Callie, a quien el médico se lo había prohibido.
Intenté charlar con el camarero, pero estaba solo en la barra y el local estaba abarrotado. Tengo el convencimiento de que los locales de moda tienen poco personal a propósito. Un local no mola de verdad si no te hacen esperar hasta que te sacan de quicio. El taburete sobre el que estaba sentado, se convirtió en una especie de islote. La gente se apretujaba a mi alrededor sin prestarme atención, y pude dedicarme a observar a los demás. Podía mirar fijamente a alguien durante un buen rato sin que se diera cuenta, gracias al muro de gente que me hacía pasar inadvertido. Tuve ocasión de presenciar el desarrollo de una primera cita en una mesa cercana. También pude contemplar a todas las mujeres hermosas que me apeteció, aunque me sentía incómodo si las miraba durante demasiado rato.
Y en medio de todo ese caos, vi a una chica entrando en el local acompañada de una amiga. No las perdí de vista mientras esperaban a que les dieran mesa. Sabía quién era la chica. Se llamaba Alison. La reconocí porque veintisiete años atrás la había amado como jamás he vuelto a amar a nadie.
Fuimos compañeros de clase en secundaria, y ella ya tenía el mismo aspecto que ahora. Alta, brazos largos, esbeltos. Pelo castaño, liso. Algunos habrían dicho que tenía un aspecto desgarbado, aunque yo jamás la vi así. Era como si se sintiera avergonzada de su propia belleza e hiciera todo lo posible por ocultarla. Lo que la hacía más atractiva todavía. Recuerdo que en el colegio vestía ropa muy anodina y, a pesar de ello, era la chica más atractiva que había visto jamás. De vez en cuando, se arreglaba un poco para una ocasión especial, el baile de octavo curso, o algo así. Nada exagerado, sólo un pequeño retoque aquí o allá. Entonces no sólo era la chica más atractiva que había conocido, era la chica más atractiva que había conocido con diferencia. Una diferencia brutal.
En octavo yo no era nadie. Los deportes se me daban fatal y como ya era alto, mi torpeza atlética era aún más evidente. No es que fuera impopular. Tenía amigos. Pero sólo era un chico más que intentaba salir hacia adelante. Uno de los que nunca aparecen en las menciones de los anuarios.
Me hice amigo de Alison en las clases de español. Era simpática conmigo. Era simpática con todo el mundo. En ocasiones conseguía sentarme a su lado y entonces me debatía entre el éxtasis y la agonía. La tenía a mi alcance, podía aspirar su aroma. Si llevaba una falda, la casi imperceptible marca del músculo que recorría su muslo conseguía activar todas y cada una de mis neuronas. Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para no abalanzarme sobre ella en plena clase para poseerla. Ése es uno de los problemas que tienen los chicos de octavo.
Con el paso del curso, comencé a llamarla a casa y charlábamos una media hora. Esas llamadas acabaron por convertirse en el eje central de mi vida. Éramos amigos y pensaba que era un buen inicio para llegar a ser algo más. Cuando miro atrás, soy consciente de que no es el camino correcto. Seguimos siendo amigos incluso cuando comenzó a salir con el capitán del equipo de hockey (un pedazo de cabrón) y tuve el valor de darle consejos en asuntos de amores, a pesar de mi falta de experiencia en lo que a relaciones sentimentales se refería. Por no mencionar mi deseo ferviente de que sus relaciones con otros hombres fracasaran.
Cuando Alison no estaba saliendo con un chico, solía acompañarla a los bailes. Allí le pedía que saliera conmigo. En más de una ocasión le dije que estaba enamorado de ella. Me decía que no. Pero lo hacía con tanta delicadeza que nunca lo interpreté como un rechazo. Incluso me daba un abrazo después de decirme que no, lo cual me hacía sufrir aún más. Cuando le preguntaba si existía la posibilidad de que estuviéramos juntos en el futuro, me respondía que las cosas pueden cambiar, que ella no podía predecir el mañana. Era su manera de suavizar su negativa, pero al final resultaba mucho más cruel porque me aferraba a esa posibilidad como a un clavo ardiendo.
Comencé a fantasear sobre la manera de conseguir que fuera mía. Imaginé un holocausto nuclear en el que éramos los únicos supervivientes. Soñé que la rescataba de ser violada. Fantaseé con que me convertía en una estrella del rock y que la enamoraba cuando, al descubrirla entre el público en uno de mis conciertos, le dedicaba mi mejor canción, mientras nos mirábamos fijamente el uno al otro.
Mis fantasías comenzaron a ir más allá. Soñaba que ella me amaba tanto como yo a ella. Que me marchaba a luchar en Oriente Próximo y cuando regresaba, hacíamos el amor en la escalera de casa…
Imagina la situación más disparatada del mundo, y seguro que la he recreado acompañado de Alison: invasiones alienígenas, disturbios callejeros, terremotos, inundaciones, huracanes, malvados dinosaurios ciborg. Cualquier cosa. Me he pasado días enteros imaginando que nos conocíamos en dimensiones alternativas, hasta que la cosa pasó de ser una obsesión a algo indefinible. Incluso me abstuve de tener fantasías sexuales con ella, porque la encontraba demasiado casta y pura. Son cosas que les ocurre a los chavales de octavo.
Nos mudamos a Buffalo cuando estaba estudiando décimo curso. Les supliqué a mis padres que me dejaran ir a vivir con un amigo para poder seguir asistiendo al mismo colegio. Para poder seguir viendo a Alison. Para poder seguir torturándome. Mis padres respondieron que no. Nos marchamos y la vida siguió su curso. Crecí. Conseguí besar a otras chicas e incluso tuve sexo con ellas. El dolor de ese amor trágico se diluyó en las aguas del tiempo; unas aguas abundantes, eso sí.
Y anoche volví a verla, y el sentimiento que había estado adormecido durante tanto tiempo renació en un abrir y cerrar de ojos. Habría jurado que ya era muy mayor para dejarme llevar por ese tipo de enamoramientos, pero me había equivocado. Y eso me jodió, porque si no habían sido las hormonas las que me habían abocado a esa fijación amorosa, entonces es que estaba indefenso ante ella. Era débil.
No iba a cometer los mismos errores. Soy más mayor, más sabio. Urdí un plan. Había acosado a esa pobre chica durante tres largos años. No pensaba hacerlo otra vez. En lugar de eso, apuré mi copa, pedí otra y fui a reunirme de nuevo con Callie. Cuando Callie está en un bar, no puedes evitar reparar en ella. Todo lo que tenía que hacer era acercarme a Callie, brindar con ella (limonada para la preñadita) y Alison me vería, aunque yo me esforzara por no mirarla a ella.
Funcionó. Soy un genio. Alison me vio en seguida.
—¿John? —dijo—. ¿John Farrell?
—¿Jennifer? —dije adrede.
—¿No te acuerdas de mí?
—Aguarda… ¿Alison? ¡Claro que sí! Alison, ¿cómo estás? ¡Me alegro mucho de verte!
Le di un beso rápido en la mejilla. Pude captar el olor de su pelo. Fue igual que la primera vez. Me sentí morir.
—¿Qué celebráis? —preguntó ella.
—Una amiga que se ha quedado embarazada. Ha montado una pequeña fiesta.
—¿Eres el padre?
—No. No. Para nada.
—¿Son amigas tuyas todas esas chicas?
—No mucho. La verdad es que he salido con un par de ellas, así que si pudieras salvarme de este aquelarre…
—Bueno, habíamos entrado para tomar una copa y quizá, comer algo. Si te apetece, eres bienvenido.
Me uní a ellas. Pedí vino. Presté la misma atención a la amiga de Alison que a ella. Conté algunas anécdotas. Conseguí que Alison se riera tanto que llegó a darme un puñetazo amistoso en el hombro. Jamás hizo eso cuando íbamos juntos a clase. Durante el encuentro, el adolescente que aún sobrevivía en mi interior intentó participar en el encuentro. Si se lo permitía, me pondría en evidencia haciendo las mismas bobadas que había hecho en el pasado. Luché para mantenerlo a raya con todas mis fuerzas. El alcohol y la situación me dieron el valor necesario para impedir que hiciera alguna tontería. La amiga de Alison se excusó para irse al cuarto de baño. Alison dio un sorbo a su bebida e inició su particular interrogatorio.
—Bueno, ¿te has llegado a casar?
—¿Yo? No. Casi, pero no.
—¿Te echaste para atrás?
—No, no. Nunca llegamos a estar comprometidos. Pero tuvimos un hijo.
—Ah. ¿Vive aquí?
—Sí. Con su madre y el prometido de ella.
—¡Uf! ¿No resulta un poco embarazoso?
—No creas. ¿Y tú? ¿Estás casada?
—Divorciada.
—Lo siento.
—No lo sientas —dijo ella—. Era un capullo. Espero que tú no seas también un capullo.
—Pues quizá lo sea. Soy abogado matrimonialista. Uno tiende a hacerse insensible en esta profesión.
Nos quedamos callados. Cuando era más joven, los silencios en compañía de una mujer me asustaban. Intentaba decir algo con tal de llenar el vacío. Casi siempre era algo estúpido. En esta ocasión me quedé callado. Dejé que el momento fuera de reflexión.
Ella jugueteó con la copa pasando el dedo por el borde.
—Y esa mujer con la que tuviste el niño… ¿te habrías casado con ella si no te hubieras hecho el tratamiento para la Cura?
—Sí, seguro que sí. Pero no nos casamos. Ya ves.
—¿A qué edad te hiciste el tratamiento? —preguntó.
—A los veintinueve, ¿y tú?
—¡Ah, me ganas! A los treinta y uno.
—Lo siento.
—No me lo puedo creer, ahora soy dos años mayor que tú. No es justo.
—Bueno, yo no te echaría más de treinta, si te sirve de consuelo.
—Déjalo —dijo ella, y echó un vistazo a su alrededor—. ¿Nunca te cansas de esto?
—¿De qué me tengo que cansar? —pregunté.
—De todo esto. Del ritual. Ir a la barra, hacerte un hueco para pedir una copa. ¿No te aburre?
—Todas las semanas.
—Es curioso, pero era en lo único en lo que pensaba cuando fui al médico para conseguir la Cura: estar de juerga continua y todo eso. Estaba convencida de que siempre lo pasaría bien, pero me casé y me harté de tanta fiesta. Más adelante me divorcié y acabé más harta todavía. Y a pesar de ello, sigo viniendo. Supongo que me falta imaginación. Nadie debería aburrirse en esta ciudad. Y menos a nuestra edad. Y sin embargo, aquí estoy.
—Hice amistad con un tipo que va a vivir en todos los países del mundo, un año en cada uno. Durante los próximos doscientos años.
—Menuda locura.
—Eso mismo pensé yo. Pero cuando me contó sus planes, acabé convencido de que era una idea genial.
—¿Tú lo harías? —preguntó Alison.
—Creo que me falta valor. O la compañía adecuada. Es absurdo echar raíces en estos tiempos. Vivo con la sensación de que tengo un viaje pendiente que siempre estoy aplazando. Siempre tengo algún pretexto: dinero, trabajo o alguna idiotez por el estilo. No sé. Cuanto más lo aplazo, más miedo me da la idea. A veces miro a mi hijo y parece que tengamos la misma edad.
—Sólo que tú no llevas pañales.
—Que tú sepas —respondí con una sonrisa.
Me miró. A mi edad sé cuándo le gusto a una mujer y cuándo no. Es un talento que se adquiere con los años y que desearías haber tenido cuando ibas al colegio, que es cuando te hace falta de verdad. Es un talento que se agudiza más todavía si estás comprometido en una relación formal, que es justo cuando ya no te sirve de nada. Pero ahí estaba yo. Sin ataduras. Libre. Ella me miraba. Y en sus ojos brillaba el deseo. Yo era un hombre distinto. Más mayor. Más atractivo. Posmortal. Las cosas pueden cambiar. Siempre pueden cambiar.
—Tienes buen aspecto, John.
—Gracias. —No le devolví el cumplido a propósito—. Escucha, tengo una cita con un amigo para cenar —¡mentira!—. Pero lo he pasado bien. Si te apetece que quedemos para tomar algo dentro de… un par de semanas o así… —En octavo curso, cuando invitaba a Alison a salir a algún sitio, ella me preguntaba de inmediato si también podía invitar a un montón de gente. Esta vez fue diferente.
—Me encantaría.
La besé en la mejilla, le dije adiós y me marché. Noté cómo me seguía con los ojos conforme me dirigía a la salida y le hacía un rápido gesto de despedida a Callie. Cuando ya estaba en la calle, donde ella ya no podía verme, permití que mi yo adolescente tomara el control durante unos instantes. Me dejé llevar por el entusiasmo más elemental y sentí que el rostro me ardía a causa del rubor. Anduve diez manzanas con las emociones a flor de piel, hasta que sentí la necesidad de buscar un lugar donde tranquilizarme y enviar al adolescente al lugar que le correspondía. Vi un bar en la esquina de la calle donde me encontraba y me apresuré a entrar. Llamé a un amigo desde allí y le propuse quedar para coger una buena borrachera juntos.
A las tres de la mañana abandoné el bar tambaleándome y solo (mi amigo se había marchado una hora antes. Yo me quedé bebiendo por motivos que soy incapaz de recordar). Me dirigía hacia la avenida cuando la intensa luz de un escaparate atrajo mi atención y fui a ver qué era. Era la tienda de Griales de Derrick, que estaba, cosa extraña, abierta a las tres de la mañana. No necesitaba un grial y menos a esas horas, pero como estaba borracho y no pensaba con demasiada claridad, decidí entrar para echar un vistazo. Swift había sacado un nuevo modelo DX. Fabricado con puro jade artificial. Muy vistoso.
Cuando salí de la tienda, crucé al lado oscuro de la calle y volví a encaminarme hacia la avenida. Pero algo iba mal. Sentí que me observaban y no como cuando lo había hecho Alison. Me giré y ahí estaban.
Eran tres hombres. De baja estatura. Calvos. Vestidos de negro: zapatos, calcetines, pantalones, cinturón y túnicas de mangas largas. Llevaban las cabezas pintadas de verde brillante, como la Malvada Bruja del Oeste. Y faltaban dos días para Halloween. Cuando los miré, me obsequiaron con una sonrisa. La que te ofrecería un maníaco, o tres. Era como si hubieran estado esperándome desde hacía tiempo. Me habría gustado que hicieran algo, aparte de sonreír. Fruncir el ceño, una mueca. Algo. Las sonrisas eran demenciales, era como si me dijeran que iban a hacerme algo muy divertido… para ellos. El terror me paralizó.
Uno de ellos habló.
—¿Cuándo es tu cumpleaños, colega?
Me di la vuelta y eché a correr. Conseguí dar tres pasos antes de que se me echaran encima. Había un callejón entre dos casas donde se amontonaban los cubos de basura. Me metieron allí, riéndose todo el rato. Uno de ellos me puso una navaja en el cuello.
—Súbele la manga —dijo el troll al mando. Fue el único al que oí hablar.
Otro me subió la manga de la camisa hasta el hombro.
—Coged mi cartera —supliqué—. Quedaros con el móvil y la tableta.
—No quiero tu cartera. Quiero tu cumpleaños.
—El uno de octubre del 2000.
Su sonrisa se evaporó. El verde de su rostro se intensificó y la rabia hizo que su cabeza comenzara a palpitar. Acercó su cara de pesadilla a la mía. Me gruñó. Tenía los dientes largos y afilados. Eran dientes que podían arrancar un ojo sin dificultades.
—Te he preguntado cuándo es tu puto cumpleaños.
—Por favor, no lo hagáis. Cogedlo todo y marchaos.
—O nos dices cuándo es tu cumpleaños —me amenazó— o vamos a escribir todo el abecedario sobre tu piel.
Me rendí.
—El uno de octubre de 1990.
El cabecilla de los trols comenzó a cortar. Grité, pero me taparon la boca.
—Deja de forcejear o tendré que tacharlo y empezar de cero.
Me quedé inmóvil. Mi organismo sucumbió a la conmoción y me quedé inerte mientras grababan números y rayas sobre el brazo, justo debajo del hombro. Otra navaja se apretó contra mi cuello.
—Abre los ojos. Míranos.
Hice lo que me pedían. Los tres repugnantes rostros me observaban, sonrientes, asegurándose de que su recuerdo quedaría grabado tanto en mi memoria como en mi carne. Estaba impotente, indefenso. Mi mente voló a mi piso, al arma que el texano me había regalado y que yo nunca fui a canjear a comisaría. La visualicé guardada debajo de un montón de camisas en la estantería superior de mi armario. Donde no me servía para nada.
—¿Ya no te diviertes? —me preguntó el troll. Me soltaron, dejándome caer sobre la acera—. Nos volveremos a ver.
Los vi correr hacia el oeste, riendo y chillando, sus cabezas verdosas reluciendo en la penumbra. Me miré el hombro y vi correr la sangre. Intenté gritar, pero no pude abrir la boca. Pasó un grupo de gente que no hizo ademán de detenerse al pensar que era un indigente. Hice un esfuerzo y conseguí emitir un gruñido que persuadió a uno del grupo para acercarse. En cuanto vieron la sangre, reaccionaron. Una hora más tarde, me encontraba en un hospital y me estaban poniendo puntos de sutura. Un policía me pidió que le hiciera una descripción de mis asaltantes. Me contó que los trols que me habían agredido formaban parte de una secta llamada Puente606, o los Verdosos. Me explicó que eran cientos y que atacaban a la gente por la noche. Dijo que me avisarían si conseguían atraparlos. Conozco en qué condiciones está trabajando el Departamento de Policía de Nueva York, así que no abrigo muchas esperanzas de que vaya a recibir esa llamada.
Me estoy mirando el brazo en el espejo ahora mismo. Los puntos de sutura sólo sirven para realzar el buen trabajo de la navaja del troll:
1/10/1990
La fecha de mi cumpleaños. La auténtica fecha de mi cumpleaños. El que celebraba cuando era un crío. Ahora tres monstruos han conseguido que piense en ellos y sus burlas cada vez que la vea.
Fecha de modificación
30/10/2030, 11:45 p.m.