Confesiones de un descuidado

Sé que todo el mundo se está aprovisionando. Sin embargo, yo no. Soy poco previsor. Ni siquiera soy capaz de deshacerme de mi basura. El otro día al mirar en la nevera, sólo encontré tres artículos, y dos se habían echado a perder. La mostaza aún está bien, sólo falta que algún día compre algo a lo que pueda ponérsela. En mi piso, el espacio para guardar ropa es escaso, cuando me compro un suéter, tiene que ser el mejor suéter del mundo para justificar el espacio que va a ocupar.

Sé que al menos dos de mis amigos han alquilado trasteros en Nueva Jersey a un precio que da escalofríos. Aún siguen vacíos. Uno de mis amigos sigue negociando con su mujer sobre lo que van a guardar allí dentro. Pero los dos son simples aficionados al lado de uno de los clientes del bufete que conocí la semana pasada.

El tipo es natural de Texas, pero en la actualidad posee una gigantesca hacienda en el este de Pennsylvania. Fui hasta allí en coche con mi jefe. Toda la propiedad está amurallada, y cuenta con puestos de vigilancia con guardas las veinticuatro horas. Lo único que eché en falta son esos ventanucos que hay en los castillos desde donde los arqueros lanzaban sus flechas.

—¿Qué os parece? —preguntó el tipo.

—Me parece muy… seguro.

—Lo mejor es que mi hija ya no se puede escapar de noche para ir de fiesta. De hecho, ése es casi el único motivo por el que hemos hecho la muralla y las torres de vigilancia y toda esta mierda. No es para mantener a la gente fuera, es para que la insensata que tengo por hija se quede dentro. Porque a menos que tenga un helicóptero vigilando cada uno de sus movimientos, se escabulle y la arma en cuanto puede.

—Parece una chica muy alegre.

—Eso es lo que dicen todos los tíos de por aquí. Pero bueno, como os decía, todo esto no es nada. Dejadme que os enseñe lo más cojonudo.

Salimos de la casa y cruzamos la finca hasta llegar a una caseta de acero inoxidable. No vi que tuviera puerta por ningún lado. El texano introdujo un código usando el teclado adosado a una de las paredes de la estructura. Se abrió un panel al lado del teclado y dejó al descubierto una pequeña placa de cristal. A continuación, el texano sacó un bastoncillo de algodón del bolsillo y se frotó el interior de la boca con él. Después pasó el extremo con su saliva sobre la superficie de la placa. El cristal se retrajo al interior del panel y una puerta camuflada se abrió en la superficie metálica.

—Identificación genética —explicó—. Al principio, lo hacía con una gota de sangre, pero me harté de pincharme el dedo cada vez que quería enseñar esta belleza, así que hice que lo modificaron, y ahora me apaño con los bastoncillos.

Cruzamos la puerta camuflada, que daba a una especie de ascensor. El texano pulsó un botón y comenzamos a descender. Y descendimos. Y descendimos. Y descendimos. Yo empecé a sudar. Al fin, el ascensor se detuvo y la puerta se abrió, dando paso a una inmensa y lujosa estancia. Suspiré, aliviado. Sobre nuestras cabezas se acumulaban cuatro mil millones de toneladas de rocas y tierra, pero la fastuosidad de lo que tenía delante hacía que ese dato careciera de importancia. Era un refugio nuclear. Pero uno espectacular. Era como estar en el edificio Dakota de Nueva York, sólo que bajo tierra. Un hundimiento de altura, por decirlo así. Los suelos eran de mármol. Había varios televisores de ultradefinición, piezas de mobiliario tan lujosas que cada una debía costar más que mi piso entero, y más y más cosas. Se respiraba un aire limpio y fresco que me recordó al que inyectaban en el casino de la Fuente de la Juventud a las cinco de la mañana para mantenerte despierto. El texano nos sirvió una copa y nos enseñó el sitio.

—¿Cómo ha conseguido traer todo esto hasta aquí? —pregunté.

—A través del hueco del ascensor. Impresionado, ¿eh? Me costó dos años construir el habitáculo y otros dos traer todos los trastos. Vosotros, los neoyorquinos, os creéis muy listos y muy duros, pero somos nosotros, los texanos, los que sabemos cómo enfrentarnos a la adversidad. Que no te engañe todo el lujo, este sitio es cien por cien autosuficiente. Mira esta agua —y abrió un grifo—, procede de un manantial subterráneo que corre por encima de nuestras cabezas. Cuento con un sistema de abastecimiento de agua independiente. El condado no sabe nada de esto. De hecho, no tienen ni puta idea de lo que he hecho aquí. Todo lo que ven es una choza de acero. Fíjate en esos respiraderos —señaló hacia unas rejillas—. Forman parte de un sistema de ventilación que trae aire desde la montaña que habéis tenido que cruzar para llegar hasta aquí. Dentro del sistema hay un filtro que depura cualquier partícula extraña y, también, un contador Geiger. Si el nivel de radiación supera un nivel determinado, el sistema se sella de forma automática y pasamos a depender del aire que tengo en los depósitos. Tengo aire almacenado para veinte años. Y lo mismo ocurre con el agua. ¡Y tengo whisky para treinta! ¡Ja!

—¡Jesús!

—También lo tengo —señaló una imagen de Cristo reproducida en un lienzo de terciopelo detrás de la barra del bar—. Le he prometido a Jesús que si me quedo sin agua y sin whisky, volveré a creer en él. Es mi último recurso. Venid a ver la despensa.

Nos condujo a un diminuto almacén con estanterías repletas de comida enlatada, envasada al vacío, leche condensada y bebidas alcohólicas. En un extremo había una cámara industrial de frío de unos veinticinco metros de largo. En el interior se apilaban costillares enteros de carne de vacuno envasados al vacío.

—Esto podría durarme unos diez años —dijo el texano—. Siempre que no me dé por comer demasiado.

Quedaba más por ver. Había una sala de control equipada con detectores sísmicos preparados para ofrecer una imagen digitalizada del terreno encima del refugio; el objetivo era detectar potenciales intrusos que intentaran llegar hasta el refugio y robar los alimentos almacenados. El centro de control que supervisaba los detectores contaba con la asistencia permanente de un operario. El texano nos comentó que empleaba mineros para ese trabajo porque estaban ya acostumbrados a trabajar bajo tierra. Había una sala de juegos. Y un cuarto con un humidificador. También nos enseñó su armería. Luego nos mostró otra armería. Y tras la segunda, una tercera. A continuación, nos condujo hasta el muro trasero del búnker que estaba recubierto en su totalidad de caucho vulcanizado, tras el que se alzaba una plancha de acero, y detrás de la plancha, más caucho y tras esta última barrera, unos cuarenta mil barriles de petróleo.

Contaba con otro cuarto, que ocupaba por entero la maqueta de un tren eléctrico. Me gustó. Me lo imaginé con su gorra de conductor de tren y gritando: «¡¡Chu, chu!!», mientras el mundo de la superficie quedaba reducido a cenizas.

Cuando terminamos de hacer el recorrido, el texano se volvió hacia mí y preguntó:

—¿Has comenzado a aprovisionarte?

No supe qué decir. El total de lo que yo tenía guardado habría cabido en el armario que el tipo tenía para los licores.

—La verdad es que no —acabé por confesar—. Pero tengo un bote de desodorante de reserva guardado en el armario, por lo que pueda pasar.

—¡Te estás quedando atrás! Joder, yo no creo que tenga que vivir aquí abajo nunca, pero al menos cuento con un lugar seguro dónde almacenar mis provisiones. Más vale que te pongas manos a la obra, te lo digo en serio. No olvides lo que escribió el senador Marty Frost: «Necesitas agua para dos años, conservas para dos años, leche en polvo para dos años…». ¿Y armas? ¿tienes armas?

—No.

—¡Santo cielo! ¡Menuda irresponsabilidad! Es lo primero en lo que hay que pensar. ¿No me has dicho que ibas a ser padre? Necesitas un arma. Toma. —Abrió su cazadora y sacó una pequeña automática, extrajo el cargador y me tendió el arma y el cargador—. Cógela.

—Oh, no puedo…

—¡Cógela! De todas formas, ya no me gustaba. No voy a prometerte alojamiento aquí abajo cuando todo se vaya a la mierda, pero al menos puedo darte esto. Cógela.

—De acuerdo. —Cogí la automática. Sujetar un arma es algo especial, cuando la empuñas tienes la sensación de que la han fabricado en exclusiva para ti.

—Eso es —dijo—. Y ahora aprende a dispararla y practica con blancos móviles. Y comienza a guardar provisiones. Si al final tú no las necesitas, seguro que hay algún desgraciado al que sí le hará falta y estará dispuesto a pagarte un buen precio. Ahora, si venís por aquí, veréis la fosa séptica.

Nos enseñó la fosa séptica, que podía tratar hasta noventa kilos de desechos a la semana. Al final del recorrido, volvimos al ascensor y de ahí al exterior, a la deslumbrante luz del día. El aire parecía rancio comparado con el que llegaba a las instalaciones enterradas a cuatrocientos metros bajo tierra, en el pisito antinuclear del texano.

En el viaje de vuelta a la ciudad, le ofrecí el arma a mi jefe.

—No la quiero —dijo.

—¿Y qué coño hago con ella?

—No sé. Puedes venderla, o lo que te dé la gana…

Cuando llegamos, pasé por un súper para comprar algo de cena. Me quedé mirando las botellas de agua mineral apiladas en un estante. Pensé que podía llevarme unas cuantas cajas. Pero no, yo no tenía un almacén del tamaño de un hangar enterrado a cientos de metros donde guardar mis provisiones. Así que me limité a coger un refresco y una pizza congelada. Cuando llegué al piso, cogí el arma y el cargador y los guardé en mi armario. Hay una comisaría a unas quince manzanas que te dan unos vales para comida por valor de setenta y cinco dólares si les llevas un arma. Voy a aprovechar la oferta, porque me van a hacer falta un montón de judías en conserva, tantas como pueda conseguir.

Fecha de modificación

15/5/2030, 12:34 p.m.